Revista Confirmado
19.05.1965 |
Desde hace siete meses, Monterrey, en California,
hierve de inquietud y curiosidad: en una vieja casona se ha
instalado una especie de templo al que sólo parecen tener acceso
jóvenes barbudos y melenudos, muchachas claramente identificables
como beatniks y algunos estudiantes extranjeros. El culto diario se
celebra en medio de extrañas ceremonias en las que se mezclan
comentarios de textos de Gandhi y Thoreau con meditadas audiciones
de los Beatles: sus puertas se abren únicamente para aquellos
jóvenes que afirman creer en el triunfo de la no violencia como
recurso vital especialmente civilizado. Pero lo que más llama la
atención de los californianos es que el sumo sacerdocio de la
institución esté en manos de la célebre cantante Joan Báez, conocida
como la madonna de los beatniks, y de su viejo amigo, el barbado
creyente y pacifista de 42 años, Ira Sandperl.
Recientemente, un juicio promovido por los pobladores de la zona
donde se ha instalado el curioso templo (para protestar por la
cercanía de una tan dudosa institución que amenazaría con disminuir
la categoría residencial de sus propiedades) permitió que
trascendieran algunos detalles de su organización. En medio del
proceso, Joan Báez declaró que la vieja mansión le pertenece y que
ella misma costea los elevados gastos con el producto de la venta de
sus discos.
Sin embargo, el aspecto de la acusada tiene muy poco que ver con la
divulgada imagen del beatnik norteamericano: su rostro es alargado y
fino, sus facciones parecen aristocráticas, sus ropas son de líneas
suaves y ceñidas a su delgada y bien definida femenina figura. No
tiene más que 25 años, y desde 1958 se cuenta entre los pocos
iniciadores del movimiento recuperador del folklore blanco de
Estados Unidos. En ese tiempo, el rock había llegado a cansar al
público, y sus líderes, comandados obviamente por Elvis Presley,
abandonaban los pantalones ajustados, las botas y las camperas de
cuero negro, para incorporarse al coro lacrimoso de los baladistas
con encanto sólo superficial. La violencia inicial había sido
reemplazada por concesiones al music-hall.
La juventud ya comenzaba a adormecerse cuando Joan Báez cantó por
primera vez en un coffee-house de estudiantes, con su guitarra, su
educada voz y su tan particular estilo que siempre obliga a sus
oyentes a plegarse a ella en mitad de sus canciones para acompañarla
y promover el canto colectivo. ("¿Por qué no dedica su voz llena de
cualidades a cantar música clásica, esa música para la que
evidentemente ha estudiado?", le preguntó una vez un periodista.
"Porque quiero que mi buena voz sirva para decir algo que también
sea bueno", respondió.)
De allí saltó de inmediato al Newport Folk Festival de 1959, donde
13.000 espectadores corearon su nombre en medio de la sorpresa de la
misma Joan Báez. Un año después aparecían sus primeros dos discos
(que desde hace tiempo circulan en la Argentina), recibía contratos
para conciertos públicos, y en seguida se convertía en la más
popular de las folk-song americanas.
Los vaticinios de los críticos y los especialistas coincidieron:
como tantos, otros, la rebeldía de Joan giraría sobre sus talones
apenas su cuenta bancaria comenzará a crecer, y seguiría el camino
blando de sus predecesores, para terminar en la lista de las buenas
cantantes melodistas que pueblan el panorama de la canción
americana. Sin embargo, hasta ahora, la muchacha morena ha
despistado a todos los agoreros: su cuenta bancaria está al servicio
de su instituto de Monterrey, se ha declarado públicamente amiga del
rebelde Bob Dylan y de sus ideas, y afirma que el racismo, la
injusticia y la guerra son los tres problemas que más le preocupan
para cantar contra ellos: en 1963, ante 100.000 manifestantes, cantó
el 'We shall overcome' frente a la Casa Blanca.
En el sur de su país, el centro de gravedad racista, hizo recitales
en Selma, Birmingham y Montgomery ante alumnos de escuelas negras.
Finalmente, después de participar en la primera manifestación masiva
realizada en Berkeley, en 1964, contra la guerra de Vietnam, hizo
saber que no pagaría impuestos para gastos militares.
El pasado 19 de abril, Joan Báez cantó en París: las entradas
oscilaban entre los tres y los veinte francos y no había un solo
sitio vacío. La prensa francesa coincidió extrañamente cuando
comentó su recital: todos sostuvieron que valía la pena estar
presente para ver a una gran rebelde como ésta; aunque igualmente
estuvieron de acuerdo en que, como hecho artístico —al margen del
político—, también valía la pena oírla. Porque Joan Báez es, además,
una gran cantante.
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