Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

PERSONAJES
KATE Y COCO

Revista Periscopio
11/XI/1969

La semana pasada, Katharine Hepburn se preguntaba cómo se había metido en semejante lío. Durante 17 años no se presentó en Broadway, y nunca lo hizo con una comedia musical. Y allí estaba ahora, protagonista del nuevo musical de Alan Jay Lerner y André Previn, Coco, basado sobre la vida y la carrera fabulosa de Gabrielle (Coco) Chanel, 86, reina de la moda francesa en el siglo XX.

"Debo de haber estado borracha cuando dije que sí a esto", suspira Kate, que nunca usa el alcohol sino para pasárselo por la cara. Tiene algún motivo para estar nerviosa. Ante todo, la primera de las cinco semanas de representaciones previas al estreno del 18 de diciembre —para ir afiatando la pieza y hurgando en la reacción del público, que paga menos por estas previews, y no tiene el problema de interminables colas—, empieza hoy. Luego, el presupuesto del espectáculo se acerca a los 900 mil dólares (más de 300 millones de pesos), el más caro en la historia de Broadway, totalmente invertidos por Paramount Pictures, que también pagó 2.750.000 dólares por los derechos para el cine (862.500.000 pesos).

Todo esto pesa mucho sobre las cuerdas vocales de Katharine Hepburn, que acaba de cumplir 60 años, y es la razón por la cual ha abandonado la seguridad de Hollywood, donde por dos años seguidos —¿Sabes quién viene a cenar? y El león en invierno—, ganó el Oscar. Dado que ya había ganado uno en 1933, por Ambición de gloria, con Adolphe Menjou, es hoy la única persona que ha obtenido esa recompensa tres veces.

"Me siento tan grande como un ratón —opinó Kate hace unos días, tras un ensayo—. Mi única esperanza es que cuando salga del teatro me atropelle un camión." ¿Es capaz de cantar? Nunca se supo que lo hiciese, ni siquiera en el baño, donde transcurre un tiempo considerable porque, entre otras peculiaridades, tiene la costumbre de darse cinco baños diarios. "Oh, puedo cantar —confiesa—, pero no soy gran cosa. Si lo fuera, ya lo habría demostrado, porque soy una fanfarrona." Por otra parte, le bastó entonar Auld Lang Syne, un año atrás, para que Alan Jay Lerner saltara de regocijo.

EL AGUILA DE DOS CABEZAS

Para Lerner, Coco es el resultado de dolorosos trámites comenzados en 1961, cuando Coco Chanel le concedió los derechos exclusivos sobre la historia de su vida. "Alan estaba tan entusiasmado —confió la octogenaria diseñadora a Edward Behr, de Newsweek, en París— que me contagió. Yo no acoplé ni interferí. Confié en él." Y hasta dejó la creación del vestuario en manos de Cecil Beaton.

Al explicar su entusiasmo, Lerner, 51 —autor de 'musicals' tan notorios como
Brigadoon, My Fair Lady y Camelot—, comenta: "No sólo emancipó Chanel a las mujeres, sino que ella misma es la mujer más emancipada que yo conocía . . . hasta que tropecé con Kate Hepburn"'. Aunque el libreto de Lerner recurre a flashbacks, o racconti, su acción se centraliza en 1954, cuando Coco decidió "volver", a los 71 años.

Entre ambas mujeres hay fuertes semejanzas. El carácter de cada una es una explosiva mezcla de femineidad e independencia. Cada una es notoria por su inextinguible vitalidad, y es rica y suprema dentro de su profesión. Así como Chanel encarnó personalmente el 'Chanel look', la sexualidad andrógina de Hepburn, en escena o ante la cámara, es un espejo de su verdadero estilo de vida. Ambas responden con beligerancia a los desafíos: basta pensar en el retorno de Coco, o en el empuje de Hepburn, a los 60, para embarcarse en una inédita carrera teatral. Juntas, hablan a un mundo de jóvenes acerca de las posibilidades y hasta de las glorias de la edad (o de la ausencia de ella).

Es irónico, no obstante, que Hepburn encarne a Chanel, teniendo en cuenta cómo se viste. Casi invariablemente y en todas partes, Kate usa extrañas sandalias sin medias, arrugados y abolsados pantalones de gabardina beige (que parecen reliquias de algunos de sus films de los años 30, como Vacaciones), una liviana camiseta de algodón y una camisa negra, de mangas largas y cuello alto. "Me gusta esto —dice Kate, señalando el desorden del escenario, la inmensa escalera por la que desfilarán 24 deslumbrantes modelos—; pero lo que temo es tener que vestirme. Me siento como Martha Washington."

La cómoda vestimenta de Kate añadió una nota traviesa al viaje que ella y Lerner emprendieron a París a fin de conseguir que Coco aprobara la elección de Hepburn para el papel. "Me miró de abajo arriba —evoca Kate—, pero no se molestó en mirarme de arriba abajo." Aparentemente, sin embargo, nada le importaba menos a Chanel que lo que Kate llevaba puesto, en tanto no fuera algo firmado por Cardin o Courrèges. En verdad, Chanel sólo tuvo una reserva acerca de Kate: "Es demasiado vieja para el papel, debe de tener como 60", dijo (porque ella piensa que tiene 30 para siempre).

La edad no conoce enemigo más astuto que Coco Chanel. Siempre está vestida de punta en blanco, hasta en domingo, con uno de sus propios y soberbios modelos, y cubierta de alhajas de fantasía. "Una nunca sabe cuándo puede encontrar al hombre de su vida", comenta. Su automóvil, guiado por chofer, es un Cadillac y no un Rolls-Royce. "Los Rolls —asegura— son exclusivamente para viejitas."

Chanel vive en el Ritz de París, a pocos metros de la Maison Chanel, en la rué Cambon. Habita allí desde los años 20 (lo que la convierte probablemente en el huésped más antiguo), pese a la existencia de su legendario departamento, beige y oro, colmado de invalorables tesoros de arte, encima de la Maison. De esa ordenada jungla de biombos de Coromandel, esculturas griegas del siglo IV a. C. y pinturas de Dalí, opina Kate: "Es audaz, divertida, personal y coleccionada con la confianza de un gusto seguro". La casa de ladrillo marrón, de cuatro pisos, en la que Hepburn vive en Nueva York, desde 1931, se asemeja a la de Chanel en espíritu porque refleja su propio gusto: una selección de cosas que son útiles, sencillas y cariñosamente personales.

"Lo que realmente me hubiera gustado —declaró la semana pasada Chanel, en su departamento— habría sido dedicarme a la decoración de interiores. La gente a veces me pregunta cómo son todas aquellas casas fabulosas de los muy ricos. Yo les contesto siempre: "Mal iluminadas, cargadas de muebles demasiado tapizados, y uniformemente espantosas".

Ella vive en el Ritz —incluso cuando era dueña de una casa en París cuyo solar compartía con el Presidente de la República y la Embajada inglesa—, en parte por temor a los criminales. De cualquier manera, sus gastos allí y los del famoso departamento, automóvil y chofer, son pagados todos por Parfums Chanel, una firma que desde 1954, a cambio de su nombre y sus diseños, le paga —una vez oblados los impuestos— el 2 por ciento de la venta global de Chanel N° 5. Se calcula que estos royalties representan 750 mil dólares (262 millones y medio de pesos) anuales. Coco enuncia: "El dinero sólo tiene para mí un sonido: el de la libertad. El dinero es la razón por la cual siempre he estado de parte de los maridos y en contra de sus mujeres, porque ellos son los que pagan las cuentas".

COCO CHANEL HAY UNA SOLA

Ni la riqueza ni los años disminuyen en lo más mínimo su indómita energía. Trabaja doce horas diarias, fatigando a sus modelos, incansablemente rompiendo, ajustando, modelando, probando, para entregar, dos veces al año, las colecciones que culminan en sus famosos trajes, que se venden desde mil dólares para arriba. Al contrario de la mayoría de los diseñadores, que empiezan en el tablero de dibujo, Chanel trabaja directamente sobre el cuerpo de la modelo, del que extrae su inspiración: "Me importa un rábano la forma del busto o el trasero de la modelo —explica Coco—. Lo único que importa es que tenga piernas y brazos largos".

Hace poco, le preguntó a una de sus invitadas a comer, quién le había hecho el vestido. Sucedió que era de la Maison Chanel. "Es terrible —exclamó Coco—. Yo nunca habría permitido qué usted saliera de mi casa con esa facha." Y ahí no más, con un par de tijeras deshizo la costura debajo de la axila, remodeló el hombro y la manga con un montón de alfileres (de los que siempre tiene la boca llena) y le ordenó a su invitada que al día siguiente le llevara el vestido para coserlo; lo que hizo ella misma. Hasta Kate Hepburn compró ropa en lo de Chanel (probablemente más para tenerla que para usarla). "Es agradable —dijo— vestir a la gente de modo que el cuerpo que está abajo parezca hermoso."

En un raro momento evocativo, Chanel recordó el París que vio por primera vez a los 21 años, cuando llegó en 1904, bajo la protección de un apuesto oficial de caballería, Etienne Balsan, el primero de una larga lista de enamorados que incluyó al Gran Duque Dimitri Trubetzkoi y a dos ingleses, Arthur 'Boy' Capel, muerto trágicamente, y el inmensamente rico Duque de Westminster, quien una vez le regaló a Chanel perlas tasadas en 69 mil dólares (24.150.000 pesos) e instaló un servicio postal privado para manejar la copiosa correspondencia entre ambos. Pero cuando el Duque le propuso matrimonio, Coco desdeñosamente le replicó con una frase que se ha hecho histórica: "Duquesas de Westminster ha habido cinco, pero Coco Chanel hay una sola". "Provengo de Auvernia —explica la modista— y en París lo primero que me sorprendió fue la falta de ruido. En el campo, los caminos estaban pavimentados con grandes adoquines de piedra y los vehículos que pasaban hacían un estruendo fantástico."

Ya era entonces evidente su sentido práctico, por el que es famosa. "Tomen los sombreros, por ejemplo —dice—. Todos los países con sol fuerte tienen sombreros buenos y prácticos. Pero en París las señoras usaban faisanes en sus sombreros durante la temporada de caza, y grandes canastas de frutas en la cabeza, en el verano." Ella llegó a París cuando los vestidos todavía se cortaban para seguir la silueta "reloj de arena" y los cuerpos sufrían bajo la ropa interior victoriana, todo lo cual no se adaptaba a la efébica y esbelta Chanel. "Me vestía como una colegiala y todo el mundo me miraba", recuerda. Un día, una señora le pidió que le diseñara ropa para su hijita, y así nació una 'couturière'. A comienzos de la década del 20, Coco había liberado a las mujeres de la esclavitud del corsé de ballenas. Su traje clásico era un cardigan suelto de jersey de lana —que Chanel introdujo como tela "adecuada"—, sobre un sweater blanco, y la pollera corta y plisada. "La elegancia de la ropa equivale a soltura de movimientos —sostuvo—. La ropa debe ser natural." Cuando los diseños de la alta costura fueron copiados y reproducidos en masa, únicamente Chanel aplaudió; "Si la moda no es usada por todos, entonces no es nada más que excentricidad".

Más allá de sus diseños, Coco dio a Europa el Chanel look, es decir, el look y el estilo de Coco Chanel. Una vez fue atrapada por la lluvia y le pidió prestado el piloto a su acompañante: había nacido el piloto para mujer. Escoltada por Jean Cocteau y Serge Lifar, entró con pantalones al Casino de Juan-les-Pins, y puso el sello de aprobación sobre los pantalones femeninos ("Amén", dice Kate). Antes de salir para una velada parisiense, el fuego chamuscó su pelo y apenas si tuvo tiempo de cortárselo: había inventado la melena corta. Cuando se cansó de la admiración que la gente manifestaba hacia sus joyas, diseñó alhajas falsas y así puso de moda las fantasías. Se demoró excesivamente en la cubierta de un yate y en cuanto volvió a París y entró en un restaurante con la piel cobriza, el tostado de sol se volvió chic. Hasta fue la primera modista que fabricó su propio perfume, al que dio un nombre sencillo: Chanel N° 5, lo único que Marilyn Monroe se ponía para dormir. "Dios mío —comenta Hepburn—yo no uso nada que huela bien. Quiero decir, ni perfume ni jabón perfumado. Mi madre solía usar el agua de colonia 4711, que tenía una tenue fragancia. Me gustaba cómo olía la madera de boj, allá en la granja de mi abuelo, en Virginia, mezclado su aroma con el olor fresco del gallinero."

ES ESTILO ES LA MUJER

Más aún que un look, Chanel encarnó una manera de vivir. "Ha tenido una vida maravillosa —sugiere Diana Vreeland, directora de Vogue y árbitro de la moda norteamericana—, y sus ropas lo demuestran." En el París de los años 20, cuando se trataba de un juicio artístico, ¿Qué piensa Coco? era la pregunta fundamental. Cocteau la apodaba "el tribunal: una inclinación de su cabeza y es la sentencia de muerte".

Chanel apoyó a Picasso, hizo de Cocteau su perrito faldero, defendió a Strawinsky, y ayudó económicamente a Diaghileff hasta su funeral en Venecia. en 1929. De Diaghileff, dice Coco: "Haber conocido a un hombre semejante, hace del mundo un lugar más hermoso. Una vez le compré un abrigo nuevo, una capa fabulosa. Antes de que se la hubiera enviado, ya la había vendido para conseguir dinero destinado al ballet". Fue ella quien discernió la diferencia entre arte y moda: "La moda debe ser hermosa primero, y fea después. El arte debe ser feo primero y hermoso después".

Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, Coco cerró la Maison Chanel y se retiró. Permaneció alejada hasta 1954, cuando hizo su triunfal retorno. "Volví porque las mujeres me necesitaban", afirma. Al principio, la rechazaron por considerarla pasada de moda. Pero su clasicismo prevaleció y en pocos años derribó toda oposición. "La moda pasa, el estilo queda", sostiene Chanel. Opina Balenciaga: "Es eterna y todo se lo debemos a ella". "Su última colección es sencillamente demasiado divina", suspira Diana Vreeland. Y Nancy White, su contraparte en Harper's Bazaar, enfatiza: "Hay algo en un traje de Chanel: permite que la personalidad de una brille a través de él".

La desenfadada Chanel siempre ha hecho comentarios sarcásticos sobre sus colegas. En el comienzo de su carrera, llamó a Jeanne Lanvin "una anciana que hace vestidos para jovencitas y para sus madres burguesas". De Yves Saint-Laurent, dice: "El pobre chico no sabe coser"; y a Cardin lo califica de "aventurero de poca monta". Cardin contesta: "Su influencia fue enorme. Ella introdujo la sencillez. Yo soy lo opuesto. Diseño para la mujer de mañana, no de ayer. Yo no entiendo a Chanel. Su moda es muy elegante, pero para mí la moda es algo más que elegancia, es creación". "Cuando yo empecé —evoca Chanel—, por lo menos las mujeres se vestían para agradar a los hombres. Ahora se visten para sorprenderse entre sí."

Hoy, Coco se aprovecha de la licencia que le proporciona su edad para dar rienda suelta a la lengua. "Contrariamente a la creencia popular —afirma—, yo encontré que las inglesas estaban muy bien vestidas... cuando iban de caza." Acerca de Cocteau: "Un pequeño pederasta snob que en su vida no hizo otra cosa que robar a los demás". Acerca de Picasso: "Es imposible, pero un gigante. Una vez le dije: Usted es fabuloso, pero Matisse es más grande.
Creí que iba a darme una bofetada". Deja de lado al Presidente Pompidou y su mujer con desdén: "Ya están pasados". En política, Chanel está un poco a la derecha de de Gaulle, a quien detesta por su liberalismo. Lo describe como "un monstruo ávido de sangre". "Sin embargo —admite—, tenía estilo."

También lo tiene Chanel, y este hecho ha jugado en la decisión de Hepburn de aceptar la oferta de Lerner para encarnar a Coco en Broadway. "Tiene esos enormes ojos negros y esa carita hundida —recuerda Kate de su visita parisiense—. Nos recibió de pie todo el tiempo y me cansé tanto que empecé a sentirme jorobada. Lo que me interesa de Chanel —agrega Hepburn— es cómo encara el problema de la vida, lo cual no tiene nada que ver con la edad. Vivimos en un mundo donde tener más de 40 equivale a ser desechado."

Sus sentimientos de terror inspirados por la perspectiva de la noche del estreno, no son fabricados (aunque, fiel a su crianza yanqui, parecía gozar de sentirse asustada): "Siempre he sido aterrorizada por el teatro". Hepburn pasó por Broadway por última vez en 1952, en La millonaria, de Shaw, pero actuó después en dos temporadas de Shakespeare con el Festival de Stratford, Connecticut, en 1957 y 1960. "El cine no me da miedo —informa Kate—. Siempre se puede repetir la escena. Pero nunca me olvidaré la víspera del estreno de The Philadelphia Story en Nueva York. Daba vueltas por mi pieza del Waldorf repitiéndome para calmarme: Estoy en Indianápolis, estoy en Indianápolis. Ahora no creo realmente que Coco llegue a estrenarse. Es lo único que me mantiene en movimiento".

LOS PIES SOBRE LA CABEZA

Pero como ella bien lo sabe, por supuesto que se estrenará y, éxito o fracaso, estará en escena por lo menos seis meses porque tal es el lapso mínimo por el que Hepburn ha firmado contrato. Durante ese tiempo, ganará unos 14 mil dólares (4.900.000 pesos) semanales, lo que también parece ser un nuevo record para Broadway. La razón por la cual ha impuesto la opción de irse después de seis meses, es su temor al cansancio. Aunque es una mujer fuerte, que ha sido campeona de golf y que aún juega al tenis con figuras como Alex Olmedo, Coco perturba su diaria rutina de acostarse temprano y levantarse temprano. Kate come al atardecer, se va a dormir casi enseguida y se despierta a las 4 y media de la mañana. "Soy trabajadora, diurna —confía—. Es dudoso calcular durante cuánto tiempo conseguiré estar despierta todo el día y brillante toda la noche."

Esta disciplina es mantenida en medio de una intimidad tan oculta como la de Howard Hughes (que pudo haberla aprendido de ella, ya que sus nombres estuvieron una vez románticamente unidos). Hepburn no come nunca en un restaurante: comer afuera le da indigestión y, además, en público no puede poner los pies más altos que la cabeza, una costumbre que la ayuda a digerir bien. "Le gusta ir a comer a casa de amigos", informa Irene Mayer Selznick, cuyo esposo, David, fue el primero que llevó a Kate a Hollywood, y para cuyo padre, Louis B. Mayer, entonces cabeza de Metro-Goldwyn-Mayer, hizo la mayoría de sus últimos films. La amistad es, junto con el deporte y la pintura, el modelado en barro y el arreglo de muebles, una ocupación full-time para Kate. "Le gusta estar haciendo algo —comenta la señora Selznick—, explorando, corriendo por Central Park, nadando, cualquier cosa. Pero tiene este gran talento para la amistad; sus amigos son pocos porque ella da tanto. Siempre está abrumándolo a uno con regalos, o haciendo algo por alguien. Si tuviera más amigos, no quedaría nada de ella."

Otra amiga íntima es Lauren Bacall. con cuyo difunto marido, Humphrey Bogart, Kate filmó La Reina Africana, "Me siento muy afortunada cuando veo a Kate —se entusiasma Bacall—; es un gran plus que se agrega a mi día. Ella es la contrafigura femenina de Bogey. Ambos compartían una pureza de pensamiento, un total sentido de integridad en el trabajo y en la amistad. Una vez que se hace amiga de alguien, es irrevocable. No puedo pensar en nada lo bastante horrible como para conseguir que ella se aleje de un amigo." Kate y Spencer Tracy, dice Bacall, fueron los últimos que vieron vivo a Bogart, y Kate fue la primera que apareció a la mañana siguiente de su muerte. "No es una mujer de términos medios —proclama Lauren—, ni en su trabajo ni en la amistad. Ethel Barrymore era amiga de Kate. ¿Sabía que ella la visitaba todos los días, sin faltar uno?"

La manía de Hepburn por la intimidad hace que hasta los ensayos de Coco sean complicados: "Hay tanta gente que a veces tengo el impulso de echarlos del escenario. Hacen mucho ruido, y yo odio el ruido. Ni siquiera me gusta la música. No tengo en mi casa ninguna máquina productora de ruidos: ni radio, ni tocadiscos, ni televisión". Según Kate, la falta de aislamiento es una de las calamidades del mundo moderno. "Es el exceso de población —anuncia—. Somos demasiados. Cuando yo era joven, pensaba que el mundo era afortunado de contar conmigo. Pero si fuera joven hoy, me sentiría invadida. Cuando llegué de muchacha a Nueva York, sentí como si estuviera llevando una canasta de zanahorias cultivadas en casa, de habas frescas, de crujiente apio: cosas ajenas a la ciudad y tan deseables."

Hepburn nunca perdió esa frescura campesina. No usa más maquillaje que el lápiz labial. Justifica su ropa vieja diciendo: "Hasta Coco Chanel opina que la ropa debe ser cómoda. No puedo soportar las medias. Me gusta sentirme libre. Además, ¿para quién diablos me estoy vistiendo? Al complacerme a mí misma, al menos estoy complaciendo a alguien." Puede recordar sus años escolares, y a las otras chicas hablando de trapos: "Nunca entendí de qué hablaban", filosofa Kate, la eterna machona.

La independencia yanqui de su espíritu, le viene de su familia, de Hartford, Connecticut. "Tal vez todo se remonte a mi abuelo —conjetura—. Solía usar un pan de jabón para todo: para lavarse, para afeitarse, para cepillarse los dientes. Hasta usaba un trozo de tela en vez de cepillo de dientes, y sólo tuvo dos caries. Solía decir: No se ocupen de frivolidades." Kate fue la segunda de seis hijos. Su padre era Thomas Hepburn, un pionero de la medicina social. Su madre fue sufragista y, más tarde, colaborador de Margaret Sanger en la lucha por el control de la natalidad. El feminismo militante de Hepburn le viene, pues, de raza. "Con las mujeres —dice— siempre es: 'perdóneme mientras hago una torta o tengo un hijo', y se las ha sometido a tantas cosas, que ya no se sabe qué es una mujer y qué es una costumbre. Encuentro que el punto de vista de la mujer es tanto más grandioso y afinado que el del hombre —agrega Kate, encantada con el papel de Profesora Henry Higgins—. Pienso que el hombre es como un león o como un gallo. A los 10 años es muy ruidoso. Más tarde encuentra una mujer que ocupa un tiempo interminable en complacerlo, pues así son las mujeres."

Kate divide a las mujeres en las que compiten con el hombre y las que le dedican la vida. "Temprano aprendí qué una no puede ser las dos cosas. Mi madre vivía ocupada, pero siempre estaba allí cuando volvíamos del colegio; y mi padre, que trabajaba siete días por semana, siempre estaba en casa a la hora del té. Tuve una buena crianza. Era escuchada, y amada." Ella siente que hay una gran continuidad en su vida, a través de su familia. Todavía pasa el verano con ellos en Saybrook, Connecticut, y va de visita a Hartford, donde están enterrados sus padres y su hermano mayor. "A mí también me enterrarán allí", dice Kate.

Su carrera empezó tan pronto se graduó en Bryn Mawr, en 1928, y aprendió el oficio siendo despedida de obras talas como The Big Pond y The Animal Kingdom. Fue echada y luego retomada para The Warrior's Husband, que le valió una prueba en Hollywood y un aumento, de 79,50 dólares por semana a 1.500. En su primer film, A Bill of Divorcement, en 1932, acompañó inolvidablemente a John Barrymore. El tercero, Ambición de gloria, le significó el premio de la Academia en1933. Ese mismo año interpretó a Jo en Mujercitas, y debieron haberle dado dos Oscars. Pero Sylvia Scarlett, en 1935, fue el primero en una serie de fracasos de boletería. El primero y más frecuente director de Kate en Hollywood, George Cukor, recuerda que después del estreno, al subir al automóvil, ella se golpeó muy fuerte la cabeza con el techo y exclamó: "¡Gracias a Dios, me he puesto knock-out!"

MAS ALLA DE LA B

Por fin, pese a films tan excelentes como Entre bastidores y Vacaciones, tuvo que irse de Hollywood en 1938. "La gente seguía haciéndome ofertas, pésimas —recuerda—. Me decían: ¿Quién es usted para tener exigencias? y yo les contestaba 'Siempre tendré exigencias'." Broadway no fue fácil. Su última aparición allí había sido en El lago, en 1934, y su trabajo motivó la inmortal crítica de Dorothy Parker: "Miss Hepburn recorrió toda la gama de las emociones, de la A a la B". Pero en 1938 Philip Barrie escribió The Philadelphia Story (cuya versión cinematográfica se llamó aquí "Pecadora equivocada"), especialmente para ella, tuvo 417 representaciones en Broadway y fue el vehículo para su triunfal regreso a Hollywood.

Había un hombre en la vida de Kate cuando ella llegó a Hollywood: su marido, Ludlow Ogden Smith, con quien se casó en 1928, quien cortésmente se cambió el nombre por Ogden Smith, de quien se divorció en 1934 y a quien ella describe como "un ángel". "No creo en el matrimonio —sostiene Hepburn—. Es terriblemente poco práctico: amar, honrar y obedecer. Si no fuera así, uno no tendría que firmar un contrato."

En Hollywood, el nombre de Kate era sentimentalmente asociado al del productor Leland Hayward y al de Howard Hughes. Nadie parece dudar, sin embargo, de que entre ella y Spencer Tracy —que era casado y católico— existió una especial intimidad. Empezando con 'La mujer del año', en 1941, Kate hizo nueve películas con Tracy, que incluyen Su mujer y el mundo, La costilla de Adán, Pat and Mike y el último que él hizo antes de su muerte, ¿Sabes quién viene a cenar?

No hay fotografías visibles de Tracy en la casa neoyorquina de Kate, ni de nadie muerto a quien ella quisiera. "Oh, no, eso no", rechaza. Pero en el departamento de Lauren Bacall, imágenes de los dos se ven prominentemente desplegadas, lado a lado; en la casa de George Cukor, el estudio contiene un menudo escenario con dos muñecos —Hepburn y Tracy— sentados en él. El tema de sus relaciones es tabú entre sus amigos. "No diré absolutamente nada de eso —dice Cukor con energía—. Todos queremos demasiado a Kate para decir nada que pueda resultarle doloroso. Si alguna vez ella quiere hablar, que lo haga. Punto final."

En la pantalla, Hepburn y Tracy parecían el ideal. Él se movía con lentitud, sólido como la tierra, y sabio; ella, por fuera, tan dura como una pistolera cultivada, y tan dulce como caramelo por dentro, con su chispa como complemento de la sabiduría de él. "Cualquiera de las cosas simples y puras de la vida, podían atribuirse a Spencer —dice Kate—Era como agua, aire, tierra. No se lo podía engañar fácilmente, algo poco común en un hombre. Pertenecía a la raza humana, pero con humor y comprensión. Sin embargo era enormemente complicado y torturado. Miraba al mundo desde un ovillo terriblemente apelmazado, como una telaraña. Pero del centro de ese ovillo surgiría la simplicidad, la claridad total de su trabajo. No tenía amaneramientos que interfirieran."

Nadie puede decir que el estilo de Kate esté libre de amaneramientos: los ojos húmedos están siempre al borde del llanto, la trémula mano aletea ante la peligrosa decisión, la voz de contralto tropieza con sus propios ritmos, la risa es un serrucho. Por encima de todo, está ese elegante acento de Bryn Mawr. Tallulah Bankhead, al ir a ver un film de Hepburn, se preguntaba por qué Kate hablaba así; y al salir, se preguntaba por qué todo el mundo no hablaba así. El guión original de ¿Sabes quién viene a cenar? proponía para Spencer Tracy y Sidney Poitier un rango social inferior al de dueño de un diario y médico, respectivamente. Pero luego Kate se unió al elenco y todos tuvieron que ser ascendidos para estar a tono con su manera impecablemente aristocrática. Dice Poitier: "Esta señora es la actriz más disciplinada que he visto. Ojalá el material con que está hecha —la fibra, la femineidad— pudiera reproducirse. Podríamos emplear mucho más de él, en el arte interpretativo y en el mundo".

Katharine Hepburn siempre se ha interpretado a sí misma. Son sus virtudes, sus creencias, las que se proyectan en la pantalla, a través de la indómita misionera en La Reina Africana, o de las grandes esperanzas de Jo en Mujercitas. Es más versátil como mujer, que flexible como actriz. Sus papeles son reflejos de lo qué ella es, antes de lo que ella pretende ser. La clave para casi todas, sus interpretaciones es una gallarda mezcla de individualidad y femineidad, la ambivalencia de la machona, el espontáneo gesto arisco que expresa el suave sentimiento femenino, la mujer que lucha con el hombre en el propio terreno de éste, la Atalanta cuya sexualidad es para ella un desafío. Su Eleonora de Aquitania en El león en invierno, resume a Hepburn tanto como cualquiera de sus papeles, con su ambigüedad intelectual y emocional. "No creo que ninguna actriz realmente se convierta nunca en otra persona —arriesga Kate—. Chanel tendrá que existir dentro de mis limitaciones."

Si sus amigos son pocos, Kate Hepburn no ve el mundo, en general, con sospecha; aunque confiesa que sí lo hacía cuando se inició como actriz. Irene Selznick piensa que desde la muerte de Spencer Tracy, "Kate ha cambiado. Pero no creo que se dé cuenta. Está menos metida en sí misma, sale más hacia afuera". "Yo solía mirar al público y a los críticos como enemigos, gente a la que tenía que conquistar —reflexiona Kate—. Pero ya no. En los últimos años, me siento como un globo que flota arrastrado por una corriente de aire cálido. La gente me para por la calle y me dice las cosas más encantadoras. Y las dice de verdad. Pienso que si uno lleva una vida pública, la gente se preocupa por uno mucho más de lo que uno cree. El público ve. Me siento como en mi casa en el mundo, y la gente parece estar diciéndome siempre que se sienten felices a causa mía. Y que están satisfechos por las decisiones que he tomado."

Pero ella no deja duda de que esas decisiones fueron completamente suyas. "Hay que hacerlo uno mismo. No quiero que la gente haga sacrificios por mí. No quiero ser deudora de nadie." Y concluye: "Todo este tiempo he sentido que Coco y yo somos. iguales, dos mujeres que nunca se han sentido intimidadas por el mundo, que nunca variamos nuestros estilos para plegarnos a la opinión pública. Ella es práctica, vulnerable y una luchadora. No tiene miedo de poner la cabeza en el tajo. Ha soportado algunos golpes muy duros. Y lo que me fascina es su capacidad para sobrevivir. De verdad, habría interpretado este papel aunque no me pagaran. Porque soy yo, Coco, la que está en el tajo ahora".

Copyright Newsweek, 1969.

 

 

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Coco Chanel a los 86 años
Gabrielle Chanel a los 86 años

los característicos diseños con los que retornó Coco Chanel en 1954 al mundo de la haute couture han inspirao a Cecil Beaton estos trajes para la comedia musical "Coco"

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"A Bill of Divorcement", con Barrymore
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con Tracy en 'Ídolos de barro'
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Previn, Chanel y Lerner, en París
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