Los Kennedy
una tragedia americana

La sombría complicidad de las tumbas de Arlington cedió una vacante, en la tarde del sábado pasado, a Robert Francis Kennedy.
Las extendidas colinas, que se vuelven más tímidas al acercarse a la sinuosa fisura del río Potomac, guardan una extraña colección de inquilinos de credo protestante: tan sólo hay lápidas, ningún monumento. Dos días antes, en cuanto conoció la noticia mortuoria, Robert McNamara visitaba la tumba del Presidente asesinado, con el fin de buscar sitio para su hermano: exacto como siempre, el ex Secretario de Defensa trazó un plano en su libreta de apuntes. De regreso en Nueva York, luego de conferenciar con la viuda de Bob, optó por un lugar situado a 15 metros de John y sus dos hijos, a la sombra de un copudo árbol.
Arlington está en las afueras de la capital, donde los últimos, deshilachados retazos de la Marcha de los Pobres —una villa miseria ambulante—, lloraban catalépticamente la muerte de su líder. El tren de los Kennedy, en el que también viajó el cronista de Primera Plana, llegó repleto y cansado. Atrás quedaban tres jornadas de insomnio, desde el instante en que Bob cerró sus labios diciendo: "No me muevan, me duele mucho".
A partir de la madrugada del jueves, cuando el flash golpeó la cara de cada hombre en el mundo ("Bob is Dead"), una amenazante respuesta enardecía la sangre de los norteamericanos, que han reparado —y tal vez no sean muchos— en que los muertos son todos del mismo bando, siempre los que están por la convivencia entre las razas y las naciones.
Mientras su amigo oteaba la muerte en el hospital del Buen Samaritano, el historiador Arthur Schlesinger decidió inaugurar un curso de filosofía con la pregunta: "¿Qué clase de gente somos los norteamericanos?" Su tesis es que, si se cometen tales atrocidades, en el país y fuera de él, es por una rotunda convicción sobre la infalibilidad de la propia moral.
También el New York Times clavaba dos espinas urticantes; en primera página, un letrero sobre la lápida de Bob recuerda una socorrida frase de John: "No pregunte qué puede hacer el país por usted, sino qué puede hacer usted por el país"; al pie de la misma página, el dibujo de un libro titulado The American Way of Life (el modo norteamericano de vivir) está rodeado de escopetas, pistolas y sogas de verdugo. Una junta de psiquiatras glosó ante la televisión el remanido concepto: "La violencia alimenta la violencia".
El único consuelo es que las tres balas que segaron la juventud de Bob fueron disparadas por un extranjero. La mala conciencia de la Nación buscó primero la excusa de un latinoamericano; uno de esos malditos cubanos, se insinuó; la realidad era menos bella: se trata de un jordano.
Sin embargo, la dueña del taxi 46863, Edith Alohona, una obesa que frisa en los 40 años y maneja con gafas, confesó: "Tengo miedo. El jueves no salí a trabajar. Los disturbios del último verano pesan sobre todos, y ahora la muerte de Kennedy acaba con toda esperanza. No sé quién será el próximo Presidente, ni si lo habrá".

El film de la muerte
El Canal 4 de televisión transmitió toda la información del asesinato sin cambiar de programa. Bob —es el miércoles a las 0.31— se dirige hacia la cocina del hotel para tomar el ascensor de servicio, con su mujer, sus managers y un grupo de bulliciosos admiradores: se acaba de anunciar a todo el país su triunfo en California (ver página 25). Micrófono en mano, Andy West, de una emisora local, lo detiene: "¿Cómo piensa neutralizar a Humphrey?" El candidato arguye: "Sólo se retrotrae la lucha...".
Su voz se quiebra. Ha sonado el primer disparo. El cuerpo se escurre lentamente de los brazos de sus guardaespaldas. "Santo Dios, deténganlo, deténganlo." Le toca hacerlo a Rafer Johnson, un decatlonista, Pero no puede evitar que la mano enloquecida apriete otras veces el gatillo.
"Su mano se ha congelado", se oye la voz de West. "Agárrenle el pulgar. Agárrenle el pulgar. Rómpanselo, si es necesario. Okey, bien, eso es Rafer. Agárrasela. Agárrale la pistola. Sujétalo, sujétalo."
A los pies del locutor, Kennedy yace en un charco de sangre. Junto a él, Ethel levanta su mano para protegerlo de la avalancha que está por pisotearlo: "Despejen la zona, despejen", ulula West. Desde el suelo, el herido parece musitar una plegaria.
Ocho minutos después, el desconocido, en camisa, es entregado a la Policía. "No queremos un nuevo Oswald". ruge West. Alguien ha visto a una joven bajar las escaleras del hotel al grito: We shot him! (¡Lo baleamos!). Es posible. También es posible que la muchacha haya dicho: They shot him! (¡Lo balearon!).
Sigue el film de la muerte. La ambulancia llega al hospital Central. Los médicos aconsejan la extremaunción. A la 1.30 se traslada a Robert a la clínica del Buen Samaritano, donde podrán operarlo en mejores condiciones. Bob está en agonía: los médicos cuentan 130 pulsaciones por minuto. Una de las balas le quebró la frente, la otra entró por detrás de la oreja derecha. Permanece hasta las 6.20 en el quirófano.; La Policía consigue, por fin, establecer la identidad del agresor: Sirhan Bishara Sirhan, 24 años, residente en Passadena (California). Es de nacionalidad jordana: oriundo de Jerusalén, llegó a USA en 1957.
El Senador inicia el descenso final. "Hay una mínima esperanza de salvación", porfía Henry Cuneo, uno de los seis cirujanos que lo operaron. Pero, al anochecer, un portavoz de la campaña electoral desahucia a su jefe, ante los reporteros que lo asedian: los diarios esperan esa palabra para iniciar su tirada. La lucha con la muerte dura 25 horas, 14 minutos. El jueves despunta sobre Los Ángeles: a la 1.44, Robert Francis Kennedy se convierte en cadáver.
Esa noche, cuando los restos de Bob llegaron al aeropuerto Fiorello la Guardia, el Arzobispo de Nueva York, Terence F. Cooke, había reclutado la comitiva. Es increíble, pero ya el clan de los Kennedy estaba todo junto. A lo largo de la carretera y las calles que conducen a la Catedral de San Patricio, la muchedumbre se apiñaba.
A las 5.30 del viernes, cuando se abrieron las puertas de la iglesia, muchos dormían en la escalinata. Es de piedra gris, un remedo de la Catedral de Colonia. No es la más grande del estado, pero sí la más importante. La oligarquía católica tiene allí su cita obligada. Bob prefería un pequeño templo del East Side, pero concurría a San Patricio para satisfacer los compromisos formales. La nave principal y las laterales están separadas por una columnata con capiteles labrados; su buen gusto contrasta con los insulsos vitreaux. El altar mayor es imponente: una especie de palio sostenido por columnas; debajo está la cripta que cobija a todos los Cardenales difuntos de Nueva York (último de ellos, monseñor Francis Spellman).
La madre de Bob entra ahora; la escolta policial la deja frente al altar; un puertorriqueño de 20 años, José Indart, soldado del regimiento 41 del Ejército, clausura la espalda de Rose a los periodistas; en su trabajo obtiene la colaboración de varios feligreses, que forman un cuadrado alrededor de la intrépida vieja, para dejarla rezar durante 40 minutos. Viene después Jacqueline Kennedy con traje negro de mangas cortas y una mantilla.
El catafalco está rodeado de vigorosos candelabros, que montan guardia junto con seis hombres, familiares y amigos. A la 1 del sábado le echaron encima una bandera estrellada: el conserje William Felton asegura que la compró la viuda (Ethel Skakel) después de su primera visita.
Cada 5 minutos entran delegados estudiantiles. Un jovencito negro de 14 años, Kenneth Robert el mejor promedio de los juniors de Washington, balbucea; "Sentí un estremecimiento y un gran honor; nunca había soñado con esto".
El 'tout' New York se aferró al cajón, desde el boxeador Sugar Robinson, con ropas estrafalarias, hasta el director de orquesta Leonard Bernstein, todo trajeado de blanco. Hubo más de cien personas desmayadas; la cola se alargaba 16 cuadras; la noche del viernes, el número de visitantes superaba el millón.
Fue el paraíso de Herbert Tupper, que en tres horas colocó 75 botones con la palabra Kennedy a razón de medio dólar cada uno; después, una estudiantina le arruinó el negocio: regalaban los botones. La competencia desleal alcanzó a los vendedores de helados y jugos de naranjas. La temperatura había trepado a 30 grados.
En la avenida Madison esquina con la 38 se encuentra el reducto del ex candidato: el viernes, los dirigentes aún regalaban posters (para recuerdo). La mayoría del público quería observar el interior del edificio, pero no valía la pena; sólo un puñado de jóvenes militantes y unas mesas en desorden. Un negro de 22 años confesó que no sabía qué hacer; un muchachito con granos inflamados parecía más resuelto: "Ya nadie cree en el Informe Warren, ni en nada", espetó.
Esa tarde, el clan de los Kennedy estaba soberbiamente tranquilo. Habían convocado una conferencia de prensa a las 18; comenzó a las 20.30, pero todos los perdonaron. Lo importante era conseguir invitaciones para el réquiem y el viaje del día siguiente.
El sábado a las 10, los treinta músicos de Bernstein atacaron los tersos movimientos de una obra de Gustav Mahler. El Arzobispo Cooke empezó: "Pueden los ángeles llevarlo al Paraíso, pueden los mártires darle la bienvenida en el camino; pero Lázaro lo conducirá, para que tenga vida eterna". Después, sólo quedaba partir hasta la estación Pennsylvania y de allí a Washington. Pierre Salinger se ocupó de todas las despedidas. Cuando dijo su adiós a las dos tumbas, en Arlington, el antiguo jefe de prensa de la Casa Blanca tenía el mismo rostro lívido y abrumado del 22 de noviembre de 1963, cuando subió a un Boeing azul y blanco para anunciar a 28 miembros del Gobierno la muerte del Presidente en Texas.
Con la última palada de tierra, Edward Moore Kennedy, de 36 años, asumía la dirección del clan e iniciaba, quizá, su propio camino hacia la tumba (estuvo muy cerca de ella, en 1964, por culpa de un accidente de aviación). Porque, para los Kennedy, la búsqueda del poder se ha convertido en la búsqueda de la muerte; ellos son, a su modo, una tragedia americana, pero las circunstancias en que John y Robert perecieron son, también, una tragedia americana. En el caso de Robert, hay al menos una ventaja: se sabe quién fue su verdugo; en cambio, a casi cinco años del crimen de Dallas, el misterio sigue en pie.
"Es el mejor político de la familia", dijo de Ted su hermano mayor; sus colegas del Senado —en el que ingresó a comienzos de 1963— piensan lo mismo. Ni orador fogoso ni genio legislativo, su prudencia y su vanguardismo le valen un respeto creciente. Las cuestiones raciales, la guerra vietnamita, las injusticias del reclutamiento, las trabas a la inmigración, han encontrado en él un luchador incansable: hace un mes pedía al Senado que prohibiese la venta de armas por Correo.
Esa actividad apasionada pero sin demagogia lo diferenciaba de Robert (nacido el 20 de noviembre de 1925, el séptimo de los nueve hijos de Joseph Kennedy y Rose Fitzgerald). No obstante, en Bobby, para quien el tacto se confundía con la capitulación y los escrúpulos eran un lujo innecesario, los explosivos conflictos norteamericanos tenían un líder audaz, un combativo Quijote. Tal vez porque, en el fondo, era una síntesis de su pueblo: temerario e hidalgo, impulsivo y recatado, oportunista y generoso, hombre de multitudes, no de bibliotecas.

El ruido y la furia
—Pero, ¿qué pasa en este país?
El Senador Mike Mansfield tenía motivos para extrañarse, la semana pasada, aunque no muchos. Una nación que en tres años y medio ha descargado 700.000 toneladas de trini-trotolueno sobre Vietnam del Norte, sin siquiera cumplir la farsa de declararle la guerra, acaso no deba preguntarse por qué uno de sus 200 millones de habitantes —esta vez, un extranjero— vació su revólver encima de otro y le quitó la vida.
Treinta y seis horas antes, en Nueva York, una actriz había atentado contra el cineísta Andy Warhol. Dos años atrás, en Selma, un blanco que aún sigue en libertad terminaba a tiros con Viola Liuzzo, por apoyar las reivindicaciones negras. Hace más de cuatro años, en una calle de Dallas, el Presidente caía asesinado. A comienzos de abril último, el pastor Martin Luther King era demolido a balazos. Todavía falta encontrar a quien eliminó, en el otoño de 1966, a la hija del Senador Charles Percy.
La lista, mucho más amplia, fue recordada nuevamente, si bien sólo la de los grandes nombres: tres Presidentes abatidos (Lincoln en 1865, Garfield en 1881, McKinley en 1901) y otros tres que escaparon a la muerte después de atentados (Theodore Roosevelt en 1912, Franklin Roosevelt en 1933, Truman en 1950). Habrá que ver, ahora, si el ignoto Sirhan Bishara Sirhan consigue llegar a los tribunales de la Justicia, si no le sucede lo mismo que a Lee Harvey Oswald el 24 de noviembre de 1963.
"Los muchachos pelean aquí mientras en los Estados Unidos se matan los unos a los otros", era la que del cabo Robert Wolfe al enterarse, el miércoles, de los episodios de Los Ángeles. Desde que se inició la escalada, en Vietnam, cerca de 15.000 norteamericanos han acabado en la tumba porque el Gobierno de Saigón —así dicen las informaciones oficiales— está en peligro y el de Washington debe salvarlo. ¿No está en peligro, entonces, esa "gran sociedad" que imaginó el rústico Lyndon Johnson?
Horas después del atentado contra Robert Kennedy, diarios, agencias, radios y televisoras de la Argentina se lanzaron a disimular la tragedia. Todo se reducía al salvajismo de una sola persona, la democracia continuaba sana y enhiesta, nadie sino el agresor tenía la culpa de lo ocurrido. Fue el propio Johnson quien volvió las cosas a su lugar: "No podemos ni debemos tolerar —dijo a sus compatriotas, el miércoles a la noche— el predominio de los hombres violentos. Jamás hay justificación para la violencia, que lacera el tejido de nuestra vida nacional". ¿Y para la violencia que se ejecuta más allá de las fronteras de los Estados Unidos?
"Se sostiene que somos un crisol de razas —comenta el psiquiatra neoyorquino David Abrahamson—. No es así. Somos una maldita olla a presión. Nuestra sociedad no está edificada en la moderación de la familia o la clase. Está construida sobre la base del éxito. Si no tiene éxito, él individuo es un frustrado. Y aquí los frustrados suman millones. Las figuras públicas se convierten en símbolos de la autoridad y, como tales, deben ser borradas por aquellos a quienes disgusta la autoridad."
"La pistola o el revólver —añade el doctor John Spiegel; de la Universidad de Brandeis— no son invenciones norteamericanas. Pero desde hace tiempo se han convertido en una institución, y para muchos son el único medio de solucionar los conflictos." "Hay tantos asesinos en potencia por las calles —juzga el doctor Thaddeus Kostrubala, de Chicago— que sería imposible capturarlos a todos."
H. Rap Brown, líder del Poder Negro, no bromea cuando asegura: "La violencia es tan norteamericana como el pastel de cerezas". Arthur Schlesinger coincide: "Somos un pueblo violento con un pasado violento". "Nuestra cultura transformó el síndrome de la violencia en una fría, inocente rutina que consiste en disponer de los problemas disponiendo de aquellos que denuncian los problemas", explica el psicólogo Albert Bandura. "No sólo condonamos la violencia, la amamos", finaliza Abrahamson.
Según estadísticas reveladas por el Senador Joseph Tydings, el año pasado murieron en los Estados Unidos, por heridas de bala, unas 5.600 personas; menos de 30 en Gran Bretaña, alrededor de 20 en Francia, y 12 en Bélgica. ¿De dónde viene esta ola? Para algunos, de mediados del siglo pasado, cuando el país se conquistó al compás de las armas; para otros, del gangsterismo que imperó en las décadas del 20 y el 30 y hasta se adueñó del poder, gracias a los funcionarios venales. Herbert Otto concluye: "Los norteamericanos aceptan los actos de violencia como un lugar común".
Hay quienes culpan a los medios masivos de comunicación, De acuerdo con un reciente análisis, en 195 capítulos de series televisivas se contaron 1.430 hechos violentos, desde asesinatos hasta ataques verbales. El doctor Carlton W. Orchinik, asesor de la Justicia de Filadelfia, cree que "la televisión no alienta la violencia; peor: la torna indiferente a los ojos del público". Es posible que la comisión especial de diez miembros designada por Johnson el 5 de junio para estudiar los orígenes de la violencia en usa, descubra las razones profundas de este mal.
Desde luego, tendrá que aplastar la desenfrenada circulación de armas: el Congreso ya trabaja, una vez más, en reducir ese increíble, vasto libertinaje, y quizá logre subsistir a la presión de los fabricantes. Las tradiciones norteamericanas imponen al ciudadano el deber moral de defender sus derechos, llegado el caso, por la fuerza de las armas. (Una defensa que, curiosamente, la política exterior de los Estados Unidos veda, año tras año, a países de todo el mundo.) Pero la precaución degeneró en recelo, y cada habitante resolvió interpretar, a su manera, los derechos.
Los sucesivos Gobiernos ayudaron a fortalecer, tan monstruosa irregularidad: al menos desde la guerra con España, los Estados Unidos se adjudican el papel de vigilantes internacionales; sus soldados parten al frente a enderezar los entuertos a punta de fusil. ¿Cómo, entonces, aspirar a que dentro de su casa no se sientan animados del mismo espíritu, de la misma soberbia, del mismo desdén por. las vidas ajenas? "Somos el pueblo más aterrador del planeta —sentencia Schlesinger—, porque mata a los que encarnan el eterno, sincero idealismo norteamericano."
No se trata, sin embargo, de un "trágico fenómeno", como lo ha llamado el Presidente Johnson, sino de una consecuencia: la del expansivo avance de los Estados Unidos, esa carrera que terminó por hacer de ellos la primera potencia del globo, a fines de la última contienda. Tal posición crea dependencias, superpoderes, una alerta incesante, y enrarece el clima doméstico hasta engendrar las más peligrosas tensiones. Es un cuadro clínico que empezó a agravarse cuarenta años atrás: al reflejarlo en sus novelas, Dashiell Hammett fundó una literatura cuyo horror no es gratuito.
"La década del 20 —escribe Roger Butterfield— fue la última década en la que el individualismo norteamericano se manifestó con todo su vigor antes de que el sentimiento desesperado (y la necesidad) de seguridad nos precipitara a todos en el conformismo." Y, también, en el miedo, la sospecha mutua, que crecen a pesar de las libertades y las garantías (o a causa de ellas). La sociedad desnuda, de Vance Packard, un examen de la invasión de la vida privada en USA, testimonia las calamidades que suscitan la desconfianza, la competencia. No hay político que en los últimos tiempos no solicite una lucha frontal contra el crimen, y una mejor y más honda aplicación de las leyes.
Un país que se jacta de su régimen democrático, un país que lidera el mundo, ¿hasta cuándo se permitirá la intolerancia, el desorden, el odio, la supremacía del delito, el ejercicio del espanto, esas rémoras que critica en sus adversarios? Porque es aquí, y solamente aquí, donde habrá que buscar las causas del asesinato de Robert Kennedy, el impulso que movió el brazo mortífero de un insignificante jordano de 24 años. Ningún complot, ninguna premisa de orden político, social o religioso, bastarán para explicar el atentado del 5 de junio de 1968, para despojarlo de su verdad, para aislarlo de su contexto: el de una comunidad sin amor, sin alma, sin Dios.
PRIMERA PLANA
11 de junio de 1968

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Los Kennedy

John, Bob, Ted


El padre y Bob, en 1939; la madre en el hospital del buen Samaritano; Robert y su familia patinando

 


 

 

 

 

 

 


Sirhan Bashira


Bob asesinado


En Nueva York, hacia la tumba

 

 

 

 

 

 

 

 

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