Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

La Bella Otero
toma el sol de los recuerdos

Revista P.B.T.
12 de marzo de 1954

POBRE Carolina Otero! ¡Quién le había de decir —en su ceniciento crepúsculo— que había de tener, ochentona y pobre, este pequeño repunte de publicidad de que está gozando desde hace un par de semanas!
Todo fué por un pleito. A veces los pleitos tienen algo de bueno. Carolina y un cierto abogado, que le sirvió de secretario, litigaron por salario y despido, o cosa parecida. El Secretario letrado le había hecho algunos servicios y pedía una indemnización, modesta por cierto, adecuada a la penuria actual de la antigua beldad. Carolina se puso furiosa al ver que le pedían dinero y, sintiendo la gallega que lleva dentro (todos los gallegos son pleiteantes), se dejó llevar a los tribunales, donde consiguió arrollar a su contrincante.
No podrá decirse que los jueces de Niza hayan sucumbido esta vez a las gracias de Friné. ¡Si hubiera sido hace cuarenta años! ¡No digamos si hubiera sido hace cincuenta o sesenta, época del apogeo de las tentaciones de la gran "vedette" de Máxim's!
Pero ahora no se sabe si decir la pobre Carolina o la Carolina pobre, porque adolece de entrambas desdichas: ha sobrevivido a sus grandezas —¡pobre Carolina!— y está en la miseria —Carolina pobre—.
Mis lectores seguramente serán jóvenes. Pregunten a sus papás. Pregunten a sus abuelos. Sobre todo a sus abuelos. No hay en la generación anterior ni en la penúltima, especialmente en la penúltima, quien no sepa quién fué Carolina Otero. No hace falta que no hayan salido de su pueblo. No es necesario haber ido a París para tener una idea de la torre Eiffel. Pues bien: Carolina era, en calidad de mujer, una especie de Torre Eiffel. Me refiero al prestigio, no a las formas, pues la torre es escuálida y Carolina estuvo siempre regiamente carrozada. Y digo "regiamente" dando al adverbio todo el rigor de su múltiple significado. Pues la dotaron de joyas, comodidades, trenes, dinero, flores, fama, reyes de verdad, en aquella época en que había reyes, y habiendo reyes, no podía dejar de haber cortesanas, es decir, personas del sexo débil dedicadas especialmente a servir las debilidades del sexo fuerte, en marco suntuoso, digno de la categoría principesca de los caprichosos.
Se habla ahora mucho en toda Europa de lo que los franceses han dado en llamar "la belle époque". ¿Qué es eso de la "belle époque" y por qué se habla tanto de ella?
La "belle époque" es la que va de 1890 a 1914, y tiene por escenario a París. Dos hitos la marcan o señalan: la alianza con Rusia, que depara a Francia la categoría internacional que la levanta de la postración en que la dejó la guerra franco-prusiana del 70, y la guerra europea de 1914. Entre esas fechas trascurre el cuarto de siglo más feliz de la Europa contemporánea.
Talleyrand, en los días de la Revolución y de las guerras napoleónicas que vinieron en pos, solía decir que el que no vivió en Versalles en la época anterior a esos acontecimientos y convulsiones no conoció lo que era la delicia del vivir. De igual modo, los europeos viejos de hoy, de esta triste actualidad de convalecencia y amenaza de guerras, de paréntesis entre desastres, podrán pensar con melancolía en aquel momento de la historia que se registraba en París en aquellos veinticinco años magníficos, A eso llaman los franceses melancólicos "la bella época". Para muchos se simboliza en un septenado presidencial y se la llama la época de Fallières, gordo barbudo, apacible, sensato, discreto. Para otros se la encarna en "una gran artista y entonces se habla del París de Sarah Bernhardt o del Cyrano o de Rodin o de Coquelin o de Lucien Guitry, etc., etc. (Sobraban artistas, sobraba todo en aquel tiempo). Pero si se le pregunta, no a los franceses solamente, sino al mundo, es decir, a esa elegante y poderosa población flotante que enriquecía a París, y que contaba tanto o más que el elemento indígena en la vida dispersa de la ciudad luz, ellos, puestos a buscar un sobrenombre a ese tiempo dichoso, le llamarían la época de Carolina Otero.
Para darle autenticidad a semejante ambiente cosmopolita, la Otero lo caracteriza mejor que ninguna otra persona, porque aquella humana atracción de forasteros combustibles, ni siquiera era francesa. Mientras las buenas señoras de París harían crochet al amor de la lumbre, esta vampiresa de aquella época en que aun no circulaba la palabra "vampiresa" (porque entonces todo lo placentero era risueño y no tenía complicaciones), y que escandalizaba a las gentes haciendo pensar en los peligros de París, ni era parisiense ni siquiera francesa, sino española, gallega, por más señas, y natural de una aldeíta de la provincia de Pontevedra, como cualquier mucama o cocinera de las que tan buen nombre han dejado entre las amas de casa porteñas. Es tan pródiga esa región galaica, que por dar de todo, ha dado ministros, escritores, changadores, sirvientes, oradores y poetas, Y para que no le faltase esta estampilla divertida en su colección numerosa, se encargó de dotar a París de la suma atracción frívola, la que promovía viajes clandestinos de zares, emperadores, reyes y príncipes. Y lo de reyes, se dice en el doble sentido de la palabra: porque Carolina fué amada por reyes que reinaban en las naciones y por reyes que reinaban en las industrias, los trust y los monopolios, y pasaba de los favores de Nicolás II a los de Vanderbilt.
Todos los imperios se vienen al suelo. Casi todos los enamorados de Carolina han visto perder sus coronas. ¿Cómo no había de perder ella la suya? La bella Otero sólo conserva la vida, aunque parpadeante, como luz de candil. Y la memoria, que es la felicidad de los infortunados, diga lo que quiera el Dante, porque le permite revivir las grandezas pretéritas. La que pisoteó millones, la estrella de Maxim's, la desdeñosa niña mimada de todos los "grandes" de ayer, la que desbancaba en Montecarlo, está ahora desbancaba ella misma, arrinconada en los desvanes del mundo, tácita, escondida, pobre, en una pieza amueblada de Niza. Toma el sol en los bancos del paseo de los Ingleses, frente al soberbio Negresco donde hace medio siglo que no se atreve a entrar. El mar es buen consejero y consuela mucho. Siempre igual, indiferente a las mudanzas que ocurren en sus orillas, sigue rimando su poema sin fin, y pone, en el ánimo de los soberbios, humildad, y en el de los humildes, confianza, paciencia, esperanza. Carolina le cuenta al mar de Niza, a ratos azul, a ratos violeta, a ratos gris, con motitas granate, bajo el cielo límpido y alegre, sus vagas confidencias sus amargos pesares, sus recuerdos, sus penurias. Y el mar le dice: "No te inquietes, no te entristezcas; siempre ha sido así, siempre será lo mismo: te lo digo yo que llevo tantos siglos arrastrando esta cadena del tiempo. Todos tus amigos pasaron, tú pasarás, pasaré yo, que parezco eterno: agradece el sol que calienta tus años ancianos y mira al cielo, que es claro, hermoso, espléndido. Tal vez en él está la verdad perdurable, la promesa que cumple, el descanso feliz."

 

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