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crónicas del siglo pasado

 

La luna

¿Y Ahora qué?

La breve historia de la astronáutica ya alardea de contradicciones. Hace siete años, cuando la empresa lunar aún era una aventura incierta, las dos máximas potencias iniciaron con frenesí una puja por los planetas más cercanos; hoy, cuando la Luna ya es un simple y elástico trampolín para aquellos objetivos, el entusiasmo y los presupuestos se reducen drásticamente. El Informe que sigue desentraña las causas de este cambio y señala los nuevos planes espaciales que nos sorprenderán en el próximo decenio.

 

 


Revistero

 


 



 

 

 

FIEL a su tradicional política restrictiva, los republicanos de Richard Nixon ya se han encargado de advertir a la NASA que no tolerarán más despilfarros. La promesa de ser los primeros en la Luna —en fin de cuentas, un capricho de los demócratas— se ha cumplido; para la flamante Administración, las prioridades se transforman: son más importantes las oscilaciones en la balanza de pagos o el control de la inflación, que develar los remotos misterios de Marte.
En cambio, para Brezhnev las razones son más urticantes: el afrentoso bofetón que hace diez días recibieron de Neil Amstrong y sus colegas, sólo podrá olvidarse con audaces expediciones o la concreción de ingeniosas estaciones orbitales, único punto en el cual los soviéticos aún ostentan supremacía. Claro que, independientemente del honor y la política, las jaquecas de los científicos han contribuido a calibrar las dificultades de los proyectos interplanetarios y a suprimirles todo viso de urgencia.
Para la URSS, la decepción comenzó el 18 de octubre de 1967. Hasta entonces Venus —el cuerpo celeste más cercano y más parecido a la Tierra por sus dimensiones— atraía irresistiblemente la curiosidad de los exhibiólogos, en la certeza de que bajo su espeso manto de nubes, el mitológico planeta escondía formas de vida. Más aún, el espectroscopio había delatado la existencia de bióxido de carbono en proporciones considerables; como se sabe, esta combinación química absorbe y retiene el calor, por lo cual se describía a la atmósfera venusiana como un exótico invernadero donde crecían tupidas selvas en medio de tierras cálidas y nieblas eternas. Cuando las metálicas antenas del "Venus IV" superaron el silencio de 40 millones de kilómetros, la poesía y la imaginación sólo dieron lugar al desengaño: la 'phosphorus' de los antiguos no era una diosa del amor sino un enrarecido e inhóspito planeta con 280 grados centígrados, 20 atmósferas de presión y una masa de aire de 25 kilómetros de espesor. Esta especie de barrera, compuesta exclusivamente por gas carbónico -con el uno por ciento apenas de agua y oxígeno- hace imposible dentro de los términos conocidos cualquier clase de vida desarrollada.
La angustia de Leonid Sedov (padre del Sputnik) y sus camaradas se multiplicó: el "éxito", luego de seis años de constantes fracasos, los había desviado de otra presa: Marte.

OFENSIVA CONTRA KRUSCHEV
—¿Para 1980?, se azoró Brainerd Holmes.
—Para 1980, Insistió el Presidente Kennedy.
Aún para el optimista Holmes (Director de vuelos tripulados de la NASA), la terquedad de John Kennedy resultó infantil: la primavera de 1962 había precipitado un torrente de hazañas espaciales rusas y el mandatario norteamericano sólo se preocupaba por asegurar públicamente que los Estados Unidos serían los pioneros lunares
Su postura se apoyaba en una severa presión sobre los científicos; para ellos, delinear un periplo tripulado a lo largo de millones de kilómetros cuando sólo habían rozado la cercanía lunar con el efímero "Ranger IV" era estúpido: pero, ¿quién podía contradecir a un Presidente que los había bendecido con una copiosa lluvia de dólares y que había convencido a un escéptico Congreso de que el mordaz Kruschev ("que los países capitalistas traten de alcanzarnos") debía recibir una respuesta aplastante.
Al activar sus neuronas, los cerebros cósmicos despejaron la primera incógnita: no apuntarían hacia Venus —el "Mariner II" había formulado atemorizantes advertencias—, sino hacia el planeta rojo donde la inactividad soviética (inexplicable ya que se trataba del mismo color de su ideología) les permitía asumir la delantera. Crecieron las dificultades: ahora deberían acertar en un blanco de apenas 6.900 kilómetros de diámetro —poco más de la mitad de Venus o la Tierra— ubicado a 70.000.000 de kilómetros, lo que dentro de las actuales técnicas de navegación espacial equivale a un recorrido mínimo de 500.000.000 de kilómetros. Pero los atractivos eran mayores. Desde que Giovanni Schiaparelli atisbó en 1877 unas formaciones rectilíneas que no pudo explicar, el origen de los "canales marcianos" ha desatado una de las más apasionadas discusiones astronómicas. Los hombres de Pasadena decidieron cortar esas disputas bizantinas, averiguando si esas formaciones eran naturales (quizá delgados ríos bordeados por 80 kilómetros de vegetación) o si habían sido dibujados por planetícolas ya desaparecidos o aún existentes.
Optaron por usufructuar la oposición entre las órbitas de Marte y la Tierra —fenómeno que se repite en óptimas condiciones cada dos años— el 28 de noviembre de 1964. Todas las esperanzas recayeron en el "Mariner IV". Tras una fatigosa travesía de siete meses, el arácnido ingenio disparó 21 veces su cámara sobre Marte y grabó las imágenes en una cinta magnética; luego, con parsimonia anglosajona, las retransmitió. La primera llegó el 16 de julio de 1965 entre vibrantes aleluyas; veinte jornadas después, los peritos intentaban explicarse en vano lo que habían visto: las fotos, captadas a 13 mil kilómetros no denunciaban ningún "canal" y desmentían la presencia de vegetación. Marte, entonces, era otra superficie lunar; es decir, desértica, polvorienta y salpicada de cráteres.
Era un trago tan amargo como la desilusión venusiana que sufrieron los rusos; sin embargo, no hubo desertores y la obstinación de las partes los obliga a urdir máquinas inspiradas en la ciencia ficción.

EL REINO DE NERVA
Aunque parezca inverosímil, las naves con que USA proyecta azotar Marte evocarán la sencillez armónica del cohete de Yuri Gagarin y no la perfección estética del "Saturno C-5". La razón es valiosa: los actuales propelentes resultarán anacrónicos en los vacíos interplanetarios, ya que insumen catorce veces más al realizar una simple expedición a las proximidades del astro guerrero. En otras palabras, se manifiestan los problemas alimenticios, habitacionales, médicos y psicólogos para los que aún no se han encontrado recetas apropiadas.
Esta puzzle constituye el génesis de Nerva, un motor espacial atómico en el que los laboratorios norteamericanos trabajan desde hace años con una constancia comparable a su mutismo. Está irrupción del Nerva pulverizará un cúmulo de nociones astronáuticas que ya se pueden considerar clásicas. Un reactor compacto se responsabilizará de elevar a 2.182 grados la temperatura del hidrógeno líquido previamente congelado a 248 grados bajo cero, lo que supondrá para la tobera liberar un empuje de 34.000 kilos. Por sí solo, esta potencia arrasa con todos los récords de velocidad, pero además el vehículo tiene la facultad de acrecentar su vértigo a lo largo de todo el trayecto sin temor de agotar sus energías, y sin perjuicio de cambiar el rumbo a su antojo o de ignorar las leyes de la balística, las mismas que ahora reglan la navegación interplanetaria.
Pero no es tan sencillo. Hasta los más entusiastas previenen sobre los apocalípticos riesgos que implicaría el funcionamiento de los motores nucleares dentro de la atmósfera y prescriben su uso a partir de una órbita terrestre. La unanimidad condena al "Saturno C-5" a transportar al nuevo monarca hacia la ingravidez, pero allí comienzan las discrepancias.
Para Werner Von Braun y sus acólitos, la seguridad es lo primero: entonces, el artefacto marciano —que llevará insitos tres motores Nerva— deberá ajustarse en tierra antes de elevarse; en cambio, la mayoría confía en que una estación orbital reciba por partes las cuatro armazones fundamentales, que luego serian anexadas antes de que lleguen los viajeros en un cohete tierra-órbita, efectúen el trasbordo y apunten hacia Marte.
Pero cuando ocurra esto, otros aparatos habrán despejado la ruta. Este mes, los Mariner VI y VII espiarán probablemente las zonas escogidas; en 1973, el primer par de sondas "Surveyor", deberán cumplir una misión crítica: se sabe que la escasez de atmósfera marciana a 30.000 metros de altitud —similar a la terrícola— es incapaz de proteger a los eventuales vegetales de los mortíferos rayos ultravioletas y las corrientes de protones que despide el sol en sus erupciones; se sabe también, que las temperaturas de 25 grados que civilizan el ecuador marciano se esfuman abruptamente cuando llega la noche, por la falta de un colchón uniforme. Ya que los espectroscopios continúan arrojando dudas, los "Surveyor" investigarán la atmósfera marciana y aconsejarán, los modelos apropiados para surcarla. Por fin, los Nerva tendrán una noción exacta del artefacto que habrán de empujar y la conquista de Marte, entonces, estará madura.
De todos modos, la odisea no se cumplirá sin escalas: si Cristóbal Colón ancló sus carabelas para embestir América con chalupas —experiencia que recordó Amstrong—, los primeros cuatro martenáutas se divertirán en su vehículo bajo el control de otros compinches, estacionados en un astronavio orbital. Luego de hurtar algunas muestras del suelo marciano y establecer una fugaz comunicación interplanetaria por rayos láser, un simple rendez-vous y otra vez a casa.

A LA CAZA DEL PLANETA
Marte, un panorama rojizo quebrado por cuatro galpones y decenas de aparatos de aspecto incomprensible, ya no es una visión alucinante para nadie. Ese es el objetivo de los norteamericanos para 1985. La misión se completará con más de diez pioneros de temple acerado que resistirán allí un año y medio, sin contar siquiera con un medio de regreso. Como fórmula para no enloquecer, tendrá una nutrida agenda de experimentos (obviamente aún no establecidos), pero se supone que esto no les impedirá vigilar el misil que los devolverá a su lugar de origen, cuando los rescaten o los sustituyan.
Pero para que todo esto ocurra, no se requiere que los "Mariner" y sus compadres —impulsados por los Nerva— compongan una sinfonía de éxitos, sino que dependen de los retrasos que provoca el inestable apetito de los investigadores. Bastaría una decepción en el primer experimento con el planeta, para que los coheteros —sin perjuicio de volver a mortificarlo más tarde— oriente la travesía siguiente hacia Phobos, el más voluminoso de los satélites marcianos (16 kilómetros de diámetro), descubierto por Asaph Hall en 1877 y que se ofrece a sólo 9.300 kilómetros de su astro primario. Si Phobos tampoco interesa, habrá que apuntar hacia su gemelo: Deimos.
Sin embargo, la prematura cristalización de los proyectos, implica una serie de variaciones radicales. Según los peritos, el motor atómico —tal como está concebido— no es capaz de dar la vertiginosa respuesta que exigen las inmensidades espaciales. Será necesario subrogarlos por otros propulsores. Así, las carpetas que atesoran los secretos de los reactores a fisión o alimentados por una fusión ionizante, o aún activados por partículas de luz, engrosan cada día más; mientras, hay otros que estimulan la creación de un aparato capaz de valerse de la energía solar, aunque las gigantescas dimensiones de sus paneles lo haría más apropiado para estaciones orbitales que para vehículos de navegación.
Todo también depende de cómo actúe la competencia. Por ahora, la terna de posibilidades que tienta a los soviéticos reconoce como premisa el quebranto psicológico que les provocó el inoportuno y fulminante desquite norteamericano. Como si fuera poco, su fidelidad a Venus los precipitó a crecientes desengaños; el 4 de junio, los rusos ventilaron un documento en que lamentan: "Los datos enviados por la Venus VI conducen a tener la certeza de que la vida humana es imposible en el planeta más cercano a la Tierra". Lo que no dicen es que nuestro vecino aún es apetecible por sus riquezas minerales y que sobre ese punto también informó la sonda. Sin embargo, intentar una exploración económica redituable demandaría la labor previa de una estación orbital permanente —por lo menos— y varias misiones aptas para desenvolverse en las más excéntricas condiciones; eso sólo será posible cuando los actuales cohetes luzcan sus atributos en vitrinas de museo.
Lo mismo vale para comprometerse en la carrera hacia Marte. No sólo deberán doblegar a los Nerva, sino que les resultaría difícil remontar la ventaja obtenida por USA.
Aunque es la más modesta, la tercera y última solución para los rusos y la que sin duda acatarán por su realismo, es recrearse en peripecias lunares y en la instalación orbital de plataformas subyugantes de inmediata utilidad. Hasta que sus laboratorios no alumbren un vástago capaz de eclipsar los resplandores rivales, estos shows les servirán para recuperar algo del prestigio perdido.
Entretanto, los norteamericanos —traicionando su infantil espíritu deportivo— se felicitan por la timidez soviética. El hombre de campo está satisfecho porque un compatriota fue el primer humano en aplastar Marte con sus pies; la Administración republicana porque le conviene a sus orientaciones presupuestales y los científicos porque armarán sus rompecabezas con menos apremio. Los militares, por fin, porque piensan que en una bandera con tantas estrellas, no estarla demás un planeta. 

revista extra
agosto 1969