La Segunda Revolución Francesa

Desde su llegada a París, el 14 de mayo, el Secretario de Redacción Roberto Aizcorbe vivió el conato de putsch desatado contra el Gobierno por los estudiantes, los obreros y los dirigentes políticos. El viernes último, cuando Charles de Gaulle se imponía a sus dispersos enemigos, Aizcorbe consiguió una línea privada de telex para trasmitir este informe.

El miércoles pasado, al caer la tarde, Georges Pompidou respiró con alivio: por el momento, no tenía necesidad de irse a su casa, continuaba ejerciendo el cargo de Primer Ministro, el mismo que le cedió Charles de Gaulle hace seis años justos. Acababa de votarse, en la Asamblea Nacional, una moción de censura planteada por los comunistas contra él; un estrecho margen de once sufragios le salvaba la vida política. Para entonces, el fulmíneo complot que los estudiantes, los obreros y los dirigentes opositores habían tratado de montar, empezó a perder altura.
De Gaulle, todavía, era más poderoso que sus enemigos. En realidad, es más hábil, más sereno, un estadista frente a una banda de improvisados. Con su silencio, su pasividad cargada de sutilezas, el Presidente de la Quinta República, que diez años atrás volvió al poder llamado por sus colegas militares y la mayoría de los ciudadanos (ver página 84), había logrado aventar la "Segunda Revolución Francesa".

La verbena de Mao Tsé-tung
Con todo, ese miércoles, el panorama social era grave: 8 millones de trabajadores en huelga, 120 fábricas ocupadas, paro total en los transportes y las comunicaciones, los suministros de electricidad y gas dominados por los gremialistas. "Aquí se levanta el Gulliver obrero entre la confusión de los liliputienses que lo creían definitivamente aniquilado", exageraba Rene Andrieu en el diario comunista L'Humanité. En algo tenía razón; si hay un sector de los comprometidos en la asonada que acaso obtenga ventajas de ella, ese sector es la clase baja.
Entretanto, las banderas rojas y también las negras de los anarquistas ondeaban encima de la Sorbona y el teatro Odeón, en el Barrio Latino, así como sobre las usinas Renault (de Billancourt, la primera en ser tomada por 35.000 obreros), Dunlop (Montlucon), Rhodia (Rhône) y tantas otras. Las bolsas de trabajo instaladas en todas las zonas de París ostentaban el mismo símbolo rojo, aliado al del Frente de Liberación Nacional Vietnamita y al creciente Movimiento Cubano 26 de Julio.
Todo el Barrio Latino, guarida de los estudiantes, está en armas. Desde la Sorbona, calle a calle, se extienden los grupos de alborotadores y las deliberaciones públicas. El vocerío llega a diez cuadras más allá, hasta confundirse con los pregones de los feriantes en la rue Mouffetard, y se oye también en la rue Gay LusSac, donde dieciséis autos quemados atestiguan la violencia de las manifestaciones del lunes 13 de mayo.
Tal es el paseo obligado de los burgueses, que vienen de cada recoveco de la capital e incluso de las provincias, para alarmarse ante los, lábaros rojos o fotografiar los vehículos destruidos. Los norteamericanos que desafiaron los consejos del Presidente Johnson y fueron a París en tren de turismo, han desaparecido en busca de la calma.
En el patio principal de la Sorbona, el monumento a Víctor Hugo sostiene entre sus manos de piedra el. catecismo de Mao Tsé-tung. Frente al edificio, en la explanada que se tiende hacia el bulevard Saint Michel, el busto del positivista Auguste Comte ostenta un foulard colorado. Entre los discutidores se mueven canillitas circunstanciales que ofrecen Action, el órgano de los universitarios rebeldes, y Aspects de la France, vocero de los ultras. No luchan entre sí: más bien confían en el peso de sus ideas.
Pero las coincidencias geográficas aluden al orden. Los maurrasianos prefieren la costa derecha del Sena: unos 2.000 de ellos desfilaron, el domingo 19, desde el Arco de Triunfo hasta la plaza de la Concordia. En cambio, la izquierda se atrinchera en la Rive Gauche; cada manojo de oradores es una liza para estudiantes y comunistas, visiblemente enfrentados. Los argumentos de aquéllos: "Buscamos realizar, aquí y ahora, una revolución social; queremos la dimisión del Gobierno y su reemplazo por un comité marxista-leninista", balbuceó a Primera Plana, bajo su melena y su barba, Étienne Cotet, de 24 años, ceñido en sus blue-jeans de terciopelo y su camisa floreada; Cotet, de cuyo pescuezo cuelga un collar de piedras duras, cursa el tercer año de Derecho.
—Mais tu te trompes, mon vieux. Que ferez-vous sans les ouvriers?
Quien interviene es Joseph Dnigrier, de 34 años, delegado obrero de los metalúrgicos de Billancourt. Su tesis, como la de tantos otros sindicalistas fieles al PC y estratégicamente emplazados para desbaratar las argumentaciones estudiantiles, es toda una vejez: "No hay reforma universitaria sin revolución social y la revolución social la hacen los obreros a través de la cabeza consciente del movimiento, el partido, donde los estudiantes son una parte y nada más que una parte", Porque la protesta no solo abunda entre los alumnos y los trabajadores: han parado los artistas de la ópera, del Teatro Nacional Popular, la Comedia Francesa, y hasta las bataclanas del Folies Bergére: todos ocupan sus instalaciones. En Cannes Jean-Luc Godard, François Truffaut, Claude Lelouch, Jean Gabriel Albicocco y algunos más, forzaron la suspensión del XXI Festival Internacional y decretaron los "estados generales" del cine francés, contra los certámenes del mundo entero, que consideran aburguesados. Era, sin duda, una agresión contra André Malraux, el Ministro de Cultura y antiguo mecenas de estos creadores que filman con capitales de Estados Unidos.

¡Bailemos La Grappignolle!
En la noche del lunes 20, un sujeto rechoncho, vestido con un sobretodo corto y una inmensa bufanda azul que le caía hasta las rodillas, por delante y por detrás, se abrió paso en el anfiteatro de la Sorbona y fue recibido con una gigantesca ovación: era Jean-Paul Sartre, quien traía su adhesión a los estudiantes y anunciaba la constitución de un comité de intelectuales, favorable a la chirinada. .
Pero la huelga era más que todo esto. Como los basureros estaban sumados al paro —desde el jueves los sustituyen los soldados—, los residuos se acumularon en las calles e hicieron las delicias de los perros y los 'clochards', que nada dejan sin hurgar, y echan al viento los papeles y los trapos. Entonces, París es más París que nunca, porque las historietas de Asterix le Gaulois, en colores, se amontonan junto a las piedras milenarias de Notre Dame, mientras los mendigos desayunan las sobras de comida en la fuente de Saint Gervais. Unos metros más allá, varios estudiantes se afanaban por fijar enormes pancartas, improvisadas con el papel canson que utilizan los alumnos de Arquitectura, y escritas a mano: es el Movimiento Freud-Guevara, que preconiza la abolición de las represiones sexuales y morales, así como las sociales. De todos modos, la primera exigencia es una represión: piden que se prohíba entrar en el Barrio Latino a la prensa "no revolucionaria".
Es de tarde, y el Boul'Mich (boulevard Saint Michel) se puebla de automóviles que apenas consiguen avanzar unos metros por minuto. Las berlinetas descapotables van llenas de estudiantes armados de cornetas, que cantan La Grappignole con la bicentenaria música de La Carmagnole (1791). Ocurre que Monsieur Pierre Grappin es el Decano de la Facultad de Letras de Nanterre, donde comenzaron los disturbios el 2 de mayo (ver .Nº 282). La letra, modificada, tiene un contenido satírico, pues 'pignolle', en francés, es el equivalente de onanismo.
Que la situación francesa fue más allá de una simple agitación estudiantil lo demuestra el memorial presentado por la Unión de Sindicatos de Policía: el documento denunció al Ministro del Interior, Christian Fouchet, que un "extremado clima de tensión" reinaba en todas las fuerzas de seguridad; la impaciencia del personal puede estallar —añadía— si una solución valiosa no proviene del Gobierno, en los plazos más breves.
¿Qué quieren, en fin, los universitarios? ¿Hacer la revolución social, como lo proclama la mayoría de sus dirigentes, que también ansia la anulación de los exámenes? No se sabe. En cuanto a los exámenes, para eso se reúne diariamente, en las aulas de la Sorbona —ocupadas desde el 2 de mayo—, una multitud de comisiones. Allí, los alumnos debaten con los catedráticos, parcialmente en huelga, los perfiles de la nueva Universidad. Sucede que el Sindicato Nacional de Profesores ha incitado a sus cuadros a suplantar las clases ordinarias por discusiones con los alumnos, sobre el momento actual.
Si hasta muchos docentes —a la manera china— practicaron su autocrítica delante de sus gobernados. Algo es cierto: el crecimiento fabuloso de la población estudiantil, en los últimos años, ha convertido a los exámenes ordinarios en una farsa, en diez minutos de preguntas mecánicas que no sirven para determinar la sabiduría de ningún alumno.
Para los teóricos, esta Universidad deficiente refleja todas las lacras de la generación adulta, que hizo sus primeras armas en la posguerra. Ellos proponen sustituir los exámenes por el diálogo continuo entre alumnos; y maestros, o bien por pruebas parciales acumulativas a lo largo del año lectivo. Lo primero parece utópico; lo segundo tal vez resulte más viable.
Desde luego, los delegados estudiantiles y los catedráticos reclaman la total autonomía de las casas ante el Ministro de Educación, Alain Peyrefitte, y el derecho a intervenir en las decisiones futuras vinculadas no sólo a la marcha de la enseñanza sino también a planes, trabajos, investigación. En algo el movimiento se parece a la Reforma argentina de 1918: desea la cogestión de profesores y alumnos para conducir las Facultades. (Cincuenta años después de aquel motín, la Argentina ha vuelto, en cambio, al reinado exclusivo de los profesores.)
Aun así, la demagogia parece frenarse ante ciertas realidades. Los estudiantes de Medicina, por ejemplo, han rechazado en las primeras negociaciones directas la representación simple, es decir, el voto directo, puesto que así dominarán los alumnos de los primeros años, más numerosos; los médicos reclaman el voto calificado, con mayor puntaje para los más capacitados. Mientras, los patios de la Sorbona se inundan de carteles de las innumerables facciones; además, han sido reemplazados los letreros "Damas", que ornaban los baños de mujeres, por otros que indican: "Camaradas femeninas".

La maniobra comunista
Es indudable que la algarada estudiantil prendió en los gremios a través de los ferroviarios y los carteros, los primeros en lanzarse a la huelga el viernes 17 de mayo, pasando por sobre las jerarquías del Partido Comunista. Ese día, la CGT (comunista) advirtió contra "la infiltración externa en los medios obreros y los actos de provocación que servirán de pretexto al Gobierno para frenar el movimiento".
Pero el mismo viernes se produjo la marcha universitaria sobre la fábrica Renault, encabezada por Jacques Sauvageot, vicepresidente de la Unión Nacional de Estudiantes (UNEF). Desde ese
instante, en toda Francia, como por un milagro de comunicación subjetiva, los jóvenes trabajadores impulsaron a sus compañeros a tomar las usinas, en solidaridad con los estudiantes. El sábado 18 ya pudo leerse un comunicado del Politburó de la CGT, que daba marcha atrás "en presencia de una campaña orquestada para dividir a los estudiantes de los trabajadores". Además, el comunicado aseguraba estar "persuadido de que el movimiento estudiantil encontrará en sí mismo el equilibrio necesario para refirmar la unión obrero-estudiantil".
Ese fin de semana fueron ocupadas las principales fábricas francesas y cesaron las actividades vitales: trenes, química, metalurgia, textiles, puertos, basureros, mineros, seguros, correo, aviación civil, subtes y ómnibus, en París y en las mayores ciudades. El lunes 20, preventivamente, casi todos los bancos cerraron sus puertas para evitar la avalancha de clientes que retiraban su dinero. Los suministros de energía quedaron controlados por los obreros. El Partido Comunista, con habilidad, impidió la huelga de los camioneros, quienes se declararon en "estado de emergencia": se trató de evitar la falta de alimentos en los grandes centros poblados, que tornaría desfavorable a las masas la prosecución de la dura y severa ofensiva.
Es que, echadas las suertes, el PC decidió copar el alzamiento el mismo sábado 18. El Secretario de la CGT, George Seguy, declaró que su entidad "se aprestaba a participar de una alianza general de la izquierda" (para derrocar al Gobierno). Las reivindicaciones planteadas: 600 francos de salario mínimo (unos 42.000 pesos argentinos), garantías de pleno empleo, rebaja del límite de edad para el retiro obligatorio, democratización de la producción.
Ahora bien: ¿acaso los comunistas no buscan, como fin inmediato, la revolución social? "Si el movimiento lo permite, sí —desvió Seguy por televisión—. Resta saber, no obstante, si todos los sectores sociales comprometidos la desean realmente." Por su parte, la Confederación Francesa de Trabajadores (CFDT, católica) recomendaba, a través del Secretario Eugéne Descamps, "extender el movimiento". La eclosión parecía, tras la loca estudiantina, el renacer de una clase obrera desprestigiada, del que nadie daba fe quince días antes. Pero era un renacer decorativo, destinado a aprovechar los frutos de la marea.
"Desde que la clase obrera se estremeció, el movimiento ha tomado otra dimensión —arengaba Andrieu, jefe de editoriales de L'Humanité—. La bandera roja sobre la Sorbona es el signo de un viento nuevo que sopla sobre la Universidad burguesa. Pero el estandarte rojo sobre las grandes fábricas, he aquí otro significado para el movimiento. Ciertos tecnócratas habían calculado el porvenir de Francia y del Mercado Común con la precisión de una computadora. Nada escapaba a su sagacidad. Nada más que los hombres, los destinados a crear las riquezas, y a quienes ha llegado la hora de pedir cuentas." Un mediocre poema de Aragón, como se ve.
Pero L'Humanité se lavaba las manos con un recuadro titulado "Atención", donde está la clave: "Voces que recomiendan la huelga insurreccional se han escuchado en los alrededores de París. No debemos aclarar que tales recomendaciones no parten, de ninguna manera, de las organizaciones sindicales democráticas. Son la obra de provocadores que intentan dar al Gobierno un pretexto para la represión. Los trabajadores sabrán ser vigilantes para desbaratar toda maniobra".

La ola de los partidos
Destinatario del ataque: Daniel Cohn-Bendit, el líder estudiantil que desencadenó la revuelta. "En la fase actual —agregaba L'Humanité—, la actitud de Cohn-Bendit presta un señalado servicio al Gobierno. El desprecio de Cohn-Bendit hacia la masa estudiantil y sus amenazas contra el Partido Comunista no pueden sino colmar los deseos de Pompidou." Seguy, en el programa citado, había exclamado: Cohn-Benéit? Connais pas.
Era de prever. El comunismo francés lanzado a la revolución social sólo figura en los textos retóricos de sus diestros dirigentes. Hoy ya se puede ver claro en la maraña de la "Segunda Revolución"; esquemáticamente, el desarrollo fue así:
• Sublevación estudiantil en busca de reformas a la Universidad.
• Solidaridad espontánea de los obreros más romántica que pragmática; la alianza desborda los marcos de las centrales y el PC.
• La conmoción sirve a los partidos políticos, deseosos de expulsar a de Gaulle a toda costa. Solución: adueñarse de los motines, presionar con ellos sobre el Gobierno. La toma del poder, eso sí, por medios pacíficos: una derrota del Premier Pompidou en la Asamblea bastaba para poner a Charles de Gaulle ante la disyuntiva de retirarse o solicitar un mandato por plebiscito; en la segunda variante, pensaban los políticos, ¿quién votaría por el Presidente bajo un clima tan espeso? Cálculo equivocado: votaría la mitad del país, aterrada por los desbordes.
Con todo, el plan no llegó a cuajar. Su error fundamental, quizá, consistía en desdeñar a de Gaulle.
Así, durante el fin de la semana antepasada, el comunismo buscó airosamente un acuerdo con las demás tendencias opositoras que le permitiese ir sin peligros hacia el Gobierno, un Frente Popular como el de 1936 que facilitara su acceso al Elíseo, bajo un manto "democrático" capaz de impedir cualquier veto de las Fuerzas Armadas. "Si el acuerdo de los partidos de izquierda abre al país una perspectiva neta, los días del poder personal están contados", rezaba un úkase de Waldeck-Rochet, patrón del comunismo francés.
De alguna manera, la táctica comunista encontró eco en las agrupaciones opositoras, aunque luego de la invitación de la CGT no se ha expresado síntoma alguno de alianza; casi todas ellas exigieron la renuncia del Gobierno y el llamado a elecciones, pero no tanto como para preparar un banquete al que sólo se sentarían los jefes comunistas.
François Miterrand, el mediocre piloto de la Federación de Izquierda, declaró que él y sus huestes no podían sino ser solidarias "con el combate que mantienen los millones de trabajadores en huelga". Los socialistas, por boca de Pierre Mendés-France, consideraron que al Gobierno no le quedaba otro caminó que la dimisión. Los republicanos de Giscard d'Estaing, que apoyan a de Gaulle, se conformaron con reclamar "nuevas soluciones" y el reencuentro de Francia "con el orden y la protección de las libertades". "El país quiere el cambio", juzgó Jean Lecanuet, demócrata cristiano de centro.

Las armas del general
Sin embargo, la mayor sorpresa nació en el gaullismo. Rene Capitant, jefe del ala izquierda, decidió sufragar contra Pompidou en la Asamblea. "El Gobierno actual acumuló una serie de errores que originaron los desastres que ahora presencia Francia", resumió Capitant, en cuyo comité del Barrio Latino una imagen de Fidel, Castro se codea con el retrato de De Gaulle.
Hasta el Conde de París, simbólico heredero del trono francés, escribió una carta abierta al Presidente: "La significación profunda de esta revuelta es el rechazo de una sociedad que se descompone y que no acepta sino a aquellos que se aprovechan de sus beneficios y que cuentan aún con encontrar en ella satisfacciones egoístas". El Conde, sin duda, pensó, al redactar la carta en Philippe-Égalité, el hermano de Luis XVI que se plegó al jacobinismo soñando con el cetro y la corona.
El Gobierno, a su vez, intentaba conjurar el descontento. mediante un referéndum que anunció el martes pasado el vespertino oficialista France Soir. Es que de Gaulle confía, además de en sí, en la inmensa cantidad de franceses afectados por la huelga e inmunes, por sus inclinaciones pequeño-burguesas, a toda propaganda revolucionaria. El Presidente anticipó en doce horas su retorno desde Bucarest; el sábado 18, apenas desembarcado en Orly, inició un sinfín de consultas con sus Ministros. Poco después, ellos divulgaban la frase con que de Gaulle esperaba resolver la crisis: Oui á la reforme, non au chienlit
Chienlit es una expresión arcaica, que significa mascarada. Pero la imprecación del general no carece de humor: todos los franceses saben que 'celui qui chie en lit' es quien moja la cama, quien la ensucia, esto es, los niños, los estudiantes. En cuanto al "Sí a la reforma", significa para de Gaulle un examen de ingreso limitativo que permita a los profesores moverse sin trabas entre unos pocos estudiantes seleccionados por sus condiciones intelectuales y sus ideas. Al menos, ésa es la enmienda que ofreció en un discurso a los universitarios de Bucarest.
El Presidente no desdeñó otras dos armas esenciales: la reacción de la clase media y la dirigente, y la calma oficial. Las fuerzas de seguridad no actuaron, salvo cuando las provocaban, contra los universitarios y los obreros: a la algarada le faltaron cadáveres. La actitud opuesta hubiera suscitado consecuencias trágicas. Entre tanto, un vasto sector de Francia empezaba a indignarse contra los revoltosos; su ira, entonces, autorizaba al Gobierno a proceder con firmeza, le otorgaba un tácito respaldo, lo incitaba a poner en cajas a los amotinados.
La mejor solución, pese a todo, era la de dividir al enemigo mediante concesiones a los trabajadores. Separados los obreros de los universitarios, ¿quién puede apostar al triunfo de los jóvenes sublevados? El Partido Comunista, que dispone de la mayor organización sindical de Francia, colaboró con el Gobierno —como ocurre siempre en todos los países— para amainar la tempestad. 
Porque el PC no es otra cosa que una inmensa estructura negociadora, parecida al vandorismo argentino, y dispuesta a preservar las conversaciones de paz entre Vietnam del Norte y USA.
Cualquier aumento de salarios que la CGT arranque al Gobierno repercutirá dolorosamente en la situación de las exportaciones francesas. "El problema no es solamente el de repartir las riquezas, sino el de crearlas", apuntó él Ministro de Economía, el sábado 18, al inaugurar la Feria de París, "Para todos nuestros medios de producción —añadió Michel Debré— no traerá como consecuencia una mejora en las condiciones de vida." Una suba de sueldos aparejará el alza en el costo de las exportaciones al Mercado Común y hasta quizás obligue a una devaluación del franco, para poderlas vender.
Pero las consideraciones económicas son secundarias en la Francia de hoy; mucho más en los círculos superiores del Partido Comunista y en las demás ramas del movimiento obrero. Bastó que el miércoles, en su discurso a los Diputados, Pompidou ofreciera dialogar con las centrales para que éstas respondieran de inmediato al llamado. No buscaban más que eso: un beneficio extra; si, de paso, lograban desalojar a de Gaulle del Elíseo, mucho mejor. Pero el miércoles a la tarde, triunfante el oficialismo, las posibilidades de un derrocamiento pacífico se extinguían.
Dijo el Primer Ministro: "El Gobierno no tiene derecho a ignorar los reclamos de la clase trabajadora, y yo, por mi parte, estoy dispuesto a discutirlos con todas las organizaciones sindicales. Estoy dispuesto a convocarlas cuando quieran. El Gobierno desea obtener una indicación precisa sobre lo que quieren o piden esas organizaciones. Todos los petitorios pueden ser analizados. Pero una huelga política es otra cosa, y los sindicatos no pueden reemplazar la voluntad del pueblo soberano".
Horas más tarde, la CGT, la CFDT, la FO (socialista) aceptaban las negociaciones, y el jueves se establecían los primeros contactos entre emisarios del Gobierno y de las centrales; de estos conciliábulos participarán, también, agentes empresarios, si bien los delegados obreros señalaron que la huelga y la ocupación de fábricas sólo cesarán cuando se haya alcanzado un acuerdo sobre las demandas formuladas. Al mismo tiempo, el Gobierno elevaba a las Cámaras un proyecto de Ley para conceder amnistía a los universitarios sancionados por los disturbios.
Pero el jueves, los estudiantes volvían a explotar. Porque el Gobierno negaba el ingreso a Francia de Cohn-Bendit, ciudadano alemán, quien había partido hacia Holanda y Alemania. El 23 resucitaron los choques en el Barrio Latino; ese día, desde Francfort, Cohn-Bendit desafiaba al Elíseo: "La bandera francesa está hecha para ser rasgada y convertida en bandera roja. Los estudiantes se solidarizan con la clase obrera porque es la única que puede voltear al Gobierno. Para impedirme entrar en Francia, deberán movilizar a todo el Ejército: la frontera es larga".

El nuevo Saint Just
Esta oratoria es capaz de asustar hasta a los izquierdistas. Pero ése ha sido, hasta hoy, el papel de Cohn-Bendit, cuyo primer apellido facilita infinidad de bromas (el sustantivo 'con' tiene en español un equivalente impublicable). Para otros, él encarna el cambio absoluto de la sociedad en que vive; gracias a él, dicen, de Gaulle se tambalea.
Primera Plana lo descubrió, el 16 de mayo, en un departamento prestado del Barrio Latino.
—¿Están ustedes en favor o en contra de los exámenes?
—Lo hemos discutido durante tres días sin llegar a un acuerdo. No impacientarse: el Gobierno no hizo nada en diez años de poder.
—¿Consultarán a todos los estudiantes?
—Jamás. Sólo tiene derecho a hablar la minoría que desencadenó este movimiento.
—¿Negociarán con el Gobierno?
—De ningún modo. Queremos la caída del Gobierno, incluido de Gaulle.
—¿Y quién tomará el poder?
—Los obreros y los estudiantes. Manifestamos contra una Universidad de clases y todos han respondido. Haremos una Universidad adonde puedan ir todos los trabajadores. 
Se creía soñar. Cada respuesta de Cohn-Bendit, un discípulo del pensador Herbert Marcuse, ídolo del Poder Estudiantil (ver página 61), era incoherente, disparatada, como todo lo que estaba ocurriendo en Francia. Y, sin embargo, había que conocerlo, había que escucharlo, porque es él quien orientó los acontecimientos, aunque no los haya entendido.
Despeinado, sin afeitar, con una tricota azul y unos pantalones de pana, repartía órdenes a su estado mayor. Cohn-Bendit habla un argot hermético, con unas erres guturales que proceden de su linaje hebreo y germánico. Para encontrar un momento comparable, debe retrocederse casi dos siglos, hasta la época en que otro muchacho, Saint Just, el terrorista de la libertad, tenía en sus manos la suerte revolucionaria.
"Cohn-Bendit —ha dicho el acomplejado social Jean-Paul Sartre— mantiene el movimiento en el verdadero plano de la controversia en el que debe moverse; la CGT sólo adopta una posición de seguidismo. Lo que comienza a formarse es una nueva concepción de la sociedad, basada en la plena democracia, una verdadera relación entre socialismo y libertad; porque, hasta ahora, la dictadura del proletariado fue, en muchos casos, una dictadura contra el proletariado. Uno de los sentidos de vuestro movimiento —explicó a los alumnos de la Sorbona— es vuestro rechazo a ingresar en tal sociedad. Lo que me admira es vuestra disciplina."
El viernes pasado, la televisión francesa conseguía su mejor rating: Charles de Gaulle desplegaba su ansiado discurso. Con tono grave anunció que "abandonaré la jefatura del Estado" si los franceses rechazan una reforma universitaria, económica y social que propondrá, el próximo mes, en un tradicional referéndum. La maniobra era precisa: los ciudadanos no tendrán alternativa. De Gaulle asume la "mutación" de la sociedad actual a expensas de la gestión estudiantil que, a pesar del aparente triunfo, volvía a la calle para construir barricadas y hostigar al Gobierno.
28 de mayo de 1968
PRIMERA PLANA

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