Revista Periscopio
30.12.1969 |
El domingo último, el Primer Ministro de Japón,
Eisaku Sato, y su partido Conservador libraban las elecciones más
reñidas, acaso, en los pasados cinco lustros de la historia nipona.
Sato y los suyos tremolaron como estandarte de victoria la promesa
norteamericana, hecha en noviembre, de tornar al país hacia 1972 la
Isla de Okinawa, libre de las bases nucleares que por ahora la
convierten en una espoleta para la guerra en el Asia.
La campaña electoral giró sin duda sobre la renovación del tratado
de alianza militar con Washington, que debe discutirse en 1970; si
Sato prefiere los rescates parciales —al estilo Okinawa—, sus
opositores socialistas y comunistas predicaron el rechazo total del
acuerdo, que incluye otras cien bases más.
Que Sato haya elegido a Okinawa como primera reivindicación, es
inteligible: allí reside el aeródromo de Kadena, desde donde las
superfortalezas volantes amenazan con cargas atómicas el territorio
chino. También paran en ese lugar los aviones que aprovisionan a los
contingentes de USA en Vietnam. Okinawa es un trampolín.
Pero además, ¿qué excita tanto a los japoneses como para llevarlos a
librar por esa isla sangrientas batallas callejeras? Quizás el hecho
de que, en la ruta hacia el Continente, Okinawa fue centro de
difusión cultural.
En cambio, para la mayoría de los 55.000 militares norteamericanos
destacados allí, Okinawa es una trinchera más de la batalla racial
que se libra en los Estados Unidos de América: las "cuatro esquinas
de Koza", por ejemplo —un sector de un kilómetro y medio en el
extremo septentrional de Okinawa—, están prohibidas a los blancos.
Que lo diga si no Bernardo Krisher, el corresponsal de Newsweek en
Tokio. Se le ocurrió caminar por ese barrio y de pronto se vio
enfrentado por ocho negros en la acera de un bar. Resultado: le
partieron en la cabeza una botella de whisky. Quince días atrás, ya
recuperado de su hematoma, Krisher volvía a Okinawa para hacer una
investigación sobre las tensiones raciales.
Curiosamente, halló que el "accidente" le facilitaba la tarea:
"Usted pagó ya su derecho de piso —le dijo un soldado negro—. Ahora
puede hablar con nosotros". El informe de Krisher:
La identidad racial separada, en la zona de las "cuatro esquinas de
Koza" —llamada El Matorral por los 6.000 soldados negros de
Okinawa—, tomó forma luego de la Segunda Guerra, cuando en el
Ejército norteamericano aún. había segregación oficial: entonces, a
los negros se les obligaba a pasar juntos sus ratos libres. Aun
después de 1948, cuando el Presidente Harry Truman ordenó a las
Fuerzas Armadas integrarse, el área continuó siendo básicamente
negra.
Porque aunque no se impedía la entrada de gente de color en los
clubes de la próspera ciudad militar que circuye a la base aérea de
Kadena, en Koza tampoco se la alentó de ningún modo a hacerlo. En
los años pasados, sin embargo, el carácter de El Matorral ha variado
radicalmente. "Los soldados negros solían ver con buena cara los
esfuerzos integracionistas en el Ejército —comenta un oficial de
color, el mayor Donald R. Masón—, pero ahora buscan la separación."
Los signos del nuevo aislacionismo pululan en El Matorral. En los
bares "Los Hermanos del Alma" y "Nueva Orleans", las máquinas de
discos lanzan canciones como 'Elección de colores' y 'Tú por tu lado
y yo por el mío'. Los militares negros que concurren a esas tabernas
llevan cortes de pelo africanos, visten dashikis, exhiben abalorios
en torno del cuello y esclavas en las muñecas. Se saludan entre sí
"pasándose el poder" —los típicos apretones de manos del Poder
Negro— y con frecuencia maldicen a La Bestia (el blanco), contra
quien se proponen resarcirse cuando vuelvan "al mundo". "Ahora que
empleamos la violencia comenzamos a ganar —me decía un infante negro
con la aquiescencia de sus camaradas—. Empiezan por fin a prestarnos
atención."
Se dice que una logia del Poder Negro —Los Amos del Matorral— ejerce
una especie de control policíaco en las "cuatro esquinas de Koza",
pero la violencia racial se ha hecho tan frecuente que ahora el Alto
Comando de Okinawa oficialmente aconseja a los blancos no internarse
en la zona. El mayor disturbio ocurrió en agosto último, tras una
disputa entre guardias militares blancos (que investigaban un
presunto tráfico de alcaloides en El Matorral) y un grupo de negros.
Cuando los vigilantes hicieron disparos de advertencia al aire, tres
centenares de negros acudieron en pocos segundos al lugar, y en el
desorden subsiguiente dos de los pesquisas fueron heridos.
Por otra parte, las tensiones raciales no se limitan al sector de
las "cuatro esquinas de Koza". En noviembre, 60 soldados negros del
Centro Médico del Ejército hicieron un sit-in en un club exclusivo
para blancos. Luego hubo un problema por la organización de un
concierto de música folklórica norteamericana que no incluía
cadencias negras. Y los soldados de color se quejan a menudo de sus
sargentos, quienes los castigan por usar cortes de pelo africanos;
también claman por literatura autóctona y discos de ritmo soul.
Naturalmente, los oficiales de alto rango niegan los cargos de
discriminación. Pero por lo menos uno de aquellos con quienes hablé
—el coronel Melford M. Wheatley—, admitió: "Aunque tratemos de
evitar el privilegio en los ascensos y en la distribución de
misiones, es probable que exista en algún grado".
Sea o no intencional, esa distinción es obvia en el Segundo Comando
Logístico, unidad sobrecargada de trabajos donde casi la mitad de
los que cumplen las tareas más pesadas son negros. En cambio, en el
escogido Servicio de Seguridad del Ejército hay tan sólo una docena
de negros sobre un total de más de mil hombres.
Sin embargo, la mayoría de los jerarcas militares acuartelados en
Okinawa parecen antes presa de la intriga, que víctimas del
prejuicio con respecto a sus subordinados negros: en general, se
quejan de recibir pocas instrucciones del Pentágono al respecto.
"Nunca miré a ningún hombre mío como blanco o negro —dice un oficial
de la Infantería de Marina— sino como verde, es decir, según el
color de su uniforme." Y otro se jacta de haber convencido a un
recluta moreno de que "hay por lo menos 70 tonalidades de negro y no
todas pueden ser bonitas". Lo negro es hermoso: así suena el slogan
favorito de Black Power.
LOS SIN PATRIA
Si tales son las querellas íntimas de la ocupación norteamericana,
vale la pena conocer sus consecuencias externas sobre la población
nativa, un sector que la investigación de Krisher deja en la
penumbra, periscopio, con todo, reproduce una carta al respecto que
el profesor Hiroichi Kawahira envió a las redacciones de América del
Norte y Europa, en noviembre pasado.
"Desde hace ya un cuarto de siglo, nosotros, los habitantes de
Okinawa. carecemos de Patria; mejor dicho, fuimos desposeídos de
ella. Un millón de japoneses residentes en el archipiélago Ryu-Kyu
fueron colocados bajo la autoridad directa de un Gobierno
extranjero, y viven en territorio invadido por las Fuerzas Armadas
norteamericanas, en condiciones que son un desafío a la dignidad de
la persona humana.
Ellos luchan hoy por el reconocimiento de sus derechos
fundamentales, en el cuadro que les brinda la Constitución japonesa,
la cual afirma la voluntad pacífica de la Nación.
Esta situación se prolonga, entraña inquinas y traumatismos que
luego serán difíciles de superar. Es que las tardías intenciones del
Gobierno de Tokio ya no podrán hacer olvidar al pueblo de Okinawa
que ese mismo elenco, luego de la conclusión del Tratado de Paz de
San Francisco, en 1955, sacrificó el archipiélago de las Ryu-Kyu a
los intereses del Estado japonés, y aceptó la tutela norteamericana
sobre el territorio. Si ese tratado marcó para el Japón el comienzo
de una nueva era de prosperidad, para nosotros significó la
continuidad de la ocupación militar, y de su cortejo de vejaciones y
miserias.
El régimen actual es tan poco democrático como sea posible pensarlo.
El Presidente de los Estados Unidos de América delega —en virtud de
Decretos Leyes que tienen la fuerza constitucional— todos los
Poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, en un general
norteamericano, quien, a su vez, administra Okinawa promulgando
leyes tan fácilmente como escribiría cartas.
La población, es cierto, no cesó, desde el fin de la guerra, de
presionar por su liberación y por el retorno a la madre patria. Este
movimiento, de esencia democrática y patriótica, conoció diversas
fases.
En los años que siguieron a la firma del Tratado de San Francisco,
tuvo por objetivo principal la defensa del interés de la población,
especialmente de las propiedades, en un momento en que las
autoridades de USA requisaban una porción cada vez mayor del
territorio con fines estratégicos: algo que, por otra parte, siguen
haciendo.
Luego de 1956 —cuando el descontento por la expropiación se expresó
con un furor sin precedentes—, las autoridades militares tomaron
medidas de represalia violatorias de lo que en todo el mundo libre
se considera como garantías fundamentales.
Citaré apenas un ejemplo: el del señor Sanaga, Intendente de Naba,
la ciudad más grande de Okinawa; electo en 1956, fue destituido al
año siguiente y se le privó de los derechos cívicos por diez años
por haber participado en la lucha de resguardo de los intereses de
sus conciudadanos.
Durante esa fase, el movimiento desarrolló su lucha mientras el
Ejército de USA—cuya presencia decía garantizar la seguridad del
mundo libre— se constituyó en instrumento de opresión e impidió a
los pobladores acceder al goce de los derechos que él argumentaba
defender. Si en Okinawa existe hoy un embrión de Carta Magna, es
gracias a la lucha dolorosa y encarnizada del pueblo.
Finalmente, en la etapa más cercana a nuestros días, el movimiento
adquirió una dimensión universalista, adicta al pacifismo: se
expresa a través del odio a la guerra. No data de ayer, sin duda, en
este archipiélago, que tanto ha sufrido en la Segunda Guerra
Mundial.
Lo que es nuevo, sin embargo, es la concepción con que el pueblo de
Okinawa emprende la lucha por la paz: no brega tan sólo contra la
guerra, sino contra la opresión en todas sus formas. Porque nuestro
mar, de islas coralinas, cada día está más infectado por la escoria
radiactiva que expelen los submarinos atómicos. Nuestras playas
están arrasadas por los productos químicos tóxicos. Los campos que
cultivaban nuestros antepasados se transformaron en bases militares.
En sus arsenales se agolpan diariamente los últimos productos de la
técnica militar: armas nucleares y termonucleares, bacteriológicas
(* ) y todo lo que el hombre supo inventar de ingenioso, para
destruir a sus semejantes.
La opresión es un fenómeno complejo. El pueblo de Okinawa, como el
vietnamita, es víctima de las actividades militares de USA en Asia.
Pero al mismo tiempo, en la medida en que se ve obligado a tolerar
sobre su suelo la presencia de bases extranjeras, participa
indirectamente en la agresión norteamericana contra la nación
indochina. Sólo la supresión de todas las instalaciones pondrá fin a
esta situación, que nos hace cómplices potenciales de la opresión.
Aunque el Japón recobre la soberanía en el archipiélago de las
Ryu-Kyu, la permanencia de las bases dejaría sin solucionar el
problema principal de la Isla de Okinawa.
El Japón, que accedió ya al rol de gran potencia económica, se
muestra deseoso de intervenir estrechamente en las cuestiones
asiáticas. Los habitantes de las Ryu-Kyu tienen una larga
experiencia en materia de opresión, y están particularmente bien
ubicados para comprender las dificultades de las restantes naciones
del continente. La política asiática del Japón debería conducirse
con la plena comprensión del sentimiento de la humanidad oprimida.
Lo cual crea un deber al pueblo de Okinawa: el de expresar sus ideas
y hacerlas respetar."
(*) El lunes 25 de noviembre, luego de
redactada esta carta abierta, el Presidente Nixon ordenó liquidar
las armas bacteriológicas norteamericanas.
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Estudiantes pacifistas japoneses
luchan contra la policía
Sato |
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En Okinawa los guerreros negros "se pasan el poder" |
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