LOS ÁRABES
UN AÑO DESPUÉS

A un año de distancia, la tensión en el Medio Oriente no disminuye: por el contrario, casi todos los días se registran emboscadas, disparos de cañón, atentados, incursiones, represalias. Ha fracasado, aunque no oficialmente, la misión del diplomático sueco Gunnar Jarring, enviado del Secretario General de la UN: sus continuos viajes, entre las capitales interesadas no dejan entrever una solución transaccional, por ilusoria que fuere. Cada una de las partes sigue interpretando a su modo la resolución, deliberadamente confusa, que aprobó el Consejo de Seguridad el 22 de setiembre de 1967. En cuanto a las grandes potencias, no han cambiado de actitud: la URSS sigue armando a la RAU, Siria e Irak; USA se esfuerza por evitarle a Israel las sanciones de la comunidad internacional. En el mes de mayo, los acontecimientos se precipitaron: plebiscito de Nasser, desfile militar en Jerusalén, frecuentes escaramuzas en la frontera jordana (y en la libanesa, por primera vez), unificación de la resistencia palestina, viajes de Hussein y de Eban a Londres, frenético ir y venir de los dirigentes árabes, instalación de Jarring en Nueva York, amenaza de crisis ministerial en Tel Aviv.
¿Qué ocurre, entretanto, detrás del telón? Los vencidos de un año atrás, ¿han comprendido las causas de su derrota? ¿Están corrigiendo sus errores? ¿Se advierte una toma de conciencia entre sus clases dirigentes, una reacción del espíritu público? Para decidir la paz o la guerra se necesita un mínimo de energía política: ¿alguien la tiene, en los países árabes? ¿Se admite la coexistencia con Israel?
Estos eran los temas de la encuesta que ejecutó el Secretario de Redacción, Osiris Troiani, en la RAU, Jordania, Siria y Líbano. Todos los indicios conducen a respuestas negativas.


Sobre esa sociedad exhausta, indolente, no individualizada, reina el Verbo: la palabra rica, ondulante, misteriosa. Es inútil que Nizar Qabbani, uno de los más grandes poetas árabes contemporáneos, incite a la rebelión contra una cultura fosilizada:

Yo os anuncio, mis amigos, la muerte de lo vieja lengua 
y de los viejos libros, 
os anuncio la muerte 
de nuestras palabras gastadas como viejos zapatos. 
Yo os anuncio
el fin de un pensamiento que condujo a la derrota.

El sheik (guía) ya no es el personero carismático de una determinada estructura económica, que ha sido aniquilada por la Revolución egipcia y siria, apenas destructiva, lentamente corregida en Jordania, y que en el Líbano —enclave occidental en el Medio Oriente— no excede la periferia de su capital, Beirut.
Como siempre, el 'ulema' ("el que sabe") interpreta el Corán como mejor lo entiende. No es un clero, sólo una secta que rehúsa descender de su universo irreal, confundirse con el pueblo ignorante. Hasta 1919, el Califato retenía el poder temporal y el espiritual; desde que lo perdió, la sociedad islámica es mentalmente nómade: su pensamiento es un vagar perpetuo. No conoce el norte y el sur, la derecha y la izquierda: se mueve, simplemente, hacia el próximo oasis, donde le esperan una siesta y una monótona, angustiosa canción.
"Durante 15 años —explicó animosamente un funcionario de la Liga Árabe—, Israel fue una democracia, Egipto una dictadura militar. En adelante, todo cambiará. A nosotros, la derrota nos está democratizando; a ellos, la victoria los obliga a depender de quienes manejan las armas."
En lo que a Egipto concierne, parece otra ilusión. El trágico sino de las revoluciones las obliga a redoblar cada vez la apuesta, hasta que al fin se estrellan. Cuando ya han quemado la sustancia viva de una Nación, cuando dejan de avanzar, mueren. A menos que aparezca un estadista conservador —Napoleón, Stalin— que las fuerce a reconcentrarse en el orden y la tradición, a reconstruir penosamente los tejidos de la sociedad casi inánime. Nasser no ha sabido consolidar su poder sino a expensas del escaso capital humano del antiguo régimen.
En la RAU, todos los que tenían algo —linaje, fortuna o saber— se han ido. Reponer esos estratos cuesta mucho tiempo, y no es probable que a él le quede un margen suficiente. El demonio revolucionario lo arrastra a la soledad, a la violencia, tal vez al drama personal: el poder absoluto, si no es más que eso, resulta demasiado frágil.
Sólo quedan unos pocos bajaes y effendis, nutridos desde el exterior por las remesas de sus parientes. De noche suelen reunirse melancólicamente en la terraza del hotel Semíramis: es una especie de museo que no cuesta nada al Estado. Pero a nadie interesan, sino al extranjero.
Ellos leían inglés, francés, alemán, italiano; jugaban al cricket y al polo en los plácidos campos de Guezira; tenían, todo el año, casa puesta y amante de turno en París. Un solo hombre de esta clase se ha mantenido junto a Nasser, hasta hoy: el Ministro de Relaciones Exteriores, Mahmud Fawzi. Sobreviviente del wafdismo (en la comedia parlamentaria, el partido que representó el papel de la izquierda, frente al saadismo), aún se le necesita para manejar la diplomacia.
Para castigar a todo el personal político que cooperó con los ingleses, se le confiscaron las tierras; estatizado el comercio, se fueron los judíos, los griegos, los italianos (muchos de ellos, egipcios de varias generaciones), que habían erigido las cuatro o cinco ciudades del Bajo Egipto, sobre todo la fascinante Alejandría de Lawrence Durell. Extranjeros, hicieron las primeras fortunas autóctonas y comenzaron a adiestrar la mano de obra. Hoy, sus empresas se han convertido en sociedades de beneficencia.
Los intelectuales, los técnicos, emigran, y Nasser no se inmuta: deja salir a la oposición eventual. La Revolución no tiene sitio para hombres de calidad. Un ingeniero en aire acondicionado abordó en La calle al periodista: "¿Hay trabajo para mí en la Argentina?" La escasez de médicos es aguda; hasta las mecanógrafas esperan un llamado de Beirut, de Londres.
Los domingos se puede ver en el hipódromo a una pequeña burguesía vestida a la europea que conservó 200 Feddans de tierra (un feddan: 4.200 metros cuadrados), máximo autorizado por la Ley de Reforma Agraria, o que cuenta en la familia con dos o tres salarios burocráticos. Gente que va a la oficina en colectivo: no tiene para el coche y no admite la bicicleta; prefiere la promiscuidad a entrar en conflicto con la sociedad. No lee, no compra discos, no va al cine. Su ascenso social, por desalojo de la aristocracia terrateniente, no ha democratizado la vida egipcia: su mentalidad es más tradicionalista que la de los antiguos señores. Una muchacha que estudia Medicina no puede salir de su cuarto si están en la casa los amigos de su hermano.
El modelo de vida escogido por toda esta gente es el de los militares, ahÍtos de prebendas y comisiones, también ellos irreconciliables con el siglo XX. Es un Ejército de gordos y petulantes campesinos que desconfían, por instinto, de la cultura. Mandan hacer ejercicios a pobres diablos vestidos con galabías, debilitados por la biliarsa (enfermedad del Nilo) y con los ojos extraviados por el tracoma. Hace un año, cuando volvieron a toda marcha del Sinaí, no se recataban de celebrar su suerte por haber salvado el pellejo.
El poeta amonesta:

El secreto de nuestra tragedia
es el grito que hincha nuestras voces
la espada más larga de nuestra estatura.

El dueño de una fábrica de cigarros se apantallaba junto a su tocadiscos, que molía un arcaico tema de Charles Trenet; "Yo vivo bien —dijo—, aunque con las manos atadas. Tengo 30 obreros; si fueran 50, me nacionalizaban. ¿Para qué voy a trabajar más?"
Un tendera se excusó en estos términos: "Nuestros géneros de algodón tenían fama," en otros tiempos; hoy mismo rechacé una partida por fallas en los colores; prefiero tener los estantes vacíos". Los estantes se ven vacíos, pero la trastienda está colmada de tejidos importados: contrabando.
Un ente estatal italiano trabajó dos años bajo contrato, en experiencias para extender la fertilidad del Delta: la producción de verduras y hortalizas podría incrementarse rápidamente. Presentado el informe, espera desde 1966 la decisión oficial. La única respuesta es una conminación para repetir las mismas experiencias, que ocupan a un centenar de fellah; como se hacen en pequeña escala, son onerosas. Un funcionario confesó: "No tenemos dinero para ejecutar todo el programa; pero hay que seguir porque esa gente, por fin, encontró un trabajo".
La indiferencia, la confusión, la abulia, se reflejan en todas las viviendas de El Cairo; las nuevas parecen viejas, las viejas se vienen abajo. A nadie se le ocurre dar una mano de pintura a una verja, reparar una celosía. Los barrios son uniformemente ruines, con chiquillos andrajosos, mujeres cubiertas de negro hasta los pies y hombres sentados en el umbral sin ánimos para espantarse las pegajosas moscas. En Muski, principal arteria del barrio comercial, una sucia gusanera de acres olores, los tratos se hacen en la vereda, con exuberancia de gestos y desafíos. Casi nadie compra: la gente visita el bazar porque no tiene otra diversión.
En las calles céntricas, desde luego, la línea quebrada de cosmopolitas edificios —algunos, de veinte pisos— y las caravanas de autos que braman de impaciencia ante los semáforos suscitan la ilusión de una vida moderna. Pero toda construcción de cierta importancia tiene delante una garita donde pululan soldados e individuos mal entrazados con imprecisas funciones de vigilancia; de hecho, dedican todo su tiempo a urdir algunos trucos que tornan extorsiva su mendicidad.
El año pasado, cuando los israelíes se instalaron al otro lado del Canal, se ordenó levantar una tapia frente a cada puerta, sin duda para protección de los francotiradores. Detrás de esas tapias, complementadas con bolsas de arena, transcurre una intensa actividad furtiva, desde el estrépito de escudillas con alimentos hasta la preparación de atracos nocturnos.
En las plazas, además del gentío que se apiña ante unos televisores cargados en camiones de la propaganda oficial, ancianos y mujeres, postrados ante parpadeantes luces y presumibles símbolos religiosos, besan el polvo y entonan cantinelas desgarradoras. Es, obviamente, una plegaria que recaba el concurso divino para eludir mayores sacrificios. Pero Alah debe de estar cansado de una devoción que dispensa de la acción.
Nizar Qabbani se indigna así:

Mendigamos del Todopoderoso
la victoria sobre nuestro enemigo.

Las pocas imágenes dinámicas corresponden a algún obrero en camisa que cabalga su bicicleta o a una pareja de estudiantes en blue-jeans que disputan animadamente en el paseo de la Corniche, con los libros bajo el brazo. Los estudiantes de la Universidad El Azar intentaron este año los primeros tumultos: rompieron retratos de Nasser y juraron morir ante los tanques de Dayan. También los obreros cairotas, bajando en grupos de sus covachas en las colinas, gritaron su decepción de un régimen que a lo largo de dieciséis años todo lo sacrificó a preparar la guerra, y que la perdió sin atenuantes. Para aislar a estas minorías, el Rais ha imaginado el ingenuo plebiscito del 2 de mayo (99,989 por ciento de los votos); pero las promesas con que acompañó la maniobra parecen irrealizables, justamente porque presuponen la participación de estos grupos, que han perdido la fe.

Un hombre acorralado
Esto se infería meridianamente del aspecto del público durante el gigantesco mitin de Kafr el Dawan, a mitad de camino entre El Cairo y Alejandría, el 30 de abril último. La población, que ha crecido en torno de la fábrica textil de El Misr, creación de la burguesía egipcia hace más de 30 años, fue literalmente copada por el Ejército. Los servicios de propaganda habían erigido una tienda de dos hectáreas con toldos y alfombras en que prevalecía el rojo, y con millares de faroles que iluminaban el ambiente con luz de día.
Detrás de unas diez filas de butacas reservadas a la maciza burocracia nasserista con saco y corbata, convulsos animadores dictaban estribillos triunfales a los jóvenes obreros, detrás de los cuales se divisaban los campesinos de la región, cubiertos hasta los pies con túnicas blancas o rayadas. El entusiasmo de la masa sindical parecía sincero, pero no hizo sino declinar a medida que el jefe explicaba la necesidad de prepararse por largos años y de someterse a una rígida economía de guerra. El ingenuo jellah también gritaba, pero se le sorprendía una mirada absorta, cuajada de maravilla y de inquietud.
El discurso, burdamente didáctico, pero sin duda honesto, no aventaba la sospecha de que Gamal Abdel Nasser se siente acorrallado.
Poder omnímodo el suyo, superior al de los Reyes árabes. Hoy se lo creería mayor que nunca: es el Presidente, y su Primer Ministro, el jefe del partido único, y sus Ministros de Interior, de Relaciones Exteriores, de Defensa, se enteran de sus decisiones por los diarios. Pero, al no compartir el poder, está definitivamente solo.
En los primeros años tenía a sus camaradas de la Unión de Oficiales Libres, con quienes conspiró de 1948, cuando los judíos lo hicieron prisionero en Kaluga, a 1952, cuando sacó los tanques a la calle y, en el embarcadero de Alejandría, empujó al obeso y estúpido Faruk dentro del yate real. Los colmó de favores, pero fueron ingratos y los despidió uno tras otro. Uno de ellos, el mariscal Amer, jefe del Ejército, se suicidó en la cárcel después de la derrota del año pasado. (¿O fue empujado, también él, por una mano aleve?) Era su amigo, su pariente. "La noche del 12 de junio —contó Nasser a Heykall, el periodista que le sirve de confidente— dormí con el revólver bajo la almohada, por primera vez en muchos años. Toda la noche esperé que sucediera algo."
Había quitado el mando a Amer. "En lugar de prepararse, las tropas servían de protección a individuos y grupos", dijo al conferir el mando a un nuevo Comandante. "Todo lo soporté, por no reducir su capacidad de combate; pero los judíos lo hicieron por mí. Hoy no queda otra salida que formar un Ejército nuevo."
Según Heykall, Nasser acomete ahora su cuarta revolución: la del 52 derrocó a la monarquía; la del 56 (después de resistir la expedición contra Suez) expropió a los burgueses; la del 61 (luego del fracaso de la unión con Siria) otorgó las leyes socialistas. Pero fue un golpe de Estado en blanco: buena parte de aquella legislación quedó en el papel o, al aplicársela, fue desnaturalizada. Esta cuarta revolución no es sino la tercera, demorada cinco años; y esta tardanza sería la verdadera causa del desastre de 1967.
Se había formado una "nueva clase". Los honores políticos conducen, necesariamente, al privilegio económico. El partido, la Unión Socialista Árabe, no era sino una entelequia; los empleos de importancia fueron confiados a los militares. Ahora los militares parecen llevar sus galones como estigmas; el idealismo que toda fuerza necesita para justificarse se satisface con atribuir una muerte gloriosa a los 10 ó 15.000 hombres de élite que soportaron el primer choque en el Sinaí; en cuanto a los sobrevivientes, después de los procesos que clarearon sus filas, se presume su cobardía e incompetencia hasta que demuestren lo contrario.
Ellos, a su vez, murmuran. No aceptan ser el chivo emisario; lo que falló, a su juicio, fue la dirección política y militar; no había planes serios para atacar a Israel; el Ejército no se empleaba sino para el bluff. Si se trata realmente de empezar de nuevo —aventuró un periodista que dice tener amigos en el Ejercito— hay que acabar con la demagogia, permitir que la moneda recobre su valor real, renunciar a los proyectos faraónicos, ver de introducir una cuña entre Israel y sus protectores norteamericanos. Es la línea que se atribuía a Zacharía Mohieddin, el Vicepresidente despedido en las últimas semanas.
Entretanto, para que su rencor se vuelva respetable, lo presentan como una reacción nacionalista contra sus altaneros instructores soviéticos, cuyo número sería de 600, pero que los más susceptibles fingen estimar en 3.000. Nasser ha debido intervenir a menudo ante el Kremlin para que limite las humillaciones que sus oficiales infligen a los egipcios.
Por lo demás, subvencionado por los Reyes de Arabia Saudita y de Koweit con 95 millones de libras esterlinas al año, obligado a tascar el freno en Yemen y Aden, violentamente criticado por el tunecino Burguiba, la autoridad de Nasser en el mundo árabe es apenas un remedo de la que fue. Está obligado a servirse de un lenguaje cuando habla a su pueblo y de otro cuando se dirige a sus aliados: al día siguiente de asegurar que no queda más vía que el desquite militar, conviene en que es preciso ganar tiempo a través de negociaciones diplomáticas. Pero él sabe que sus días han sido contados y que hay en El Cairo, tal vez muy próximos a él, quienes ofrecen en bandeja su cabeza ensangrentada. "Dos de sus Ministros —bisbiseó el mismo periodista— pertenecen a los Hermanos Musulmanes", una secta secreta que se expresa por actos de terrorismo. Esto es pura especulación, pero en un clima policíaco todo se vuelve verosímil. ¿No dijo el mismo Nasser que había vuelto a dormir con el revólver bajo la almohada?
El peligro, en realidad, se condensa en Jordania, con su flanco llagado y supurante. Lo único que impide a Hussein, por ahora, revelar sus tratos informales con Israel, es la insensibilidad del enemigo, que no le ofrece sino un impracticable protectorado: necesitaría soldados israelíes para atajar los puñales árabes. Pero si no se decide —y ya se comprenderá en qué sentido lo exhortan algunos diplomáticos occidentales—, un incidente fronterizo, cualquier día de estos, puede servir a Dayan para marchar sobre Ammán en dos horas. No es descabellado pensar que Feysal se alista para, en ese caso, ocupar la otra mitad de Jordania, con el pretexto de impedir que caiga en poder de los hebreos. Esta conspiración incluye, naturalmente, un golpe militar en El Cairo.
No es otra la sucia realidad que yace bajo todas las invocaciones a la solidaridad árabe. Y Qabbani, que en Beirut acaba de publicar 'Márgenes sobre el cuaderno del desastre', lo denuncia sin pudor:

Si no hubiéramos sepultado la unidad en el polvo, 
si no hubiéramos lacerado con lanzazos 
su cuerpo fresco y tierno, 
si dentro de nuestros ojos y al abrigo de nuestras cejas 
siguiera siendo un tesoro preciosamente guardado, 
los perros no se habrían atrevido a devorar nuestras carnes.

Toda desconfianza es razonable tratándose de la corte saudita, pero nadie debería vituperar al Rey Hussein si, por cualquier medio, pusiera fin a una situación que su pueblo soporta con impar estoicismo.

El peligro del ensueño
Ammán, menuda y graciosa, apiñadas en las colinas sus fachadas color crema, entre sinuosas callejuelas y escaleras socavadas en la roca, despierta cada mañana con la sorpresa de no haber sido por fin avasallada.
Al menos en el palacio real —vacío, con frecuencia, porque el diligente monarca no deja de correr el mundo apelando a la conciencia de la humanidad, con el mismo fruto que Haile Selassie treinta años atrás— la norma es una tranquila certidumbre de que todos sabrán morir en su puesto. La misma fortaleza moral se respira en los cuarteles de la diezmada Legión Árabe, que ha terminado por adquirir el estilo juvenil y deportivo del propio Hussein.
Algo de ese espíritu ha llegado hasta el aseado dédalo urbano, en el que un suave aire bíblico se asocia con milagroso acierto a una forma de vida que, por momentos, remeda la viril rusticidad de un Far West. La mirada de los jóvenes trasmite inteligencia, los comerciantes de telas, alfombras y baratijas son corteses, y en los climatizados edificios bancarios no es insólito ver clientes con turbante que saben servirse del bolígrafo.
No es Beirut, por supuesto: aún no llegó la civilización de consumo. Los libaneses tenían, antes de la Independencia, un reducido pero sólido capital humano que han sabido cuidar y acrecentar; los jordanos están creando un país a partir de nada; 'sus resultados no pueden equipararse a los de Israel, pero sí su mérito: Israel es obra de inmigrantes cultos, su vecina no tiene otro pueblo que los hijos del desierto.
El panorama es muy distinto en Damasco. Los sirios, a principios de siglo, fueron artífices del 
renacimiento cultural árabe, y tenían la ventaja de un suelo maravillosamente fértil, en el que hoy caben con holgura cuatro millones de habitantes. No han sabido aprovechar esos factores: su patriotismo, menos creador que rígido, se imputa, sin embargo, una pesada culpa. En los últimos veinticinco años Siria ha vivido en revolución permanente; peor, en estado de guerra interno. Revueltas, purgas, despiadadas represiones, envolvieron a la capital, como a Homs, Aleppo y Lattakia, en una sombría atmósfera de miedo, xenofobia y retórica, que inhibe la cultura, el "comercio y carcome la espontaneidad de la vida.
El poder ha venido a caer en manos de un grupo de oficiales políticos que intrigan entre sí; sólo apelan a las masas, en el último instante, los que están a punto de caer. Extraño socialismo militarista sin partido; el Baath no es sino un comité secreto, una logia. Hace un año, el Ejército no pudo ser lanzado a la batalla porque tiene que defender al Baath contra la insurrección latente, una insurrección igualmente híbrida que gruñe en la Universidad, en las fábricas, en los desolados sucuchos del bazar. Las cuatro ciudades principales se han convertido en sendas guarniciones.
El contraste sirio-libanés ilustra sobre los daños incalculables que un régimen colectivista primitivo causa a la educación, no importa las sumas que se gasten en difundir las primeras letras. El hombre, mutilado en sus ambiciones, no puede sino vegetar; consume poco, pero produce menos aún. El cinturón verde que rodea a la capital, las viñas, frutales y olivos del lujurioso valle de Al Guta, no han perdido su feracidad; pero la vasta red de carreteras, cuyo actual deterioro delata la impotencia oficial, habla de un pasado mejor, en el cual el trabajo campesino y la inteligencia urbana se complementaban con alguna eficacia. La burocracia se protege con un parasitismo cínico, el labriego cae exhausto entre los surcos.
Es en esa falta de fluidez del intercambio entre la ciudad y el campo donde se halla, acaso, el gusano que debilita al socialismo en Egipto y Siria, al precapitalismo jordano y hasta al neocapitalismo libanés. Las ciudades son islas en un mar de atavismo, al que resulta demasiado cómodo denigrar como barbarie.
También es cómodo hablar de una nación árabe como si fuera una realidad y no una creación del espíritu; lo que engloba a tantos pueblos sin unidad étnica es la religión musulmana; pero un cerrado tribalismo impidió en el pasado el trasiego de poblaciones; y en la actualidad, a pesar del catastrófico aflujo a la ciudad, lo preserva una barrera de odio y desprecio. Los recién llegados se concentran en barrios de emergencia, donde es preciso, para instalarse, presentar el certificado de origen.
En ningún lugar la diversidad de tipos, atuendos y costumbres se deja apreciar como en la capital jordana. Es la más joven: el palacio construido por Abdullah, abuelo del actual soberano, se levantó en medio de tiendas de beduinos. Damasco, por el contrario, es la más antigua de las ciudades del mundo que siguen en pie; y, en cuanto a la sórdida El Cairo y a la hedonista Beirut, han adquirido las trazas de cualquier urbe occidental.
En las calles de la capital jordana, el ojo del viajero, apenas aleccionado, descubre con facilidad los componentes de una sociedad formidablemente heterogénea: el beduino que se cobija con incalculable prole bajo la fúnebre y chata tienda de cuero de cabra; el altanero druso con su cartuchera rodeando el vientre poderoso; la bella circasiana enfundada en su estrecho vestido de seda negra, con ondulantes trenzas teñidas de rojo con henne; la velada campesina de las montañas de Moab, con su turbante pintarrajeado de oro y plata, y el rostro alguna vez tatuado en verde. No hay comunicación: todos "extranjeros". Los hombres que conversan fumando su pipa en la puerta de sus casas, las mujeres que forman ruidosos corrillos junto al pozo del pueblo, enmudecen en cuanto adivinan una pisada extraña.
Esta mescolanza se disuelve, sin embargo, por efecto de la hermandad de armas, en los centros de entrenamiento de los guerrilleros El Fatah, quienes han logrado, por fin, al mando de su jefe Yasser Arefat (más conocido por Abu Animar, antes de que revelara su misteriosa identidad), el reconocimiento del Rey Hussein y la coordinación con la Legión Árabe. Lo han conseguido después de la batalla de Karameh, el 29 de marzo último: en ella si bien ese antiguo campo de refugiados fue convertido en" polvo por la aviación y los tanques israelíes, los feddayin combatieron con valor y causaron pérdidas graves al atacante: la información oficial de Tel Aviv consignó 27 muertos. Ante ese éxito de resistencia, el entusiasmo popular subió a las nubes. Hay quienes aseguran, desmintiendo las cifras de Ammán, que los judíos perdieron ese día 3.000 hombres. El impacto psicológico fue tal que el Rey debió, como un acto de gratitud, autorizar la actividad de los feddayin, hasta entonces corsaria. El riesgo, para la monarquía, no es escaso: en las cuevas que habitan los guerrilleros flamean retratos del Che Guevara, Ho Chi Minh y Mao.
Los fuertes mocetones de cerradas barbas y sin uniforme hablan inglés y francés, leen textos marxistas y practican con tesón la disciplina voluntaria. Sin ostentaciones de coraje, preparan una despareja y prolongada lucha a la que pocos de ellos sobrevivirán: "Nosotros no venceremos -dijo un combatiente palestino-; eso queda para los chicos que están en los campos de refugiados; no podemos sino dejarles un ejemplo, despertar su orgullo nacional". Otro, casi adolescente, mostró los vestigios de un obús de fósforo: "Ellos nos rocían con esto; van a quemar todas nuestras ciudades; pero siempre, entre los escombros, queda alguna rata. Algunos de nosotros serán esas ratas".
La semana pasada, en Irbid, junto al Mar de Galilea, negras columnas de humo se elevaban de los trigales maduros: 30 refugiados jordanos perdieron la vida. En el primer aniversario de la victoria, la aviación y la cohetería israelíes la conmemoraban. Allí no hay guerrilleros. La versión de Tel Aviv es que la Legión Árabe cañoneó previamente cuatro aldeas judías. Definitivamente, Jordania no es capaz de proteger su frontera y su cielo. Si los hombres de El Fatah están templados para el combate, su análisis político es todavía ingenuo. Fue difícil hacerles acoger los cinco puntos en que el cronista resume su encuesta sobre la evolución político-militar del Medio Oriente.
1. La guerra sigue, admiten. No hay armisticio, ni siquiera un cese del fuego convenido y observado. El 11 de junio de 1967, los árabes y los judíos se limitaron a informar a la un que suspendían las operaciones. Lo hicieron por cruda necesidad: Egipto, Jordania y Siria no pedían sostenerse un día más; Israel no quiso ocupar las tres capitales para no extender demasiado sus líneas o para no destruir irremediablemente el poder de negociación de sus adversarios. Si esas necesidades desaparecen, o se atenúan, los frentes se reactivarán.
2. Los Gobiernos árabes no sólo no están en condiciones de reanudar las hostilidades; se entienden entre sí peor que antes, y ni siquiera aciertan a definirse por la paz o la guerra. Esperan que el tiempo, o el enemigo, o la un, decida por ellos. Los propios feddayin no han aprendido que hasta su esperanza mínima —a saber, que el tiempo trabaja necesariamente contra Israel— es vana.
3. En cada país están en curso peligrosas disputas internas que pueden, de un momento a otro, trastrocar los datos del problema; por su parte, están convencidos de que sólo las fracciones intransigentes tienen futuro; aunque aceptan que el único peligro, para Israel, consiste en la posible evolución de Washington hacia una política más armónica con sus intereses petroleros, rechazan la consecuencia: una evolución tal no se producirá mientras crezca una fuerza embanderada con aquellos tres retratos.
4. El eslabón más débil de la cadena es, desde luego, Jordania. Las presiones occidentales y una desesperada situación interna arrastran a Hussein hacia un principio de negociación. Si la entabla, dos posibilidades: primera, el monarca hachemita es asesinado o depuesto; segunda, los Gobiernos árabes "progresistas" se derrumban. El crimen y el golpe de Estado rondan también a Nasser.
5. Ante las vacilaciones de Hussein, Dayan completará su victoria del año pasado embistiendo en uno o en todos los frentes: si no lo hiciera, el Gobierno de coalición israelí podría desintegrarse antes de los comicios generales de 1969. La mayoría de los guerrilleros piensa que, por el contrario, la campaña electoral les concede un año de plazo.

Junto al mar latino
Pero el diálogo más abierto que pueda practicarse con los árabes requiere el sofisticado ambiente de un restaurante de Beirut, a orillas del mar latino que refresca 200 kilómetros de empinada costa, esa columna vertebral de piedra que bautiza al país. Algo de símbolo tiene el promontorio libanés, coronado por el cedro de acre perfume: allí se dan la mano esas dos filosofías, o formas de entender la condición humana, que un apresurado léxico político ha dado en llamar Oriente y Occidente. De hecho, al pie de los rascacielos, o frente a las añejas mezquitas, no es imposible ver a un eufórico petrolero norteamericano con un reservado viajero soviético y, entre los dos, prestándoles su idioma, un estilizado diplomático francés.
Pero Beirut no es sólo un apretado manojo de organizaciones bancarias hacia el que confluyen los intereses financieros de Europa y de los jeques árabes en busca de refugio y protección futura; si se excluye a la Universidad Hebrea de Jerusalén, es también el primer centro intelectual del Medio Oriente. Y, con sus sesenta siglos de sabiduría, no sólo se las arreglará para llegar tarde a toda contienda con Israel —como en las tres anteriores—, sino que trabaja finamente por la paz, indispensable a la custodia de sus valores materiales y espirituales. El Líbano no conoce la dictadura. Y si proclama su arabismo es por razones de convivencia interna, por un decoro nacional que le exige no ser el primer vecino de Israel en extenderle la mano.
Un escritor libanés de primera línea, Souheil Idriss, tuvo la generosidad de formular, para Primera Plana, la más lúcida exposición sobre las causas profundas del desastre militar y las enseñanzas que cabe extraer de ellas.
"En casi todos los países árabes—señaló—, los poderes públicos no permiten un mínimo de libertad de expresión; y los escritores, los intelectuales, no se han arriesgado por defenderla, al menos para sí mismos. Este es el factor decisivo, a mi juicio. Nosotros no tenemos, derecho a exigir del soldado que se inmole en el campo de batalla si no estamos dispuestos a sufrir prisión y tortura por la libertad de pensamiento. Cuando esto se comprenda, la política exterior y la defensa empezarán a ser congruentes; de hecho, fuimos vencidos porque no hicimos la política exterior que correspondía a nuestros medios de defensa. Nasser mismo lo ha reconocido así. En su reciente campaña por el plebiscito, convocó en su despacho a los intelectuales y a los estudiantes; reclamó la colaboración de la inteligencia árabe; debo suponer que está dispuesto a pagar un precio, el precio no puede ser otro que una transformación liberal de su régimen."
La objeción que se impone es si esa transformación será posible en medio de la lucha de clases y de una economía de guerra. Idriss admite la dificultad, pero "Nasser debe poder —agrega—, porque si no puede será derribado". Propone como ejemplo no al Líbano, donde la única coerción proviene del fanatismo religioso, y acaso de la indefectible prepotencia de los amos de la tierra, sino a Túnez, con su autoritario régimen político, y a Argelia, con su dictadura socialista: en estos dos países del Occidente árabe, se habría formalizado, a través de inevitables contratiempos, "una nueva alianza de la inteligencia con el poder, en condiciones que permiten a ambos cumplir sus tareas propias". Pocas veces un régimen desgastado ha sido capaz de regenerarse.
"La creación intelectual —continuó— es parte de la defensa. Sin libertad no conoceremos la objetividad, la lógica, y nos dejaremos arrastrar como siempre por el sentimentalismo y la demagogia. En el número especial de Les Temps Modernes, con 40 artículos de ciudadanos árabes y sionistas, muchos descubrieron que el de Maxim Rodinson, un marxista, judío antisionista, era mejor que todos los escritos por nosotros, intelectuales árabes. La enseñanza es que debemos dirigirnos a nuestro pueblo con el mismo rigor de que seamos capaces cuando hablamos y escribimos para una revista europea, y en vez de argüir para una rústica opinión previamente convencida por vía emocional, destruir sus apacibles certidumbres, revelar la falsedad de los hábitos mentales y las consignas belicosas. Debemos combatir ese imperialismo interno o será inútil nuestra lucha contra el imperialismo extranjero."
"Por lo demás, no es posible entablar un combate militar si la conciencia de nuestros pueblos está dominada todavía por conceptos destructivos. Es la inmoralidad social, transportada a las filas militares, lo que paralizó a las tropas egipcias el 5 de junio de 1967. No habrá victoria si nuestros principios morales no son por lo menos tan firmes como los del enemigo. Los intelectuales debemos forjar una nueva alma árabe."
El poeta Nizar Qabbani lo dice con mayor crudeza:

Los judíos no cruzaron nuestras fronteras,
sino que se han infiltrado como hormigas
a través de nuestros vicios.


Osiris Troiani
Copyright Primera Plana, 1968.

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