Revista Periscopio
14.04.1970 |
Dicen que "lleva el honor de la revolución". Una
máquina de calcular portátil ha reemplazado su mochila ; la
calistenia matinal se transformó en una faena agotadora. Al alba
sale en viaje de inspección; luego se calza los guantes para evitar
los irritantes pinchazos de las janas (espinillas que salen de las
hojas) y, durante cuatro horas, despena los tentadores tallos de
caña de azúcar. Por la tarde, masticando su inseparable cigarro,
controla los resultados de las 152 refinerías de todo el país.
A los 42 años, Fidel Castro ha hecho una apuesta: producir 10
millones de toneladas antes del 15 de junio, casi el doble de lo
obtenido en los mejores años de la Revolución. Cada jornada, "el
líder máximo" contribuye personalmente con catorce quintales de
caña. El desafío ha servido para despertar el ardor revolucionario,
para reanimar una ideología jadeante; la excusa, sin embargo,
esconde un objetivo económico nada desdeñable: 10 millones de
toneladas significan más de mil millones de dólares.
Para lograr mayor eficacia, Fidel Castro ha militarizado la
producción. Cien mil soldados —o sea la mitad de las Fuerzas
Armadas— forman la infraestructura de la cosecha. Los oficiales
encuadran a los macheteros en batallones, compañías, pelotones y
secciones. En cada plantación, un puesto de comandante; en cada
puesto, una emisora. Uno de los militares más prestigiosos del
régimen, el comandante Guillermo García Frías, miembro del Bureau
político, dirige las operaciones en Oriente, la provincia más
importante.
"Palabra de cubanos: llegaremos." El mes pasado, ya habían
atravesado —como estaba previsto— el tope de los cinco millones.
Todo el país vive en función de la cosecha. En la semana, 350.000
habitantes, de una población de 8 millones, cortan caña mañana y
tarde. El domingo, aumentan a un millón; empleados, funcionarios,
obreros y estudiantes disfrutan su feriado participando en la zafra.
No son los únicos solidarios: de Vietnam del Norte han llegado diez
combatientes, que —según el Canciller Raúl Roa—, "voltean los tallos
de oro como cortan cabezas norteamericanas en su patria".
Un grupo de norteamericanos, sin embargo, por expresa solicitud del
hirsuto Primer Ministro, viajó a Cuba para colaborar en la cosecha.
En la primavera del año pasado se formó la brigada Venceremos; desde
entonces, incluida una segunda brigada —que llevó el mismo nombre—,
otros voluntarios hicieron el viaje desde USA. En uno de estos
contingentes se coló un corresponsal de Newsweek, Min Yee. Este es
su informe:
La mayor parte de los jóvenes provenía del activismo norteamericano.
Entre ellos, había minifalderas de la Universidad de Berkeley,
estudiantes trotskistas de Los Ángeles, chIcanos (de raza latina) de
California, weathermen (terroristas, ver N' 28) de Nueva York y
Chicago, negros de East Oakland y de Harlem. Era una especie de
collage neoizquierdista de los Students for a Democratic Society
(SDS), el laborismo socialista y el progresista, el Movimiento
Juvenil Revolucionario 2, el Partido Comunista norteamericano, el
Movimiento Femenino de Liberación, el ala negra Che-Lumumba del PC,
yipies, exaltados y revolucionarios románticos.
Pese a sus diversos antecedentes, sus distintas filiaciones
políticas y sus diferentes edades, había un común denominador entre
ellos: consideraban el grupo como una ruptura del "bloqueo
imperialista norteamericano".
El viaje comenzó en San Francisco: 65 horas hasta la capital de
México. Invadidos por la depresión y el agotamiento, se
transformaron cuando una voz en inglés anunció el próximo vuelo a La
Habana —por la Cubana Airlines—: alborozados, algunos empezaron a
aplaudir; otros corrían hacia las escalerillas del turbohélice de
fabricación soviética. "Vamos a La Habana", gritó un sonriente
joven, blandiendo su pipa como si fuera un arma, en una parodia de
los secuestros de aviones.
En pocas horas aterrizamos en la capital. Tras un cocktail-party de
daiquiríes y pasteles, se nos embarcó en un ómnibus hacia el Este,
al campamento de la brigada, en los alrededores del pueblo de
Aguacate. "Bien venido a casa", me dijo un camarada cubano,
tomándome del brazo. Con la vista cansada, pero exultante, fuimos
recibidos por el director del campamento, un muchacho de rostro
cuadrado, Javier Ardizones. "El nombre Venceremos —expuso— se lo
ganó el primer grupo de norteamericanos con su actitud."
Luego nos hicieron recorrer el campamento. Clavado en el centro de
un llano protegido por sierras, había más de 50 tiendas de campaña,
un salón comedor, diversas oficinas, un teatro al aire libre y otras
instalaciones para esparcimiento. Éramos unos veinte en cada carpa,
con diez literas dobles de hierro forjado, comodidades bastante
amplias dentro de la sencillez ambiente. A varios miembros de la
delegación no les hizo mucha gracia saber que, en los campamentos
vecinos, los cubanos tenían que dormir en coys.
Fue un día de verdadero trabajo. Nos sacaron de la cama a las 5.30,
al ritmo marcial de De Pie. Desayunamos con café y leche, acompañado
por un par de facturas; luego, vestidos con trajes de fajina,
apuntamos con nuestros machetes de mango negro hacia las
plantaciones, a poco más de tres kilómetros de distancia.
Una vez que se le toma la mano, cortar caña es una cosa de rutina:
claro, algo fatigosa. Al empezar, nuestro horario de trabajo era de
7 a 11 y de 15 a 18. Más tarde, los cubanos que dirigían el
campamento nos sugirieron que tal vez querríamos prolongar la sesión
vespertina, comenzando a las 14. Hubo Una ovación ante el anuncio;
pero ese mismo día escuché algunas quejas: "La decisión debía ser
colectiva", sostuvo uno de mis compañeros.
Los métodos de trabajo motivaron el primer choque abierto entre la
brigada y los cubanos: específicamente, entre las integrantes del
movimiento feminista y los dirigentes. En Cuba, es tradición que los
hombres corten la caña y las mujeres la apilen. Pero nuestras
feministas no querían saber nada con esas distinciones. "Debemos
cortar la caña codo a codo con los hombres", exigían. Por supuesto,
los cubanos debieron transigir. A algunas chicas les llevaba media
docena de machetazos bajar una sola caña, lo cual no era productivo
desde ningún punto de vista, salvo el de ellas.
Entonces comenzaron las discusiones. Para los cubanos, el nombre del
juego era "producción". La mejor manera de cortar más caña
—predicaban— no es mediante la "competición individual'", como en el
sistema capitalista, sino la "emulación" socialista. Pero esas
abstracciones dialécticas no hicieron abandonar el espíritu
competitivo de los nuestros. Había un gran orgullo cuando, en el
crepúsculo, se ponían los carteles con la producción del día: los
gringos éramos los más veloces. "No hay que jactarse de eso",
aconsejó un camarada. "Sí —replicó uno de nosotros—; no hagamos
alharaca. Pero no olvidemos que somos los mejores."
Después del trabajo casi no había contactos entre los hombres y las
chicas. "Esto no es una fiesta", aclararon los cubanos. No se
impidió, sin embargo, que se formaran corrillos: grupos de negros,
de chIcanos, de puertorriqueños, del Tercer Mundo, de amarillos. La
gente de color solía comentar los actos discriminatorios de sus
camaradas blancos. Las demostraciones de "racismo" —en realidad
menores, gran parte inconscientes— se reducían a hechos como que un
blanco no tocase a un negro, o no le aceptara un gajo de naranja.
PERIODISTAS AFUERA
Mi presencia y la de otros dos reporteros también suscitó
inconvenientes. Aunque nunca escondimos nuestras actividades, a
ciertos miembros de la brigada les molestaba compartir el campamento
con periodistas. Querían que escribiésemos allí, que no sacáramos
fotos —en una ocasión, alguien trató de romperme el lente de la
cámara— y solían tratarnos de "cerdos". Curiosamente, todos los que
me agredían eran blancos.
Randall Richard, de The Providence Journal, me confesó que dormía
con el machete bajo la almohada. Por mi parte, nunca tuve necesidad
de hacerlo: mis compañeros de carpa eran magníficos y me defendían.
Por fin decidimos explicarles a los cubanos que algunos muchachos
nos mortificaban. Solidarios, trataron de eliminar las dificultades;
por último, sin embargo, nos invitaron a partir. Una tarde nos
llevaron a La Habana; al otro día, un buque cubano salió rumbo a
Canadá. Antes, la revisación en la Aduana no perdonó nada: notas,
fotografías y direcciones fueron confiscadas.
Al cruzar la frontera, un funcionario nos preguntó si traíamos algo
de Cuba. Le dijimos que no. En rigor, traíamos un desalentador
informe sobre la fragmentación de la Nueva Izquierda norteamericana,
y un microcosmos de tensión, paranoia y manía persecutoria.
También traíamos —concluye Min Yee— emociones del Caribe sobre esa
empecinada tarea de recoger 10 millones de toneladas de azúcar.
Es la misma prioridad que hizo postergar los demás problemas
económicos, que desamparó a la guerrilla en América latina. Esa
certidumbre impulsó al Canciller chileno, Gabriel Valdés, a reanudar
el diálogo con La Habana: el martes pasado comenzaban a cargarse, en
el barco Atenas, los primeros envíos de ajos y cebollas.
Aún falta —para que concluya el embargo comercial declarado por la
OEA— la anuencia de los Estados Unidos; sin ella, no se podrá
alcanzar la unanimidad, o al menos la mayoría. Un vocero del
Gobierno Nixon sostuvo que "sólo cuando Castro renuncie a exportar
su revolución, se podrá conversar sobre el asunto". Promesa más
difícil de cumplir que la zafra de 10 millones.
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Fidel Castro y los macheteros |
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Voluntarios de USA |
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