Revista Siete Días Ilustrados
16.02.1970 |
Mientras los tribunales de los EE.UU. ventilan
explosivos procesos contra miembros de la Cosa Nostra -filial
norteamericana de la Mafia-, sus principales cabecillas siguen
actuando impunemente: es que esa vasta organización delictiva cuenta
desde sus orígenes con la complicidad de ciertos políticos y
funcionarios públicos.
El lunes de la semana pasada, en Nueva York, el pequeño Henry Fear,
de 15 años de edad, fue encontrado sin vida, derrumbado sobre el
pupitre de su escritorio. En su mano derecha aún conservaba una
jeringa hipodérmica con la cual se había inyectado —por torpeza— una
dosis excesiva de heroína. La suya fue una muerte milimétrica;
apenas un descuido. Pero eso no es todo: algunos meses antes, otro
niño —Peter Harris, 16, alumno como Henry de la escuela Saint Patric,
del distrito de Brooklyn— se había esfumado de la misma manera.
Estos dos hechos gemelos impulsaron al gobernador Nelson Rockefeller
a erigir una catedral de palabras: "Es necesario —acicateó— que de
una vez por todas eliminemos a los traficantes de drogas y al crimen
organizado". Se refería, era evidente, a la Cosa Nostra, el mayor
sindicato delictivo de los Estados Unidos. "Jamás podremos construir
una gran sociedad democrática y verdaderamente representativa
mientras los hampones de la mafia sigan actuando impunemente,
corrompiendo a nuestra juventud y envenenando el futuro del país."
Algo, al menos, era verdad: las últimas pesquisas del FBI autorizan
a suponer que la Cosa Nostra es una organización más vasta y
poderosa de lo que se imaginó en un principio, cuando el gobierno de
Nixon desató —a comienzos de enero— una campaña para borrarla de la
vida norteamericana.
El periodista Peter Maas —un paladín de la lucha contra el sindicato
del crimen— reunió, pacientemente, las piezas de un puzzle que hasta
ahora no había trascendido con precisión; su trabajo es algo más que
una crónica: descubre, sin tapujos, la historia secreta de la mafia
estadounidense. Su investigación, publicada originariamente en The
Observer Review, de Londres, es ofrecida por SIETE DIAS en carácter
exclusivo.
LA MAFIA POR DENTRO
El delito organizado es uno de los negocios más rentables de los
Estados Unidos. Según los últimos cálculos del Departamento de
Justicia, arroja una ganancia neta anual de 40 mil millones de
dólares. Pero generalmente se admite que esa estimación es bastante
conservadora, ya que se basa en cifras estimativas. De cualquier
manera, aun si ese guarismo fuera una tercera parte del monto total
de las operaciones —se sospecha que es más-— todos los otros
negocios palidecerían a su lado. Sobre todo si se tiene en cuenta
que algunos de los gastos del gobierno federa! en materia de defensa
exterior (como ser la debatida red protectora de proyectiles
antibalísticos) no supera los 7 mil millones de dólares.
El delito organizado, desde luego, no paga impuestos de ninguna
clase, aunque insume importantes remesas de dinero para sobornar a
policías, políticos y funcionarios públicos: un hecho inevitable
dada la envergadura de sus operaciones ilegales (narcóticos,
prostitución, juego, préstamos usurarios) y la tendencia que está
proyectando actualmente de blanquear su capital infiltrándose en una
serie de negocios legales.
Todo ciudadano norteamericano ve perjudicados sus ingresos y su
standard de vida por las actividades de la mafia; no importa lo que
haga o donde viva. Sólo con las tasas que elude anualmente la Cosa
Nostra, la Tesorería podría enfrentar todas sus obligaciones sin
dificultades y aun reducir las gabelas internas en un 10 por ciento.
En realidad, esa organización secreta es algo más que un simple clan
de mafiosos que actúa al margen de la ley: constituye otro gobierno
paralelo, un poder detrás del poder, un verdadero Estado dentro del
Estado. Actúa tan sigilosamente, con tantas precauciones, que hasta
hace poco su misma existencia era ignorada por los organismos de
seguridad norteamericanos. Se sabía, eso sí, que la mafia (un
organismo internacional de delincuentes, cuyas principales
ramificaciones están en Sicilia, Nápoles, Marsella y Barcelona)
podía estar actuando en los Estados Unidos: el resto se ignoró hasta
que Joe Valachi —uno de los capos— admitió pertenecer a esa
organización y pronunció por primera vez su nombre: Cosa Nostra.
Todo hace suponer que Cosa Nostra está organizada según modelos
paramilitares, o como una célula comunista, o bien como un comando
guerrillero. De esa manera puede controlar hasta las más pequeñas
infidencias, ya que la mayoría de los miembros sólo conocen una
porción del secreto.
Su unidad operativa más grande es llamada la 'familia', vocablo que
designa al conjunto de militantes activos en una zona. La sola
elección de ese término señala un hecho interesante: el de que si
bien los miembros no están relacionados entre sí por vínculos de
sangre, los símbolos, en cambio, forman una parte destacada en la
mística de la hermandad. Hay signos evidentes de que existen por lo
menos 24 de estas familias activas en los Estados Unidos y que cada
una de ellas opera en un área determinada, habiéndose dividido el
país en territorios exclusivos, en cotos vedados. Algunos lugares
—como Miami o Las Vegas— son considerados open. Lo cual significa
que cualquier familia, sin tener en cuenta su base de operaciones,
puede actuar libremente en esos sitios.
Los cófrades de la Cosa Nostra están unidos —sin embargo— por un
lazo común: deben ser de ascendencia italiana por parte de ambos
padres (ocasionalmente se han hecho excepciones, pero el padre, por
lo menos, tiene que ser italiano). Los italianos, por supuesto, no
inventaron el delito organizado en los Estados Unidos: a fines del
siglo pasado —cuando el país pasaba por una oleada de grandes
inmigraciones— eran los irlandeses quienes dominaban el mundo del
hampa. Pero los italianos —en su mayoría de Nápoles, Calabria y
Sicilia— aportaron al sindicato del crimen un cerrado sentido de
clan y un talento organizativo que les permitieron, poco a poco,
dominar el mercado norteamericano del delito.
La famosa "ley seca" —en vigor desde 1919— hizo posible que la
incipiente Cosa Nostra comenzara a desplazar a sus competidores y
fuera cosechando una increíble cantidad de cientos y cientos de
millones de dólares. Para los primitivos racketeers italianos —con
Al Capone al frente— el asunto parece haber sido más o menos
sencillo: durante años, miles de pequeñas destilerías clandestinas,
de factura casera, familiar, ya realizaban una pingüe ganancia
falsificando o vendiendo de contrabando una larga lista de licores
casi tóxicos. De manera que cuando se prohibió el expendio y la
fabricación de bebidas alcohólicas en todo el país, los mafiosos,
con una infraestructura ya montada, estuvieron en inmejorable
condición para regentear el enorme—y sediento-— mercado que se les
brindaba en bandeja de plata. Desde ese momento, a fuerza de astucia
y artillería, se convirtieron en los dueños del delito y casi del
país.
LAS LLAVES DEL REINO
Para acceder a la Cosa Nostra hay que someterse a una iniciación
cabalística y extraña, que recuerda los ritos primitivos. A
principios de la década del 30, época en la que Joseph Valachi juró
su fidelidad a la causa, el hampa italiana empezaba a ejercer una
verdadera tiranía en el submundo del delito estadounidense; cientos
de nuevos adherentes comenzaron a tomar los hábitos: el crecimiento
exigía la incorporación de un cada vez más amplio círculo de
promesantes.
"Me condujeron a una habitación que estaba casi en penumbras —memora
Valachi al recordar su entrada a la logia— y me ubicaron al extremo
de una mesa redonda ocupada por hombres que yo no conocía. El que me
servía de guía se detuvo ante uno de los presentes y me dijo: «Joe,
este pariente —uno de los títulos que se da a los jefes— es
Salvatore Maranzano: ha sido elegido nuestro capo y es quien
resuelve, sin apelación, todos los problemas». Era la primera vez
que yo lo veía: parecía un individuo bondadoso, de aspecto de
banquero; nadie podía sospechar que era un racketeer."
"Maranzano —historia el locuaz Valachi— me indicó que me sentara a
su derecha. Alguien puso un revólver calibre 38 frente a mí y
Maranzano agregó una daga. Después ordenó que todos nos paráramos y
nos tomáramos de las manos al mismo tiempo que él pronunciaba una
ristra de palabras en italiano. Entonces me dijo: «Esto significa
que desde ahora vives por el revólver y el cuchillo y que morirás
por el revólver y el cuchillo». A continuación me ordenó que tomara
un papel, que escribiera en él mi nombre, que le prendiera fuego y
que repitiera el juramento ritual: «De esta manera moriré si
traiciono a Cosa Nostra». Después, Maranzano me explicó que la
organización estaba antes que nuestra familia, nuestra religión y
nuestro país; traicionar el secreto de Cosa Nostra —incluso
pronunciar su nombre en presencia de extraños— significaba la muerte
sin juicio de ninguna clase."
"Maranzano me pidió que dijera un número de dos cifras, al azar:
creo que pronuncié el 48. Entonces comenzó a contar los hombres a
partir del que estaba a su izquierda. Cuando la cuenta llegó a 48 se
detuvo y me dijo: «Bien, Joe, ése es tu gombá» (compadre, padrino).
La persona que me serviría de mentor era Joe Bananas (con los años
otro de los más notorios jefes de la Cosa Nostra): «Dame el dedo con
que aprietas el gatillo», me pidió Bananas. Yo apoyé entonces mi
índice izquierdo en su mano y con la daga me hizo una pequeña
incisión para que manara sangre. Luego de haber ungido a todos con
mi sangre, Maranzano expresó: «Esto significa que todos los
presentes somos de la misma familia». También me aclararon la forma
en que se daban a conocer entre sí los miembros de distintas
familias. Si me encontraba en compañía de un iniciado y tropezaba
con un militante de otra familia que no conocía a mi acompañante
debía decir: te presento a nuestro amigo. Pero si se trataba de una
amistad hecha fuera del grupo tenía que decir: te presento a mi
amigo."
En realidad, Valachi fue un alumno aplicado: una vez en posesión de
las llaves que le franqueaban el acceso a todas las dependencias del
reino, fue escalando posiciones hasta convertirse en uno de los más
importantes capos de la mafia neoyorquina; quizá la sección más rica
y mejor organizada de la secta.
ALIANZA PARA EL PROGRESO
En el momento en que Valachi se alió al grupo, la masonería mafiosa
sólo contaba en sus filas con algunas decenas de sicarios. En la
actualidad, un tercio de los integrantes de la Cosa Nostra —unos
cinco mil en total— está localizado en los predios de Nueva York, la
única ciudad norteamericana que tiene cinco familias: un progreso
acelerado que ninguna otra filial puede igualar.
Pero las cosas han cambiado con el correr del tiempo: en la
actualidad no hay un jefe único —como en la época de Maranzano— sino
que la administración nacional de la mafia se ejerce por medio de
una junta de doce parientes notorios. Este cónclave tiene una
delicada misión específica: velar para que los intereses de la Cosa
Nostra vayan siempre en aumento. Es —además— el árbitro final de las
grandes disputas entre las familias; decide cuándo se pueden
incorporar nuevos miembros activos, y si un jefe muere o se lo saca
del medio debe prestar su acuerdo a quien se ha nombrado como
reemplazante.
Como una moderna entidad delictiva en gran escala, la Cosa Nostra ha
estado operando en los Estados Unidos desde 1931, sin que su
existencia trascendiera y sin que las autoridades federales pusieran
coto a sus actividades ilegales y criminosas. Hasta hace unos pocos
años, incluso el FBI ignoraba, o pretendía ignorar, sus tejes y
manejes: un aislamiento que sólo pudo ser resguardado por medio de
sistemáticos y más que generosos sobornos a los funcionarios
públicos.
Robert Kennedy —cuando desempeñó el cargo de procurador general—
acusó a J. Edgard Hoover de estar en connivencia con la mafia.
Hoover —director del FBI— devolvió el cumplido con una pirueta digna
de Maquiavelo: para probar su celo ante un comité investigador del
Senado, sacó a luz una serie de cintas grabadas subrepticiamente en
las cuales se habían registrado conversaciones comprometedoras entre
el actor Peter Lawford —casado con una hermana de Kennedy—, Frank
Sinatra y el notorio hampón Michael Gatillo Coppola. Con ellas se
demostraba que el clan Sinatra manejaba con habilidad la corrupción
administrativa, canjeando el apoyo a varios caciques políticos por
jugosas concesiones de salas de juego en Las Vegas y otras empresas
ilegales.
Obviamente, era un tiro por elevación contra la Casa Blanca: el
entonces presidente Kennedy debió usar todo el peso de su poder para
echar tierra sobre el asunto. Hoover, de esa manera, demostró dos
cosas: primera, que sus agentes estaban ocupándose del delito
organizado y, segunda, que hasta los más altos capitostes del
gobierno podían estar interesados en proteger a los racketeers. Era
un índice, además, de cómo se entrecruzan, en los Estados Unidos,
los caminos de la política y el delito.
Con todo, la casi ingenua cabriola de Bob Kennedy —en busca de
notoriedad— dio algún resultado: más de 150 agentes especializados
del FBI fueron desplazados de sus frentes habituales —-la lucha
contra el comunismo local— para dedicarse a perseguir mafiosos. Sin
embargo, fue muy poco lo que se obtuvo: la mayoría de las pruebas
amontonadas en esa época por el FBI provenían de conversaciones
telefónicas grabadas y de fotografías tomadas por cámaras ocultas.
Algo que las cortes federales de los Estados Unidos no admiten como
prueba.
Donde más se adelantó fue en el campo de la venta de
estupefacientes. La mafia —se suponía, ya que todavía el nombre de
Cosa Nostra no se había pronunciado públicamente— tenía orquestada
una organización internacional perfecta. De las grandes factorías de
drogas del Medio Oriente, la heroína era trasportada por la mafia
siciliana o corsa a los centros de distribución de Europa
(especialmente Nápoles, Marcella y Barcelona) y de esos sitios
expedía —casi a granel— hacia los Estados Unidos. De allí, a su vez,
partía un nuevo canal de distribución que corría por toda América y
finalizaba en Buenos Aires.
El consumo de drogas comenzó a ser tan intenso en los Estados Unidos
que el gobierno debió facultar a sus brigadas especiales —a comienzo
de los años 60— a usar mano dura con los traficantes. Valachi, Vito
Genovese, Sam Giancanna y otros hampones fueron detenidos y acusados
de la venta de narcóticos.
Fue en esas circunstancias cuando las evidencias acumuladas principiaron a tomar una forma identificable. Es entonces cuando
Valachi se asusta y decide hablar, traicionando el juramento de
sangre oficiado por su gombá Joe Bananas, en una sala en penumbra,
33 años atrás.
NO CANTA QUIEN TIENE GANAS...
La ficha de Joseph Valachi no aportaba muchos detalles: 58 años,
casado, un hijo, tres nietos. Piel morena, ojos castaños, pelo
canoso y rizado. Comerciante. Detenido por tráfico de drogas. Era,
en verdad, una delgada biografía para quien, durante más de 30 años,
regenteó algunos de los negocios más turbios de la Casa Nostra
neoyorquina.
Una serie de equívocos y de presiones psicológicas convirtieron a
Valachi en el primer delator de las actividades de la mafia en los
Estados Unidos. En 1963, mientras se encontraba cumpliendo su
condena en la penitenciaría de Atlanta (Georgia), Valachi tuvo una
debilidad; arrebatado por la jocunda verborragia de James Flynn —un
honesto agente del FBI, pero adherido a una camarilla opuesta a
Hoover— no vaciló en proporcionarle algunos informes menores a
cambio de ciertos privilegios. Sin embargo, hasta el momento en que
Vito Genovese, pope de la familia en la que revistaba Valachi, entró
también al presidio de Atlanta, Flynn no había podido arrancarle
ninguna confidencia importante.
Genovese, sin embargo, sospechó que Valachi los había vendido y le
dio a entender que su muerte a manos de los sicarios de la Cosa
Nostra era cuestión de tiempo.
"Una noche, en nuestra celda —recordó después Valachi—, Vito me
dijo: «Sabes, Joe, tenemos un barril de manzanas y bien podría ser
que una de ellas estuviera podrida. Esta manzana tiene que
desaparecer si no queremos que el resto se eche a perder». Si hice
algo malo, le dije, demuéstralo y tráeme la píldora (es decir el
veneno) que yo mismo la tomaré delante tuyo."
"Vito pareció sorprendido —continuó inventariando Valachi— y me
aseguró que él no pensaba nada malo de mí. Luego me dijo que hacía
muchos años que nos conocíamos y que quería darme un beso como
testimonio de su confianza. Yo también lo besé y él entonces me
preguntó: «Dime, Joe, ¿cuántos nietos tienes?» Era mi sentencia de
muerte." A la mañana siguiente Flynn oía pronunciar por primera vez
el nombre de la Cosa Nostra.
La memoria del racketeer era prodigiosa: dio nombres, señaló
lugares, barajó largas cadenas de cifras. Pero al hacerlo también se
incriminaba a sí mismo. Aunque no era un mafioso de la altura de
Genovese —nunca alcanzó el grado de pariente en su propia familia—,
Valachi estaba profundamente comprometido en varios delitos: por
propia voluntad se acusó de haber participado en 33 matanzas entre
pandilleros. Llegó a enriquecerse tanto que tenía un haras de su
propiedad y su cuenta bancaria sumaba varios millones de dólares.
Una fortuna que lo obligó, en un momento dado, a cambiar su
condición de simple pistolero por un status más brillante, acorde
con sus riquezas.
El primer paso era mudarse a un sitio residencial para modificar su
imagen. Al saber sus intenciones, Genovese lo mandó llamar: "Joe —le
dijo su pariente—, deja que te dé algunos consejos. Desde ahora tu
vida tiene que ser diferente: lo principal es que te hagas simpático
a la gente de tu nueva vecindad. No dejes nunca de dar dinero para
los boy-scouts y para las obras de beneficencia. Trata de ser un
buen miembro de tu iglesia y no te propases con las muchachas del
vecindario".
Quizá sea interesante oír al mismo Valachi contar esa parte de su
vida. Es, poco más o menos, la misma que desovillan los más
conspicuos militantes de la Cosa Nostra: "Mi mujer encontró una casa
en Yonkers (al norte de Nueva York) y decidimos comprarla. Costaba
28 mil dólares, de manera que le di 5 mil en efectivo para que
hiciera el depósito necesario. Para esa época mi hijo terminaba la
escuela secundaria en Mount Saint Michel (una de las mejores de
Nueva York; estudiar allí puede costar alrededor de 1.600 dólares
mensuales). Vivía allí y sólo venía a casa los sábados porque
queríamos alejarlo todo lo posible de la calle. Con mi mujer
deseábamos para él una vida decente y sin dificultades, no nos
gustaba que se mezclara en cosas sucias. El muchacho decidió no
seguir estudiando y se dedicó a la mecánica, aunque no le fue muy
bien, de manera que al poco tiempo le conseguí un buen empleo y le
agregué tres piezas más a la casa para cuando se casara. En total
diría que la casa de Yonkers me costó más o menos 40 mil dólares. En
lo que concierne a mis relaciones con los vecinos siempre fui un
perfecto caballero, muy respetado por todos".
Claro que Maranzano no podría decir lo mismo: unos años antes
mientras estaba reunido con otros 40 dirigentes de la Cosa Nostra,
una ráfaga de la metralleta disparada por Valachi —se sospecha—
terminó para siempre su reino de este mundo. Pero el hombre que
maquinó esa exterminación en masa no era Valachi sino un siciliano
prolijo, de voz tranquila y ojos fríos, llamado Lucky Luciano. Vivía
con sus acólitos en una lujosa suite del hotel Waldorf-Astoria que
ocupaba bajo el nombre supuesto de Charles Ross. Pronto, manejando
su propia familia como un ariete, llegó a ser el caudillo nacional
más poderoso que haya tenido nunca la Cosa Nostra. Su enorme poder
derivaba de su mayor hazaña: haber desmoronado, finalmente, la vieja
hostilidad napolitano-siciliana que durante tanto tiempo había
dividido al hampa italiana en los Estados Unidos. Luciano venía de
Sicilia: su número dos, Vito Genovese, había nacido en Nápoles y era
el jefe directo de Valachi, el apóstata.
Pero quizá lo más interesante sea la forma en que Luciano resolvió
el futuro de la Cosa Nostra. Profundo conocedor de su negocio, jugó
la carta de la heroína y ganó: hace menos de quince días el
presidente Nixon, en un discurso, reconoció que sólo en los centros
urbanos de los Estados Unidos los consumidores de heroína (un
destilado de opio) superaban la cifra de 180 mil. Pero,
curiosamente, sería muy difícil probar a los actuales miembros de la
Cosa Nostra una injerencia directa en el tráfico de esa droga.
Gracias al talento criminal de Luciano, los mafiosos de hoy pueden
embolsar las ganancias del tráfico sin exponerse al castigo de la
ley. Una sabiduría diabólica que ni el profundo conocimiento que
tenía Valachi de la maquinaria delictiva pudo desentrañar en todos
sus detalles.
LA HORA DE LOS HORNOS
Astuto, imaginativo, y por sobre todo pragmático, Luciano abandonó
el tradicional espíritu de clan de sus predecesores y forjó una
serie de alianzas comerciales con pandillas de origen no itálico.
Fue, en realidad, el inventor de la coexistencia pacífica del hampa
internacional. También supo aprovechar a fondo la política y fue el
primero que comenzó a servirse de las altas finanzas.
Durante la Segunda Guerra Mundial firmó un acuerdo con una
organización cubana para que fuera ésta la que distribuyera la
heroína en los Estados Unidos —aunque se reservó, claro está, el
cobro de un impuesto de protección— y comenzó a forjarse una imagen
de patriota. Mientras sus pandilleros infiltrados en el sindicato
portuario de Nueva York organizaban a los estibadores para impedir
el sabotaje nazi, Luciano ayudaba a cimentar la ruta para la
invasión de Sicilia a través de entrevistas con e! general Dwight
Eisenhower y de sus conexiones con el liderazgo isleño de la mafia.
Pero Luciano sabía, además, jugar a dos puntas: mientras él
trabajaba para la causa aliada, su lugarteniente, Vito Genovese, se
convirtió en el niño mimado del régimen fascista de Mussolini,
quien, personalmente, le otorgó la condecoración civil más elevada
de la nación: la Cosa Nostra estaba por encima de las patrias.
Al término de la contienda, Luciano financió la instalación de
enormes plantaciones de amapolas en Turquía y pergeñó una aceitada
división del trabajo. En Turquía y algunos países del Medio Oriente
comenzaron a funcionar los más modernos hornos secadores para
producir cantidades de opio que, una vez embalado, los mafiosos de
Córcega se encargaban de llevar a las refinerías clandestinas de
Francia. Esa organización sigue intacta: según el inspector Marcel
Carrére, de la brigada de narcóticos de la policía francesa, hay en
Marsella más de 60 laboratorios ilegales dedicados al refinamiento
del opio turco para transformarlo en heroína. Para el funcionario
francés, la red de distribuidores estaría en manos de cubanos
exiliados después de la revolución castrista, quienes tendrían sus
cuarteles generales en Miami. Según reveló hace pocos días la
brigada federal de narcóticos de los Estados Unidos, la Cosa Nostra
cobra un elevado impuesto a los traficantes cubanos para permitirles
la libre introducción de la droga en territorio norteamericano.
Pero no podría garantizar esa impunidad —agregan los especialistas
de la brigada— si no existiera en todo el país una verdadera maraña
de políticos venales y funcionarios fácilmente sobornables. Hace
poco, un periódico de inspiración cristiana de Miami —el Florida
Star — fustigaba al FBI por su silencio respecto a este costado de
las actividades de la mafia: "Lo importante —sentenciaba el
periódico en un editorial— es dar a publicidad el engranaje en que
se mueve la Cosa Nostra para advertir al público. El FBI, al no
difundir las pruebas que tiene en su poder, aunque éstas hayan sido
tomadas en forma ilegal y no sirvan como evidencia ante la justicia,
está prestando un mal servicio al pueblo".
Otra herencia de Luciano que sigue intacta, y que fue denunciada por
Valachi, es el negocio del juego, que —salvo los casinos de Nevada y
los hipódromos— es ilegal en todo el territorio de los EE.UU. Se
calcula que las ganancias de juego de la Cosa Nostra llegan
actualmente a unos 18 mil millones de dólares por año. La mayor
parte de esa cifra es aportada por el ingenioso juego de los números
(una especie de quiniela que reemplaza el resultado de la lotería
por el número de los caballos ganadores de la apuesta triple en un
hipódromo designado de antemano). El jugador lo único que tiene que
hacer es elegir un grupo de tres números entre 111 y 999 y efectuar
su apuesta, que por lo general no pasa de un dólar. La mayor
desventaja para el cliente es que las posibilidades matemáticas del
sistema otorgan a la banca una ventaja de 600 contra 1. En Harlem,
de esa manera, la Cosa Nostra suele regentear operaciones que suman
unos 250 millones de dólares; es decir, mucho más que toda la ayuda
estatal y federal para rehabilitar el área: uno de los sectores de
Nueva York donde el endiablado juego de los números fagocita los
mayores entusiasmos.
CONTRATO PERVERSO
Los préstamos usurarios —que suelen alcanzar un interés del 20 por
ciento semanal— abrieron la posibilidad a la Cosa Nostra de
blanquear o limpiar sus capitales. El método es por demás sencillo.
Si una firma comercial que había solicitado un préstamo a los
representantes de la mafia se atrasa en los pagos, ocurre que, de la
noche a la mañana, puede encontrarse con un nuevo socio.
Actualmente, la red de negocios lícitos del sindicato del crimen
cubre desde la posesión de una cadena de restaurantes populares
hasta inversiones muy sólidas en la industria pesada básica, como es
la del acero. Pero a veces los miembros de la organización sólo se
limitan a emplear sus contundentes métodos extorsionistas.
Un ejemplo clásico es el modo usado en una oportunidad por Joseph
Pagano, un mafioso protegido por Valachi. La administración de una
compañía mayorista de venta de carne de Nueva York cometió el error
de solicitar un préstamo a la Cosa Nostra. Con el pretexto de
garantizar el crédito, se le exigió a la compañía que nombrara a
Pagano presidente del directorio. Una vez que Pagano tuvo el control
de la compañía, sus colegas comenzaron a trabajar: en 10 días se
alzaron con un beneficio de 1.300.000 dólares. Por orden de Pagano
la firma compró enormes cantidades de aves y carne vacuna a crédito.
Pero la mercadería nunca llegó a los depósitos: inmediatamente la
revendieron al contado a un precio muy inferior al del mercado. Una
vez concretada la operación obligaron a la compañía a que se
declarara en quiebra.
Otra de las maniobras típicas de la mafia es instalar un negocio
legítimo cualquiera y eliminar, por la fuerza, a toda la competencia
hasta lograr una posición de monopolio. Cuando eso ocurre hay un
resultado inevitable: los precios comienzan a subir en forma
vertiginosa.
Debido a las inmensas sumas en efectivo derivadas de esas
operaciones, la Cosa Nostra ha demostrado, últimamente, un interés
especial en los bancos suizos y en sus cuentas numeradas y secretas.
El FBI, hace quince días, insinuó que la organización controla
totalmente uno de esos bancos y que tiene en sus manos los resortes
claves de por lo menos otros dos. La finalidad de ese operativo
sería la de evitar el pago de impuestos sobre sus ganancias
excesivas. El método más corriente para impedirlo es pedir un
crédito a sus propias cuentas numeradas, de manera que los supuestos
intereses que tienen que pagar disminuya — aparentemente— el monto
de sus ganancias. Pero eso no es todo: usando sus bancos en Suiza,
la Cosa Nostra suele comprar valores en la Bolsa de Nueva York
haciendo coincidir las alzas o las bajas de esas acciones con los
métodos tradicionales de violencia y extorsión: un juego pendular
que Angelo de Carlo y Si Rega —los califas más recientes—
aprendieron de Lucky Luciano y Vito Genovese.
Sin embargo, los últimos acontecimientos delatan que algo puede
cambiar en el horizonte sin nubes de la mafia. Mucha de su fuerza
depende todavía de la naturaleza tenebrosa y evasiva, de la mística
iniciática de sus reuniones secretas, de la omnipotencia de sus
parientes. Pero la administración Nixon parece dispuesta a no
tolerar sus excesos: el mismo día en que Henry Fear caía desplomado
sobre su escritorio de adolescente, atosigado de heroína en
Washington un rumor recorría los pasillos del Congreso y de la Casa
Blanca. "Nixon —comentó el senador Martin Carey a la revista Time—
parece haber llegado a un acuerdo con los líderes de las distintas
fracciones del Parlamento para federalizar todos los delitos en que
pueda incurrir la Cosa Nostra". Algo es cierto: si se federalizara
el combate contra el sindicato del crimen, la mafia tendría los días
contados. El FBI, entonces, podría saltar sobre disposiciones
estatales que a veces —por obra de los políticos sobornados— impiden
su libre actuación. Pero quizá la panacea no sea más que un simple
juego de ilusiones, una pirotecnia que se enciende cuando la muerte
de un muchachito aparece como un odioso desperdicio.
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Joseph Valachi, con las pruebas de la infamia, ante el
senado
Michael Gatillo Coppola, mafioso vinculado a Frank Sinatra.
Vito Genovese, jefe de la "familia" de Valachi
invasión aliada a Sicilia |
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Al Capone
Lucky Luciano (abajo) uno de los caudillos más poderosos de
la Cosa Nostra, concertó entrevistas con Eisenhower (arriba)
para llevar a cabo la invasión aliada a Sicilia |
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