Revista Siete Días Ilustrados
19 de enero de 1970 |
por Manuel Puig
Nueva York: ciudad donde viví de 1963 a 1967. Propósito de mi viaje:
unos pocos días para ver a mi editor, presenciar el debut teatral de
Katharine Hepburn, observar el panorama que se ha desatado en la
ciudad.
Primera impresión: en la cola del ómnibus, en el aeropuerto, una
jovencita de aspecto corriente me habla como si fuéramos conocidos.
¿Una mujer hablándole a un extraño? ¿Desde cuándo? Antes, todo
desconocido era aquí un Charlie Manson en cierne.
Primera reflexión: ¿Será cierto entonces lo que me contó aquel
argentino? De vuelta de San Francisco me había dicho que por la
calle la gente (no necesariamente hippie) sonreía y dirigía la
palabra a extraños. Volveré sobre el asunto.
Primer desembolso: el boleto aeropuerto-centro costaba hasta hace
dos años 1.75; ahora 2.50.
Segundo desembolso: El teléfono sigue costando 10 centavos de dólar
(35 pesos argentinos, viejos por supuesto), pero me cuesta encontrar
uno sin la tira amarilla: "Perdón, temporariamente fuera de uso".
Primera amargura: Un teléfono sin esa advertencia me traga los 10
centavos y no me da tono. Es como si en Buenos Aires un solo
teléfono me hubiese tragado siete monedas de 5 pesos, una detrás de
la otra.
Decisión saludable: No pensar más en términos de pesos argentinos.
Comentario del taximetrero que me lleva al hotel: "La inflación
cunde, después de casi 20 años de estabilidad de precios. Pero los
salarios no se han movido mayormente". Mal de muchos, consuelo de
argentinos. Dice que los negocios están vendiendo poco para las
Fiestas.
Confirmación: En tiendas populares como Macy's y Korvette, donde
otros años no se podía casi entrar en estas fechas, no tengo que
esperar para que me atiendan.
Alcalde Lindsay: Está luchando para que el trasporte urbano no suba
de 20 a 30 centavos. Había costado 10 centavos durante décadas; en
el 67 subió a 20.
Trampa: Los ómnibus, en efecto, cuestan 20 (70 argentinos, brrr),
pero el chofer no da cambio como antes y si no se lleva encima el
precio exacto hay que poner en la ranura lo que se tenga por encima
de 20. Y la moneda que más abunda es la de 25 centavos. La mayoría
de las veces termino pagando 25 (87 argentinos).
Cines: Imposible aumentar más porque el público se retrae. Estrenos
a 3 dólares, en continuado. Pero las cintas muy largas -con
intervalo tipo Funny girl- se dan una sola vez por día, a las 20.30.
Localidad numerada, tipo teatro, 5 dólares aproximadamente.
Teatro: Aumento bárbaro. Antes, las musicales se veían a 9 dólares y
las comedias a 5. Ahora, 15 y 10 respectivamente. 'Vietnam mon amour',
superproducción del Pentágono, le está costando caro al país.
Ropa: Lo más llamativo es el maxitapado de las mujeres: hasta el
suelo. Un 50 por ciento lo lleva. Quienes no lo han adoptado se
arrepentirán: la temperatura es de 10 grados bajo cero. Las calles
parecen llenas de extras en una película de época.
Ropa masculina: No veo extravagancias mayores, supongo que el frío
intenso no se presta. Algunos maxi-sobretodos.
Pelo: Largo. Pero la novedad es la cabeza de negras y negros,
quienes no se avergüenzan más de su mota y se dejan crecer enormes
corolas corvinas. Gran acierto: siempre me había parecido que un
posible defecto de la raza negra era la cabeza desproporcionadamente
chica. La culpa la tenía el corte de pelo al rape.
Carteleras: Deslumbrantes para un recién llegado de Buenos Aires,
sediento de estrenos. Aquí, Navidad es el punto culminante de la
temporada.
Campeón de boletería: Un gigantesco Hello Dolly con Barbra
Streisand, arrebatándole el papel a la madurita Carol Channing.
Absurdo, el encanto de la obra residía en el aire otoñal de la
protagonista.
Fracaso: El último Hitchcock, Topaz, sin grandes estrellas.
Éxito boomerang: Visconti arrastra multitudes cultas con El ocaso de
los dioses, robándole no sólo a Wagner. También al público, que se
va por la mitad. Aguanté hasta el final a duras penas. Un bochorno.
Les contaré otro día.
Éxito mersón: El último James Bond, Al servicio de Su Majestad, sin
Sean Connery.
Éxito snob: Pese a las críticas lapidarias, John and Mary, en el
cine más distinguido de la ciudad, el Sutton, con las estrellas de
moda Mia Farrow y Dustin Hoffman.
Otras lápidas: La plancha de mármol más pesada cayó sobre Elia Kazan
por la versión cinematográfica de su propia novela El arreglo. Hay
quien la recomienda como película cómica, voluntaria. ¿Tendrá la
culpa? Hace años, cuando Kazan presentó en teatro Después de la
caída, de Arthur Miller, ordenó que el personaje inspirado
cruelmente en Marilyn Monroe fuera vestido, peinado e interpretado
como un calco de la actriz muerta hacía poco. Con intención
totalmente destructiva. En aquel momento le deseé a Kazan que
reventara.
Más Kazan: Se esperaba mucho de esta vuelta suya (no filmaba desde
América, América, 1965). El tema de El arreglo se prestaba para su
tipo de cine psicológico-social: triángulo amistoso de esposa
madura-marido-jovencita amante. Pero una valla insalvable surgió
durante la primera semana de filmación: Marlon Brando renunció al
papel protagónico para dedicarse a actividades antirracistas y no lo
reemplazó el insoportable Charlton Heston sino Kirk Douglas, que es
peor. El film contrajo un virus mortal y pese a Faye Dunaway no hubo
nada que hacer.
Dos leonas: Por coincidencia, en dos cines rivales de Times Square
(tipo Opera y Gran Rex), y después de años de eclipse, se disputan
espectadores en sendos retornos hollywoodianos Anna Magnani (El
secreto de Santa Vittoria) e Ingrid Bergman (Flor de cactus), tal
como hace exactamente 20 años ambas se disputaban a Roberto
Rosellini. La que pierde gana, y la única que pierde es Sonali das
Gupta, ayer promisoria guionista del cine hindú, hoy dueña de una
boutique de saaris en Roma.
¿Algún éxito de crítica y público?
Dos: Willie boy, de un tal Abraham Polonsky, créase o no, guionista
veterano de John Garfield, exiliado durante años por mandato de Mac
Carthy y recibido ahora en Hollywood con los brazos abiertos, y Z,
de Costa Gravas, con Irene Potatoes.
Films de explotación: Se llama así al aluvión de celuloide erótico a
bajo costo que invadió el mercado. En base a actrices y actores
desconocidos pero desvestidos, y a rodajes atroces pero veloces. Les
contaré en la próxima, con lujo de detalles (?).
UNA REVOLUCION EN LAS COSTUMBRES
—¿De qué se trata?
—De la juventud. Que está cambiando el espíritu de Nueva York, la
ciudad de la tensión.
—Explíquese.
—Creo que la tensión está relacionada directamente con el número de
oportunidades que la ciudad presenta. Trabajo para todos, con
horarios corridos, cortados, de pocas horas, de muchas, de mañana,
tarde, noche. Además, en muchas empresas la oferta de quedarse a
trabajar después de horario (pagado a tiempo y medio y doble tiempo)
es constante.
—¿Y oportunidades de educación?
—Hay cursos en escuelas, institutos y universidades a toda hora del
día. De modo que quien quiere trabajar todo el día puede; quien
quiere estudiar y trabajar puede; todo se puede menos fracasar. Aquí
el fracaso no tiene perdón.
—¿Y qué es fracasar en Nueva York?
—No poder comprar todo lo que la publicidad impone con arte
insuperado.
—¿Y qué es triunfar?
—Para Peggy X, secretaria y ex compañera mía de trabajo, triunfar es
tener un coche de modelo reciente, tapado de visón y por lo menos
una alhaja legítima.
—¿Puede conseguirlo?
—Sí, trabajando todos los días después de hora, y los sábados;
llegando a su casa rendida de cansancio, con los nervios destrozados
(para que le aumentaran el sueldo ha demostrado que puede hacer el
trabajo de dos personas); hasta que un día decide hacer una
excepción y salir de la oficina a las 5, como corresponde.
—¿Logra ese día descansar y reponerse?
—Piensa ante todo que esos minutos preciosos podrían haberse usado
mejor. ¿Un octavo de cuota del visón? Se ha recostado, toma un
sedante, quiere dormir diez horas, pero alguien en el departamento
de al lado está usando la enceradora eléctrica y el zumbido no le
permite aflojar sus nervios. Y las preciosas horas desperdiciadas en
su casa, revolviéndose en la cama sin lograr dormir, son horas que
no vuelven más, perdidas para siempre. Con dificultad logra reprimir
un grito histérico.
—En fin, una egoísta perdida en su propio juego.
—Este es el reino de las paradojas. Fíjese, un buen padre de familia
no concibe que su hijo carezca de tren eléctrico; y por eso se queda
en la oficina a hacer horas extras. Y por eso no puede ser un buen
padre de familia. Conozco a uno que se queda a trabajar hasta tarde
y cuando llega a casa está tan nervioso que ha pedido a su mujer que
tenga ya al niño durmiendo, porque si llora o rompe algo o hace
demasiadas preguntas explotará en gritos; su sistema nervioso cederá
como un dique mal calculado para contener tanta tensión neoyorquina.
—Sí, pero los casos de la secretaria y el padre bueno no inspirarán
compasión en Buenos Aires, donde tantos trabajan todo el día sin
poder pensar más que en comer y pagar el alquiler.
—Pero pueden echarle la culpa, y con razón, a la mala economía del
país. Aquí el trabajo está bien pago pese a la inflación, y siempre
se puede trabajar más, para ganar
más y comprar más, y siempre correr y nunca caminar. Y las alegrías
baratas de un país subdesarrollado (sentarse a tomar un café con un
amigo, trasnochar entre semana, leer un libro prestado, jugar con el
hijo en un potrero) insumen tiempo y están prohibidas por caras.
—Usted no cuenta nada nuevo; además exagera.
—Es que Nueva York se acuesta y se levanta tensa, todos se tratan
mal entre sí y quienes fracasan económicamente (me arriesgo a pensar
que casi todos, porque siempre hay alguien que gana más) no se lo
perdonan, porque no tienen a nadie a quien echarle la culpa sino a
sí mismos, y la culpa engendra neurosis, y la neurosis delincuencia,
y la delincuencia miedo, y todo extraño es un enemigo, un
delincuente embozado. Las puertas se cierran con doble llave.
—Usted empezó hablando de la juventud y un cambio.
—A eso voy. Un día, a un grupo de chicos se les ocurrió que no es
fracaso carecer de coche, de visones, de casa con césped: fracaso es
vivir en tensión. Los hippies se dieron cuenta y se rebelaron.
—Una rebelión de país rico, que se cansa del confort como de un
juguete viejo. Vaya la importancia. Revolución "de luxe".
—En tecnicolor, porque la ropa es colorinche, y en cinerama, porque
las cabelleras no entrarían en la pantalla común. Pero revolución
interna y espontánea contra la sociedad de consumo.
—Tantas vueltas y tanto generalizar para hacer una apología hippie
más.
—Yo no quería hablar de hippies sino de su influencia sobre el resto
de la juventud. Nunca creí que el hippismo diera frutos tan pronto.
—¿En qué consisten?
—Resulta que los puntos extremos del movimiento (abandono del
trabajo, drogas) me hacían temer que se malograra, que no produjese
una onda expansiva, perdiéndose así los grandes aciertos (pacifismo,
desprecio de los bienes materiales, vuelta al campo, a la
naturaleza, distensión, no-agresividad).
—Mire, señor, yo tengo mucho que hacer; si no me dice de una vez
cuál es el cambio tiro la revista al canasto.
—El cambio. Después de tanto preámbulo va a parecer una pavada, pero
no lo es. Se trata simplemente de bandadas de gente joven que van
por las calles. A veces son muchos, a veces dos o tres. La ropa no
es necesariamente extravagante, el pelo a veces hasta corto. Pero
caminan sin apuro, no corren, miran y hablan a la gente que les pasa
al lado. Un día yo iba solo por un barrio de oficinas y un grupo me
dijo que iban todos al Radio City y que si no tenía otra cosa que
hacer podía ir con ellos. Eran chicas y muchachos de aspecto
corriente, todos menores de 25, vestidos y peinados como lo exigen
sus jefes (¡aún aquí!), pero en lo más profundo fieles a los
mandamientos principales del hippismo. Estas bandadas (después del
trabajo o el colegio) revolotean por Nueva York, sin rumbo fijo a
veces, y si ven una cara que les interesa la miran, abordan a los
desconocidos, se sientan a charlar en los cordones de las veredas
(en Nueva York no hay cafés para sentarse) y espantan del modo más
directo al fantasma número uno de las grandes ciudades: la soledad.
—¿Pero son cuatro locos o casi todos los jóvenes?
—Casi todos. Una especie de solidaridad tácita une a los extraviados
y a los solitarios.
—¿Será porque a los jóvenes y no a los viejos toca ir a Vietnam a
cumplir el servicio militar?
—Posiblemente. Mi máxima experiencia, en una zona casi de avería, el
rincón greco-portorriqueño de la calle 14. Allí una noche, una chica
con la mirada extraviada, de escasos veinte años, mojada por la
nieve, se sacudía sin parar con el temblor del drogadicto perdido.
Hace apenas dos años todos hubiesen disparado para evitar
complicaciones. La consigna era "no te metas". Observé la escena y
todo joven que pasaba se acercaba a la chica y le preguntaba qué le
sucedía. La chica seguía temblando y rechazaba toda ayuda, sin mirar
la cara de quien le hablaba.
—¿Y para eso tantas vueltas? Total, la chica ni se inmutó. Mire, mi
nombre es Contreras, estoy muy apurado y he perdido todo este tiempo
escuchándolo porque creí que iba a hablar de Katharine Hepbum.
—En el próximo número, sin falta.
Revista Siete Días Ilustrados
$1,20 (120 pesos de los viejos M$N)
19-01-1970
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