Revista Periscopio
02.06.1970 |
Habría deseado llamarse Bottini, González o
Smith. Pero ocurre que se llama Cerdan. Y, además, Marcel. La culpa,
en todo caso, no fue de él; una pila bautismal de París le
transfirió sobre sus entonces rosados y frágiles hombros una carga
que muchos años después le pesaría varias toneladas: ser hijo de un
padre al que toda Francia reverenciaba porque era la encarnación de
la fuerza, la gracia y el encanto que se le podía exigir a un héroe.
Ese fue el aplastante legado que Cerdan, padre, le trasvasó a
Cerdan, hijo. Y ya no tenía otro remedio que ser el prolijo custodio
de una leyenda, de un mito que, al fin, tenía muy poco de romántico
porque había sido construido a puñetazos. El viejo Marcel Cerdan
había capturado el corazón de sus conciudadanos veintidós años
antes, cuando su ímpetu y su habilidad le arrebataron el título
mundial de los semimedianos a Tony Zale. Un año después, en 1949,
perdió su corona ante Jake La Motta. Desmoronado espiritualmente,
con su cabeza empotrada entre sus hombros, Marcel Cerdan se
lamentaba en su rincón: "¡Mi título; mi título!" En su mente comenzó
a bullir entonces una obsesión: reconquistar su trono. Pero,
entretanto, toda Francia seguía apoyándolo en ese camino hacia el
regreso, una idea fija repentinamente astillada y que le arrancó
acongojadas lágrimas a todos sus compatriotas.
La violencia fue envuelta, de pronto, por un halo romántico: Marcel
Cerdan caía en las manos acariciadoras de la cantante Edith Piaf,
otra de las glorias francesas. El apasionado romance fue
cuidadosamente publicitado. Pero una imprevista emboscada hizo
añicos la opuesta actividad de Marcel Cerdan y entonces,
abruptamente, se desvanecieron sus trompadas y sus efusiones
amorosas. El 28 de octubre de 1949, en un accidente de aviación en
las Azores, se desmoronaba la obsesiva ambición del boxeador. Toda
Francia lo veló, envuelta en un sollozo.
La trágica y quebradiza Edith Piaf conservó viva su memoria hasta su
propia muerte, en 1963. Desde allí, los adoradores de Cerdan-Piaf
iniciaron la búsqueda de un sucedáneo. Marcel Cerdan hijo entró en
escena. Admiraba a su padre y trató de imitarlo. Quizá no supo, o no
se lo advirtieron, que las copias suelen ser, inevitablemente, malas
imitaciones. Fue llevado sin apuros; no tenía el ímpetu de su padre
y carecía, además, de algo que en este oficio de la violencia es un
arma vital: golpe. Enfrentó a débiles opositores, elaboró su
reputación en ciudades donde se practicaba un boxeo menor y sólo
once veces se aventuró en el crítico resplandor de los rings
parisienses. No había perdido, sin embargo, ninguna pelea y su
record condensaba una ilusionada promesa: 47 victorias y un empate.
Marcel Cerdan, de 26 años, era un misterio, y eso era, exactamente,
lo que su manager, Philippe Filipi, quería. Como la mayoría de sus
paisanos, Filippi, un corso trasplantado a París, no deseaba que la
realidad se introdujera en la todavía deslumbrante aureola que
nimbaba a Marcel Cerdan, padre. La semana última la leyenda de
Cerdan fue expuesta, sin embargo, a lo que Filippi rehuía. Pero ya
no lo pudo evitar. En el Madison Square Garden de Nueva York, una de
las mecas del boxeo mundial, Marcel Cerdan supo hasta qué punto era
perjudicial tener alma de copista.
Frente al ítalo-canadiense Donato Paduano intentó ser el heredero de
una fama que lo abrumaba: durante toda la pelea le rondó la sombra
ya augusta de su padre. La multitud se inclinó por Paduano, un
frecuente incursor de ese empinado ring del Madison, mientras Cerdan
contaba con un apoyo más espiritual que el estruendoso estímulo de
los fanáticos: una medalla de Santa Teresa —regalo de Piaf, justo
antes de morir— estaba prendida en el interior de sus pantalones
azules y un cartelito en su banquillo le recordaba su ímproba
misión: "¡Arriba, Marcel! Haz honor a Cerdan".
Hasta casi la mitad de la pelea de diez rounds, Cerdan honró el
nombre de su padre con una incansable actividad. Un no intencional
cabezazo de Cerdan hizo sangrar el ojo izquierdo a Paduano. Cerdan,
tan cortés como un duelista, se disculpó con una ligera inclinación
de cabeza. Paduano no se conmovió. "Él dijo que lo sentía",
confesaría después de la pelea Paduano. Y agregaría: "Yo también lo
sentí, pero era mi ojo". Cerdan comenzó a desmoronarse, luego de
llevar ventajas. Sus piernas lo traicionaron. "El ring del Madison
—diría— es más blando que los de Francia; eso me cansó mucho." Llegó
el fallo que consagró vencedor a Paduano, y, mientras la mayor parte
de la multitud lo aclamaba, unos pocos franceses se amontonaban
junto al ring para darle champaña al derrotado Cerdan. Era un
extraña celebración, una manera de demostrarle a Marcel que, aun
superado, había quienes seguían creyendo en su porvenir.
El padre de Paduano, empleado en un equipo de construcción de
Montreal, no le da ningún halo místico a la carrera de Donato. Su
hijo no necesita ninguna historia para embellecer su futuro. "No
tiene buen golpe —añadiría el padre de Donato—, pero aún no ha sido
vencido; es emocionante observarlo y es blanco." Aun cuando Marcel
no iguale la habilidad de su padre, no deshonró su nombre. Y,
además, regreso a Francia con 40.000 dólares, una recompensa
bastante generosa por haber expuesto una frágil leyenda a unos
fuertes golpes de izquierda, una mano menos acariciadora que la de
Piaf, y que Donato esgrimió hábilmente para superar a esta edición
disminuida de Marcel Cerdan El Grande.
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Marcel Cerdan hijo ante Paduana |
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