LA FORJA DE UN MARINE
A punto de cumplir los dos siglos de vida, el polémico regimiento naval extrema hoy su disciplina inflexible, su espartana rigidez

 

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En seis años de combate en los pantanos y colinas de Vietnam perdieron cien mil hombres, cuatro veces más que el saldo total de muertos y heridos en la guerra de Corea. Fueron los primeros en cada línea de fuego que generó o soportó la política exterior norteamericana. Quizás por eso los marines —como se los llama en todo el mundo— constituyen el blanco de todas las quejas y manifestaciones antibelicistas; también, se enorgullecen de cosechar el aplauso y la admiración de los halcones: ellos jamás rechazaron una batalla, aunque muchas veces les haya tocado los peores papeles de la historia contemporánea. Estuvieron presentes en Santo Domingo, Nicaragua, Guantánamo; y Laos, En los últimos años, su mejor papel, los mejores elogios de casi dos siglos de existencia los obtuvieron en los campos de batalla de Asia.
Aunque recientemente cumplió 196 años de existencia, el Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos rechaza con espartana, disciplina los honores y fastos conmemorativos; también, los reportajes periodísticos y la presencia de los hombres de prensa. Cuando algún intruso pretende inmiscuirse en la trastienda de su cuartel general de Parris Island, prefieren desgastar su persistencia merced a un hábil mecanismo de dilaciones burocráticas. Si la tenacidad del entrometido sortea esas barreras, desvían su atención mostrándole los aspectos más remanidos del cuerpo, aquello que se sabe, descartando sistemáticamente las preguntas escabrosas, el ojo inquisidor de los fotógrafos, las aristas más comprometidas de su peculiar manera de vivir y de pensar.
Recientemente un enviado del semanario norteamericano Newsweek logró trasponer las pesadas puertas del cuartel general de los marines, acceder a su vida cotidiana, hablar con sus altos mandos y también con los reclutas. El informe —que SIETE DÍAS reproduce con exclusividad— es un vital testimonio del accionar del controvertido cuerpo.

DE BARRO SOMOS
"No me mire con esos ojos tristones, gordito. Le garantizo que apenas durará tres días en este lugar", rugió un instructor de fajina a un recluta joven y rechoncho. La escena, una forma habitual de encarar las public relations entre los miembros del cuerpo, es moneda corriente en el trato entre jefes y subordinados. Mientras otros servicios militares norteamericanos se preocupan por un aggiornamiento disciplinario —el Ejército permite a sus soldados tomar cerveza a la hora de la comida y la Armada remoza sus uniformes para estar a la moda—, los marines rechazan toda idea de cambio. Su actual slogan de reclutamiento —plagiando irónicamente a una canción hippie— advierte a quienes pretenden ingresar: "No le prometemos un jardín de rosas". La advertencia, claro, es un arma de doble filo. En los últimos tiempos las filas del cuerpo se han reducido de 317 mil hombres a los actuales 204 mil. La transición se produjo en dos años. Un análisis de la edad promedio de sus integrantes, produce, sin embargo, una sorpresa: a pesar de la alta dosis de tolerancia que reina en Estados Unidos, la inflexible disciplina de los marines atrae inesperadamente a los jóvenes.
Roto el hielo, el teniente primero Roy Moffet pretendió explicar esta situación: "Vietnam no es la clase de guerra que nosotros queríamos pelear, aunque nuestros Combined Actions Platoons (Pelotones de acción combinada) jugaron la única batalla verdaderamente exitosa para la pacificación. Entrenados en verdad como tropas de asalto, nos encontrábamos molestos en nuestro rol estático de detener acciones como las de Khe San. Aunque tengamos que olvidar esa lucha de Vietnam, no caben dudas de que allí pudimos emplear los fundamentos del cuerpo, demostrando al mundo entero de qué manera nosotros actuamos en las guerras y la forma en que las sentimos".
Esa violenta sinceridad, la descarnada y poco dramática forma de ser del teniente Moffet, explica también el porqué de las preferencias juveniles hacia los marines: "Nosotros brindamos, a quienes estén seguros de seguirnos, la posibilidad de encauzar la violencia". Por eso al dejar la vieja guerra de lado los marines preparan diligentemente una nueva, aunque más no sea en la teoría de los campos de entrenamiento. Aquellos que regresaron con vida de Vietnam —y que prefieran permanecer activos, cerca de las armas—, fueron colocados inmediatamente en grupos de entrenamiento completamente novedosos. Algunos veteranos fogueados en combate no ven con buenos ojos lo que ellos consideran "un desgaste innecesario; jugar como soldaditos de barro". Así y todo, a pesar de las críticas, el conocido fantasma de la guerra es, para los marines, un simple acto de amor.

LA PRÓXIMA GUERRA
Quizás en esa constante actitud belicista los marines encuentran su propia fuerza, aunque haya algunas voces disconformes. Un comandante de compañía, dirigiendo ejercicios de tiro, se queja: "Nos hemos quedado sin municiones. Se supone que en estos casos los muchachos deben enfrentar al blanco y gritar: bang, bang. Sin embargo no es así. Vienen a mí y me dicen: ¿Para qué necesitamos esta basura? Y no me queda otra alternativa que explicarles que es muy posible que tengamos otra guerra más antes que esto se termine". Muy pronto, unidades de la Primera División de Infantería de Marina —cuerpo constituido en un 86 por ciento por veteranos de las junglas vietnamitas— tendrán un entrenamiento especializado en el desierto de Mojave y en las montañas norteamericanas, cubiertas de nieve.
A las ácidas críticas de las palomas pacifistas, el comandante general Fred Haynes, jefe de la Segunda División enclavada en Carolina del Norte, explica: "Nuestra apariencia, y también nuestra disciplina, contribuirán con otras instituciones para mantener el péndulo en su justo lugar. Algunos valores como la autodisciplina, la integridad moral y la capacidad física —tan ausente de los jóvenes de nuestros días— permitirán recobrar la creencia básica en el país y su rol dentro del mundo libre".
Es que también la filosofía del cuerpo engendró una predecible inclinación hacia problemas contemporáneos, como el candente caso de las drogas en los cuerpos militares. Mientras Ejército y Marina tratan al problema como una cuestión absolutamente solucionable por los especialistas, los marines imponen duras disciplinas a los culpables. Tanto fervor emplearon en los castigos que el Departamento de Defensa dictó una política más indulgente hacia los drogadictos. El magro comandante del cuerpo, general Leonard F. Chapman, se opuso a la amnistía decretada y ahora comenta secamente: "Estamos cumpliendo órdenes. Todo el cuerpo está sometido a la idea de disciplina, cortesía y profesionalismo. Es muy simple: nosotros trabajamos para pelear".
Aunque el problema de las drogas lo preocupa seriamente, el cuerpo está menos atacado que otros regimientos. Quizá el hecho se deba, simplemente, a que sus efectivos abandonaron Vietnam antes de que la heroína llegara a ser epidémica, pero también —según explica un oficial médico-— porque en nuestros cuarteles la vida es demasiado dura como para ser un adicto consuetudinario".
Otros problemas no dejan de preocupar a los férreos guardianes de la conducta colectiva. Dado que doce de cada cien marines son negros, el cuerpo ha respondido de un modo mucho más realista a la fricción racial, especialmente luego de que las tensiones explotaran violentamente hace dos años en la base de Camp Lejeume causando la muerte de un recluta blanco. Ya que para muchos oficiales el problema racial es, simplemente, una crisis dentro de la familia, todo se resolverá —suponen— cuando los cursos de relaciones humanas comiencen a dar resultados.
Un síntoma de adaptación a las presiones del ambiente externo se encuentra en ciertos cambios formales: ahora los dormitorios de las tropas se parecen a los de las ciudades universitarias y las rusticas bandejas de hojalata del rancho han sido reemplazadas por platos. Aquellos que pierden la hora de la comida pueden acercarse libremente a la cantina para tomar y comer algo. Las autoridades también hicieron la vista gorda al uso de pelucas por parte de los que están de franco: en las cercanías del cuartel de Camp Pendleton las venden a cinco dólares cada una.
En la base de New River se han prohibido los adornos, chucherías, símbolos "y otras frivolidades usadas por los hippies y disidentes"; también los hot-pants y las minifaldas entre las empleadas femeninas. Los símbolos de la paz están rigurosamente prohibidos en los automóviles y como adorno en el guardarropas civil. Pero eso no llama a nadie la atención: "Nuestro cuerpo es el último bastión del pensamiento prudente en los Estados Unidos", asegura el teniente Ernie Marsh, capellán de un batallón.

SE EMPIEZA DESDE ABAJO
Aunque los rigores de la vida del marine sean poco alentadores, los voluntarios que se presentan son tantos como se esperaba, situación ésta que coincide con la declinación del activismo antibélico. Muchos reclutas — provenientes de grandes centros urbanos— han sido rechazados por uso de drogas, prontuarios policiales u homosexualismo. Entre las motivaciones más frecuentes, los jóvenes se presentan a las oficinas de reclutamiento porque sus padres también fueron marines. La mayoría, empero, llegan de hogares destruidos, no tienen trabajo especializado y esperan encontrar en el cuerpo un significado para sus vidas. Leonard Bradford, un joven de 18 años, estudiante negro fracasado, se presentó en las oficinas de reclutamiento de Detroit y desafió: "Si es que hay algo de hombre en mí, sólo ustedes se encargarán de sacarlo a luz".
La situación no ha pasado inadvertida para las autoridades. El coronel Edmund G. Derning se mostró preocupado porque existen "más reclutas provenientes de áreas marginales que en cualquier otro momento. Nuestros chicos llegan de una sociedad cada vez más antimilitar
y los perdedores llegan a nosotros como el resultado de la búsqueda de su última esperanza".

LOS SUCESORES
A pesar de que el cuerpo se declara preparado para otra lucha —algunas unidades están listas para embarcarse en el término de dos horas—, sus estrategas se muestran reacios a declarar cómo o dónde. Dos divisiones tienen sus bases en las costas orientales y occidentales de Estados Unidos, además de otras unidades desplegadas en el Pacífico, el Mediterráneo o el Caribe. Es que aunque la doctrina Nixon propone reducir a un mínimo la intervención norteamericana en el exterior, los marines aún pueden responder de una manera clásica a las crisis exteriores, como en el episodio de la República Dominicana en 1965. El teniente general John Chalsson se ufana al declarar que "Vietnam refino nuestra experiencia antiinsurreccional como una extensión al concepto de pequeñas guerras, que nosotros empleamos a partir de la década del 30, cuando estábamos en las repúblicas bananeras". Los observadores no dejan de prestar atención al derrotero de Chaisson —un cerebral ex alumno de Harvard— que bien puede suceder al general Chapman.
Los datos antibelicistas no pasaron inadvertidos a los actuales responsables de la conducción militar de los marines. El coronel Charles B. Redman — comandante del destacamento de Camp Lejeune— suele ser el vocero oficial de esas preocupaciones. Como en la guerra, cuando se tiene que despistar al enemigo, suele emplear una buena estrategia verbal. "El público norteamericano debería preguntarse: ¿qué queremos que sean los marines? Si los ciudadanos de este gran país quieren disponer de una excelente fuerza de combate preparada para cualquier contingencia, ya la tienen. Si no la quieren, bien... tendrán que buscar la manera de decírnoslo." 
revista siete dìas ilustrados enero 1972