Revista 7 Días
3 de mayo de 1966 |
Actriz protagónica del film documental Black Fox,
vibrante testimonio de la segunda guerra mundial, Marlene reniega
aun de su origen y se considera ciudadana francesa. Renueva así su
protesta contra la persecución racial y el régimen hitlerista.
"Vuelva... cruzará Berlín a caballo, y pasará con escolta de honor
por la Puerta de Brandenburgo."
La propuesta del führer habla llegado a través de emisarios
secretos, pero la mujer que en la novela de Heinrich Mann se llamaba
Luisa Frölich y que la versión de Lola-Lola en "El ángel azul" había
hecho famosa, no contestó al llamado. En 1933, profundamente
perturbada por los crímenes de las camisas pardas, había abandonado
para siempre Alemania. No sólo la había abandonado: adoptó la
ciudadanía americana y cuando los Estados Unidos entraron en guerra
se enroló en el ejército como voluntaria.
Cantaba para entretener a las tropas, decía la buenaventura, leía el
pensamiento. "No es que tuviera dones especiales. . . pero, era tan
fácil adivinar lo que pensaban los muchachos allí en el frente! Pedí
adiestrarme como paracaidista y, como en "Fatalidad", ser espía y
saboteadora y arrostrar el pelotón de fusilamiento. No me dejaron.
Creían que iba a ser reconocida."
A veinte años de aquello ha prestado su voz profunda, insinuante, de
registro muy bajo, que en un dramático "yo acuso" sirve de fondo a
un film documentad de una tragedia nazi. "Black Fox" ha sido
premiada con un Oscar y es una mezcla de documentos inéditos
excepcionales y de imágenes surrealistas de las atrocidades
cometidas por Hitler y por el régimen, como jamás fueron exhibidas.
En una sorprendente entrevista concedida en París al periodista Paul
Giannoli, que ha levantado olas de queja y de indignación, Marlene
Dietrich ha revelado qué encarnizado, qué irreductible es su
resentimiento. "Es mucho más que un rencor personal. Es una tragedia
que ha aniquilado a millones de hombres y que no es lícito olvidar.
Los jóvenes de ahora ya no saben nada de aquellos delitos. 'Black
Fox' servirá de revelación. Noventa minutos bastarán para que lo
sepan todo. Y para que reflexionen."
—Pero el pueblo alemán sostiene que fue engañado, arrastrado... Y no
todos eran nazis.
—No todos eran nazis, pero sabían lo que pasaba. No ha sido Hitler
quien inventó a los alemanes. Él no hizo sino exasperar lo que
llevaban ancestralmente en sí mismos. Nacieron para ser soldados,
para soportar a gusto una disciplina y obedecer a un jefe
totalitario. ¿Cómo podían ignorar los campos de concentración? ¿Cómo
podían ignorar que cada día, en cada ciudad, en cada calle, en cada
casa, los SS o la Gestapo venían a buscar a un hombre y que una
mujer gritaba mientras lo arrastraban por los corredores y la
escalera y desaparecía en un camión blindado? Cuando he vuelto a
Berlín he preguntado a la gente y todos recordaban haber asistido a
escenas semejantes, y contestaban hipócritamente que no habían
querido mezclarse en asuntos ajenos... o que podía tratarse de un
terrorista o de un espía. Y eran millares los que desaparecían cada
semana, y eran sobre todo judíos. ¿Se preguntaron alguna vez los
alemanes por qué sobre todo judíos? Pero lo encontraban normal.
—Y esta decisión suya antinazi, ¿cuándo fue tomada?
—En 1933. Volvía a Alemania a bordo del "Europa" desde los Estados
Unidos y estábamos cenando cuando el comandante ordenó que nos
pusiéramos de pie porque la radio trasmitía un discurso de Hitler.
Me levanté la última. Nunca había oído su voz. Me dio miedo. Miré la
bandera que flameaba con la cruz gamada y se me apretó el corazón.
Pedí desembarcar en Cherburgo y resolví no volver nunca más a
Alemania. Era todavía demasiado joven y sin experiencia política
como para saber si aquel hombre era un mal o era un bien, pero
aquella voz me había hecho temblar y todo lo que decía me había
trastornado. Sobre todo su odio demencia! por los judíos. Fue
suficiente para que lo aborreciera y renegase de mi patria. Por tres
veces me pidió que volviera. Nunca quise, hasta hace poco, en 1960.
La Alemania de mi infancia era otro país. No sé si todavía existirá
el lugar donde crecí, la escuela, el árbol, la calle. No lo sé, ni
quiero saberlo. Pero me acuerdo muy bien de la casa de mis padres en
la Kaiser Allee y de cuando por la noche mi madre cantaba "Cuando
todo haya acabado...". A los cinco años hablaba correctamente
francés y cuando estaba sola decía frases en voz alta para oír la
música de aquellas palabras. Era durante la primera guerra.
El 14 de julio iba a escondidas a llevarles flores blancas a los
prisioneros franceses a través de las alambradas. Me sonreían, y yo
me escapaba corriendo por los prados. Me castigaban, pero yo volvía.
—Y cuando estuvo en el 60, ¿no tuvo miedo?
—He sido soldado y sé lo que es el verdadero miedo. La noche de la
premiére en el Titania Palaz telefonearon para decir que había una
bomba en la sala. Llevaba puesta la Legión de Honor y la Cruz de
Lorena y la gente en la vereda fritaba: "¡Fuera, Marlene! Estaba con
los franceses cuando asesinaban a los soldados alemanes!". No, en la
Alemania del 60 nada había cambiado. Las acusaciones que ¡me
dirigieron entonces en los diarios eran las mismas que me había
lanzado Goebbels en un discurso por radio enrostrándome la Legión de
Honor y el uniforme americano.
—Y, de haber estado en, su poder, ¿hubiera denunciado a Eichmann?
—No Hubiera titubeado. Ojo por ojo y diente por diente. La muerte
fue para él un castigo muy leve. Sé que cuando pasaba noches enteras
en el fango de las trincheras, hubiera podido matar a un compatriota
sin remordimientos. Más morían, más pronto se acabaría aquel
infierno. Viví durante tres años hombro a hombro con soldados
inocentes que caían por una causa que no era la suya, que defendían
un suelo que no era el suyo, que no combatían por su libertad sino
por la libertad de otros. Morían por algo que no era América. Por
eso los admiraba y los amaba. Mi corazón no podía angustiarse por el
bombardeo de Hamburgo porque se angustiaba por el bombardeo de
Londres. Estaba enganchada con los inocentes y quería que ellos
vencieran. Por eso en los aplausos de los americanos o en los
aplausos de Israel he sentido algo que no era dirigido solamente a
la cantante, sino inspirado —creo— en el reconocimiento. Sabían que
por estar de su parte había abandonado mi país, renunciado a mi
lengua y roto con mi pasado. Y también en Inglaterra, en Noruega, en
Holanda. En Polonia la gente me esperaba a la salida del teatro para
darme las gracias por haber comprendido sus sufrimientos. En todos
esos países siento que un vínculo profundo me une a los
espectadores.
—¿Y en Francia?
—En Francia no. Podré tener éxito como actriz, pero no advierto ese
sentimiento que guía a los polacos, a los ingleses o a los noruegos.
Lo siento amargamente, pero me parece que a los franceses no les
interesa lo más mínimo lo que he podido hacer, ni en la guerra ni en
la oposición al régimen nazi. Es triste, pero es el único país donde
se recuerda que soy alemana, que nací en von Losch y que mi padre
fue un oficial prusiano. Cuando en el 37 me naturalicé americana me
hubiera hecho francesa si las formalidades no hubieran sido tan
largas y complicadas. Pero el pasaporte no cuenta. Cuando digo
"vuelvo a casa" quiero decir "a Francia". No sé si los franceses se
habrán dado cuenta, pero nunca más he querido cantar en París "Lily
Marlene". Sé que para ellos recuerda la ocupación, el estruendo de
las explosiones,
—Usted no puede perdonar ni olvidar. . ., pero, ¿aceptaría al menos
la idea de ser un día enterrada en su vieja patria?"
—Jamás. Después de muerta quiero descansar donde ha vivido feliz: en
Francia.
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