Revista Somos
6 de abril de 1979 |
En 1959, Maurice Huisman, nombrado director
provisional del Teatro Real de la Moneda (Théâtre Royal de la
Monnaie), de Bruselas, comprendió que el auge de la danza moderna en
el mundo exigía tomar posición y no reducir la actividad a la ópera.
Un proyecto le cosquilleaba la mente: presentar una nueva versión de
"La consagración de la primavera", estrenada, en mayo de 1913,
durante una velada escandalosa que lanzó a la fama al entonces joven
Igor Feodorovich Stravinsky, autor de la música. Después de 45 años
la partitura se había impuesto, finalmente, pero las coreografías de
Nijinski (1913), Massine (1920), Romanov (1932) y Miloss (1941) eran
todavía discutidas: no igualaban la salvaje
belleza de ese alud sonoro de treinta minutos. ¿Quién podría crear
algo danzado que estuviera a su altura?
En lugar de buscar a alguien muy conocido, Huisman recordó a un
francesito de 31 años, nacido en Marsella en 1928, que luego de
haber bailado a los 17 en su ciudad natal, luego en París y más
tarde en Estocolmo, había fundado, junto con el escritor Jean
Laurent, los Ballets de l'Etoile, y se había atrevido a poner en
escena la "Sinfonía para un hombre solo", con música concreta, de
Schaeffer y Henry. Ese era el hombre que se atrevería a ir más allá.
Huisman acertó. Béjart pidió mucho. Ante todo, un buen director de
orquesta: fue André Vandernoot. Luego, bailarines.
Vinieron de París sus doce compañeros y de Londres el Western
Theatre Ballet. Se mezclaron con lo que quedaba del Ballet de la
Monnaie y los tres grupos, fusionados, bailaron el 8 de diciembre de
1959 la nueva coreografía de "La consagración. . ." Éxito completo.
Al año siguiente, el conjunto, de unos 50 bailarines, es bautizado
Ballet del siglo XX. Los siglos XVI y XVII fueron los del reinado
del teatro, los dos siguientes de la ópera. Ahora comienza el apogeo
de la danza. Así razonó Béjart. Había tenido un predecesor: Serguei
de Diaghilev, que desde 1909, durante veinte años, demostró que la
danza no era un frívolo pasatiempo, y agrupó a gente como Ravel,
Picasso, Milhaud, la Pavlova, Fokin, Nijinski, su hermana
Bronislava, Stravinsky, Codean, Benois en sus Ballets Russes, la
primera compañía moderna de danza.
Había que dejar atrás los tiempos en que una o dos "estrellas"
bastaban para enloquecer al público. Como luego ocurriría con el
cine, había que mostrar que el autor es más importante que los
intérpretes. Hoy, todos sabemos que Bergman, Fellini o Bresson "son"
el cine, mucho más que cualquier actor. Desde Diaghilev, se ha
sabido que Fokin, Massine, Lifar, Balanchine, Tatiana Gsovsky,
Burmeister, Kurt Jooss o Roland Petit son los pensadores de la
danza, y que los grandes bailarines no hacen más que realizar sus
ideas. En ese camino, Maurice Béjart hizo un largo tramo. Casi nadie
lo conoce como bailarín. Renunció desde el comienzo al estrellato
físico. La estrella fue el conjunto. La danza deja así de ser un
arte menor y se empina hasta las mayores alturas, como lo fue
siempre en las antiguas culturas. Y en ella se depositan mensajes
para todos.
"La danza que no participe, aun inconscientemente, de lo sagrado y
de lo social, es vana y vacía". Basta de meras piruetas para
entretener a los ociosos. Hay que hablar al hombre, hay que
mostrarle su propia vida, hacerlo pensar. La danza tiene mucho que
decir, pero su camino no está en los cuentos. Tampoco en los
discursos. Debe revelar lo oculto. Es un lenguaje del espíritu.
Todo esto no es un panfleto. Es una realidad actual en todo el
mundo, y el Ballet del Siglo XX es uno de sus voceros. Gracias a
este conjunto, Bruselas es uno de los centros más importantes del
arte moderno, hasta el punto de atraer una y otra vez a Maia
Plissetskaia, quizá fatigada, también ella, de bailar para contar
cuentos.
Maurice Béjart ha llamado a las ideas para sus creaciones. Es un
pensador que escribe con los movimientos. Se ha inspirado en
Einstein y en Teilhard de Chardin, en Shakespeare y en Baudelaire,
en leyendas tibetanas y en los dogmas del Cristianismo. Pero también
ha llamado a bailarines como Maia, como Nureyev, como Vassiliev,
como el argentino Jorge Donn, a actores como María Casares y Jean
Marais. En lugar de música de circo ha utilizado la de Wagner,
Berlioz, Xenakis, Mahler, Pierre Henry. Y la de Bach o Beethoven.
Con sus creaciones invita a todos a escapar de la trivialidad y la
mediocridad cotidianas. Y recibe respuestas. El Ballet del Siglo XX
es visto por medio millón de espectadores cada año, dentro y fuera
de Bélgica.
Y ahora llega a la Argentina por segunda vez, para dar once
funciones en el teatro Colón, entre el 20 y el 28 de este mes.
Ofrecerá tres programas distintos: uno dedicado a Stravinsky ("La
consagración de la primavera", "El pájaro de fuego" y "
Petruschka"), otro a Schumann-Rota ("Amor de poeta") y el tercero a
Offenbach ("Gaité parisienne"), Ravel ("Bolero") y una composición
iraní ("Golestam").
Esos espectadores hablan muchas lenguas diversas y pertenecen a
distintas culturas, pero se unen frente al gesto y el ritmo que les
hablan directa y profundamente. En "Hiroshima mon amour" una
francesa y un japonés se aproximaban desde antípodas espirituales:
es el mismo ideal de la nueva danza, el ideal de Béjart. De ahí que
se apoye en la Novena sinfonía de Beethoven para lanzar un mensaje
de fraternidad humana, y que haya fundado en Bruselas, en un amplio
galpón, un estudio en el cual varias docenas de jóvenes de los más
diversos orígenes —alemanes, belgas, brasileños, canadienses,
malgaches, coreanos, marroquíes— trabajan en ritmos, investigación
musical, gestos, teatro, con profesores de muchos países. Es el
teatro de mañana, que busca romper el encierro del idioma distinto.
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