Revista Periscopio
07.04.1970 |
A los 43 años Miles Davis es una leyenda, como
hombre y como músico. Vive en Nueva York, en una casa que más parece
un castillo español. Cuando sale de ella, vestido con pantalones de
piel de víbora y botas de cuero de España, monta en una Ferrari roja
y apretando el acelerador enfila hacia el gimnasio, al que concurre
con tanta asiduidad como un pugilista.
Él y su tercera esposa, Betty, se divorciaron hace poco. Pero siguen
siendo amigos íntimos. "Simplemente no queríamos estar atados por un
pedazo de papel", explica Miles.
Como músico, Davis está en la vidriera del jazz desde que tenía 19
años y se unió a las huestes del gran Charlie Parker a poco de
finalizar la Segunda Guerra. En las dos últimas décadas se ha
mantenido a la vanguardia tanto en el be-bop como en el cool, en el
cool como en el progressive.
De su conjunto, por lo general un quinteto, han surgido figuras como
el ahora desaparecido John Coltrane, los bateristas Philly Joe Jones
y Tony Williams, los pianistas Herbie Hancock y Bill Evans. En su
doble carácter de trompetista y director, Davis sobresalió en las
escuelas de popularidad jazzística entre críticos y fans de la
década del 60.
El Fillmore East, donde Davis hizo recientemente una temporada,
parecería ser un escenario desusado para su conjunto. El público de
ese lugar, centro de la música rock en el Este de USA, está por dos
cosas que considera esenciales: volumen y beat. Pero Davis y sus
distinguidos colaboradores (Chic Corea en el piano, el saxofonista
Wayne Shorter, el baterista Jack DeJohnette, el bajo David Holland y
el percusionista Airto Moreira) no se dejaron intimidar por los
adolescentes. "Nosotros no tocamos para ser vistos —dice Miles—. Yo
soy adicto a la música, no al público."
Con todo, Davis presentó algunas sorpresas. El piano y el bajo eran
eléctricos, y cada instrumento contaba con una profusión de
micrófonos. Y lo sustancialmente distinto, en cada vuelta
ininterrumpida de 50 minutos, fue la música. Brillaron por su
ausencia el tradicional anuncio de los temas, la ronda habitual de
solos con cada instrumentista extendiéndose a su gusto y paladar, y
los meditabundos y plañideros despliegues melódicos de la trompeta
de Davis terminando en suaves aterrizajes.
En cambio, los despegues y los aterrizajes fueron instantáneos y sin
cinturones de seguridad. Las líneas melódicas y rítmicas se vieron
fracturadas en pedazos disonantes. El conjunto improvisaba de manera
vertiginosa y frenética enfrentando ritmo con ritmo, acorde sobre
acorde, menor contra mayor, en vuelta tras vuelta de desafíos y
respuestas. Era una extraordinaria exhibición de espontaneidad
abandonada, pero coherente, a temeraria velocidad, demasiado rápida
para el pensamiento, más bien sentimiento puro.
Davis encabezó el vértigo. Su aspecto era el mismo de siempre:
delgado, musculoso, doblando las rodillas al buscar una nota,
moviendo la cabeza a un costado, de tanto en tanto, como el tirador
que apunta con su fusil. Produjo toda clase de sonidos.
Ocasionalmente hubo ráfagas del Davis tradicional, melódico, sobrio,
reflexivo, tentativo. Pero en su mayor parte fue un sonido seco,
enjuto y áspero estallando en una maraña de notas o bien en una sola
nota seguida, tras largo intervalo, de otra nota aislada. Y por
momentos parecía estar haciendo eco al brasileño Moreira, al
producir un staccato ladrante y tosiente, un sonido agresivo a la
caza de exotismo. Con su estilo sobrio y económico, evocaba las
imágenes de von Webern y Strawinsky.
En otros aspectos, Davis fue el de siempre. No anunciaba los títulos
de las piezas. "¿Para qué anunciarlas? —dice—. Son sólo
sentimientos." Ignoraba los aplausos. Cuando no tocaba, se paseaba
alrededor del escenario. Por supuesto, no concedía bises. "El único
motivo por el que toqué en Fillmore —comentó la semana pasada— es
porque Clive Davis, el presidente de Columbia Records, me lo pidió.
Me buscan. Todo lo que tengo que hacer en Columbia es producir, y
ellos me venden como lo harían con un ídolo blanco de cabellos
rubios. Eso significa que el próximo negro que surja recibirá el
mismo trato."
En lo que hace a la supuesta incongruencia del jazz que se toca en
Fillmore, Miles rechaza el término jazz, diciendo que es una palabra
inventada por los blancos. "Hombre, no es más que música. Es sólo
estar allí. André Watts toca bien el piano; también lo hacen Herbie
Hancock y Bill Evans. Puccini es grande, y también lo es Jimi
Hendrix. Todo el que está allí está conectado, y no clasificado con
una etiqueta."
Davis aprendió a tocar la trompeta en Saint Louis: "En Saint Louis
no sacudimos las notas, las sujetamos. Por eso yo no toco con
vibrato. El vibrato es para los blancos". Hacia 1948 había dejado a
Charlie Parker y formado un conjunto de nueve músicos, entre los que
se contaban Gil Evans, John Lewis y Jerry Mulligan. Sus grabaciones
en Capitol, ahora llamadas El nacimiento del Cool, inauguraron una
nueva era en el jazz.
Gil Evans, que ha instrumentado muchos de los experimentos
realizados por Miles Davis con orquesta grande, dice de él: "No
quiero hacer un hit parade, pero lo colocaría en el primer lugar.
Alrededor de su música, todo tiene belleza, fuego, vitalidad y
gracia. Su timbre de trompeta es el primer cambio habido desde Louis
Armstrong. Su ritmo agrupa a los integrantes del conjunto con la
fuerza de un imán".
En qué proporción Miles compone, y en qué proporción improvisa, es
un secreto que se guarda para sí. "Eso es parte del placer de quien
escucha —arguye—. De todos modos, los demás siempre agregan algo,
los demás siempre responden. A veces uno sustrae el ritmo y deja
sólo la línea sonora de coronación. O saca lo que sabe que le
pertenece a otro y deja la intención. Yo escribo para mi conjunto,
hago lo que Jack o Chic pueden hacer. O lo que quisieran hacer. Lo
que ellos tienen que hacer es ir más allá de lo que creen que
pueden. Y tienen que ser rápidos. La gente se convierte en solista
cuando siente como solista. Sea como fuere, para eso le pagan. Si la
cosa no sale, los hago callar. ¿Cómo? Les pongo obstáculos, barreras
como en las calles, pero con mi trompeta. Los desvío, los cambio de
dirección."
Parte de la leyenda de Davis es su temperamento. Es una jungla de
contradicciones: quisquilloso y beligerante un minuto; sonriente y
generoso, al siguiente. Detesta las preguntas. "Si me analizo a mí
mismo —dice—, no puedo hacer nada. ¿Qué soy, esto o aquello? Para
eso podría ir a un analista." Las respuestas que concede son
frecuentemente oscuras. "Diablos, si entendiera todo lo que acabo de
decir, usted sería yo.
Su vida fuera del escenario es tan improvisada como dentro de él.
"Hay que dejar que las cosas ocurran", predica. Si hay alguna
constante en su vida aparte de la música, es su deseo de mantenerse
en forma. Todos los días va al gimnasio de Bobby Gleason, en el
Bronx, donde su entrenador, Robert Allah, lo somete a un riguroso
trabajo físico. Allah, que se llamaba McQuillar antes de convertirse
al mahometismo, es un hombre delgado y apacible que hizo 78 peleas y
sólo perdió seis. Combatió como liviano con Sandy Saddler, Jimmy
Carter y Joe Brown, y se retiró del boxeo cuando accidentalmente
mató a un contrincante en el ring. "Me gustaría haber tenido a Miles
como pugilista cuando tenía 20 años —dice
Allah—. Aun a los 43, actúa como si tuviese 25. Es rápido, tiene
reflejos e imaginación, como un ajedrecista que anticipa las
movidas. A veces viene aquí gente que no lo reconoce y me pregunta
quién es mi nuevo pupilo."
Para Miles, mantenerse en forma es algo a la vez práctico y
simbólico. "Me aparta de los músicos y me ayuda a pensar —explica—.
Me limpia el pecho, me ayuda a respirar y a concentrarme. Y nosotros
tocamos a toda velocidad, de modo que es bueno para mi
coordinación."
Pero detrás de eso, ser rápido con los puños le sirve a Miles para
alimentar la imagen que se ha hecho de sí mismo: independiente,
fuerte, negro. Se ocupa de las cuestiones raciales, y a menudo es
beligerante. Dice: "Este es un mundo de blancos. Las compañías de
grabación hacen ídolos de los artistas blancos. No venden a los
artistas negros así como así. ¿Por qué el cine siempre muestra a
blancos, cuando se trata de sexo? Uno sabe que los blancos van a
aferrarse al poder y al dinero. El blanco que se apoltrona mientras
echa humo con su cigarro no va a querer moverse. Quiere que todo
siga siendo igual. No hará nada que no se le obligue a hacer. Por
eso nuestra música es diferente. Porque sale de un pueblo que ha
tenido que aprender la manera de hacer que el blanco se mueva".
La hostilidad de Davis hacia los blancos no es precisamente
indiscriminada. En especial, detesta a los policías. Y tiene sus
razones. En 1959 estaba parado frente al célebre Birdland, de Nueva
York, durante un intervalo en su actuación, cuando se le acercó un
policía y le ordenó que circulase. En medio de la discusión que
siguió, un detective se le acercó por detrás y lo volteó de un
cachiporrazo. Hace diez días, yendo con su Ferrari roja, lo
detuvieron por llevar una manopla, no tener el registro en orden,
carecer de chapa delantera y no exhibir en la ventanilla una
etiqueta de inspección. Le costó una noche de calabozo y 300
dólares, 100 de multa y 200 para su abogado. "No habría ocurrido eso
—afirma Davis—, de no haberse tratado de un negro conduciendo un
coche rojo. Camino de la comisaría el agente repite y repita 'Lo
tengo a Miles Davis', como si hubiera agarrado a Jesse James."
"La policía tendría que ayudar a la gente. Tendría que aprender a
respetar a un artista y a un hombre negro por lo que hace. Si
pudiera poner en las solapas de mis discos que no pueden ser
vendidos a policías ni a sus familiares ni a sus amigos, lo haría."
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