Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

Diciembre 24, 1963
Muere Tristan Tzara

 

Revista Primera Plana
24 de diciembre de 1968

El anciano que agonizaba bajo la carpa de oxígeno, en París, durante la Nochebuena de 1963, estaba terminando allí la tercera etapa de su vida; la había iniciado en 1937, cuando la Guerra Civil española lo enfrentó, de golpe, con los rigores del compromiso. Murió esa noche, antes de la llegada de la Navidad: nadie pudo decir entonces —ni ahora— que Tristan Tzara había perdido su tiempo.
Asociado a perpetuidad al nacimiento de Dada —ese padre del surrealismo, y abuelo de toda la anarquía del siglo—, Tzara fue mucho más que un agitador: a la manera de los samanes que recorren el camino del Dharma, hizo cada cosa en el momento oportuno. Quizá ninguno de. sus contemporáneos podría ser su par en ese aspecto: arquetipo del guerrillero cultural a los veinte años, demostró ser un creador de primera magnitud cuando pasó los treinta (L'homme aproximatif, 1925-1930) y accedió a la militancia política una década después, en la edad de la razón, esa frontera otoñal con la sabiduría.
Había nacido en Moinesti, un pueblo de Rumania, el 4 de abril de 1896 (el año oracular que vio el estreno de Ubú Rey, y los nacimientos de Artaud, Bretón y el misterioso Gui Rosey, volatilizado de este mundo en el puerto de Marsella, a mediados de 1941), y sus biógrafos insisten en que se llamaba Samy Rosenstock, o Rosenstein, aunque él siempre negó la existencia de todo otro nombre que no fuera su eufónico seudónimo de batalla.
No había cumplido por lo tanto veinte años, el 8 de febrero de 1916, cuando realizó el gesto que aseguraría su perduración, sentado ante una mesa del Café Terrasse, de Zurich: abrió al azar un diccionario Larousse, y clavó la punta de un cortapapel sobre la primera palabra que encontró; esa palabra era Dada, a la que unos meses de teoría y práctica revolucionaria le bastarían para convertirse en todas las palabras. Su compatriota Marcel Janco, los alemanes Hugo Ball y Huelsenbeck, y el seráfico Jean Arp estaban con él: probablemente, ninguno supo la longitud de la mecha que acababan de encender. Hasta el apogeo de la crítica existencialista, en la segunda posguerra, se daba por sentado que el breve lustro de vida orgánica de Dada (1916-1922) no había servido básicamente más que para engendrar el surrealismo. La realidad los desmintió: el desprestigio del engagement, los renovados brotes nihilistas de la década del sesenta, el pensamiento estructuralista, son las señales de que el espíritu de Dada, lejos de volver al polvo junto con su cuerpo, quedó clavado como un indicador de tránsito en la cultura y del arte de este siglo.
"El pensamiento se hace en la boca", informó Tzara, como un Bautista de Roland Barthes. "Para su creador, la obra no tiene ni causa ni teoría", imaginó, anticipando la dependencia del pensamiento individual a las estructuras de conocimiento; "No puede haber falso Dada", concedió en el límite de su sapiencia, acaso porque sabía, medio siglo antes de que la frialdad de un análisis se lo demostrara, que no podía falsearse aquello que no existía: que el Dada era tanto una metafísica paira alimentar la experiencia poética como una imposibilidad histórica.
Esperado como un profeta en el París de la posguerra, llega allí en 1919 para convertirse en el líder del inquietante grupo de la revista Littérature (Bretón, Soupault, Picabia, Aragón). Profesional del escándalo, sacude París con un reguero de insolencias, que van desde las publicaciones (el nudo del Manifiesto de 1918, en la famosa frase "Dada no significa nada", el más simple descolocador que se haya inventado contra la manía clasificadora de la crítica) a los actos.
Eh un periódico de la época, el cronista d'Esparbés no puede ocultar su indignación narrando uno de ellos: "Con el mal gusto que los caracteriza —dice—, los dadaístas han apelado esta vez al resorte de lo terrorífico. La escena sé desarrolló en un sótano, con todas las luces apagadas. Por una trampa subían gemidos. Un gracioso, escondido tras un armario, injuriaba a las personalidades presentes. André Bretón masticaba fósforos, Ribemont-Dessaignes gritaba «Llueve sobre una calavera», Aragón maullaba, Soupault y Tzara jugaban a las escondidas, mientras Péret y Chouchoune se daban la mano continuamente. En el umbral, Jacques Rigaut contaba en voz alta el número de automóviles y de perlas de los concurrentes al acto".
El carisma creciente de Bretón, señala poco después quién sería el jefe indiscutido del movimiento por nacer: peleado con el pontífice en 1922, por una cuestión de principios, Tzara se eclipsa hasta 1929, cuando una reconciliación lo incluye entre los militantes surrealistas hasta 1935, año de su definitiva ruptura con la filosofía vital de la que había sido vidente y partero.
Los años que corren entre la primera y la última separación son, sin embargo, los de mayor profundidad creadora en la vida del bardo: a ellos pertenecen los mejores títulos de su profuso catálogo, que incluye casi treinta volúmenes de poemas, e infinidad de notas críticas, ensayos, manifiestos, conferencias y prólogos.
Su evolución como hombre lo lleva entonces a dar el paso a la política; si su primer desencuentro con Bretón es producto de su anarquía ("si la ausencia de sistema es todavía un sistema, por lo menos es el más simpático"), el segundo será producto de su madurez. Tzara elige quedarse solo, renuncia a la vida literaria, y es así como lo encuentra Ramón Gómez de la Serna, en su hermosa casa de París, construida "con las piedras que le tiraron".
No parece que le fuera mal: casado con una sueca bellísima y millonaria, el otrora enfant terrible divide su tiempo entre la devoción por el Partido Comunista, el estudio de Francois Villon, y los "tipos extraños, judíos de barba blanca, alemanes que trazan teorías elípticas, astrónomos, mujeres con trajes de noche como planetarios brillantes" que visitan su casa, donde la iluminación brota de libros entreabiertos de cara a la pared.
En los últimos años de su vida, sus amigos solían decir que se había vuelto melancólico, y vagaba por los cafés de la Rive Gauche, a la pesca de quien quisiera jugar con él un partido de damas. Seguramente sería otro método para investigar el prodigio, sin descuidar la trivialidad de la vida: él sabía la receta desde 1916, cuando un insignificante exilado ruso lo eligió entre todos como compañero de sus ocios y rival de ajedrez. La amistad duró poco porque el emigrado volvió a su patria al año siguiente: se llamaba Vladimir Ilich Ulianov, y desde comienzos de siglo había popularizado el seudónimo de Lenin.

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Tzara
Samán Tzara, delante de Breton, Éluard y Péret, en pleno idilio surrealista (1932)


 

 

 

 

 

 

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Tzara con Picasso

 

 

 

 

 

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