Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Noviembre 9, 1918 Muere Apollinaire

Revista Primera Plana
5 de noviembre de 1968

Desde la mañana, la muchedumbre recorría las calles de París dando mueras al Kaiser Guillermo II, que acababa de abdicar: tres días después, el armisticio de Compiègne pondría fin a la. Primera Guerra Mundial, la hoguera más atroz que había presenciado hasta entonces la humanidad. En un pequeño departamento del 202 del boulevard Saint-Germain, un moribundo imaginó durante algunos momentos que aquellos gritos callejeros le estaban destinados. Se equivocaba: porque en realidad Wilhelm , Albert Vladimir Alexandre Apollinaire de Kostrpwitzky —Guillaume Apollinaire, en la versión reducida de su nombre regio que había elegido para vivir— nacía entonces por segunda vez, y para siempre.
Cincuenta años después de esa tarde del 9 de noviembre de 1918, se sabe que la singularidad de Apollinaire desbordó todas las comparaciones. Juan Bautista indiscutido del Dadá y del surrealismo, es también el último heredero de la marchita tradición simbolista; el precursor de las investigaciones límite del lenguaje, pero también el guardián de mil años de música en la poesía de Occidente: un puente perfecto entre la última batalla que librarían los buscadores de la armonía del siglo XIX y el incendio perdurable que desde el dadaísmo propondrían los condenados al suplicio.
Nacido en Roma el 26 de agosto de 1830, Apollinaire viene al mundo bajo el signo de la aventura. Su padre es Francesco Flugi D'Aspermont, hijo del mariscal de campo de Fernando II, rey de las Dos Sicilias: condenado a la carrera militar, la vida cómoda y galante de los oficiales de buena familia lo llevará a Roma, ya cuarentón, donde iniciará sus amores con Angélica Alejandrina Kostrowicka, hija de un capitán ruso, cavaliere d'onore di capa e spada del Papa Pío IX. Pensionista desde la infancia del Convento de las Damas del Sagrado Corazón, Angélica se opone tempranamente a los designios familiares: cuando conoce a Francesco, hacía, tiempo que las religiosas habían ya desesperado de sumarla a sus filas. A pesar de vivir con ella algo más de cinco, años, el indolente oficial no reconoce a ninguno de los dos hijos que produce esa relación (el segundo sería Albert, nacido también en Roma dos años después que su hermano, y muerto en México en 1919, el mismo año que su madre); Apollinaire daría pábulo, años más tarde, a una leyenda sobre ese desapego; según ella, la apasionada Angélica habría tenido amores simultáneos con un Príncipe de la Iglesia (de quien sería hijo el poeta: una célebre caricatura de su amigp Pablo Picasso —Sa Sainteté. Apollinaire— inmortalizaría esa conjetura), Si se piensa en la disipación con que Angélica gastó sus años en los casinos y las mansiones europeas, luego de separarse de Flugi D'Aspermont, la historia no parece disparatada.
Visitante del sur de Alemania cuando apenas había dejado de ser un adolescente (quedará perdurable testimonio de esa aventura en las Rhénanes, una saga de nueve poemas que integran AIcools), Apollinaire se sumerge en París junto con el siglo. Es el tiempo de sus primeros amores (Linda da Silva, una bella judía sefardita; Annie Playden, una gobernanta inglesa por quien cruzará varias veces —en vano—-el Canal de la Mancha) y de sus empleos-ridículos en la Bolsa y en diversos bancos. La desventura amorosa y la estrechez económica no alcanzan, sin embargo, para destruirlo: él había llegado para convocar la alegría, la explosión feérica del lenguaje, y nada podía derrotarlo.
Durante la primera década del siglo accede al periodismo, compone sus primeras obras eróticas —dejará una vasta serie que aún no ha podido ser identificada por completo, dado los diversos seudónimos que usó—, cultiva la amistad de Picasso y Max Jacob, se enamora siempre en forma desdichada, funda numerosas revistas literarias,—y colabora en otras—, comienza su actividad de crítico y, justamente en 1910, publica El Heresiarca y Cía., un libro de relatos cuya estupenda libertad pasa casi inadvertida.
Al año siguiente, con ilustraciones de Raoul Dufy, aparece Le Bestiaiere on Cortège d'Orphée, y es encarcelado por error a causa del robo de La Gioconda del Museo del Louvre, una experiencia que lo marcará duramente. El 20 de abril de 1913, el poeta descargará el golpe de gracia sobre el ejército de sus detractores: ese día sale de imprenta Alcools, libro colecticio de toda su experiencia poética hasta esa fecha y una de las pilas bautismales de la poesía de este siglo.
Para entonces, su actividad se ha extendido hasta cubrir ya todo el horizonte de París: promotor y primer crítico lúcido del movimiento cubista, celebrador de los esplendores del tiempo nuevo, Apollinaire es el centro de todo lo que pasa o se mueve en la ciudad (que era por entonces el centro de cuanto pasaba en el mundo). Ese período de «explosión —el verano que no acabaría jamás— es interrumpido por la guerra: el poeta es movilizado, y el 17 de marzo de 1916, a las cuatro de la tarde, una esquirla de granada lo hiere en la cabeza, mientras reposaba en una trinchera leyendo el Mercure de France. Trepanado luego de dos meses, para agosto Apollinaire está otra vez en París, visitando los cafés con su gran vendaje en la cabeza.
Dos años después, cuando las crónicas de los diarios deban informar sobre su muerte, se encontrarán con un catálogo abrumador: una obra poética descomunal (más de 800 páginas requerirá en la edición de la Pléiade); una insólita pieza de teatro (Las mamelles de Tirésias, donde es fama que se escribe por primera vez el término surrealisme), dos novelas breves (Le Poete assassiné y La femme assise), e incontables relatos, críticas y ensayos, integran el cuerpo perdurable de ese volcán. Segado por la "gripe española", a los 38 años, cuesta trabajo aceptar que ese gigantismo haya ocupado una vida tan breve, hostigada además por accidentes y penurias económicas.
Desalentado en general por las mujeres, Apollinaire llega a puerto finalmente con Jacqueline Kolb, una modelo de pintores con la que se casa el 2 de mayo de 1918, en la iglesia de Santo Tomás de Aquino, con el padrinazgo de Pablo Picasso y Ambroise Vollard. A comienzos de ese año, el convaleciente poeta había sufrido los embates de una congestión pulmonar: cuando la gripe lo tumba, apenas empezado noviembre, ya no tiene fuerzas para oponerle. El puente entre el pasado y el futuro, la eclosión de un mundo que él vio en movimiento como nadie, la suprema ecuación dinámica entre la aventura y el orden, señalan curiosamente ese momento: termina la Primera Guerra Mundial; en los Estados Unidos se implanta la ley seca —el paso al apogeo del gangsterismo—; la revolución bolchevique cumple un año triunfal; los terremotos devastan la lejana China. De un año para el otro, Oswald Spengler publica La decadencia de Occidente; el arquitecto Walter Gropius inaugura en Weimar la Bauhaus, y los alumnos de un oscuro profesor suizo —Ferdinand de Saussure— reúnen sus dispersas conferencias para sentar las bases de la nueva lingüística.
Apollinaire muere en el medio de la tormenta: adornado por los fuegos artificiales del Armisticio, su entierro se confunde con una fiesta. Parece lógico: él había fundado sobre la tierra el reino de la poesía, como celebración de todo lo viviente. Y ni su muerte podía desautorizar esa fundación.

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Apollinaire

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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