FEBRERO 1939
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A mediados de 1932 había aceptado públicamente que "lo único que pido a Dios para mí, es que me libre de ver otra guerra mundial".
No la vio: el 1º de setiembre de 1939, las tropas de Hitler cruzaban la frontera de Polonia, casi exactamente medio año después de la muerte del Papa Pío XI. Algo más que esa manifestación de la Gracia se hizo evidente durante aquel mes de febrero: el deterioro del poderío político del Papado, en todo campo que no fuera el de les especulaciones de cancillería. Un largo proceso —que se inició en la segunda mitad del siglo XIX y culminó, precisamente, bajo el reinado de Pío XI, con la firma del tratado de Letrán (ver Nº 318)— confinaría finalmente a la Iglesia Católica a su potestad original: el rol de conciencia de la humanidad, de adelantada del Reino de los Cielos, un eufemismo que los dictadores —y las democracias— del siglo XX contemplan con menor respeto que cualquiera de sus predecesores a lo largo de la historia.

El reino de este mundo
Si a Pío XI le toca legislar, en Letrán, la pérdida de ese poderío práctico de la Iglesia en los asuntos internacionales, a Pío XII le corresponde —como a ningún otro Pontífice— sufrir en carne propia las consecuencias de tal minusvalía: ante la imposibilidad de conmover los designios de Hitler, elegirá el silencio frente al genocidio desatado por el furor antisemita del histérico cabo; por el temor de poner a la grey católica alemana a merced de las represalias nazis, cometerá la mayor demostración histórica de la ineficacia del Papado contemporáneo, su papel progresivamente decorativo en un mundo que se desinteresa de los ejercicios espirituales.
Achille Ratti —el futuro "Papa de los Concordatos"— nació en Desio, una localidad aledaña a Monza, en 1856.
Su padre era dueño de una hilandería de seda, y gran parte de su familia pertenecía a la típica alta burguesía del Norte de Italia: llegado tardíamente a Roma, luego de una vida consumida en el mundo especular de las bibliotecas, sus probabilidades para aspirar al trono de San Pedro parecían tan remotas como incongruentes. Tres décadas de trabajo intelectual lo habían convertido en el más erudito bibliotecario de la cristiandad, en el momento en que la Iglesia necesitaba cada vez con mayor urgencia hombres de acción y políticos sutiles para sobrevivir en la revulsiva Europa que cambiaba bajo sus pies.
El primer cargo de importancia le llega, pues, cuando ha cumplido ya los sesenta años, y Benedicto XV lo nombra como su Visitador Apostólico en la temblorosa Polonia de la primera posguerra: un año le basta para acceder a la Nunciatura, cinco meses más para ser Obispo de Varsovia, menos de tres años para ser titular del Arzobispado de Milán.
La tardía y fulgurante carrera de Ratti no iba a detenerse allí: el 6 de febrero de 1922, apenas siete meses después de recibir el capelo cardenalicio, es coronado como el 257º sucesor de Pedro el pescador. Adopta él nombre de Pío XI, porque "nací bajo un Pío, vine a Roma bajo Pío, y Pío es nombre de paz": acaso también porque fue Pío IV, un milanés emparentado con la familia de los Borromeo, el fundador de la vasta y perdurable Biblioteca Ambrosiana.
Un lustro después de ser mencionado para una oscura y difícil misión en Polonia, este intelectual devoto de Schiller y de la cultura alemana se sentaba por primera vez en un trono que no abandonaría durante 17 años y al que llegaba después de un ascenso tan imprevisible como vertiginoso. No modificó, como Papa, su premonitorio escudo de armas: un águila negra sobre campo dorado, sobrevolando una leyenda: "En el vuelo, todo pasa..."

Ver, prever y proveer
Desde su primera decisión —confirmar en su cargo al Secretario de Estado de su predecesor, Cardenal Gasparri: una medida inédita en la historia del Papado— se supo que con Ratti llegaba al Vaticano un mesurado conservador, que vacilaría en modificar cualquier cosa, mientras no estuviese convencido de su imprescindibilidad.
"El primer año para ver, el segundo para prever, el tercero para proveer", confió a un Cardenal, como síntesis de los planes de gobierno para su primer trienio. Cumplió el axioma durante bastante más tiempo que ése: hábil negociante, condujo durante cuatro años las interminables conversaciones de Letrán, a pesar de que la Iglesia necesitaba con urgencia regularizar su situación económica, devastada desde la pérdida de los Estados Pontificios. Como buen ajedrecista, sacrificó material por ventajas de posición: había recibido un Vaticano empobrecido —para su coronación fue necesario recurrir a un empréstito, gestionado por el eficaz Gasparri— y lo dejó floreciente, con un status de soberanía acorde a la realidad de los tiempos, y una dirección política que sería poco probable enmendar a corto plazo.
En ese último punto es donde entra en escena Eugenio Pacelli, un hombre de confianza de Ratti durante todo su mandato: titular de la peligrosa y estratégica Nunciatura ante el Reich, especializado en política exterior alemana, Pacelli es protagonista de los acuerdos de 1925 y 1929 responsable de los acercamientos entre la Santa Sede y el Estado alemán. Cuando regresa a Roma, en febrero de 1930, es nada menos que para suplantar al legendario Cardenal Gasparri como Secretario de Estado del Pontífice, cargo que abandonará sólo para convertirse en Pío XII, a la muerte de Ratti.
Así, las teorías que asignan a Pacelli un rol menor, como heredero del pensamiento político de Pío XI, parecen complementarse con las hipótesis opuestas, según las cuales el ex Nuncio ante el Reich sería el responsable absoluto de la complicidad por silencio en que la Iglesia incurre durante la Segunda Guerra. En realidad, los dos estructuran —entre las décadas del veinte al cuarenta— la poderosa y coherente política vaticana contemporánea: si Pío XII no se animó jamás a llevar un ataque frontal contra la barbarie nazi —a pesar de sus reiterados eufemismos para pedir "consideración en el trato a los opositores; sobre todo a las minorías no arias"—, su antecesor dejó pasar sin comentarios el crecimiento desaforado del antisemitismo hitleriano, incluyendo el manojo de leyes racistas de setiembre de 1935, entre las que figuraba la que prohibía el casamiento entre judíos y alemanes, "para proteger la sangre y el honor alemanes". 
Ambos tuvieron razones para hacerlo. Pío XI había trabajado una década para asegurar con media docena de acuerdos y concordatos; la salud de su grey en Alemania, y lo obsesionaba el pensamiento de que un 'faux pos' político podría ampliar la persecución hacia los veinte millones de católicos alemanes: tenía presentes las persecuciones stalinistas, y preparó el terreno para que su continuador no se viese atacado por dos frentes. Pacelli —a quien le tocó vivir la experiencia directa de la guerra— tuvo aún más complicaciones: si se malquistaba definitivamente con el Reich, cualquiera fuese la suerte del conflicto, el vencedor sería su enemigo (ya que la Unión Soviética se alistaba entonces entre los aliados); por otra parte: ¿quién le aseguraba que el enfervorizado nacionalismo alemán no sería capaz de producir otro Lutero, de responder a un choque abierto del Vaticano con la creación de una Iglesia Nacional de imprevisible capacidad expansiva?
Políticamente, el razonamiento es inobjetable, pero con él se derrumban los últimos candores del humanismo: privada de su fuerza temporal, imposibilitada de tomar parte en el prestigioso desarrollo del militarismo, condenada a convertirse en una fuerza política, la Iglesia acepta las reglas del juego para sobrevivir, aunque el camino esté empedrado de hornos crematorios.

Ad Multos Annos
La noche del 29 de setiembre de 1938 se hizo evidente que Pío XI no soportaría mucho tiempo más los rigores de su fatigado corazón. Fue la última vez que habló en público un vano y reiterado llamamiento a la paz: la dignidad de la alocución se quebró hacia el final en un sollozo incontenible, pero el Pontífice atinó a otorgar su bendición antes de desmayarse.
No pudo levantarse, casi, desde entonces. La noche del jueves 9 de febrero de 1939, una alta fiebre, unida a trastornos circulatorios, lo precipitó en la agonía: murió en la madrugada del viernes, sin recuperar el conocimiento, mientras su Secretario de Estado oraba a los pies de su cama. A los 82 años de edad Ratti dejaba vacante la silla de San Pedro, en un momento de altísimo voltaje internacional. "Como sus predecesores —asegura Friedrich Gontard, en su Historia de los Papas—, Pío X y Benedicto XV, sufrió la tragedia del Papado moderno: contemplar cosas horrorosas y no poder hacer nada para alejarlas."
El Príncipe de la Iglesia que esa madrugada veló en oración la agonía de Pío sería, sin embargo, el encargado de llevar a los últimos extremos esa impotencia y esa contemplación del horror: 61 Cardenales acudieron de todo el mundo para el acto electoral, pero una buena proporción de ellos sabía que el ejecutor de la política de Ratti era el forzoso candidato para continuarla. Pacelli no parecía, sin embargo, tan convencido: se asegura que tenía en su bolsillo un pasaje para Suiza, donde proyectaba tomarse las primeras vacaciones en muchos años.
El cónclave barrió con esas esperanzas: a las dos horas del primer día de reunión, Pacelli fue elegido con la totalidad de los votos de Cardenales extranjeros a su nombre, aunque sólo obtuvo diez votos de la mayoría italiana. Ante la evidencia, los dubitativos Príncipes peninsulares se plegaron a la mayoría, y el Secretario de Estado fue ungido nuevo Papa en segunda votación, con la totalidad de sufragios, si se descuenta el suyo propio (lo habría emitido a favor de Della Costa, Arzobispo de Florencia).
Por primera vez en la historia, un Papa consagrado tan velozmente por unanimidad pidió otro escrutinio antes de aceptar su investidura: Pacelli temía que presiones derivadas de la tensa situación internacional estuviesen detrás de su designación, ya que obviamente convenía no innovar en la política exterior vaticana. Solicitó ese día al Colegio para reflexionar, pero, a las 17.27 de la tarde siguiente, la tercera ronda confirmó la unanimidad de los Cardenales: era el 2 de marzo de 1939, día en que Pacelli cumplía 63 años.
Su coronación —el 12 de marzo— fue la más majestuosa del siglo: desde la pérdida de los Estados Pontificios, en 1870, la ceremonia había tenido un carácter casi privado; Pío XII, primer Papa post-Letrán, retomó la antigua fastuosidad de la coronación pública, en los balcones que miran a la Plaza de San Pedro, donde una muchedumbre de 350.000 personas soportó con reverencia las cinco horas del acto.
Para los nativos de la ciudad, el hecho era doblemente significativo: por primera vez, el Jefe de la cristiandad —pero también Obispo de Roma— era un romano, desde la muerte de Benedicto XIII, en 1730. Dos siglos después, el orgullo patricio reflotó para glorificar el hecho de que Pacelli era un auténtico miembro de los "romani di Roma", y por añadidura pertenecía a la 'societá nera', como se denominaba a las familias con por lo menos dos generaciones de relación con el Vaticano: el abuelo de Eugenio, Marcantonio Pacelli, había sido Subsecretario de Asuntos Interiores de la Iglesia, y su padre —Filippo— abogado consistorial en la Santa Sede.
Después de la ceremonia, el flamante Pío XII estaba parco y pálido. Recordó a sus íntimos unas palabras que Ratti le había legado poco antes de morir: "Día tras día doy gracias a Dios —le había dicho el Vicario— por haberme permitido vivir en los tiempos actuales. Nadie tiene derecho a ser mediocre en esta época". 
11 de febrero de 1969
PRIMERA PLANA