Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


MUSICA

EL TROVADOR DE LOS PRESIDIARIOS

Revista Periscopio
03.03.1970


San Quentin subtitulada

Tiene cuarenta años, rasgos como tallados a cuchillo, hombros de estibador y un saco negro como los que usan los jugadores profesionales en los western de clase B. Toca la guitarra y canta, desde hace mucho tiempo. Pero durante años nadie se preocupó de su arte: Johnny Cash había sido catalogado, una vez por todas, en la categoría country and western. Un folklore agradable dedicado a los pobres tipos del Medio Oeste.

Pero, de pronto, todo ha cambiado: continúa cantando a los campos de algodón, a los revólveres que disparan solos, a las mulas jadeantes, a las locomotoras arrumbadas, a los indios acorralados en sus reservas, a las prisiones llenas de cucarachas y a los sheriffs llenos de alcohol, pero su público se ha multiplicado por diez y los Estados Unidos caen enamorados de este cowboy cuya voz no es muy afinada. Ahora, Johnny Cash es el cantante Nº1 de los norteamericanos.

En 1935, arruinado por la depresión económica, el padre de Cash embarcó a su mujer y a sus seis hijos a bordo de un camión. Destino: Arkansas, donde las tierras habían sido puestas a disposición de los aspirantes a desmontadores. A los seis años, Johnny se convierte en plantador de algodón. A los doce, tiene el derecho de pilotear la carreta tirada por la única mula de la familia. A los veintidós años, se regala su primera guitarra. Le harán falta dos años, antes de obtener del sello Sun, que acaba de caer sobre Elvis Presley, una cita para escucharlo. Su primera grabación, en 1954, obtendrá un leve éxito.
Hoy, Cash tiene en su cuenta veinticuatro long plays y ya ha dejado de contar los discos de oro, las medallas de todo género que gana semana tras semana. Multimillonario en pesos nuevos, si se hace la conversión, pasa nueve meses del año surcando las rutas norteamericanas a bordo de su gigantesca casa rodante para cantar ya sea en el Carneggie Hall, en los estadios de 30 mil personas o en las granjas.

Pero lo que lo ha lanzado, en verdad, en brazos de la fama son sus visitas canoras a las grandes cárceles norteamericanas. En compañía de sus músicos, de su suegra, de su encantadora mujer, June Carter, Cash actúa regularmente en los locutorios y salas de actos de las prisiones. Canta para aquellos a quienes él llama "sus hermanos de siempre".

Sus dos álbumes más famosos fueron grabados, uno en la prisión de Folsom, y el otro, en la de San Quintín. Cash, en ambos, canta todos sus éxitos —cantos de trabajo, de prisioneros, del Lejano Oeste mitológico— frente a dos o tres mil reclusos vigilados por guardiacárceles con el fusil cargado y listo para disparar.

La canción que obtiene el éxito mayor, siempre es la misma: San Quintín. Ella se ha convertido en el himno de todos los reclusos de los Estados Unidos: 'San Quintín, vos me has hecho / conocer el fondo del infierno, / En tu casa se puede entrar. / Pero nunca se puede salir, / San Quintín, qué odio te tengo al más pequeño de tus lugares. /Tus paredes se pueden derrumbar y quemarse en el infierno./ El mundo entero puede olvidar que vos existías, un día . . .

Únicamente los guardias de las cárceles no aprecian al trovador: cada vez que pasa los muros para entonar sus baladas, sube la fiebre de sus pensionarios y hasta llegan a estallar motines.

 

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Johnny Cash en prisiòn


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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