Tiene cuarenta años, rasgos como tallados a
cuchillo, hombros de estibador y un saco negro como los que usan los
jugadores profesionales en los western de clase B. Toca la guitarra
y canta, desde hace mucho tiempo. Pero durante años nadie se
preocupó de su arte: Johnny Cash había sido catalogado, una vez por
todas, en la categoría country and western. Un folklore agradable
dedicado a los pobres tipos del Medio Oeste.
Pero, de pronto, todo ha cambiado: continúa cantando a los campos de
algodón, a los revólveres que disparan solos, a las mulas jadeantes,
a las locomotoras arrumbadas, a los indios acorralados en sus
reservas, a las prisiones llenas de cucarachas y a los sheriffs
llenos de alcohol, pero su público se ha multiplicado por diez y los
Estados Unidos caen enamorados de este cowboy cuya voz no es muy
afinada. Ahora, Johnny Cash es el cantante Nº1 de los
norteamericanos.
En 1935, arruinado por la depresión económica, el padre de Cash
embarcó a su mujer y a sus seis hijos a bordo de un camión. Destino:
Arkansas, donde las tierras habían sido puestas a disposición de los
aspirantes a desmontadores. A los seis años, Johnny se convierte en
plantador de algodón. A los doce, tiene el derecho de pilotear la
carreta tirada por la única mula de la familia. A los veintidós
años, se regala su primera guitarra. Le harán falta dos años, antes
de obtener del sello Sun, que acaba de caer sobre Elvis Presley, una
cita para escucharlo. Su primera grabación, en 1954, obtendrá un
leve éxito.
Hoy, Cash tiene en su cuenta veinticuatro long plays y ya ha dejado
de contar los discos de oro, las medallas de todo género que gana
semana tras semana. Multimillonario en pesos nuevos, si se hace la
conversión, pasa nueve meses del año surcando las rutas
norteamericanas a bordo de su gigantesca casa rodante para cantar ya
sea en el Carneggie Hall, en los estadios de 30 mil personas o en
las granjas.
Pero lo que lo ha lanzado, en verdad, en brazos de la fama son sus
visitas canoras a las grandes cárceles norteamericanas. En compañía
de sus músicos, de su suegra, de su encantadora mujer, June Carter,
Cash actúa regularmente en los locutorios y salas de actos de las
prisiones. Canta para aquellos a quienes él llama "sus hermanos de
siempre".
Sus dos álbumes más famosos fueron grabados, uno en la prisión de
Folsom, y el otro, en la de San Quintín. Cash, en ambos, canta todos
sus éxitos —cantos de trabajo, de prisioneros, del Lejano Oeste
mitológico— frente a dos o tres mil reclusos vigilados por
guardiacárceles con el fusil cargado y listo para disparar.
La canción que obtiene el éxito mayor, siempre es la misma: San
Quintín. Ella se ha convertido en el himno de todos los reclusos de
los Estados Unidos: 'San Quintín, vos me has hecho / conocer el
fondo del infierno, / En tu casa se puede entrar. / Pero nunca se
puede salir, / San Quintín, qué odio te tengo al más pequeño de tus
lugares. /Tus paredes se pueden derrumbar y quemarse en el
infierno./ El mundo entero puede olvidar que vos existías, un día .
. .
Únicamente los guardias de las cárceles no aprecian al trovador:
cada vez que pasa los muros para entonar sus baladas, sube la fiebre
de sus pensionarios y hasta llegan a estallar motines.