Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

NIXON
SOLO SE VIVE DOS VECES

Revista Primera Plana
28 de octubre de 1968
Ariel Delgado

Samuelson — La devaluación del dólar es un asunto que quedará a decisión del nuevo Presidente.
Primera Plana — ¿Usted quiere decir Richard Nixon?
Samuelson — Eso me temo.
Entre los treinta millones de ciudadanos norteamericanos que, aproximadamente, se inclinarán por Hubert Horatio Humphrey el 5 de noviembre, una gran parte, acaso la mitad, cree que su sufragio tendrá un sentido romántico y que el triunfador, en definitiva, será Richard Milhous Nixon, el restaurado candidato del Partido Republicano.
Un testimonio menos calificado que el de Samuelson, pero igualmente expresivo, lo presta Arnold Grosso, un mecánico recién graduado en la escuela superior: "Si las elecciones fueran hoy —asegura—, yo votaría sin vacilar por Humphrey, pero tengo la impresión de que el vencedor será Nixon".
¿Por qué? La respuesta más típica puede estar condensada en la declaración de un ingeniero de Nueva Jersey, Alfred Ernest Plumer: "Votaré por Nixon porque estoy harto del desorden actual y creo que hace falta una nueva Administración".
Es lo que han dicho, de otro modo, la mayoría de los 1.500 encuestados por Louis Harris cuando se les pidió que establecieran diferencias entre los dos candidatos principales, de acuerdo a una serie de preguntas tabuladas con anterioridad: tres de cada cuatro entrevistados sostuvieron que Nixon es un hombre de probada integridad y con una sólida experiencia en los asuntos internacionales. Otras dotes: una cordial personalidad y probada firmeza para tratar con los comunistas.
El 40 por ciento de los opinantes expresó que "Nixon inspira la mayor confianza para el cargo de Presidente", contra un 28 por ciento que se manifiesta por Humphrey en el mismo sentido; el mayor demérito que le encuentran es haber perdido, antes, dos comicios; el de 1960, cuando fue batido por John Kennedy, y el de 1962, que le cerró el acceso a la Gobernación de California. Ambas campañas, es cierto, abundaron en calamidades para él, sobre todo la primera: todavía se recuerda su desventajosa polémica, en una serie de debates televisados, con el aspirante demócrata.
Pero pocos tienen presente que, ya en plena lucha por la nominación, se lastimó un pie; su figura se volvió ridícula: un postulante vulnerado en su talón de Aquiles. Hay que añadir, finalmente, la desafortunada respuesta de su padrino político, Dwight Eisenhower, en una conferencia de prensa, después que le preguntaron acerca de cuáles habían sido las más importantes Iniciativas de Nixon puestas en práctica por su Gobierno: "Así, de repente —vaciló el viejo militar—, no me acuerdo. Si me dan una semana, tal vez pueda encontrar alguna".
Pero la imagen del born loser (perdedor nato), del político irascible, descontrolado, que reñía con los periodistas en cada reunión, se esfumó en esta campaña. Nixon se convirtió en un candidato arrollador frente a George Romney, Nelson Rockefeller y Ronald Reagan, los tres oponentes que, sucesivamente y sin mucha convicción, le salieron al paso. Modificó su temperamento hasta presentarse como un líder aplomado, dueño de sus palabras y de sus actos. Hasta Walter Lippmann señaló el cambio: "No me atemoriza la perspectiva de ver a Nixon en la Presidencia —escribió días atrás—. Es hoy un hombre distinto y mejor de lo que era hace diez años, y yo he vivido mucho como para pensar que los seres humanos no cambian".
Los demócratas no quieren admitir esta posibilidad, y es lógico: aunque para luchar contra Nixon no tienen a mano más que el recurso de la baja ironía. John Kenneth Galbraith enciende su pirotecnia de esta manera: "En la India conocí la creencia popular de que se pueden vivir varias vidas, pero no estoy dispuesto a aceptarla en el caso de Nixon. Creo que con un solo Nixon ya es suficiente". Con todo, la marcha del candidato republicano ha sido tan serena que no existe lugar para una réplica de ese calibre.
Su negocio es otro, como lo describen aquellos corresponsales que siguieron a los dos postulantes: "Nixon es una escultura, Humphrey una pintura sin secar. Nixon proyecta la imagen del orden, Humphrey la del caos. Nixon es sobrio y, por lo general contenido; Humphrey es vociferante y, a veces, desorbitado. Es Mozart contra Chaicovsky, Boros versus Palmer".
Las diferencias parten de la posición relativa que cada uno tomó al comienzo de la campaña. Nixon salió al frente y Humphrey, que anda detrás, debe apurarse para alcanzarlo; el primero conserva sus energías, el otro corre a toda velocidad y acaso se quede sin aliento. Es, en cierto modo, la repetición de las primarias de Nueva Hampshire; esta vez, Humphrey representa el papel que entonces jugó el Gobernador de Michigan, Bomney: busca sin ton ni son estrechar las diferencias, programa la mayor cantidad de actividades que podría desempeñar en un día, desafiando a su rival a discutir con él, a confrontar directamente sus puntos de vista. Mientras tanto, Nixon se mantiene juicioso, calmo, como si estuviera por encima de toda esa estridencia. Exasperado Humphrey también desciende al humor barato: "Algunos dicen que hay un nuevo Nixon, y es posible —comenta—; otros creen que es el mismo Nixon de antes. Yo no voy a terciar en la controversia. Yo digo que hay un solo Nixon de carne y hueso y con eso ya tenemos demasiado".

El activo engranaje
A los 55 años, el Nixon de carne y hueso que abruma al Vicepresidente mantiene su peso de poco más de 90 kilos y se ha mudado de California —su estado natal— a Nueva York, donde ocupa un fastuoso departamento en la avenida Quinta, con un estudio no muy iluminado en el que habitan decenas de pequeños elefantes sonrientes, el clásico emblema del GOP (Gran OLd Party, el Partido Republicano), por él coleccionados en sus 22 años de militancia. Ahora, Nixon sigue los oficios de la Iglesia Reformista Holandesa; está por casar a la menor de sus dos hijas, Julie, con un nieto de Eisenhower, y abandonó definitivamente los palos de golf, en sus ocios, por las caminatas, los conciertos de música sinfónica y una inesperada habilidad: ejecutar al piano melodías no muy complicadas. Tampoco puede quejarse de cómo marcha su profesión de abogado, en un estudio que comparte con varios socios: le ha permitido reunir una fortuna personal del equivalente a 200 millones de pesos argentinos, casi el doble de lo que ha declarado Humphrey.
El cambio de residencia, las experiencias pasadas, ayudaron a su transformación; hoy, en vez de intervenir en todos los pasos de la campaña, como en otros tiempos, Nixon se entrega a los organizadores profesionales, un grupo de 300 expertos que empezó a reunir aun antes de haber anunciado que lucharía por la candidatura del gop. Once meses antes, precisamente, Raymond Price —autor del editorial del New York Herald Tribune que respaldó a Lyndon Johnson en 1964— fue citado por un colaborador de Nixon, que fracasó en su tarea de atraerlo, y por el propio dirigente, que logró su propósito después de esperar una semana. Price, que representa algo menos de sus 38 años, se corta las patillas por encima de lo normal, contradiciendo la moda, y suele trabajar en mangas de camisa, aunque sin desabrocharse jamás el cuello. Estaba borroneando una novela cuando lo llamó Nixon; debió enfrascarse, en 7 días, en el estudio de un nuevo carácter: leyó todo lo que pudo encontrar sobre Nixon y, en, particular, las observaciones de Theodore H. "White en su libro The Making of the President (Candidato a Presidente), versión 1960, con el paralelo entre las campañas de Nixon y Kennedy. Pero Prices sólo una pieza de la organización que dirige John Mitchell, socio de un estudio de abogados que se fusionó con el de Nixon en enero de 1967. Para constituir la firma Nixon, Mudge, Rose, Guthrie, Alexander y Mitchell. Corpulento, algo calvo, con sus 54 años, es todo un veterano en el equipo de Nixon, mucho más joven, numeroso y distinguido que el que lo secundaba en 1960 y hasta que el que entonces auxilió a John Kennedy según proclama el candidato.
El título oficial de John Mitchell, dentro del equipo, es el de manager de la campaña, pero quienes lo secundan acostumbran llamarlo chairman of the board (presidente del directorio, en la Argentina); si Mitchell se mueve como tal, sus colaboradores no dejan de hacerlo como los directivos de una empresa muy bien estructurada y con una carta precisa. Es que Mitchell quiere que todo esté en orden: cuando se detiene a hablar, nunca deja a un costado su lapicera con pluma de oro. Fuera de su oficina, un puñado de jóvenes, con sus sacos abotonados, marca los periódicos y maneja gruesas carpetas, mientras las mecanógrafas fatigan sin cesar sus pulcras IBM.
Las paredes no están adornadas, excepto con las fotografías del candidato sonriente, a quien los jóvenes de la organización designan regularmente como "el patrón" o "R.N.", con genuina reverencia en la voz. A no ser por los carteles del candidato, al visitante que descendiera del ascensor, en el tercer piso de avenida Park 445, y traspusiera el marco de sus puertas, no se le ocurriría pensar ni por un momento que esas no son las oficinas de una compañía de seguros sino el cuartel general de Richard Nixon.
El programa que se trazó allí, según el propio Mitchell, consistía en presentar al líder republicano como "el hombre que podía devolver la unidad a este país", sin pasiones, sin excitación. Era imperioso evitar toda controversia que pudiese dividir: no hablar sobre Vietnam "para no entorpecer las negociaciones", no referirse a los incidentes de Chicago durante la Convención demócrata mientras hubiese investigaciones en curso, elegir a Spiro Theodore Agnew como compañero de fórmula porque acerca de él no existían opiniones capaces de justificar disidencias. Fue la misma estrategia empleada en la asamblea de Miami: dejar al candidato al margen de las intrigas y de los rumores. Nixon redactaba en Long Island su discurso de aceptación de la candidatura, y llamaba a Mitchell una vez por día. "¿Hay alguna noticia para mí?", preguntaba. "No, ninguna", le respondía. Cuando Rockefeller inició su carga, Herb Klein, un miembro de la organización que es amigo de Nixon desde hace 22 años y edita el San Diego Union, contestó sin siquiera consultarlo. En un momento dado, Klein supuso que debía llamar al candidato para replicar al desafío de Rocky: auspiciar una encuesta nacional para ver a quién de los dos prefería el público. Nixon ordenó: "No me interesa saber nada de este asunto. Arréglenlo ustedes como les parezca".
El brazo derecho de Mitchell —al menos, su oficina es la más próxima en esa dirección— es Len Garnment, el hombre con más swing del grupo: en un tiempo tocaba el saxo tenor con Woody Hermann. A él le correspondió introducir a Nixon en el mundillo artístico, y Henry Fonda y Godfrey Cambridge, al descubrirlo, terminaron sorprendidos. "Encontraron a un ser que respiraba, que charlaba, que sonreía", memora Garnment.
El equipo tuvo, naturalmente, sus problemas, pero quienes no obraban de acuerdo con el criterio general fueron despedidos o removidos de sus puestos. Allí hay que sentirse uno dentro de varias docenas de colaboradores para no sufrir tropiezos; Richard Whalen, el exitoso autor de una biografía sobre Joseph Kennedy (el fundador del clan), que llegó a best-seller, no lo admitía; le valió el puesto su acusación de que Nixon no se esmeraba lo suficiente en brindar a la Nación aclaraciones respecto de los grandes temas. A un trío sospechado de cometer infidencias con los periodistas se le reservó un destino quizá peor: la campaña del candidato a Vice. Los observadores objetivos consideran que Nixon hace su juego con una sola mira; evitar errores; por eso estiman que el nombramiento de Agnew marcó la única excepción a la regla. Para Lippmann, debe verse en él "un serio yerro que puede tener consecuencias trágicas", si bien acaso se diluya "tomando en cuenta todos los factores". Pero la candidatura de Agnew se vincula con la mejor tradición norteamericana. Thomas Marshall, que fue Vicepresidente bajo Woodrow Wilson, gustaba relatar esta fábula: "Había una vez dos hermanos. Uno se internó en el mar; el otro fue electo Vicepresidente y nunca más se oyó hablar de él".

El margen de Nixon
Agnew pierde, sin duda, en la comparación con Edmund Sixtus Muskie, su competidor demócrata, pero muchos se preguntan si el mismo Humphrey no sale perdiendo, también, en la comparación con su compañero de fórmula, lo que es más grave. En la confusa estrategia electoral demócrata proliferan los anuncios comparativos del record de ambos aspirantes a Vice, y una apelación inusitada: "¿Qué pasaría si muere el Presidente?" Es un elogio para Nixon. Más eficaces son las bromas que le prodigan por televisión los programas cómicos, aludiendo a la condición de semidesconocido de Ted Agnew.
—¿Qué opina usted de Spiro Agnew? —pregunta alguien.
—¿Spiro Agnew qué?
—Lo siento, olvidé la pregunta.
Pero quienes ejercieron el cargo fueron siempre los primeros en restarle importancia, como Theodore Roosevelt, número dos por un tiempo: "El Vicepresidente es, en la práctica —decía—, la quinta rueda del carro".
De poco vale, entonces, que el público demuestre en los sondeos su preferencia por Muskie. A fin de cuentas, el voto lo deciden los candidatos a Presidente y aquí la situación del Partido Republicano es a todas luces ventajosa. Al menos, es lo que indican las encuestas, un barómetro del que queda bien dudar pero en el que casi todos creen íntimamente. Es que ya no sólo opera el viejo George Gallup, sino también otras dos redes nacionales: la de Louis Harris y la de Alberto Sindingler. No hay diario de importancia que no los imite en el estado dentro del cual circula, y cada partido tiene, además, sus propias oficinas especializadas; en el caso de los demócratas, el propio Humphrey reconoce que los resultados son similares.
Las tres empresas daban, un mes antes del día de las elecciones, un cómodo triunfo de Nixon, con el 44 por ciento, según Gallup; el 39, de acuerdo con Harris, y el 37,5 en números de Sindingler; a su vez, el actuar Vicepresidente cosecharía el 29 por ciento (Gallup), el 31 (Harris) y el 28,7 (Sindingler); y Wallace: el 20 por ciento (g), el 21 (H) y el 17,6 (s). Los resultados difieren, aunque no demasiado.
Ahora bien: ¿podrían equivocarse todos a la vez? Gallup está dispuesto a aceptar un margen de error del 3 al 5 por ciento, aunque pregona —orgulloso— que el promedio de sus desviaciones respecto de la realidad ha sido, desde 1945, del 1,5 por ciento apenas. Harris defiende la bondad de su servicio: es correcto, insiste, "en más de un noventa por ciento". Sindingler, que usa el sistema de las consultas telefónicas, se cubre por anticipado: "Pienso que las encuestas podrían contener equivocaciones este año". El Times de Nueva York, lanzado más prematuramente que otras veces en defensa de un candidato (Humphrey, ahora), se entretiene con esta perspectiva.
"El margen del 4 por ciento que admite Gallup podría alcanzar al 8 por ciento —observa el Times— si se suman las desviaciones para el primero y para el segundo." Los principales factores de incertidumbre que ha recogido el diario, en la presente campaña, son:
• Un número creciente de habitantes, particularmente en las grandes ciudades, se rehúsa a ser interrogado por los encuestadores, y nadie sabe cómo computar sus futuros sufragios.
• Las técnicas que los encuestadores usan para descartar a las personas que no votan, y para clasificar a los indecisos, han sido desarrolladas en competencias directas entre dos candidatos y no entre tres, como se presentan en la actualidad.
• Lo que parece una extendida falta de entusiasmo por los tres aspirantes (Nixon, Humphrey, Wallace) tal vez signifique la posibilidad de cambios de último momento, si hubiese algún hecho o anuncio importante.
Estos argumentos podrían justificar, más bien que la ineficiencia de las encuestas, la posibilidad de que el público modifique su opinión entre uno y otro sondeos.
Para los próximos días deben aguardarse ciertas variaciones en los porcentajes de las encuestas, debido a algún gesto desesperado de Humphrey o de su protector, Lyndon Johnson: ya han probado desde la parodia de un viaje a la Luna (la misión Apolo 7) hasta las versiones de un entendimiento con Vietnam del Norte y el cese de los bombardeos aéreos. Los líderes comunistas podrían, inclusive, llegar a colaborar con ellos —como Nikita Kruschev con Kennedy, al liberar a Gary Powers, piloto del avión espía U2—, a fin de cortarle el camino a un contendiente más rígido.
Pero el margen es muy amplio, más de lo que expresan las encuestas, porque la geografía electoral hace que el reparto de las preferencias otorgue una cantidad más que proporcional de electores a Nixon y Wallace, en perjuicio de Humphrey. Según las estimaciones, Nixon dispondría de 391 voluntades en el Colegio Electoral, 121 más de las necesarias para imponerse, frente a 52 para Wallace y 32 para Humphrey.
El margen podría ensancharse aún más para el republicano si, como descuentan muchos analistas, una porción de los partidarios y simpatizantes de Wallace decide, en el momento de votar, que su sufragio es un arma mejor en manos de Nixon. Porque no cabe duda de que casi todas las razones que colocaron a Nixon en la delantera son idénticas a las que engendraron "el fenómeno Wallace". Se trata, en esencia, de un vuelco hacia la salida conservadora, un gesto que sólo extraña, por otra parte, a los desprevenidos.
Sólo en dos campos la Administración demócrata puede jactarse de haber conseguido objetivos concretos: el desarrollo económico y los derechos civiles. Pero los derechos civiles alentaron, de alguna manera, la explosión del Poder Negro, y la expansión económica ininterrumpida desde 1961 —el más largo período de prosperidad sin retroceso— acarreó una secuela indeseable y poco conocida: la inflación.
Es cierto que, en promedio, el ciudadano norteamericano dispone ahora del equivalente de 120.000 pesos al mes para vivir, un nivel que duplica el de los franceses y cuadruplica el de los argentinos. Pero el acceso a ese nivel fue gradual e insensible y, por otra parte, subsiste el sector sumergido de unos 30 millones de personas, que expresaron su queja en la Marcha de los Pobres. Además, ¿quién dijo que la prosperidad económica garantiza un éxito electoral? Al menos, no sucedió así en 1952, cuando Eisenhower asentó su victoria en otros temas, uno de ellos la desconcertante falta de definición en la Guerra de Corea.
Entonces, como ahora, un Presidente demócrata desistió de postularse para la reelección en medio de un período de prosperidad y durante una guerra estancada, en Asia. "Iré a Corea", prometió Ike al electorado, que buscaba soluciones; su frase despertó confianza. En 1968, el pueblo de los Estados Unidos no sabe cómo salir de su guerra más ajena, menos heroica.
En una encuesta levantada por Louis Harris se dieron a elegir todas las opciones posibles para fijar la actitud norteamericana, y el público se dividió en un abanico de proposiciones. Los extremismos —bomba atómica, retirada incondicional— no concitaron mucho apoyo; el 70 por ciento repartió su deseo en cuatro partes casi similares: aumentar la potencia militar con armamento tradicional; mantener la actual presión hasta que los comunistas soliciten la paz; trasladar las tropas de usa a las ciudades, dejando a los survietnamitas el peso de la lucha; regreso paulatino de los soldados y entrega de armas al Sur.
Codificando estas respuestas podría llegarse a la conclusión de que un 48 por ciento del público favorece una desescalada, pero un 43 por ciento está en contra. Debe desprenderse de ellas, entonces, una certeza: el repetido argumento de que el pueblo norteamericano ambiciona cualquier clase de paz, aun aquella que importe declinar el orgullo nacional, es un mito.

Los desnudos y los Peanuts
Parece obvio que Nixon reciba las simpatías de quienes pretenden que el Gobierno mantenga o acreciente la acción bélica (40 por ciento contra el 28 a favor de Humphrey); lo que no parece tan obvio era que llegase a igualar al Vicepresidente en las preferencias del público que anhela la desescalada. Esto significa que Humphrey tampoco supo granjearse el apoyo de las "palomas", mientras que los "halcones" respaldan a Nixon. Las diferencias resultan más claras al observar las contestaciones a esta pregunta: ¿cuál de los dos candidatos conduciría mejor la guerra? (con o sin desescalada, se entiende); el 39 por ciento piensa que Nixon, y el 25 se pronunció en favor de Humphrey.
Acaso todo hubiera sido diferente seis meses atrás, cuando el Senador Eugene Joseph McCarty, coterráneo de Humphrey, agitó con suceso la bandera del pacifismo y así logró derrotar a Johnson en las primarias de Nueva Hampshire, a pesar de su falta de antecedentes políticos. Pero Johnson, una vez fuera de la carrera, jugaba una carta que archivaría el tema de Vietnam para el resto de la campaña: abrió conversaciones con Hanoi, allanándose a las exigencias iniciales y, desde entonces, el pueblo advierte que la decisión está en dos manos; la justa intransigencia comunista, magnificada por él Gobierno y un sector de la prensa, fue presentada a los ciudadanos como el único motivo que estancó las negociaciones.
El cementerio de Arlington, donde descansan los héroes de la República, sufre reformas en estos días: necesita una ampliación; cada semana se abren decenas de tumbas, la mayoría de ellas para alojar a los muertos de Vietnam. Pero no son tantos, piensan los norteamericanos; 25.000 en tres años de reñidos combates; ellos no se impresionan demasiado por esa deplorable sangría. En parte, tal vez, porque los llamados a filas disminuyen incesantemente desde abril; de 50.000 a 12.000 citaciones mensuales.
En Broadway, la comedia musical de mayor éxito en la temporada recién inaugurada, Hair, narra la historia de un grupo de jóvenes, una tribu, que quema ritualmente sus convocatorias al servicio militar; sólo uno deja de hacerlo, sacrifica su cabellera —el símbolo de la libertad y la paz—, va al frente y muere. Entonces, la tribu eleva su conmovedora plegaria (Let The Sunshine In) y el telón cae sobre la segunda y última parte del espectáculo.
Con todo, un vasto sector del público sale comentando el final del primer acto: el momento en que dos hombres y dos mujeres aparecen desnudos, parados en los cuatro ángulos del escenario. Algunos espectadores protestan, escandalizados; si quisieran, encontrarían más motivos para su indignación en la calle Cuarenta y Dos o por la avenida Séptima, donde se sientan a comer un cheeseburger o una porción de pizza pie. Allí tienen a la vista un desfile de prostitutas y homosexuales y decenas de vidrieras enturbiadas por la pornografía menos embozada.
La lascivia se brinda —a los tres sexos— a precios razonables: dos dólares los casi desnudos en blanco y negro, y cuatro dólares las revistas en colores y sin omisión alguna. En esas publicaciones abundan los avisos de productos especiales, fruto de una industria paralela que hasta atrajo al famosísimo Charles Atlas, autor de un folleto con esotéricos ejercicios para "acrecentar la virilidad e introducir más placer en la vida".
La industria del plástico ofrece el instant pussy, un producto que "no ha sido diseñado para reemplazar a la Naturaleza sino como un ocasional sustituto"; uno por un dólar, seis por cinco; se pregona que "alivia la tensión", aunque en los hechos no demuestra mayor eficacia: las violaciones denunciadas, según la estadística de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), saltaron de 16.900 en 1960, a unas 31.300 este año. Y es ésta sólo una módica dosis de los actos criminales cotidianos: cuatro millones y medio de atentados, incluyendo asesinatos, robos, asaltos, violaciones y demás rubros. Los encuestadores —otra vez— descubrieron que el 50 por ciento de las mujeres adultas de todo el país tienen miedo de salir solas a la calle, de noche.
He aquí, acaso, la única guerra que inquieta a los norteamericanos, la que ha trasladado el vértice electoral del ingenuo pacifismo de McCarthy (quien, una vez en la Casa Blanca, no hubiese podido desobedecer al Alto Mando) al respeto por la Ley y el Orden, de Nixon y Wallace. Esa mudanza no es caprichosa: por más que Nixon y Wallace bregaran para que ella ocurriese, se necesitaba la complicidad de los votantes con el fin de elevarlas a la categoría de tema central, único. Humphrey optó por reflotar a Vietnam —creyendo, iluso él, que sus conciudadanos olvidarían su fidelidad a la política de Johnson en el Sudeste de
Asia— para no caer en las brasas de la Ley y el Orden; en lugar de urdir una fórmula que le permitiera polemizar con sus rivales en ese aspecto esencial de la discordia norteamericana, se lanzó a criticar el "ánimo represivo, fascista", de Nixon y Wallace.
"Que los dos sigan soñando con habilitar más cárceles", se burlaba; no advirtió que así se burlaba también de la mayoría de los sentimientos —atizados, es posible, reducidos a la abyección del miedo, si se quiere— de los sufragantes. La moraleja de este enredo: el electorado no duda de que, para imponer la Ley y el Orden, son mejores los opacos conservadores.

Historia de la impunidad
No habría pensado así, tal vez, de haber seguido adelante Robert Kennedy, el único líder demócrata capaz de ofrecer una mezcla aceptable de liberalismo y autoridad, encarnados, además, en una personalidad magnética. Pero fue el asesinato de Kennedy el que abrió un cauce más amplio a los reaccionarios, al poner de relieve la impunidad del crimen en los Estados Unidos. La muerte de Martin Luther King y su secuela de violencias callejeras y depredaciones desataron la alarma; la caída del Senador terminó de evidenciar que algo andaba mal en el mecanismo interno y era imperioso detenerse a revisarlo.
Tal es la explicación más genuina del boom de Nixon y Wallace, abonado por un terreno fértil; la resistencia de mayorías espiritualmente sanas a dejarse arrastrar por una decadencia insinuada en muchos órdenes, por minorías inadaptadas y recalcitrantes. En la Universidad estatal de Louisiana, en Nueva Orleáns, un estudiante de 19 años que todavía no necesita llevar su máquina de afeitar más abajo de sus patillas conduce un grupo de jóvenes especializados en computación. Describe su trabajo, se apasiona y termina pidiendo a sus visitantes: "Vuelvan, por favor". En una pared de la sala, especialmente refrigerada, un enorme cartel de los hermanos Marx se identifica con tres iniciales insólitas: I. B. + M. El culto a la máquina y el culto a la risa van de la mano.
Tan juntos como los alumnos blancos y negros que conviven tranquilamente desde que comenzó a funcionar esa Universidad pública, hace diez años. Es una historia fresca, pero superada en el Estado. En ese lapso se pusieron en marcha los otros derechos civiles y los negros pudieron sentarse en los mismos ómnibus que los blancos. Las diferencias son ahora de otro tipo, como señala, bromeando, el profesor John Reinecke, especialista en mercadología, otro liberal que votará por Humphrey, si bien cree en el triunfo inevitable de Nixon. "Yo estoy, socialmente, en la clase alta —señala—, y económicamente en la clase baja, como mi padre, que también era profesor."
En la cafetería, con una máquina expendedora para los pocos estudiantes que fuman, a la vista, el líder negro charla tranquilamente con sus amigos. De pronto hacen bromas, ríen. Claro que todo esto ocurre en el Sur, el territorio pacificado a la fuerza, el reino del rigor. No hace falta ir tan lejos para observar los grupos de estudiantes que trabajan con seriedad o se divierten sin estridencias, lejos de los disturbios y la cólera, con su manera tan peculiar de vivir intensamente.
En Washington, la capital, en el afrancesado barrio de Georgetown —donde vivió Jacqueline Bouvier antes de su primer matrimonio y en los momentos posteriores a la muerte de su marido—, se despliega la mayor animación nocturna. A unas treinta cuadras, apenas, estallaron los incidentes raciales a principios de año; sin embargo, jóvenes blancos y negros pasean juntos, toman cerveza, escuchan música, bailan. Allí no hay ebrios ni busconas: quizás algún turista desengañado porque nadie responde a sus ingenuos requiebros.
Un poco más lejos de Georgetown, un santuario del rock'n roll reserva más sorpresas. Un portero, encargado de seleccionar al público, estampa un sello en la mano a quienes obtienen el derecho de admisión. Circula la leyenda que por allí anduvo la policía y se llevó, narcotizada, a la hija del ex precandidato George McGovern. Lo cierto es que, ahora, las únicas drogas que se expenden son una pizza de dudosa ascendencia italiana y una música estridente, de dimensión caótica.
Un caos multiplicado por las parejas que salen a bailar con la más extraordinaria diversidad de atuendos, desde la simple remera hasta el smoking, desde la minifalda hasta el vestido de gasa. En un escenario muy elevado, dos chiquilinas de 17 años bailan en bikini, turnándose. Cuando terminan se deslizan un vestido encima y se sientan a una mesa, a tomar alguna bebida sin alcohol, con sus novios.
Un caos organizado como el de la calle Tremon, en Boston, un bullicio que sólo se interrumpe cuando se descienden las escaleras para ver, en acción, al fabuloso Thelonius Monk, o al Em Yey Quiu, que es como debe mencionarse, por la sigla, al Modern Jazz Quartet, para no desentonar.
Pero si Hair es el estreno más frecuentado de Broadway y El hombre de la Mancha, con José Ferrer, gira por los estados entre aclamaciones, nada puede compararse en el "off Broadway" con la pieza que se permite el lujo de ser exhibida simultáneamente en siete ciudades —entre ellas Montreal y Helsinki— por otras tantas compañías, para poder atender las demandas del público de Nueva York, Washington, Boston, San Francisco, Los Angeles.
¿Algún drama sádico? ¿Un atrevido musical! Tal vez sí, podría decirse que la protagonista, Lucy, es algo sádica; y los aullidos del perro Snoopy pueden confundirse, con buena voluntad, con un aria pop. La pieza es una versión corpórea de la historieta cómica Peanuts, de Schultz, y se llama You Are a Good Man, Charlie Brown (Eres un buen hombre, Charlie Brown). Esa es la frase que el conflictuado personaje espera escuchar como un bálsamo y que sólo le dicen al final de la representación. Cinco minutos antes, Charlie describe la felicidad: '"Aprender a silbar, lustrarse los zapatos por primera vez, tocar el tambor en la banda de la escuela, conseguir dos clases de helado, andar solo por la calle y, después, volver al hogar".
Una simpleza, en definitiva. Esa simpleza, sin embargo, arrastra a millares de personas todas las noches, hombres y mujeres que ponen todo de su parte para imaginar que ese hombre de 25 años que se acuesta sobre la casilla, con pantalón y turtle-neck es, efectivamente, el perro Snoopy, proclamando embelesado, con un plato entre las patas, que la hora de la comida es el mejor momento del día. Algo curioso: Peanuts se ha transformado en una industria más productiva que la pornografía; los libros, los muñecos de paño, los emblemas, invaden los supermercados y nadie carece ya de un souvenir de Snoopy, de Lucy, de Charlie Brown. Es ésta una visión demasiado bucólica, parcial. Conforme. Es cierto que mientras representan Peanuts, en otro lado de la ciudad, por ejemplo el Dupont Circle, en la capital de los Estados Unidos, un puñado de hippies se arremolina, entona canciones de protesta, se queja de un episodio desmenuzado en los diarios, provoca a los policías con alusiones o con un cigarrillo de marihuana entre los labios. Pero, ¿cuántos son y qué quieren? ¿De dónde sale esa chica de 16 años, pulcra, casi angelical, que pide unas monedas "para comer"? Por lo general, escapan de sus casas, ponen a prueba la libertad que se les ofrece. Y, de hecho, no se rebelan contra nada. Mientras unos reparten volantes autografiados que incitan a no comprar uvas californianas porque los recolectores huelgan, otros exhiben con insolencia sus brazaletes con esvásticas.

Las minorías derrotadas
Seamos francos: ¿es la protesta de una generación o la inconsciencia de un grupo pequeño, mimado por una sociedad complaciente? Hasta las campañas de moralidad exageran el fenómeno: "La mayoría de los ladrones de autos tiene que volver a su casa antes de medianoche —dice un slogan afortunado— porque tiene menos de 16 años". Luego: "No ayude a un buen muchacho a volverse malo. Cierre bien su auto y llévese las llaves". No sería extraño que esta campaña del Consejo de Publicidad contara con un apoyo extra de los fabricantes de cerraduras.
Lo que hay que recordar, una y otra vez, es que aun aceptando la responsabilidad de la sociedad toda, la rebelión, el desorden, no son sino la expresión de minorías, y no siempre las más desposeídas ni las mejor inspiradas. Sólo un clima de reacción ante sus excesos y la tolerancia que han desplegado muchas autoridades y muchos políticos pueden servir de basamento al fenómeno Wallace, un posible arbitro en el Colegio Electoral. Lo adviertan o no, esas minorías —a las que no les interesa el poder, porque nunca lo conquistarán— trabajan a favor de sus enemigos: gracias a Daniel Cohn-Bendit, de Gaulle obtuvo una victoria sin parangón en la historia francesa.
Hoy, en los Estados Unidos, ya no suena a cosa medieval que un candidato sostenga que la policía debe recibir más poderes para enfrentar el crimen o que la integración racial debe hacerse paulatinamente, dejando a cada estado el derecho a manejar el proceso. Sigue siendo fácil criticar esos puntos de vista, pero la diferencia reside en que ahora también resulta fácil compartirlos: la gente de mentalidad conservadora ya no debe esconderse ni ocultar lo que piensa. Al boom de Wallace se suma, este año, la resurrección política de Barry Goldwater, que disputará —con fortuna, al parecer— una banca del Senador por Arizona.
De alguna manera, Nixon encarna, aunque moderadamente, esa reacción que ha pasado a ser la de la mayoría del pueblo: él también se propone reforzar la ley y su cumplimiento. Es llamativo que, finalmente, este verano no hayan ardido los habituales riots, las oleadas de violencia que brotan con puntualidad, a esta altura del año, desde hace un lustro. Luego de la espontánea erupción por el asesinato de King, nada volvió a ocurrir con la virulencia habitual. Acaso una muestra de que las minorías revoltosas ya no se sienten alentadas a salir a la calle, conscientes de que las mayorías se impacientan y están a punto de darse jefes más enérgicos.
¿Y en poder de quiénes está la decisión? No de los negros, que representan apenas un 8 por ciento del electorado; tampoco de los menores de 24 años, otro segmento parecido. Nixon no goza de sus simpatías ni de la de los otros grupos marginales, que adoraban a Bob Kennedy; en realidad, no precisa de ellos para imponerse y, al no hacer nada por halagarlos, recibe el favor de la gente madura, los blancos protestantes, hombres y mujeres con estudios superiores, habitantes de las pequeñas ciudades y de los suburbios residenciales. Esta vez, sin embargo, también entró en el corazón de las grandes urbes de más de medio millón de almas, arrebatándoselas a los demócratas, sus habituales dueños.
A Humphrey le queda el voto negro, el de los judíos, el de los católicos y el de los sindicalistas profesionales. Wallace recluta sus admiradores sobre todo en las poblaciones rurales, cierto sector, con buena educación adquirida y gente sin militancia política anterior.
En síntesis: sólo Nixon tiene las mayorías de su lado. Y no tanto porque la imagen del candidato sea muy sólida. Hay otro factor decisivo en los próximos comicios: es la descomposición, a la vista de todos, del partido gobernante. El desafío de McCarthy a su Presidente, la feroz puja entre Humphrey y Kennedy, el ávido ingreso a la lucha de McGovern, el infame espectáculo de la Convención, y el quintacolumnismo de McCarthy en la campaña de Humphrey, dan la impresión de una maquinaria descompuesta que necesita imperiosamente salir de circulación hasta que se arregle.

El hombre, los hombres
No es sólo una presunción. Entre las mediciones que se realizaron a lo largo de la campaña, se investigó la repercusión de las dos Convenciones partidarias en la opinión pública y se vio que casi la mitad de los norteamericanos sostenía que el discurso pronunciado por Nixon en Miami Beach fue uno de los mejores producidos por un político en los últimos tiempos. Esa franja convino en que la asamblea republicana fue aburrida pero, en todo caso, fue peor la condenación de un 34 por ciento de los encuestados, que aceptaron que la turbulenta Convención de los demócratas había servido para indicar que no están en condiciones de seguir gobernando el país.
Es un enfoque que el veterano Lippmann siempre tuvo presente. Acaso él, antes que nadie, haya visto en la definición de este pleito la necesidad de una rotación entre los dos elencos mayores del sistema bipartidista norteamericano; y si prefería a Rockefeller, ahora se queda con Nixon, sencillamente porque no hay opción: "Me parece incuestionable que el Partido Demócrata es hoy incapaz de ofrecer al país la perspectiva de un Gobierno coherente. Wallace nunca tuvo tras él, ni tiene, un partido organizado, sino una multitud colérica. Así, queda Nixon como único candidato en condiciones de ser electo y que promete, nos guste o no, ser capaz de organizar una Administración". Una evidencia que el pueblo norteamericano consagrará o no en las urnas, pero que de ninguna manera puede dejar de aceptarse.
Dicho de otro modo: es probable que no sólo sea demagogia, o rutina el slogan que preside la campaña de los republicanos: Nixon is the One (Nixon es el hombre).

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Con Johnson


El debate con Kennedy


En 1952 candidato a Vice junto a Eisenhower

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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