El ocaso de Charles de Gaulle


Uno de sus ayudantes le pidió que se acercara a la ventana para observar la manifestación. El Presidente, sin duda, no pudo ver entonces a esa inmensa muchedumbre, 300.000 personas al menos, que bañaba los Campos Elíseos. Hace tiempo que sus ojos le fallan, aunque quizá escuchó los gritos de ¡De Gaulle no está sólo! ¡Obreros al trabajo! ¡Cohn-Bendit a Pekín! ¡Viva la Quinta República! Ni los estudiantes ni los obreros habían conseguido reunir tanta gente como los gaullistas, el jueves pasado a la tarde, en París.
Encabezaban la columna los inválidos de guerra y el veterano Maurice Schumann, que fue vocero del general de Gaulle en Londres, entre 1940 y 1944; también estrechaban filas André Malraux, el antiguo cronista de la sublevación china, y Michel Debré, aún jefe de la economía francesa. Hacia las ocho de la noche, un desfile de automóviles repartió bocinazos frente al Palacio del Elíseo, mientras continuaba el sonsonete de las gargantas, como un martillo: ¡De Gaulle, de Gaulle, de Gaulle!
El ayudante del Presidente se creyó obligado a informarle:
—La manifestación es para usted, mon general.
El viejo estadista esbozó una sonrisa imperceptible.
—Sí sólo fuera mi persona lo que hoy está en juego...
Tenía razón. También estaban en juego su altanería, sus ideas, la voluntad de hierro que le sirvió para sacar a Francia, en el último lustro, de su pozo de humillaciones. Naturalmente, para él estaba en juego Francia; acaso Europa entera, el mundo tal vez. Porque para este anciano militar Francia es el mundo y quién sabe si no Charles de Gaulle.
Por eso, cinco horas antes, había anunciado a sus Ministros las duras medidas con las que iba a desbaratar el segundo intento —en dos semanas— de los partidos opositores para derrocarlo. Las medidas:
• Disolución de la Asamblea y llamado a comicios parlamentarios, que deben celebrarse el 23 y 30 de junio.
• Aplazamiento del referéndum sobre reformas en la enseñanza y el campo social, fijado para junio 16.
• Empleo de todos los recursos constitucionales para mantener el ordert (una alusión al artículo 16, que le confiere plenos poderes).
• Confirmación de Georges Pompidou como jefe del Gobierno, a quien le encargaba formar otro Gabinete.
• Declaración de guerra a los comunistas franceses, sus rivales.
Si bien se mira, estas disposiciones no entrañan gravedad alguna. Despedir a los actuales Diputados es oficializar la agonía de un Parlamento al que de Gaulle redujo sus facultades hasta convertirlo en un club para retóricos y oradores profesionales. La postergación del plebiscito era obligatoria ante la necesidad de celebrar dos ruedas electorales urgentes. En cuanto a la amenaza de utilizar el artículo 16, señala, junto con el mantenimiento de Pompidou, una manera de informar a los revoltosos que él no tenía interés alguno en dimitir, como le piden sus enemigos desde que se alzaron en contra suyo, el 17 de mayo.
Con todo, de Gaulle no descuidó una consulta esencial, la única que le permitiría llevar adelante sus planes de lucha: el miércoles, se apersonó al general Jacques Massu y a otros líderes del Ejército para sondear su apoyo. No caben dudas de que el respaldo fue total; tampoco caben dudas de que el Presidente alimentó las versiones sobre traslado de fuerzas de Alemania y otros sectores del país, hacia la capital, para colgar sobre sus opositores una espada de Damocles.

Los dos contendores
A fines de semana, algunas fábricas reabrían sus puertas, clausuradas durante los últimos quince días; los dirigentes políticos no salían de su sorpresa; daban por caído a de Gaulle y, de súbito, de Gaulle los desafiaba a medirse en las urnas. Entre los jirones de sus discursos contra el Gobierno, al que acusaban de haber encendido la mecha de la guerra civil, debieron enfrascarse en una campaña electoral para la que disponen de un mes escaso, tiempo demasiado corto para trabar alianzas sólidas y convencer a los votantes de que son ellos los buenos, los salvadores.
El viernes, Pompidou anunció la composición del nuevo Gabinete; su nota distintiva era el ingreso del ala izquierda gaullista, que se insubordinó con motivo de la crisis. Cuatro de sus jerarcas .están ahora en el Gobierno, comenzando por René Capitant, el jefe del sector, a quien el Primer Ministro confió la delicada cartera de Justicia; los otros son Albin Chalandon (Industria), Yvon Morandat (Empleo) y Philippe Dechartres (Equipos y Vivienda).
Además, Pompidou coronó un sugestivo intercambio de funciones: Maurice Couve de Murville, el único Canciller de la Quinta República, desempeña ahora el Ministerio de Finanzas, y Michel Debré se ha instalado en el Quai d'Orsay, posiblemente para que Couve desarrolle su talento de economista en un instante crucial para Francia, que afronta la devaluación de su moneda.
Entre tanto, seguían sonando los ecos del mensaje leído por de Gaulle en la tarde del jueves, para comunicar al país las resoluciones adoptadas en la asamblea de Ministros. Fue su discurso más acerado y seco, más virulento y agresivo, cuatrocientas palabras de su estilo cortante. "Francia, en realidad, está amenazada con una dictadura —dijo—. Se hacen esfuerzos para obligarla a resignarse a un poder que se impondrá en la desesperación nacional, poder que entonces será claramente la esencia del poder victorioso. Es decir, el poder del comunismo totalitario. Naturalmente, será matizado al principio con una engañosa presentación al usar las ambiciones y el odio de políticos descartados. Después de lo cual, esos personajes no tendrán más que su propio peso, que no es mucho. No, la República no abdicará."
Inesperada diatriba en un hombre que una quincena atrás piropeaba a la Unión Soviética en suelo rumano. Aunque no por inesperada menos certera: porque todo cuanto ha sucedido en Francia desde el 17 de mayo fue un combate entablado entre el Partido Comunista y el gaullismo, esas "dos grandes fuerzas" del país como les llamara Malraux. Las explosiones estudiantiles, la resistencia de los obreros, actuaron como factores desencadenantes o meros adornos laterales de una puja sorda, el coro de esta tragedia que suspendió el aliento del mundo entero.
Como es notorio, los incidentes universitarios en la Facultad de Nanterre y en la Sorbona suscitaron la crisis; el 13 de mayo, cuando el Gobierno reabrió la Universidad de París, los alumnos la ocuparon y declararon autónoma (todavía estaban allí a fines de la semana pasada): ese día, precisamente, hubo una huelga general decretada por las centrales obreras (son cuatro: la CGT comunista, la CFDT católica, la FO socialista, y la Federación de Maestros) en solidaridad con los estudiantes. A partir de ese momento, el Barrio Latino de París, refugio de los intelectuales, se convirtió en un teatro de refriegas.
El 17 de mayo, los ferroviarios y los carteros se sumaban a la ola de disturbios mediante la paralización de sus actividades. Una semana después, diez millones de trabajadores confraternizaban con los universitarios. Muchos observadores románticos pretendieron ver en esa alianza el nacimiento de una nueva sociedad, el prólogo a la revolución social; hasta los alumnos y los trabajadores, embriagados de slogans y publicidad, se lo creyeron. Nada de eso ocurría.
PRIMERA PLANA
4 de junio de 1968

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De Gaulle
Charles De Gaulle


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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