Julio 15, 1938
Paso del Ebro

Todos los soldados republicanos adivinaron que algo iba a suceder: el guiso de lentejas con escaso aceite fue reemplazado, el 24 de julio, por un sabroso plato de garbanzos con tocino y chorizo. Además, un encantador camioncito repartió una copa de coñac a los milicianos. A las diez de la noche, cada jefe recibió una orden telefónica: "Abra el sobre". Diez días antes se los entregaba el comandante principal, con la condición de mantenerlo cerrado; si no, el paredón. A la mañana se había reunido el Consejo de Guerra; el Primer Ministro Juan Negrín pronosticó: "Si no contraatacamos, Sagunto y Valencia pasarán a manos enemigas". Cuando desplegó la temeridad del plan, elaborado un par de meses antes por el general Vicente Rojo, ya estaba aprobado: atravesar el río Ebro por varios puntos y perturbar las comunicaciones nacionalistas entre Levante y Cataluña. En verdad, era una operación para prolongar la guerra, según el esquema de Stalin, hasta que explotara la crisis en Europa.
El operativo, quizás el más audaz de la contienda, fue comandado por el general Modesto Guilloto; contaba con el V Ejército de Enrique Lister y el XV de Manuel Tagueña. Los jefes principales de los 100.000 hombres que emprenderían la aventura eran comunistas, algunos sin experiencia militar previa a la guerra. A las 0.15 del 25, cuando la luna estaba ciega en una tórrida noche, seis divisiones abordaron el río por 12 sitios distintos.
Todo fue angustia hasta que la primera unidad de Hans Beimler, de la XI Brigada Internacional (escandinavos y catalanes), tocó la ribera opuesta al grito de " (Adelante, hijos de Negrín!". Sorprendieron varios botes (se presume que Franco alimentaba la misma intención) y sólo la Brigada XIV (franco-belga) debió regresar; el resto fue un éxito total. Pero efímero.
Antes de la madrugada (a pesar de que un tanque atascado demoró por un par de horas la marcha), las dos ramas de la ofensiva republicana establecían una extensa cabeza de puente (el meandro del Ebro) de 20 kilómetros de profundidad y 30 de longitud. El balance arrojaba 4.000 prisioneros y la captura de las cotas primordiales. 
Uno de los objetivos vitales, Gandésa, se atragantó en el ataque: la artillería nacionalista exterminaba a los milicianos, empecinados en tomar la ciudad a fuerza de bajas. El 2 de agosto, el avance estaba detenido; como en Brunete, Belchite, Teruel, se reiteró la constante republicana: victoria inmediata, freno, y contraofensiva demoledora. Sólo que la batalla del Ebro produciría más víctimas.
Había una consigna: "Vigilancia, fortificación y resistencia"; otra más cruel: los oficiales que retrocedan serán fusilados. Los sargentos tenían orden de matar a sus superiores, si ellos ordenaban la retirada sin permiso del Alto Mando. El parte concluía: "Si alguien pierde un palmo de terreno, ha de reconquistarlo; si no, la muerte".
El triunfo exaltó a los republicanos, que supusieron el cambio del curso de una guerra ya definida. Hasta los nacionalistas dudaron del triunfo; incluso, el expansivo Benito Mussolini se lanzaba contra su aliado, Francisco Franco, y escribía en su diario: "Profetizo la derrota, pues los rojos son luchadores y Franco no". Sin duda, no fue su único error.
La aviación rebelde y la poderosa artillería carcomieron el frente del Ebro: en seis semanas, los republicanos perdieron 200 kilómetros de los conquistados. Las primeras líneas se debatieron con un fanatismo cerril; a la República no le importaban los corredores de sangre: había que estirar la lucha hasta la decisión final de Gran Bretaña y Francia para enfrentar a Hitler. No contaban con una premisa que establecía el fin de la guerra en España, antes de comenzar el conflicto mundial. Era una cláusula implícita, tan evidente como la coexistencia pacífica de la actualidad.

Testigo de cargo
"Me presenté en Barcelona y antes del mes ya combatía. En el 38, comandaba una compañía de ametralladoras de la Brigada XII, la Garibaldi. No puedo contar el operativo; sólo puedo hablar del sector en que intervine, de apenas 350 metros." Desde su inocente estatura, con el andar arrastrado de 65 años, detrás de una revista económica que maneja —Resultado—, Ramón Prieto desgrana sus testimonios con frialdad.
Sin alterar el tono de la voz, como si fuera un mal vendedor, despliega sus recuerdos con la solvencia de un abuelo memorioso: "Nunca estuve afiliado al partido, pero estuve con Luiz Prestes en Brasil, A los dos años llegué a la Argentina y volví para la guerra porque era español y creía en la República".
Casi sin descansar retoma el hilo de la narración: "El cruce fue sorpresivo. Tomamos una compañía sin disparar un tiro: estaban durmiendo. A la mañana todo cambió. Aparecieron las pavas y regaron los pinos con bombas incendiarias: se detuvo la ofensiva. Después, soportar enterrados en un ataúd de tierra el bombardeo de la artillería, los aviones y, por último, la infantería. De noche nos recuperábamos con los golpes de mano: había que reconquistar lo perdido, sin tener en cuenta las bajas".
No mueve una pestaña, apenas si frunce el profundo recorrido de sus arrugas cuando explica; "Eramos los privilegiados; hasta teníamos madrina. La mía era una campesina francesa que nunca conocí. Me mandaba cigarrillos; era una suerte, porque los que repartía el Ejército se llamaban salta-parapeto: había que dar una pitada para comprobar el nombre. ¡Qué días! Hasta los intelectuales se interesaban por la comida; era el mejor momento. También las charlas con Palmiro Togliatti o André Marti".
Todas sus frases son cortas, hasta que relata cómo cayó herido "en una baguada". "Al morir el jefe de una sección de la Brigada La Marsellesa tuve que encabezarla: fui el único sobreviviente de 8 hombres". Pasó tres meses internado y le trepanaron la cabeza. Al regresar, las tropas republicanas avistaban la frontera de Francia para la retirada.
En ese momento es cuando brota, levemente, un gusto a rabia. "El Comité de No Intervención nos privó del material. ¡Cuántos aviones desarmados había en el límite, cuántos cañones! ¡Qué burla!" Es que toda la guerra civil parece una ironía sangrienta, un juguete rabioso en las manos de los jeques mundiales. Cuando el cruce del Ebro, la esperanza republicana se convirtió en primavera; pero dos meses más tarde, Chamberlain y Deladier empujaban a Hitler, al entregarle los Sudetes checoslovacos —por el Pacto de Munich-—, hacia el Este. Stalin se preparaba a negociar, el año próximo, con los nazis; le devolvía la jugada a Gran Bretaña, con intereses: el Führer apuntó al Oeste. 
23 de Julio de 1968
PRIMERA PLANA

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Paso del Ebro- Ramón Prieto

 


 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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