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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL


Marc Chagall
Adiós al maestro
revista Somos
abril 1985

 

 

 

El lugar común insiste: "Marc Chagall, 28 de marzo de 1985. Hoy, a los 97 años, en su residencia francesa de Saint-Paul de Vence, el célebre pintor de origen ruso ha pasado a la inmortalidad". Y bien: mal podría, por el mero accidente de la muerte, ingresar a tal sitio un creador que alcanzó esa condición en vida, con actos terrestres, probos, únicos. Y no hablamos sólo de sus cuadros (árboles rojos, cuerpos verdes, objetos negando la ley de gravedad, memoria de la infancia), sino también de sus obras públicas: el techo de la Opera de París, los vitrales de la catedral de Metz, la sinagoga de Jerusalem, Naciones Unidas, la catedral de Reims. . . No en vano este judío nacido en 1887 y criado en una pescadería junto a 9 hermanos, que en 1977 exhibió 60 pinturas en el Louvre y en 1984 casi 200 dibujos en el Centro Pompidou, que recién a los 20 años entró en la Escuela de Bellas Artes de San Petersburgo y en 1910 descubrió París, recibió la Gran Cruz de la Legión de Honor de Francia y este comentario de Picasso: "jamás sabremos si Chagall duerme o está despierto: tiene un ángel en la cabeza". No sin motivos fue amigo de Modigliani, Guillaume Apollinaire y Fernand Léger, y en la Rusia de 1918, a instancias del poeta Lunacharsky, fue nombrado Comisario de Bellas Artes de Vitebsk.
Es precisamente en el Moscú de los soviets donde Chagall ejecuta los primeros murales y el vestuario del Nuevo Teatro Judío del Estado. Esfumado el primer impulso revolucionario, su regreso a París coincide con las primeras líneas de la autobiografía 'Mi vida' (publicada en 1928). Y llegan los viajes, el grabado y los famosos paisajes bíblicos que Chagall pintará hasta el fin de sus días. En 1937
se naturaliza francés y debe huir de las iras de la Gestapo. Salta a los Estados Unidos y en 1941, a pedido del Museo de Arte Moderno de Nueva York, crea los decorados de 'El pájaro de fuego', ballet de Igor Stravinsky. 1944 es el fin de la guerra, el adiós a su mujer Bella y el período sombrío de Marc Chagall. Pero también marca el comienzo de las grandes retrospectivas de Bracque, Matisse. Léger, Picasso. . . Chagall se rehace, crece y se pasea con lo propio por los grandes museos de Nueva York, Chicago, Amsterdam y otros centros culturales para consagrados. Se reinstala en Francia (en Orgeval, plaza fuerte de los impresionistas), se enamora de Saint-Paul de Vence y de Valentina Brodsky y conoce al escritor André Malraux. Casado por segunda vez, con prácticas humildes como el buen té y la música, consultado como un oráculo pictórico-espiritual por amigos y alumnos, a los 67 años, Chagall inicia la obra de largo aliento de catedrales y teatros.
Sus recuerdos campesinos (rusos hasta la médula) alternaban con un sentimiento de rechazo por lo que llamaba "la cultura de los institutos". De hecho, Chagall confesó en 1983: "En París jamás visité academias ni profesores. Mis maestros fueron la luz, los paseantes, los mozos de café y los obreros como yo". En aquel entonces, cuando París vibraba ante el fauvismo y el cubismo, Chagall se orientó hacia un arte primitivo, casi mágico, que le permitiera rescatar sin pudores la emoción. (Esto, como tendencia opositora a lo que pudiera entenderse como simple intelectualización estética, claro). En la base de su estructura psicológica, el pintor de 'Mi aldea y yo' (1911) y 'El violinista' (1913) seguía siendo fiel a los orígenes: aquella familia de la tribu hassidim, modesta y profundamente religiosa, cuya cabeza era un padre que "Movía pesados toneles de arenque ahumado, silencioso, con manos heladas y sin noción alguna (como yo en esos años) de que un trazo en un papel puede ser algo más que sumas y restas''. Palabras de un Chagall que a los 97 años, tras un largo camino, famoso, inmortal, dijo: "Estoy harto de Chagall. ¿Por qué hablan tanto de mí? ¿Por qué no viven sus propias vidas o sueñan sus propios sueños? Ya me han honrado bastante compartiendo los míos, ¿no creen?". Poco después, el lugar común dio cuenta de su pasaje a la gloria. Si él viviera físicamente, se reiría, sorbería su té y... seguiría pintando.
Raúl García Luna
Silvina Lanús (París)