Poetas
El dios redondo de Isla Negra

 


Pablo Neruda, un ídolo al lado del mar: un ídolo al lado de otros ídolos

Isla Negra, donde nada es oscuro


 

"¡Pablo!", llamó un pescador desde las rocas, alzando una cesta llena de congrios.
"Cállate —le contestó Pablo—. ¿No has visto esa ola? Habría que pedirle bis. Cuando estalla se pone turquesa."
Entre un hombre y el otro se iba durmiendo Isla Negra, el reino de Pablo Neruda, la pequeña playa a 40 kilómetros de Valparaíso donde él se aposentó cuando el lugar era salvaje, desconocido, un oscuro predio en el que sólo gobernaban los vientos. Ahora se levantan allí medio centenar de casas y una hostería que se apoderó del único teléfono de la región, el número 1. Ninguna calle tiene nombre, pero los nombres son inútiles: desde cualquiera de ellas se ve el mar, gimiendo furiosamente junto a los peñascos y abalanzándose sobre las piedritas grises que se estiran en la orilla, en los recodos donde debiera refulgir la arena.
"¡Pablo! —llama otra vez el pescador—. ¿Por qué no te llevas estos congrios a tu casa?"
La casa de Pablo está ahí, en la mitad de la cuesta, resguardada por un cerco de troncos irregulares y un portón de hierro del que pende una vieja campana. La compró ya no se acuerda cuándo a un capitán de navío, socialista y español, y la fue dejando crecer como a un tranquilo brote de su sangre, amontonando piedras y ventanas en el vestíbulo, conchas marinas en el piso de la torre, nombres de amigos muertos sobre la superficie áspera de las vigas.
Pero no es sólo en su casa donde habita: también el aire y el agua de Isla Negra son su cama y sus sillas en la madrugada, cuando se cruza entre las rocas con los buscadores de ágatas, gastando la playa de tanto caminarla. Va y viene desde la torre hasta las últimas rocas, donde nace un monte que "es al revés de los cristianos: en verano está completamente pelado, y en invierno se puebla de flores rojizas y violetas". Quizás todos los días se vista como el 30 de enero, con un traje gris claro, una camisa púrpura, una boina de cuero y una pipa inglesa entre los labios, la pipa que no se cansa de ser sorbida y amasada por su boca carnosa.
"Cuando la gente se viste de negro se pone triste", dice Neruda, y seguramente piensa en sí mismo, en el muchacho de Parral que escribió a los 17 años, en 1921, 'La canción de la fiesta', y ganó con ella el primer premio de la Federación de Estudiantes de Chile, un muchacho de ojos opacos, con el cuello apretado por un enorme moño, bajo el que parecían guarecerse todas las tormentas.
"Los rayos del sol se meten a través del paño negro y depositan sus malos augurios sobre la carne —le explica ahora a Silvia Rudni, de PRIMERA PLANA, con la cara encendida como la de un brujo—. Cuando era joven, los trajes oscuros me llenaban la poesía de pesimismo. A los 60 años, sólo me cubro con colores claros."

Navegaciones y regresos
Toda claridad tiene la forma de una venganza. A Neruda, sentado en un banco de piedra, aletargado por su propia voz nasal y monocorde, le gusta acordarse "de mis primeras épocas", porque ni él ni esos años siguen tal vez siendo los mismos: "Era un estudiante pobre y me moría de hambre", dice como para sí, enarcando las cejas tupidas y llevándose apenas las manos a la cara, las manos pequeñas que parecen de otro, como sus pies, unas menudas manos para su cuerpo enorme. El joven enlutado, afilado y mudo que era en 1923 empeñó sus ropas —también su capa y su sombrero de alas grandes— para pagar la primera edición de Crepusculario, un libro que había escrito con la "carne doliente y machacada". "Era una edición de lujo —se acuerda ahora—, y cuando por fin terminé de pagarla sentí una emoción embriagadora, intensa, que quizá vuelva a repetirse cada vez que sale un libro mío, pero no de la misma manera sobrecogedora."
Quiero saltar al agua para caer al cielo, entonó a los 19 años: y el cielo se le agolpó en los ojos al verano siguiente, cuando lanzó sus 'Veinte poemas de amor y una canción desesperada', y los adolescentes salieron a las calles de Santiago para repetirle cada línea. Así aprendió que el cielo se llamaba gloria, vanidad, conocimiento del mundo. Lo arrastraron por todas partes, como a un sombrío héroe: lo nombraron cónsul en la capital de Birmania (1927), en la de Ceilán (1929), en Batavia, Java (1930). Hasta que el amor lo sujetó en diciembre, lo hizo mascar los frenos y lo empujó a casarse con María Antonieta Agenaar Vogelzanz, una holandesa que vivía en Batavia. "Es mi giganta —la nombraba Pablo—. No te asustes cuando la veas."
Sólo algunos trabajos quedan de ella en Isla Negra, pero quizá su sombra pase también entre los ocho mascarones flamencos e ingleses que navegan sin moverse por el vestíbulo de su casa, sin detenerse —seguro— en la Mariceleste, otra proa, una mujercita de madera oscura con facciones menudas y movimientos alados; porque la Mariceleste es como su enemiga: odia toda solemnidad, y María Antonieta era altísima, lenta, conocía el español a duras penas.
Aquellos fueron años de fiebre. Neruda estaba poseído entonces por el fuego de Residencia en la tierra, su libro más personal, y había cambiado Java por Buenos Aires: no se imaginaba que iba a abjurar de esos poemas 16 años más tarde, en 1949, prohibiendo que los publicasen en Budapest, ni suponía tampoco que el 30 de enero pasado, en Isla Negra, querría olvidarse de la cuestión, "no sé, he escrito tanto", como si 'Residencia' fuera un cementerio de páginas moradas. "Raleo muy poco mis libros —se disculpa—, tal vez porque los repaso muchas veces antes de editarlos."
No los lee sólo para sí, mismo: cuando lo hace, alguien graba, comprime sus poemas en un disco, o la gente se aglomera en los estadios para temblar ante su voz apagada, su voz de vino, como si estuviera delante de un dios. Es una costumbre que Pablo arrastra desde los años de la guerra española, cuando los milicianos de la República repetían en el frente los versos de España en el corazón, imitando su tono gangoso, o desde más tarde, en 1943, cuando llegó a México y las fachadas de la capital se poblaron de afiches donde brotaban sus palabras y su nombre.
Un nombre que no es el nombre con que nació, no el caudaloso Ricardo Éliecer Neftalí Reyes Basoalto que sus padres apuntaron en el Registro Civil de Parral, tres días antes de que la madre muriera, sino este otro, Pablo Neruda, que él concibió para sí a los 16 años. El nombre que exhibe, desnudándose delante de los hombres, porque aprendió que la desnudez es el precio que debe pagarse por toda gloria.
"Cuanto más leo 'Salitre' más me entusiasmo", confiesa, recostado en una hamaca paraguaya, de cara al mar, mientras el estómago le crece como un odre cuando murmura el acto de fe final de ese soneto: 'Hermanos de las tierras desoladas/ aquí tenéis como un montón de espadas / mi corazón dispuesto a la batalla."
En las repisas de su casa duerme un coro de barcos aprisionados en botellas verdes; en una caja, cerca de su mano, mueren los restos de una colección de caracoles que donó a la Universidad de Chile: lo que queda ahora son pequeñas cáscaras relampagueantes, anaranjadas, púrpuras, rabiosos azules arrancados a las playas de Cuba. Detrás de la hamaca, a escondidas del mar, se apagan algunas cartas marinas.
"La gente cree que si escribo poesía social no puedo escribir versos de amor— cuenta, dejando rodar una piedra negra sobre su pecho-—. Eso no es cierto. No hay poesía sin amor, no hay poesía sin mujeres, porque la mujer es el comienzo mismo de la poesía."

Todo el amor
No necesitaba defenderse, ya que el amor siempre brilló en su piel como una arena inagotable: a los 32 años se apartó de María Antonieta, deslumbrado por Delia del Carril, pero todo el fuego de su carne se le volvió ceniza, como Pablo cuenta, cuando en 1936 fusilaron a Federico García Lorca, su amigo, en un arrabal de Granada, y ya no le quedó nada de él, salvo el impulso para tomar un cuchillito, apretarlo, y grabar calmosamente la palabra Federico, a secas, sobre una viga de Isla Negra.
"La mujer es el comienzo mismo de la poesía", repite, y la piedra negra se le cae del pecho, Pablo la empuja, la deja rodar por el suelo. "Quisiera saber cuántos poemas de amor ha escrito Borges", enrostra, sin ira.
De su otra pasión, la que lo entregó al Partido Comunista, hay rastros más innumerables: en 1945 lo eligieron senador por las provincias de Tarapacá y Antofagasta, y el Parlamento chileno comenzó a empaparse con sus denuestos. A los tres años, su bandera de pelea estalló, se volvió incendio, obuses y granadas: en enero de 1948 lanzó un 'Yo acuso' contra el presidente Gabriel González Videla, pero sus vituperios parecían menos ácidos que los volcados en estas líneas: Es González Videla la rata que sacude / su pelambrera llena de estiércol y de sangre / sobre la tierra mía que vendió. Cada día / saca de sus bolsillos las monedas robadas / y piensa si mañana venderá territorio / o sangre. Todo lo ha traicionado.
La Corte Suprema aprobó su desafuero, los tribunales ordenaron que lo detuvieran: el 24 de febrero, Neruda se fugó de Chile, saltando la cordillera por el Sur, con la cara transfigurada por la sombra de un inmenso bigote y una barba negra que le cubría apenas el mentón. "No me arrepiento de lo que hice y dije en esos años —memora Pablo ahora, en su Isla Negra—. Los tiempos arduos son también tiempos hermosos. Pero aun así, no quisiera vivirlos de nuevo; siempre he pensado que el futuro es mejor y que el pasado es apenas un recuerdo."
Entre los salitrales del Sur, escapándose, consumiéndose en su llama, dejó crecer dentro de sí el 'Canto general', su libro más vasto, más resplandeciente, más poblado de rabia. El noveno fragmento de esa obra, 'Que despierte el leñador', recibió en 1950 el Premio Internacional de la Paz, cuando él estaba en Praga, a punto de marcharse hacia el castillo de Dobriss, para refugiarse y descubrir el silencio. Ningún premio es, sin embargo, silencioso: desde 1955, desde los días en que Pablo se separó de Delia del Carril para casarse con Matilde Urrutia, su Matilde, 'nombre de planta o piedra o vino, / de lo que nace de la tierra y dura', el relumbrón del premio Nobel lo rondó por los cuatro costados, se volvió un inminente, apéndice de su obra. Todo Chile se preguntó —todavía se pregunta— si Pablo estaba dispuesto a aceptarlo, si no iba a sentirse manchado por un laurel que otro marxista, Jean-Paul Sartre, apartó de sí, y que ningún militante comunista recibió jamás.
"Creo que la actitud de Sartre no fue circunstancial —explica Neruda a PRIMERA PLANA—. Está de acuerdo con su manera de ver el mundo."
Es el mediodía. Al reducto de Isla Negra han llegado, con aire de peregrinos, dos escritores checos y dos periodistas de Santiago: no bien ven a Neruda se vuelven adolescentes; saltan sobre troncos de árboles para fotografiarlo de perfil, con la cámara inclinada, o de bruces sobre su hamaca paraguaya.
"A mí no me darán nunca ese premio", repite Pablo, sin conseguir convencerse. "Pero, ¿y si te lo dieran?", pregunta alguien. "Si me lo dieran, me juntaría aquí mismo con mis amigos y lo festejaría con lluvias y lluvias de vino chileno." De repente se calla, trenza los dedos de sus manos y los deja reposar sobre el vientre; después, se rebela: "Pero no hablemos de eso, no habrá ocasión de comprobar qué haré."
Hasta que por fin se deja caer de la hamaca: "No sé por qué en América la gente se desespera tanto a causa de ese premio —explica—. Es una recompensa europea, y lo que necesitamos es algo bien de aquí, un premio americano." Quizá no sabría a quién dárselo si él fuera, como quiere, uno de los jurados: "Hay muchos hombres de valor, muchos poetas." Pero al fin se rinde: "Borges es un escritor importante."
La luz de la siesta se filtra por un estrecho pasillo de la casa, a través de un vitral amarillo y azul; hiende el vestíbulo, se aprisiona más tarde en el comedor, atestado de botellas rojizas, de sillas indias y lámparas suecas. Desde las vigas del techo suspiran los nombres de Paul Éluard, de Miguel Hernández, de Alberto Rojas Jiménez.
Afuera, Matilde va y viene con su "cabellera palpitante y roja", y Pablo la oye andar, siente dentro de sí sus pasos rápidos e incansables. "Aquí, en el comedor, escribo por la mañana — enumera—. Después, paseo por la playa, y trabajo de nuevo hasta la una. A esa hora almuerzo. Adoro el caldillo de congrio (Y a la mesa/ lleguen recién casados / los sabores / del mar y de la tierra / para que en ese plato / tú conozcas el cielo); el caldillo es la especialidad de Matilde." 

La costumbre musulmana
Tal vez Matilde lo esté oyendo, desde el refugio de su pelo rojo y sus pantalones de cuero. Ella sabe quién es Pablo, cómo duerme, de qué manera mira al mar mientras escribe; le administra la vida de relación, le recuerda sus compromisos, le contesta las cartas. "Matilde siempre está ocupada —define Pablo—. Ocurre que mi vida no es nada fácil. Qué digo. Nada fácil. Muy complicada, muy complicada."
Es ya la siesta, y el olor del caldillo sigue poblando la casa. Neruda se deja mecer por él; se entrega sin cansancio a su tenaz sensualidad por la comida. Sigue envolviéndose en ella hasta cuando duerme, una hora u hora y media entre las dos y las cuatro de la tarde; "¿sabe?, es un hábito musulmán que se me pegó hace muchos años".
Pero duerma o no, jamás le faltan los huéspedes: a la oración o a la madrugada vagabundean cinco o seis cada día por la torre y por el jardín, con cámaras fotográficas y grabadores, como si allí estuviera un dios y fuera necesario rescatar todas sus pisadas perdidas. Y así, hasta que Pablo se duerme, siempre a la medianoche, enterrado por el resplandor del vino que ha bebido y el congrio que, otra vez, ha comido hasta fatigarse.
El penúltimo día de enero, a las once, Neruda quebró ese calmo plan de vida: alzó en brazos sus perros marrones y lanudos, Pando y Fu Yu, se acomodó en el automóvil que conducía Matilde y partió rumbo a Santiago, donde debía proclamar, por la tarde, un candidato a senador del Frente Revolucionario de Acción Popular (FRAP). Isla Negra pareció acallarse desde que él no estuvo; se ensombreció, perdió su olor sensual, su, figura calva y redonda plagiada del poeta. Un jardinero, entonces, corrió hasta el mástil de la casa sola, y plegó la vieja bandera que flota al aire cuando está Neruda. Pero en ese momento, el mar empezó a gemir, y la voz del mar sonó nasal, monocorde, como si estuviese leyendo un poema irrecuperable. 
Primera Plana
16/02/1965

Los últimos poemas de Pablo Neruda
MEMORIAL DE ISLA NEGRA (Tomo I, Donde nace la lluvia, 104 páginas; II. La luna en el laberinto, 122 páginas; III, El fuego cruel, 123 páginas; IV, El cazador de raíces, 114 páginas; V, Sonata crítica, 131 páginas), 1.000. pesos. TODO EL AMOR, 273 páginas, 800 pesos. Editorial Losada, 1964.
"De tanto amar y andar salen los libros. / Y si no tienen besos o regiones / y si no tienen hombre a manos llenas, / si no tienen mujer en cada gota, / hambre, deseo, cólera, caminos, / no sirven para escudo ni campana: / están sin ojos no podrán abrirlos, / tendrán la boca muerta del precepto." Lo afirma Neruda al comienzo del quinto volumen del Memorial, y así describe toda su obra.
Desembarazado, después de las tres 'Residencias', del enorme y estruendoso caparazón verbal que recubría sus textos —y que amasó su celebridad—, Neruda ganó en sencillez expresiva y flaqueó en consistencia poética al perseguir una literatura más accesible, seguramente exigida por sus inclinaciones políticas. Las 'Odas' responden al apogeo del esquema, ya insinuado en el desequilibrio de 'Canto general'. Hasta que brota una interrupción, una quiebra esclarecedora en Estravagario (1958), uno de los mejores aportes que haya brindado Neruda allí, sin renunciar a un estilo de económica, fluidez, dueño de cada palabra y lejos de sus resplandecientes y huecos aluviones de antaño, era un poeta maduro entregado al puro goce de la poesía, al usufructo de la experiencia, al ejercido del misterio y del asombro, a la doma del tiempo. El impulso se repitió en los 'Cien sonetos de amor', declinó en 'Navegaciones y regresos' y en los 'Cantos ceremoniales', y se agudizó en los vallejianos, ascéticos textos de 'Plenos poderes' (1962).
Los 105 poemas del 'Memorial de Isla Negra' mezclan la autobiografía con la propaganda, la disculpa y la rendición de cuentas con la esperanza, la crítica y el oficio literario con la política. En las zonas de la evocación encuentran su más encendido fondo, una comunicatividad entablada a golpes de ternura y belleza (especialmente los tomos I y II). En las otras zonas, Neruda insiste en convertir a la poesía en un arma panfletaria o en un mero desahogo: entonces, el tono es el de la reconvención, la ira, la suficiencia, elementos que no se cuida en filtrar y que desmerecen estrofas enteras, composiciones enteras.
Apollinaire sostenía que un escritor debe publicar todo cuanto escribe; se equivocaba: su obra completa abunda en frutos pasajeros, en literatura de circunstancia. Quizá Neruda comete ese error; su producción es cuantiosa y, aparentemente, poco sustrae él a la imprenta. La sensación se agrava al advertir que si bien la necesidad de hacer versos y la larga veteranía adquirida lo han dotado de una incesante inspiración, posiblemente Neruda se deja seducir demasiado por este don, y la inspiración se vuelve facilidad, chispa de fuegos artificiales.
¿Falta de autocontrol? ¿Urgencia por volcar lo que se lleva dentro y no esperar? Las dos cosas a la vez, aunque Neruda sabe que el grano y la paja conviven en cualquier obra, como conviven en cualquier hombre. Hay, además, otro factor que conviene recordar: Neruda dispone, casi desde la década del 30, de una fama y una popularidad —construidas a partir de un libro insignificante como Veinte poemas— gigantescas, que él tiene que apuntalar a cualquier costo, inclusive al costo de profundos desniveles de creación, no demasiado tolerables en un poeta veterano.
El hecho es que, cuando torna a recordar la guerra española o el exilio al que lo forzó el gobierno de González Videla, Neruda fatiga, como fatiga cuando lanza disimuladas flores sobre Stalin o sobre una América gastada ya por anteriores proclamas. El panorama cambia desde el instante en que regresa a los temas domésticos, a su continua adoración de la naturaleza (tomo IV), al sueño y a la soledad, a la memoria, de las mujeres que quiso y quiere (en la foto, con Matilde Urrutia, su esposa). Este Neruda triunfa: no es el reverberante poeta de las sonoras imágenes y las metáforas abrumadoras; es, invariablemente, y a pesar de muchas líneas secas e inútiles, un emocionado elaborador, rico de invención y dispuesto a que los ornamentos no ahoguen su discurso, su coloquial postura de patriarca que a cada momento descubre el mundo.
Cuarenta años de poesía lo contemplan, lapso que 'Todo el amor' registra mediante una de las vertientes que Neruda frecuentó con mayor éxito: el erotismo. Losada ha reeditado, ampliándola, esta antología que lanzó Nascimento, de Chile, en 1960.