Santo Domingo
El día de las ruinas


Los soldados de Imbert sólo quieren destrozar a sus hermanos

 

 

 

Tres misiones conciliadoras se disputaron, la semana pasada, la posibilidad de avenir a los bandos dominicanos en pugna: la de la OEA, presidida por el Embajador argentino Ricardo Colombo; la de las Naciones Unidas, despachada por U Thant, y que encabezan el economista venezolano José Antonio Mayobre y el general Indar Jit Rikhye; y la que designó el Presidente Lyndon Johnson, e integran el asesor. McGeorge Bundy, el Subsecretario de Defensa, Cyrus Vance, el Subsecretario de Estado Thomas Mann —a quien se atribuye el consejo que determinó el envío de marines— y el Secretario Asistente Jack H. Vaughn.
Mientras estas misiones buscaban un arreglo, las tropas del general Antonio Imbert Barrera y las del coronel Francisco Caamaño Deno sostuvieron encarnizados combates en la desolada capital de la República Dominicana. El martes, la aviación del general Elias Wessin y Wessin bombardeó el sector dominado por los "constitucionalistas", y la Junta que preside Imbert Barrera refirmó su decisión de acabar con la resistencia opuesta por Caamaño Deno.
Para entonces, el gobierno de Washington sorprendió al continente al propiciar un gobierno de coalición dirigido por Antonio Guzmán, ex Ministro de Juan Bosch. "El dramático vuelco que se registra en la posición norteamericana —escribió The New York Times— puede ayudar a establecer una paz constructiva." Según el influyente matutino, los Estados Unidos habían retirado su respaldo a la Junta de Imbert Barrera.
El miércoles, los soldados de la Junta fueron lanzados a una violenta ofensiva: lograron capturar la radio que detentaban los "constitucionalistas" y se apoderaron de una amplia zona en "la parte norte de la ciudad. Fue una manera de responder a las presiones pacificadoras de Washington. Imbert Barrera fue muy explícito ante los periodistas: aceptar un gobierno presidido por Guzmán era abrir la puerta al comunismo; además, sus soldados estaban cerca de la victoria y no tenía sentido detener la guerra un solo instante.
A partir de entonces, las tropas de la Junta no perdieron un minuto en asediar a las fuerzas rivales. El jueves libraron un combate de tres horas por la posesión del Palacio Nacional; en el asalto pereció el coronel Rafael Fernández Domínguez, Ministro de Caamaño. Pero el mismo día, una brisa de esperanza recorrió la castigada capital: Mayobre anunció que había conseguido una tregua de 24 horas para que la Cruz Roja prestara asistencia médica y social.
Costó convencer a Imbert Barrera, que no quería estampar su firma en el mismo documento que llevaba la de Caamaño. Fue necesario, redactar, entonces, dos declaraciones de tregua; al mismo tiempo, Caamaño Deno, en conferencia de prensa, anunció que estaba dispuesto a negociar directamente con los Estados Unidos y hasta a retirarse de la lucha, si así ayudaba a solucionar la crisis. Imbert Barrera fue más agresivo: proclamó que no bien cesara la pausa, reiniciaría su ofensiva.
La tregua, que el pueblo de Santo Domingo vio como el prólogo de un arreglo definitivo y que Mayobre buscó ampliar, comenzó al mediodía del viernes. El sábado 22, cuando estaba por concluir, el corresponsal especial de PRIMERA PLANA en Santo Domingo, Buck Canel, cablegrafiaba el siguiente informe exclusivo.

El verano sangriento
"¡Qué barbaridad! ¡ Qué barbaridad!", murmura José Antonio Mayobre mientras en su auto, que enarbola la bandera de las Naciones Unidas, recorremos las calles de lo que ayer era todavía un campo de batalla. Las armas callaron en el mismo momento en que los hombres de Imbert llegaban al río Ozama, y las tropas de Caamaño —que durante seis días defendieron palmo a palmo el terreno— abandonaban la pelea.
Unos se rendían entregando sus armas. Otros, la mayor parte, las enterraban cuidadosamente y se disolvían entre los transeúntes.
Junto al río, en una miserable choza de madera, una mujer de 36 años, con la frente perforada por un balazo, yace rodeada por sus familiares. Dos velas iluminan la siniestra escena; la hija mayor espanta con un periódico las moscas que se posan pegajosamente en el rostro del cadáver. En la avenida Duarte, donde la lucha alcanzó una violencia inaudita, un perro famélico olfatea los despojos de un civil, caído en la cuneta, con los brazos en cruz.
En el cementerio viejo, los cuerpos son arrojados en una inmensa fosa común, en tandas de cinco. Apenas los cubre una palada de tierra, otros son depositados. En las calles de Santo Domingo, jóvenes voluntarios de la Cruz Roja organizan piras funerarias: las llamaradas devoran cadáveres y, apartados del horrible hedor de la carne quemada, los samaritanos observan el triste espectáculo, un pañuelo contra la nariz.
¿Cuántos muertos dejó la contienda? Esta semana se cumple un mes del levantamiento militar que derrocó al Triunvirato y desencadenó el choque de las dos fracciones militares (la adicta a Bosch —Caamaño— y la que se oponía a su regreso —Wessin y Wessin). Será imposible, ya, ofrecer una cifra exacta de las vidas consumidas por la tragedia.
Ahora, los vencedores registran casa por casa y conducen a todo sospechoso al Centro de Transportes, cuartel general de los imbertistas. Son, generalmente, hombres jóvenes, pero es imposible acercarse a ellos. Sus rostros denotan una viva ansiedad, también temor.
En los dos principales hospitales de la zona norte de la ciudad, los médicos, extenuados, describen la situación. En uno de ellos se prestó auxilio, en los últimos tres días, a 800 heridos. Quedan 180, tumbados en el suelo, o colocados de a dos por cama. Y a cada instante se producen nuevos ingresos, en camillas pringadas de sangre. En el otro hospital, 500 víctimas de las escaramuzas esperan cura. No hay electricidad, y los facultativos operan a la luz de linterna; tampoco hay agua, y las intervenciones se practican sin ninguna esterilización del instrumental.
En 24 horas, 70 heridos expiraron por falta de tratamiento: hubo que enterrarlos en el mismo patio del nosocomio. Faltan víveres, y una acuosa sopa de arroz y harina compone el rancho hospitalario. A medida que pasa la tregua, las calles se cubren de gente hambrienta, que amontona en el umbral de sus casas en ruinas sus míseras pertenencias. Guardan un mutismo testarudo y digno como un reproche. Sólo dicen que quieren comer, que no son comunistas, que ya no soportan más.
Sorprende, en esta humanidad tan ferozmente atormentada y que llora a sus muertos, un imperioso deseo de vivir. Algunos tenderos abren tímidamente los escaparates, los limpian de cristales rotos. Los trajes claros se mezclan con los uniformes grises o parduzcos de los vencedores. En un local abandonado, un grupo de chicos juegan "a la guerra" tirándose cartuchos vacíos.
Las ambulancias cruzan a cada instante, y sus sirenas estremecen tanto como el tronar de la artillería y los fusiles. Es un ulular que se extravía entre los muros devastados, entre los escombros de la mampostería y los vidrios, entre los cuerpos caídos que no volverán a levantarse y que tapizan las arterias de la ciudad que fundó el hermano de Cristóbal Colón. El tifus es un fantasma que todavía se agita.
Al escribirse estas líneas, la tregua empieza a expirar. Y renacen las especulaciones sobre el futuro. La sensación generalizada era que se acercaba el término de la catástrofe, ya porque Imbert rinda las tropas de Caamaño, ya porque el propio Caamaño capitule. Sin embargo, parecía difícil descubrir hasta dónde aquella sensación no era sino un deseo, una obligatoria aspiración.
El Presidente Johnson hacía anunciar el eventual retiro de una parte de sus efectivos: ya estaban en Santo Domingo los primeros 440 soldados de la Fuerza Interamericana (250 hondureños, 170 nicaragüenses y 20 policías de Costa Rica). Sucede, también, que a lo largo de la semana pasada los voceros de Caamaño denunciaron que los marines y paracaidistas norteamericanos apoyaron a las fuerzas de Imbert Barrera, violando la neutralidad que proclamaban.
The New York Times y The New York Herald Tribune reforzaron esa apreciación, a través de los cables de sus enviados en Santo Domingo. La Casa Blanca vióse obligada, entonces, a afirmar que los efectivos norteamericanos no respaldaban a ninguna de las facciones en pugna (concretamente, Caamaño aseveró que la muerte de su Ministro Fernández Domínguez fue obra de soldados de USA). Dentro de los Estados Unidos, algunas críticas contra el gobierno comenzaron a aflorar; el Senador Wayne Morse pidió al Poder Ejecutivo que quite a sus tropas de Santo Domingo. Pero la más dura impugnación provino de otro Senador, Robert Kennedy, que reivindicó la actitud de su hermano John cuando la crisis del Caribe, en 1962. En la capital dominicana, 200 mujeres enlutadas desfilaron ante los Infantes da Marina: era otra manera de opinar.
La incógnita de Santo Domingo ardía sobre un continente agitado: el viernes 21, el Presidente Guillermo Valencia, decretó el estado de sitio en Colombia: y en Bolivia, el general Rene Barrientos se esforzaba por vencer la huelga que los mineros decidieron como repudio a la expulsión del dirigente Juan Lechín.


La misión argentina
Por Mariano Grondona
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La actitud del gobierno ante la crisis dominicana atravesó tres etapas. Procuró primero evitar toda definición, con la esperanza de que la cuestión se terminara rápidamente. Pero la crisis prosiguió v otros factores internos y externos comenzaron a operar. La actitud enérgica e inmediata —en un sentido o en otro— de naciones como Chile, Venezuela, México e, inclusive, Brasil, dejó a la Argentina en deuda con su propia importancia. Y en el frente interno, el gobierno quedó encerrado por una doble pinza: la abierta oposición a Estados Unidos y al envío de tropas que, capitaneada por el peronismo, ganó la calle y el Congreso; y desde el sector opuesto, la firme insistencia de las Fuerzas Armadas en favor de la intervención argentina. Los primeros días de "omisión" se convirtieron prontamente en días de "parálisis".
Surgió entonces, como una reacción inútil y desesperada frente a estos hechos, el gambito que ensayó el Canciller reinventando en una sola tarde el "cono sur" y llamando sin consultas previas a los Cancilleres de los países vecinos y el Perú a Buenos Aires. Esta desesperada "salida" de un gobierno sitiado terminó en una completa derrota y en un grave desaire.
De esta manera, a la omisión y a la parálisis siguió la improvisación, completando el circulo de una actuación diplomática que, como argentinos, nos duele y nos humilla.
Las razones: Esta no es la primera vez que el gobierno trata de eludir los problemas mediante la indefinición, para verse luego arrastrado a opciones cada vez más graves. Y la razón psicológica de esta actitud hay que buscarla en la subsistencia de una mentalidad mágica en un siglo de plena racionalización. Altos niveles del partido radical tienden todavía a creer que las cosas, en definitiva, "se arreglan solas" y desconfían profundamente de la acción racional como un factor de orden y de progreso. Históricamente ligados a la Argentina liberal y agraria de nuestros padres, siguen fieles al credo de la armonía preestablecida: al fin, siempre la sequía se salva ,con alguna lluvia y Dios, después de todo, es argentino. La "aventura de la razón", que marca a nuestro tiempo, es formalmente desconocida por la conducción radical.
La crisis sorprendió a nuestra Cancillería sin una idea clara sobre el papel argentino en América y en el mundo. Sabedor de su no saber, el gobierno actuó a partir de entonces con una "prudente ignorancia" hasta que se lanzó a correr una aventura lamentable.
La ausencia: Un país sin rumbo exterior es un país sin misión. Así como los hombres resuelven su destino en la sociedad, las naciones encuentran su vocación en la comunidad internacional. Cuando hay una gran empresa internacional por delante, los sectores de la Nación se sienten "partes" y, en esa condición, están dispuestos a admitir sacrificios en aras del todo. Cuando el país no tiene misión, cada sector se constituye, al decir de Ortega, en un "todo aparte" y traza sus propios esquemas de progreso y de conservación.
La ruta: Si observamos bien, los ideales que hoy se proponen a la comunidad argentina son objetivos sectoriales de este tipo y, por lo tanto, no tienen posibilidad alguna de ser aceptados por todos. Mientras sigamos pensando que la empresa nacional es "interna", cada grupo presentará "su" esquema y no se sentirá medio e instrumento de una empresa englobante y general. La burguesía industrial hablará del desarrollo —"su" desarrollo—. Los sectores obreros, de la justicia social —"su" justicia—. Los sectores tradicionales, de la libertad económica —"su" libertad económica—. El radicalismo del Pueblo, de la legalidad —"su" legalidad—. Y los sectores disconformes, de la revolución —"su" revolución—.
La Argentina debe salvar su unidad "hacia afuera", en una empresa que despierte nuestra dormida generosidad. Y esta misión está a la vista: la Argentina tiene el deber histórico de "constituir a América latina como región". De constituirla, afrontando el liderazgo de la empresa común. Y de constituirla como "región", no como un utópico e irrealizable superestado, sino como un conjunto de naciones —"la América latina de las patrias"— que asuma su carácter y su responsabilidad en el mundo de hoy con su propio perfil y con su propia voz.
Esta es la misión argentina. Y suponer que ella será el resultado de la salud interior es invertir los factores de la ecuación. Cuando advirtamos que vivir en escala nacional es "servir" a ideales históricos, y cuando admitamos que hemos sido llamados a un activo servicio de liderazgo en América latina, nuestros problemas internos asumirán su verdadera dimensión: ya no serán "fines en sí" de un pueblo epicúreo y egoísta, sino '"medios" para la empresa de un pueblo misional. 
* Copyright by PRIMERA PLANA
25 de mayo de 1965