Santo Domingo
El escollo se llamaba Wessin y Wessin

 

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pie de fotos
-Imbert, ¿Hacia la conciliación?
-Martin, No al desembarco
-Caamaño, Todavía intransigente

 

 

Los cuatro soldados constitucionalistas dirigieron sus fusiles al suelo. "Es el Nuncio", dijo uno de ellos; otro se quitó la gorra. Monseñor Emmanuele Clarizio, que manejaba personalmente su coche, atravesó —sonriente, una mano en alto— la línea de demarcación. Sobre el largo automóvil negro ondulaba un banderín amarillo y blanco (los colores del Papa).
Eran las cinco de la tarde del miércoles 12 y un bruñido sol agobiaba a Santo Domingo, se esponjaba en la ardiente mancha del mar, al fondo de las calles. El coronel Francisco Caamaño Deno había aceptado, por fin, recibir en su comando —un edificio de tres pisos en la calle Conde— a una comisión mediadora. El prelado indicó que con él acudirían el Secretario General de la OEA, José A. Mora, y el diplomático norteamericano John Bartlow Martin (Embajador en Santo Domingo, sustituido unas semanas atrás por William Tapley Bennett).
Nadie ignora en Santo Domingo que fue un telefonazo del general Elias Wessin y Wessin al embajador Bennett ("Ya no podemos garantizar la vida de los residentes norteamericanos") lo que provocó el desembarco de la infantería de Marina. También se sabe que fue el Subsecretario de Estado, el impulsivo texano Thomas C. Mann, quien inclinó el ánimo del Presidente Johnson a una "reacción enérgica", y que Martin, llamado para que informase sobre el grado de infiltración comunista, dijo en la Casa Blanca que la orden impartida era un error, que la presencia de tropas norteamericanas sólo podía desprestigiar aún más a quienes la solicitaron.
Estos entretelones quedaron consignados en una edición del Washington Post (el cual, por otra parte, apoyó jubilosamente a Mann). Por lo demás, la tarde anterior, un Senador norteamericano —el demócrata Stephen M. Young— pidió expresamente el retiro del embajador Bennett, "uno de los miopes funcionarios del Departamento de Estado que ven un comunista en todo aquel que proponga expropiar a un terrateniente ausentista". Young solicitó que se confiara ese cargo a Luis Muñoz Marín, "uno de los más destacados estadistas del hemisferio".
Enviado presurosamente a la isla, Martin no tardó en establecer contacto con los constitucionalistas, quienes, desde los primeros días, mantenían conversaciones de tregua con el Nuncio Apostólico. El mismo Caamaño había solicitado una entrevista con Martin: se llevó a cabo el lunes 10. El diplomático norteamericano llegó a la calle Conde, envuelta en incesantes marchas militares, y se codeó en las escaleras con decenas de jóvenes con aspecto de guerrilleros. Tanto él como el coronel rebelde guardaron reserva sobre lo tratado, pero era evidente que habían encontrado alguna perspectiva de arreglo.
Sin embargo, dos días más tarde, cuando Monseñor Clarizio, Martin y Mora llegaron a la sede del comando, pocas razones quedaban para el optimismo. Esa misma mañana había ocurrido un incidente grave. Tres soldados norteamericanos entraron en una farmacia; uno de ellos pidió un específico, y luego se volvió forzoso al, muchacho que lo atendía: "Querías envenenarme, ¿eh?", rugió. Hubo una discusión, y cuando los militares salieron el muchacho yacía sobre el mostrador con un balazo en el rostro. La gente del barrio —que se halla en la zona "internacional"—salió en manifestación y abrumó de injurias a cuanto soldado gringo veía por las calles.
Si la protesta popular era airada, más intranquilizadora aún parecía la actitud de los 3.000 soldados que obedecen a Caamaño en su campo atrincherado. La noche anterior, elementos de la división 82 de paracaidistas habían ocupado la central eléctrica en la zona constitucionalista; la radio rebelde acusó a los norteamericanos de haber roto la tregua y un vocero del general Bruce Palmer —comandante en jefe de la fuerza de desembarco— repitió que el acuerdo del día 6 sólo obligaba a los dos grupos dominicanos antagónicos. La central había sido ocupada porque no se podía correr el riesgo de que el cuerpo expedicionario —ya elevados sus efectivos a 34.000 hombres— se quedará a oscuras o sin agua.
El coronel Ramón Montes Arache, Ministro de Defensa constitucionalista, informó a la OEA: "Si no salen de allí, los vamos a atacar. No nos importa si somos masacrados, pero estamos cansados de que los gringos violen el armisticio." Otro incidente: tres soldados norteamericanos fueron sorprendidos a buena distancia del "corredor" que divide en dos el área rebelde: tiroteados, uno se desplomó, otro murió más tarde en el hospital, el tercero pudo escapar (*). Caamaño y sus hombres están convencidos de que los norteamericanos se sirven de la tregua para ir estrechando el cerco a su alrededor.
Los tres visitantes habían esperado 15 minutos cuando llegó el jefe rebelde, jadeante y sudoroso. Venía de inspeccionar la orilla occidental del río Ozama; la artillería de la Junta disparaba sobre sus fuerzas. Era otra violación —ésta inobjetable— de la tregua.
— ¡Si estos hechos no se acaban —gritó—, doy orden de atacar, pase lo que pase!
Así comenzaron las negociaciones que, en el espíritu de todos, debían conducir a la formación de un gobierno de transición que sustituyera al de la Junta y el de Caamaño, con el compromiso de llamar a elecciones libres. Esa primera conversación duró 1 hora 25 minutos. Aparentemente, el Nuncio y el diplomático norteamericano consiguieron calmar a Caamaño; en cambio, la posición de Mora era tan desairada que optó por retirarse y en las siguientes entrevistas se hizo sustituir por dos miembros de la "comisión de los cinco" (unas veces su presidente, el argentino Raúl Colombo, otras, el delegado guatemalteco Carlos García Brauer). La actitud del bando constitucionalista para con la OEA es de invariable desprecio. "Están engañando a América, a sus propios gobiernos —comentó un oficial rebelde—. Dicen actuar como una misión de paz y están desarrollando una actividad política. ¿Qué mandato tienen para discutir la creación del nuevo gobierno?"
Caamaño aceptó negociar con la OEA, pero sobre otros aspectos: invitó a la "comisión de los cinco" para que investigue sobre el terreno "qué poder o influencia tienen los comunistas" en su gobierno. Podían asesorarse, dijo, consultando a Betancourt, Pigueres y Muñoz Marín (quienes seguían en Washington y visitaban diariamente el Departamento de Estado). En cuanto a la fuerza policial que decidió enviar la OEA, "podrá actuar tan pronto como mi gobierno sea reconocido por los miembros de esa organización".
Sin duda, prefería tratar directamente con los norteamericanos; así fue como, en un plano informal, indicó a Martin que "era inútil hablar" mientras la Junta mantuviese en sus puestos a los responsables del feroz bombardeo aéreo que sufrió la capital antes de la llegada de los marines (1.000 muertos, 1.800 heridos). El miércoles por la noche, el diplomático, acompañado por el general Palmer, visitaba en la base de San Isidro al general Elias Wessin y Wessin, quien no integra la Junta, pero es, ciertamente, su director oculto. Martin le pidió la renuncia.
Las agencias de prensa anunciaron que Wessin se marchaba al extranjero, pero el célebre corresponsal Jules Dubois (del Chicago Tribune), con una entrevista exclusiva, demostró que esa no era su intención. "Nadie me obligará a dimitir", había exclamado Wessin. "Ayer, cuando la radio rebelde lanzó esa información, el ánimo de mis tropas estaba decaído; mi renuncia sería una gran victoria para los secuaces de Bosch y provocaría la desintegración del Ejército. Sería entregar el país a los comunistas en bandeja de oro." Reveló que, en una carta entregada a Martin y Palmer, sólo se había comprometido a renunciar después que "se restableciera la paz y el nuevo gobierno emprendiese la reconstrucción nacional". Desde luego, entendía colaborar en la formación de ese gobierno.
De nada valió que la Junta anunciase la dimisión de seis jefes militares —entre ellos el comodoro Rivera y el brigadier de los Santos, que también participaron en el bombardeo del 27 de abril— y que invitase a Caamaño oficialmente a ingresar en un gobierno de unión nacional. El general Antonio Imbert Barrera, presidente de la Junta, dirigió unas frases amables al coronel, que fuera su compañero de estudios, tiempo atrás, en una base naval de California. La respuesta de Caamaño fue: "Desde Washington le ordenaron que sacrificara algunos de sus hombres; pero Wessin es intocable."
La mediación había fracasado, pues, y la radio rebelde injurió copiosamente a Wessin, "El Chacal de San Isidro". El jueves, seis cazas levantaban vuelo en la cercana base e intentaban destruir, con algunas bombas, la emisora de Caamaño. Una de esas bombas cayó sobre la casa de Carlita Jacques, una morena de 25 años, quien estaba bañándose; al oír la explosión corrió a la alcoba y halló muerto a su hijito. José Iván no alcanzó a cumplir sino un año. La madre salió a la calle, enloquecida, apretando contra su pecho el minúsculo cadáver, y una multitud rugió: "¡Los gringos tienen la culpa! ¡Guerra a los gringosl"
Jottin Cury, Canciller del gobierno constitucionalista, denunció telegráficamente a la OEA "el nuevo crimen de Wessin" y la aparente tolerancia norteamericana. El general Palmer declaró que había tomado medidas especiales para evitar que, en San Isidro, aviones de la Junta pudiesen levantar vuelo sin su consentimiento.
La noche del viernes, el Consejo de Seguridad (de la UN) decidió que había llegado el momento de actuar; U Thant enviaba al general Indar Jit Rikhye, su principal asesor militar. Era, implícitamente, una censura a la OEA. Adlai Stevenson la habla votado, para evitar la aprobación de dos textos aún más filosos: uno de lo URSS, otro del Uruguay. 
* Al cierre de esta edición, las bajas totales de USA ascendían a 20 muertos y 86 heridos.


Desde Washington
La acción colectiva

Por Art Buchwald *
Cuando se extinga el ruido causado por la crisis dominicana, surgirá la historia no revelada de un auténtico héroe: Sidney. Nadie conoce su apellido, pero el conflicto hubiera cambiado si no fuera por él.
Sidney es un turista norteamericano que visitaba Santo Domingo cuando estalló la lucha. El Presidente Johnson envió infantes de Marina para proteger a los ciudadanos de USA; lamentablemente, la evacuación fue tan rápida que en 24 horas no quedaba un solo norteamericano en la Capital. Excepto Sidney.
El hombre se presentó en el muelle para embarcarse en un transporte y lo detuvo un oficial de Marina:
—Lo lamento, no puede subir.
—¿Por qué?
—Nos enviaron aquí para cuidar la vida de los estadounidenses. Y usted es el único que ha quedado. Si lo llevamos, tendremos que retirarnos nosotros también.
—¡Pavadas! Quiero salir de esta ciudad.
—Tengo órdenes de dejarlo. Cometimos un error al evacuar demasiado pronto a los extranjeros y ahora le necesitamos a usted más de lo que usted nos necesita a nosotros. 
—Problema suyo —clamó Sidney——. Quiero que me saquen de aquí en este barco.
—¡Imposible! —rugió el oficial, mientras dos sargentos apuntaron a Sidney con sus máuseres—. Si llegan los representantes de la OEA y no encuentran ciudadanos norteamericanos protegidos por nosotros, arderá Troya. Pero tranquilícese: el Presidente Johnson acaba de resolver el traslado de otros diez mil soldados para que lo protejan a usted.
—¿A mí, solamente?'
—Sí, señor. Ya delimitamos una zona especial alrededor de su hotel, así que nadie podrá acercársele.
Sidney recogió las valijas y regresó al hotel. A la mañana siguiente, lo visitó el general que mandaba a los paracaidistas.
—¡Amigazo! ¿Cómo está?
—Bien —resopló Sidney—. Pero quiero volverme.
—Un poco de paciencia y todo se arreglará.
Siguieron conversando, hasta que entró en el cuarto un pelotón de soldados y emplazó un nido de ametralladoras en el balcón. Al mismo tiempo, dos tanques tomaron posición frente al hotel y una pieza de artillería antiaérea fue montada en el techo del edificio. Sidney no podía creerlo.
—¿Y todo eso, para qué?
—Para garantizar su vida. Es demasiado preciosa para el gobierno, ¡demasiado preciosa!
—Y si es tan preciosa, ¿por qué no me sacan de aquí?
—En cuanto termine todo. Por el momento, usted es nuestra única razón de estar en Santo Domingo.
—Bueno, usted es parte de la Doctrina Monroe. Su nombre pasará a la historia de los Estados Unidos, junto con el de Teddy Roosevelt y el almirante Bewey. Cuando las maestras en el colegio, pregunten quién salvó a la República Dominicana de caer en las garras del comunismo, los chicos responderán: Sidney.
En ese instante, sonó el teléfono. Atendió el general.
—Es el Presidente, Sidney. Quiere hablarle.
—Sí, sí, sí, señor Presidente. Me quedaré todo el tiempo que haga falta. Gracias. Usted también es un gran norteamericano. Adiós.
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revista Primera Plana
18/05/1965