Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Portugal
Solo el fin de un hombre

En Lisboa, el martes último, a los veintidós días de haber entrado en coma, el viejo Dictador empezaba a agonizar. La noticia no conmovió a sus súbditos: caudillo implacable, ajeno a las multitudes y las efusiones populares, era ya un fantasma desde hacía tiempo, un fantasma omnipresente y todopoderoso; lo fue, en realidad, desde el instante lejano en que aferró el país para modelarlo a su imagen y semejanza. Sustituido el 28 de setiembre por otro mandatario, el fin de Oliveira Salazar no coincidirá —sin embargo— con el fin de su era; así se desprende del informe enviado por Ernesto Schóó, Secretario de Redacción de Primera Plana, tras una visita a Portugal.

El sábado 5 de octubre, Portugal recordaba los 58 años del alzamiento que destronó a los Braganza e instauró la República. Pero hubo, apenas, un discreto homenaje en las tumbas de los revolucionarios; curiosamente, la invitación a participar del acto, aparecida en la prensa, advertía sobre "la necesidad de mantener la mayor serenidad y compostura, evitando responder a cualesquiera actitudes menos conformes con la dignidad de la ceremonia". ¿En previsión de qué se interponía esa reserva? ¿La presencia del nuevo Jefe del Gobierno podía suscitar abucheos o repulsas?
Es que, por primera vez en cuatro décadas, los portugueses contemplan, a la cabeza de su minuciosa y reverenciada jerarquía oficial, a un hombre que no es el Sr. Prof. Dr. (así abrevian los diarios, sin omitir jamás las tres claves mágicas) Antonio de Oliveira Salazar, fulminado por una hemiplejia el 16 de setiembre, sino el Sr. Prof. Dr. Marcello José Neves Alves Caetano, designado por el simbólico Presidente Americo Thomaz, al cabo de prolijas consultas y vacilaciones.
Si el caduco Thomaz se tomó su tiempo, en el bucólico Palacio de Belem (una antigua quinta de los Reyes, con techo de tejas y tantas palmeras alrededor que parece enclavada en Río de Janeiro) para empujar por fin a Caetano hacia el lugar que, con la estricta lógica de la burocracia cartesiana, le correspondía, fue porque no todos los grupos de poder coincidían en esa figura que, por su juventud (62 años), inspira algún recelo al formidable mecanismo financiero-castrense que mueve la vida serena de la Nación.
Es el propio Caetano quien, en los noticieros que aún hoy se proyectan en los cines de Lisboa, advierte a sus compatriotas, en el discurso de toma del cargo, sobre los peligros de la división y la dispersión: una alerta insólita, tratándose de un régimen en apariencia monolítico, pero que en verdad sólo se ha apoyado fundamentalmente, hasta ahora, en la formidable resistencia física de un anciano feroz.
"Todo seguirá igual —filosofa Manoel Teixeira—; Caetano es el hijo de Salazar." Manoel, 62, ejerce su oficio, lustrador de zapatos, desde hace tres décadas, a la vera del hotel Avenida Palace, en la Plaza de los Restauradores. Prácticamente, forma parte del decorado —el feo monumento a quienes ahuyentaron el dominio español en el siglo XVII, el hermoso edificio barroco pintado de rojo del Ministerio de Información, el río de gente que sin cesar discurre por las aceras— y del personal de la heladería Venezia, como informa un marbete de plástico sobre su raído overol azul. ¿El hijo de Salazar o, pese a la diferencia de edad, un hermano de armas? Hay quienes proclaman que Caetano ha sido siempre la eminencia gris del régimen, el hombre que supo canalizar y codificar los propósitos ordenadores del Dictador.
Es allí donde se encontraría —asegura un veterano político y ex Ministro, que prefiere reservar su nombre— el verdadero problema con el nuevo Premier; no en el apartamiento de las severas normas de su predecesor, sino todo lo contrario. Y serían los partidarios de las reformas (que los hay en las filas oficiales) quienes resistirían su liderazgo. Esta hipótesis, sin embargo, se tambalea en cuanto se sabe que una de las primeras medidas de Caetano ha sido poner en libertad a Mario Soares, eternamente encarcelado por opositor, en tanto la prensa aguarda con ansiedad la famosa ley que, se supone, aflojará las mallas de la censura.
Pero Caetano, padre de cuatro hijos, es antes que nada un hombre del Sistema. Oriundo de Lisboa, ingresó en la Administración Pública en 1929, como asesor del Ministerio de Finanzas; allí conoció a Salazar, empeñado entonces en la recuperación económica de Portugal. Ministro a los 34 años de
edad, jerarca del partido único (la Unión Nacional), su foja de servicios es interminable, aunque siempre lo muestra en la cima del ala reaccionaria, dentro del Gobierno y del oficialismo.
En el liberal Diario de Lisboa (el New York Times reproduce sus artículos políticos publicados desde la enfermedad de Salazar, y elogia su franqueza), la encuesta sobre el aniversario de la República desata respuestas cautelosas, inocuas, del hombre de la calle. Joaquim Jacinto ("Basta Así", un comerciante con portafolio bajo el brazo) opina: "El feriado de mañana tiene para mí una importancia relativa. Cada cual le da la importancia que quiere, claro. A pesar de no haber vivido en tiempos de la Monarquía, pienso que la República trajo alguna diferencia. Desde entonces, no hubo sensibles alteraciones".
La ironía se ha deslizado blandamente en la respuesta. Tan blandamente como en la actitud de un lujoso comercio de encuadernación, del elegantísimo barrio de Chiado, que para festejar los 58 años de la República tiene la humorada de ostentar en la vidriera una vieja fotografía ecuestre, pintada a mano y desteñida por el sol, con el autógrafo apenas legible: "Manoel II, Rei de Portugal".'
'A Capital', otro diario importante, al que dudosamente se calificaría de opositor, ensalza un pasaje del discurso de asunción del Sr. Prof. Dr. Caetano, quien expresó el "deseo sincerísimo de un régimen en el cual quepan todos los portugueses de buena voluntad". Dice A Capital: "Decisiones ya añejas alejaron de sus funciones, o cerraron las puertas del ejercicio de ellas, a muchísimos valores nacionales [...] Llamarlos al país, abrirles posibilidades de trabajo fecundo y asegurarles recursos en nivel aproximado al que fueron a buscar y encontraron en el extranjero, no sería un acto de clemencia política, acaso inaceptable. Bien por el contrario, sería una franca demanda del interés nacional, un llamado del país que aspira a renovarse y a rejuvenecerse". La alusión a decisiones de un ayer superado, remoto, y a la necesidad de rejuvenecer a Portugal, golpea directamente en la puerta de una suite en el sexto piso del hospital de la Cruz Roja, donde vegetativamente sobrevive Salazar. "Rejuvenecer" es una palabra que flota, obsesiva, en el delgado aire de Lisboa. ¿Podrá Marcello Caetano agilizar este engranaje tan complicado y satisfecho de sí mismo, sin arriesgarse a quebrarlo? ¿O arriesga, en cambio, ser quebrado por él?

Con rastros del pasado
La austeridad es el signo exterior de la vida portuguesa. ¿Quién dijo que los españoles se enamoraron del luto? Son los portugueses quiénes lo han elevado a la categoría de uniforme de la dignidad nacional. Cuando se ve el noticiario, filmado en colores, de la pose de Caetano, en el imponente Palacio de San Bento, el cónclave de jerarcas que lo rodea reproduce "el entierro del Conde de Orgaz". Se puede reconocer a un extranjero en Lisboa porque se anima a usar corbata floreada o, directamente, a no usar ninguna corbata, o camisa de otro color que no sea el blanco.
Es verdad que los hippies pululan, delirantes y felices, asándose con 30 grados de calor bajo sus sombreros aludos, sus melenas, sus abalorios, sus tapados de pieles de animales imaginarios. Pero son todos norteamericanos, ingleses, franceses, alemanes; se ignora el destino de los hippies locales, si es que los hubo. Y las minifaldas autóctonas son tan recatadas, que la sola aparición de una brevísima, de obvio desparpajo nórdico, provoca diversos grados de apoplejía en señores acogotados por sus cuellos de celuloide.
La juventud se parece a la de todo el Occidente en la segunda mitad del siglo XX: pantalones ajustadísimos para uno y otro sexo, pelo largo (discretamente) en los varones, discos bajo el brazo, despreocupación total por el mundo de los mayores. Ese mundo no es muy distinto hoy, en Lisboa, de lo que fue bajo los últimos Braganza. La burguesía prosigue aferrada a una manera de vivir que ni los británicos —con Reina y todo— cultivan todavía.
Por supuesto que el lujo no está, en Portugal, al alcance de todos, ni todos pueden, como los enlutados burócratas, deslizarse en esos Mercedes-Benz negros y charolados como carrozas fúnebres. Todos pueden, en cambio, hacerse la ilusión del lujo: un salón de té y una peluquería —para hombres— son Versalles en miniatura, puro espejo, angelito rococó, silla dorada y araña de caireles; el estanco de tabaco, el café, la farmacia, parecen antesalas de club inglés, con revestimientos de madera oscura, sillones de cuero, señoras de bronce ligeras de túnica y con globos de luz en las manos.
¿Acaso se asombrarían los angelitos con guirnaldas y las ninfas portadoras de luces si, una vez más, Eduardo VIl bajase de la áurea carroza, conservada en el esplendoroso Museo de los coches, y entrara en los "Grandes Almazenes de Chiado"? Eça de Queiroz podría volver en cualquier momento a gratificar su sensualidad discurriendo por las tiendas del Chiado (del nombre de un poeta del siglo XVI): las crujientes sábanas de Holanda, los aromáticos jabones ingleses, las más opulentas alhajas, las encuadernaciones en cuero con diseños de oro, los encajes de Madeira y todas las especias, las maderas, las sedas, los corales y los marfiles de esos lugares exóticos que para el resto del mundo ya no son sino invenciones de Salgari: Timor, Macao.
Todo está como era entonces: en la Rua Da Prata y en la Rua Áurea, joyeros y orfebres continúan, inmutables, sus actividades. Ambas calles flanquean la Rua Augusta, abierta bajo el inmenso arco de triunfo que es clave de la espléndida plaza del Comercio, en cuyo centro, a caballo sobre un pedestal que rodean afanosas victorias y famas con trompetas, y hasta un elefante, el Rey José I, empenachado y encorsetado como un guerrero de ópera barroca, recibe en sus narices los efluvios del Tajo, a menudo tan insidiosos como los del Plata.
No sólo ese olor le resulta familiar al porteño que corretea por Lisboa: en la vasta y colorida plaza de Don Pedro IV (primero del Brasil) puede toparse con dos fuentes mellizas de la que hasta hace poco se alzaba en Nueve de Julio y Córdoba (y que pronto estará allí de nuevo, también con su gemela). Todas provienen de la misma fundición francesa, y si la de Buenos Aires tiene un aspecto más digno (las de Lisboa están pintadas de verde rabioso), es lástima que carezca del complemento que lucen aquí sus hermanas: una ronda de sirenas que arrojan agua desde unas caracolas, a las que esgrimen junio al oído, como si fueran radios.
En los salones de té (Chá, como en chino), matronas de negro con collar de perlas sorben pausadamente el brebaje después de las compras. En los cafés, jadean en su idioma gutural los lisboetas industriosos. ¿Qué los preocupa? La retracción económica (en la coraza forjada por Oliveira Salazar, la inflación ya ha abierto un rumbo), los triunfos o desastres del fútbol y de los hijos en el colegio; y, sobre todo, el totobola, versión del totocalcio italiano, esto es, la criolla quiniela, aplicada no al turf sino al fútbol. Los sábados y los domingos, a la noche, miles de portugueses se precipitan en algunas sucursales bancarias, abiertas entonces hasta las dos de la mañana, para cobrar sus dividendos.
La otra pasión nacional es el automovilismo, mejor dicho, el vértigo, ejercitado con tanta destreza y desdén por el peligro como en Italia. Dormir un sábado a la noche en una habitación a la calle es hazaña que ni el cansancio más empeñoso ayuda a cumplir. La última fue la tercera o cuarta Semana Nacional de Reducción de la Velocidad, con éxito modesto tratándose de un pueblo tan compulsivamente disciplinado como éste.

La riqueza y el dolor
Pero la vida de Lisboa —de Oporto, de Coimbra, de Portugal todo— es la calle. Desde el feo y majestuoso monumento al Marqués de Pombal (el Ministro que reconstruyó la ciudad destruida por el terremoto de 1755) se desliza, colina abajo, la Avenida de la Libertad, una imitación aproximada de los Campos Elíseos, que a lo sumo llega a parecerse, y no es poco mérito, al Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México. A un lado y otro de esta vía esplendorosa, más allá de las construcciones novecentistas o contemporáneas, de vidrio, que las escoltan, se arremolinan las casas con techos de tejas coloradas, las callejuelas recónditas, como si una edificación de barajas hubiera sido dispersada a voleo sobre las faldas del monte.
Al borde del agua, el puerto ostenta, desde agosto de 1966, una graciosa verja aérea: el puente —¿cómo podría llamarse sino Salazar?— sobre el Tajo, el más largo de Europa, por debajo del cual pasan, a diario, barcos que llevan y traen soldados. Esos muchachos cetrinos y cejijuntos, con uniforme verde oliva y boina, representan el contínuo drenaje de sangre joven y de dinero que este pequeño país se ha impuesto para mantener, a toda costa, el último imperio colonial europeo: ése es el precio de la guerra de Angola y Mozambique, nombres que para los portugueses representan dos cosas; fuentes de riqueza para la oligarquía industrial y militar que domina con sus brazos de leguleyos y burócratas, y de dolor para los demás, que sienten amenazada la vida de sus hijos.
La vida nocturna de Lisboa es escasa y de pobre calidad. Casi todos los teatros son de revistas, tan soeces como las de Buenos Aires, aunque mucho más fastuosas; tienen, sin embargo, una ventaja, y es que son los únicos medios de expresión que pueden comentar, burlonamente, la actualidad: válvulas de escape para un pueblo que carece de dramaturgos, de cineístas, de escritores, de plásticos de vanguardia.
La oculta sensualidad de los lisboetas se ha volcado en esta ciudad espléndida, que se parece a Nápoles pero pasada en limpio y erigida por los austriacos. El barroco de Lisboa (mejor dicho, el rococó, ya que la reconstrucción después del terremoto se efectuó en la segunda mitad del siglo XVIII) no tiene nada que ver con el italiano. Se esmera, en cambio, en las mismas fiorituras que Viena y Salzburgo, se esmalta con los mismos tiernos colores (amarillo, rosa, verde pálido, junquillo, celeste), y tan sólo disiente en las fachadas cubiertas de azulejos policromados, en las rejas que no podrían ser sino ibéricas.
Un suave siseo sorprende al visitante: es la forma que tienen los portugueses de llamarse la atención entre sí, ya sea para convocar al mozo en el café o para avisar de algo que ocurre. No se chistan como los argentinos, no se gritan como los italianos. Ese murmullo sibilante acompaña al viajero en todas partes, en el Chiado (un triángulo lujoso, uno de cuyos vértices es el increíble ascensor gótico que salva el desnivel entre la Rua Santa Justa y, allá arriba; el Largo do Carmo: una torre hecha con piezas de Meccano, pero como para que jugara la Reina Victoria en los tiempos del Gothic Revival) y en los altos de la Catedral, un severo edificio románico de piedra dorada.
Por doquier circulan, solemnes y esbeltas como cariátides, las vendedoras de pescado, en la cabeza su canasta con la mercadería envuelta en hierbas aromáticas. Se balancean apenas al caminar y no resbalan jamás en el lustroso pavimento de Lisboa, de piedras blancas y negras: su aire de dignidad antigua contrasta con el desdichado uniforme caqui de las barrenderas municipales, pues son mujeres las encargadas de mantener el aseo de la ciudad.
A los 70 años, María Da Foz, vendedora de pescado, es todavía coqueta cuando se deja fotografiar, alegremente, junto a un portal gótico. Cuesta bastante descifrar su idioma: "El último Rey bueno que tuvimos fue Don Carlos, y por eso lo mataron". Su simple sabiduría descuenta la maldad del mundo, aunque no la teme, porque hay gente buena y la fantasía da para todo, hasta para pavonearse ante un extranjero: "A la Reina Doña Amelia, que Dios la tenga en la Gloria, yo le vendía pescado". ¿Y Salazar? "También bueno, pobrecito: trabajó tanto, ahora hace falta que descanse."
¿Cómo descansará el viejo estadista? La polémica, sofocada por el decoro, agita los salones palaciegos: ¿habrá que embalsamarlo y exhibirlo para la veneración del futuro, como a Lenin? ¿O, simplemente, enterrarlo con un hábito monacal y alzarle un túmulo de piedra? A diferencia de Franco, Salazar no designó el lugar de su tumba, Pero ha de ser, seguramente —conjeturan los bien informados—, en la inmensa y recamada iglesia del Monasterio de los Jerónimos, en Belem, junto a otras dos glorias lusitanas: Vasco de Gama y Luis de Camoens, cuyas efigies de mármol duermen sobre sarcófagos idénticos.
Entretanto, hasta el sexto piso del hospital de la Cruz Roja se llegaron, el miércoles pasado, José Eugenio Lopes Pereira y su yerno, el capitán Fernando Coelho do Amaral, ambos nativos de Goa: traían la cabeza milagrosa de una imagen de San Antonio y un pedazo de la capa en que fue envuelto el cuerpo de San Francisco Javier cuando de Sanchao se lo transportó a Goa, a la iglesia del Buen Jesús. Las reliquias se colocaron piadosamente —asegura la crónica— a la cabecera del Sr. Prof. Dr. Oliveira Salazar.
Al parecer, obraron un efecto milagroso, porque ese día la salud del autócrata experimentó una cierta mejoría; seminarista durante 8 años, él no hubiera esperado otra cosa, por más que en Portugal la Iglesia está separada del Estado. No obstante el rotundo catolicismo de Salazar, fueron los católicos —sacerdotes y laicos— sus últimos opositores, desde que en 1958 el Obispo de Porto sufrió el destierro por la osadía de solicitar la atención del Primer Ministro hacia "los problemas sociales". El caudillo no toleraba ninguna interferencia.
Así construyó este Portugal, detenido en el tiempo a pesar de sus hoteles modernos, sus automóviles, sus industrias; este Portugal donde Lisboa es capaz de suscitar la euforia del turista, o la resignación de sus residentes, esa mezcla de tristeza y aislamiento que empapa los versos de Fernando Pessoa, el único gran poeta contemporáneo del país y uno de los mayores en el nutrido Olimpo del siglo.
Un retrato sintético del Portugal de Oliveira está en estos números: Lisboa, con el 17 por ciento de la población, concentra el 35 por ciento de la producción fabril y el 60 por ciento de los depósitos bancarios; los trece distritos del interior, donde vive el 60 por ciento de los habitantes, se reparten el 18 por ciento y el 16 por ciento de aquellos dos rubros. Caetano, sin duda, aflojará las presiones; pero con una levedad parecida al aire quieto de Lisboa.
15 de octubre de 1968
Revista Primera Plana

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