Revista Siete Días Ilustrados
07.10.1968 |
Tras 24 años de deshonra, la viuda del comandante Scheller,
fusilado por no cumplir una misión imposible, logró una revisión del
proceso y la rehabilitación del militar
Una mujer todavía joven, todavía hermosa, llega cada año a las
ruinas del puente que atravesaba el Rhin a la altura de la ciudad de
Remagen, uniendo el valle del Ahr a la llanura del Este por un punto
clave para todo invasor que pretenda penetrar en tierra alemana. A
veces la acompañan uno o dos muchachos de poco más de 20 años. Ella
se hunde en un silencioso recogimiento; su mirada perdida evoca
viejas escenas guerreras, antiguos combates, como si —según una
nueva leyenda renana— fuera la viuda del puente. Y en cierto sentido
lo es, porque a esas ruinas está ligado el destino del comandante
Hans Scheller, su primer marido y padre de los dos muchachos, que
murió al mismo tiempo que el puente y por su causa.
Liesel Scheller (tal el nombre de la mujer) reivindicó el honor
familiar: logró de la actual justicia alemana la revisión del
proceso que decretó el fusilamiento de su marido. El tribunal se
reunió en Landshut, la pequeña y tranquila ciudad natal de Scheller,
hace unos tres meses. Entre los testigos llamados a declarar se
encontraban dos de los miembros del jurado de excepción que condenó
al comandante el 13 de marzo de 1945: los entonces tenientes
coroneles Penth y Ehmsperger, militantes del nazismo. El primero es
ahora director de una fábrica, y fue tratado de Herr General
Direktor por el tribunal. El segundo, alcalde de un pueblo, recibió
el no menos honorífico tratamiento de Herr Burgmeister. Con aire de
pacíficos y respetables burgueses, respondieron que habían cumplido
su deber militar y que juzgaron a Scheller de acuerdo con su
conciencia.
El tercero de los jueces, el general Hubner, falleció hace años de
muerte natural, después de haber sido condenado en 1943 a diez años
de trabajos forzados por fusilar sin proceso a numerosos acusados de
cobardía durante la guerra. El fue quien firmó el comunicado que
recibió en marzo de 1945 la señora Scheller: "El tribunal de
excepción del Frente Oeste, en su audiencia del 13-3-1945, condenó a
muerte al comandante Scheller, nacido el 9-1-1913, en Landshut, por
no haber ejecutado las órdenes impartidas y por cobardía frente al
enemigo. La sentencia fue cumplida el 13-3-45. El cuerpo del
comandante Scheller fue enterrado el mismo día en un bosque situado
a un kilómetro al oeste del pueblo de Rimbach y a siete kilómetros
al noroeste de la ciudad de Altenkirchen. Todo anuncio fúnebre en
los periódicos queda prohibido".
LA CULPABLE DINAMITA
Según se sabe ahora, el general Hubner fue también quien recibió
expresas directivas del Führer para condenar a muerte a Scheller y a
otros tres inculpados, los comandantes Strobel y Kraft y el teniente
primero Peters. ¿Cuál era la falta que habían cometido? ¿Qué había
despertado la violenta indignación de Adolfo Hitler? Era la época en
que la derrota alemana ya era segura para todos menos para los
fanáticos partidarios del Tercer Reich, y cundían el desaliento, la
traición, los rumores. El grupo oeste del ejército alemán retrocedía
a diario frente al avance irresistible de los aliados. Uno de los
últimos reductos alemanes en la margen izquierda del Rhin era la
pequeña ciudad de Remagen. Amenazado por fuertes contingentes
norteamericanos, que se acercaban para tomar el puesto y atravesar
el puente hacia el corazón del Reich, el 6 de marzo de 1945 el
comando general ordenó al general Hitzfeld, comandante del 67º
Cuerpo y responsable del sector, que contraatacara al enemigo y
detuviera su avance a toda costa.
La orden era estúpida, irrealizable. El general Hitzfeld envió a
Remagen a uno de sus ayudantes de campo, el comandante Hans
Scheller, con la orden de ponerse al frente de la plaza, reorganizar
los efectivos y adoptar las medidas necesarias para volar el puente
si los norteamericanos continuaban avanzando. Scheller era un
oficial de 32 años, formado en el colegio militar de Potsdam, donde
tuvo como instructor a Rommel. Según su mujer, "no era nazi ni
antinazi", sino simplemente "un buen militar alemán".
Desde el comando del 67º cuerpo hasta Remagen había 60 kilómetros.
Scheller los recorrió en su automóvil, acompañado de varios
oficiales, con otro de escolta. En el camino, el segundo vehículo se
precipitó en una cuneta; mal presagio en un ejército donde todo
debía funcionar con la precisión de un cronómetro. Pero el
comandante se mostró optimista: "creo que a mi regreso me espera una
cruz de hierro". Se equivocó: le esperaba una de madera.
En Remagen tomó contacto con el jefe de la plaza, capitán Bratge, y
procedió a reunir las fuerzas. Sus ilusiones de cumplir una
brillante tarea debieron vacilar en ese momento: sólo quedaban 33
hombres, la mayor parte convalecientes de heridas de combate, y los
norteamericanos avanzaban con poderosas unidades blindadas.
Evidentemente, lo único que quedaba era volar el puente; pero para
hacerlo las circunstancias no eran propicias.
"Sólo cuento con 300 kilogramos de explosivos, y para echar abajo el
puente necesitaríamos cuatro veces más", le informó Bratge. "Es
posible —replicó Scheller—, pero yo tengo órdenes precisas y lo
haremos". Seguramente intuyó que las órdenes eran incumplibles, pero
los oficiales del ejército alemán sólo obtenían cruces de hierro si
acataban lo que prescribía la superioridad, aun los peores
disparates. Colocada la dinamita, cuando fue accionado el detonador
una nube de humo ocultó la gigantesca estructura del puente
(construido en 1916, durante el reinado de Guillermo II). Al
disiparse la bruma todo estaba como antes. Sólo una parte de la
calzada se había sacudido y levantado en el aire, para volver a
apoyarse sobre el basamento metálico. Caían ya los primeros obuses
norteamericanos, llovía la metralla. Y Scheller se interrogaba: "Una
parte, por lo menos, tendría que haberse destruido. . . ¿Estaría la
dinamita en mal estado? ¿Hubo sabotaje? ¿Alguna ráfaga de
ametralladora cortó las conexiones de parte de la carga? No hubo
tiempo de investigarlo. El capitán Bratge y sus 33 hombres se
rindieron al 14º batallón de la 9a. división blindada
norteamericana, mientras el comandante Scheller se alejaba en su
automóvil hacia el cuartel general de su ejército para informar a
sus superiores.
Cuando arribó, el 10 de marzo, el general Hitzfeld recibía la visita
del mariscal Model, jefe del grupo B del ejército, quien traía las
últimas noticias de Berlín. Hitler, irritadísimo, echaba la culpa de
la derrota de Alemania —o poco menos— a quienes no pudieron volar el
puente de Remagen, víctimas propiciatorias de su impotencia. El
mariscal se abalanzó sobre Scheller, no quiso escuchar explicaciones
y convocó al Tribunal Especial.
Veinticuatro años después, la justicia germana no se atrevió aún a
juzgar la legitimidad de aquel proceso y optó por una solución
sospechosamente salomónica: los jueces especiales procedieron bien
—Penth y Ehmsperger volvieron a sus hogares y cargos—, pero Scheller
no fue culpable ni cobarde; sólo podía haber hecho lo que hizo.
El puente ya no existe. Una vez que pasaron por él todos los
efectivos de la 9a. división blindada norteamericana, después de
resistir intensos bombardeos de la Luftwaffe, el 17 de marzo de
1945, a las 15 horas, y sin que nunca se supiera la razón, se hundió
mansamente en aguas del Rhin.
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Los restos del puente
La viuda de Scheller y su hijo |
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