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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL

 

¿Ya existe el rayo de la muerte?
Por GUSTAVO TOMSICH
* Los norteamericanos habrían logrado realizar el arma alrededor de la cual la fantasía de científicos y escritores se prodigó durante decenas de años. El hombre que parece saber modelar a su gusto el globo incandescente de las explosiones atómicas, es un novelesco personaje que tiene nombre griego

Revista Vea y Lea
1960

 

El "rayo de la muerte" -que se estudia en los Estados Unidos y que por lo que parece, debiera convertirse en una realidad para 1966- tendrá la propiedad de hacer desintegrar los cohetes y los aviones en vuelo. Parece basado en la explosión de bombas de hidrógeneo en la estratosfera. Desde el aire se halla extremadamente rarefacto, las explosiones atómicas no tienen efectos destructivos: toda su energía se trasnforma en calor y lux. Un científico habría conseguido modificar a su antojo la forma de los "soles artificiales" que ellas crean. De ellos por consiguiente, podrían liberarse lenguas incandescentes, cuya temperatura es del orden de millones de grados, hacia los cohetes en vuelo ubicados en un radio de varios centenares de kilómetros.



 

 

¿QUE HAY DE REAL en las informaciones que desde comienzos de 1959 circulan en los Estados Unidos y que hablan de un misterioso "rayo de la muerte"? El sensacional tema vuelve periódicamente a la actualidad, pero ya no impresiona tanto como antes. Es más, las vagas referencias actuales hacen sonreír al hombre de la calle, que considera el asunto como una exageración o como algo incapaz siquiera de estimular la imaginación de los chicos, para quienes cualquier tipo de "rayo de la muerte" es una antigualla, a causa del abuso que hicieron de ellos las historietas espaciales. Diversos factores, sin embargo, permiten comprender que ya no se trata, como antes, de pura fantasía, sino de reales posibilidades, ya experimentadas en parte. Desde la última vez que se habló transcurrieron ya cinco lustros.
La estrategia militar tendía a la aviación y las grandes potencias acrecentaban sus medios ofensivos y defensivos. En Alemania y en Inglaterra dos grupos de científicos procuraban realizar un arma antiaérea invisible y silenciosa aprovechando las fuerzas que constituyen el campo magnético. Los entretelones de este episodio pre-bélico son del conocimiento de pocas personas, que no los revelaron nunca, pero es imposible que se haya pasado del campo teórico al práctico. Se estudió la manera de producir campos magnéticos lo suficientemente intensos para influir en el circuito de encendido de los motores, de manera de provocar la caída de los aviones. Los estudios, sin embargo, fueron suspendidos en un momento determinado y el proyecto, que los ingleses bautizaron Arquímedes. fué archivado, porque sus posibilidades de aplicación práctica parecieron nulas. Los más potentes campos magnéticos realizados por la Lutwaffe en la base experimental de Oberammergau conseguían interferir los motores, sí, pero a no más de treinta metros de distancia. Y debe excluirse la posibilidad de que en los últimos años esos ensayos hayan sido reanudados y obtenido nuevos desarrollos.
El nombre del matemático griego fué dado por los ingleses a su proyecto de "rayo de la muerte" no porque sí. Según la leyenda, Arquímedes fué el primer hombre que adoptó un arma contra la cual, prácticamente, no había posibilidad de defensa. Con algunos espejos parabólicos parece que concentró los rayos solares sobre las naves de la flota romana que asediaban a Siracusa, incendiándolas. Actualmente existen enormes espejos parabólicos empleados en Francia y en los Estados Unidos en algunos establecimientos metalúrgicos experimentales, y con los que se obtienen temperaturas de varios miles de grados. Un haz de rayos solares concentrados en un espejo parabólico de dimensiones adecuadas, puede provocar a una distancia de centenares de metros quemaduras gravísimas e incluso mortales, y lesiones en la retina capaces de conducir a la ceguera. La estratagema de Arquímedes tiene todavía sostenedores, pero frente a los métodos ofrecidos por la técnica actual, la utilización con fines bélicos de la energía solar parece no ofrecer brillantes perspectivas.

ULTRASONIDOS MORTALES
Características de "rayo de la muerte" tienen también los ultrasonidos: no se oyen, no se ven, son mortíferos. De ellos sabemos muy poco: los estudios realizados en los últimos años acerca de sus efectos en los tejidos humanos, se hallan protegidos por el secreto militar. ¿Qué son? Lo explica la propia palabra: se trata de sonidos que nuestro oído no tiene la facultad de percibir. Se sabe que un sonido es una vibración del aire y que su nota varía con el número de vibraciones por minuto: los números elevados corresponden a notas cada vez más altas. Se sabe también que el oído humano capta sonidos con una frecuencia que varía entre 15 vibraciones por segundo y más de 15-20.000, según los objetos. Más allá de las 20.000 no oímos más nada, pero no ocurre lo mismo con todos los animales: el perro, por ejemplo, supera las 30.000 y puede oír notas que a nosotros nos están vedadas.
Los sonidos se distinguen uno del otro no solamente por la nota sino también por su intensidad. Esta se marca en decibeles, una unidad de medida más bien compleja que no vamos a explicar aquí. Digamos solamente que el hombre resiste bien una intensidad máxima de 120 decibeles. A partir de este punto comienza a experimentar sensación de incomodidad y luego verdadero y real dolor. Después de los 150 decibeles no se sabe con exactitud qué puede ocurrimos. Empero, el doctor Vern O. Knudsen, de la Universidad de California, ha revelado hace poco que el límite de 160 decibeles es fatal para muchos animales, tales como el cobayo, el ratón y algunas variedades de monos. El científico no se explica el por qué, limitándose a suponer que su muerte sea provocada por un fortísimo y rápido aumento de la temperatura del cuerpo.
Llegados a este punto, debemos preguntarnos: ¿los ultrasonidos tienen el mismo efecto que los sonidos? Parece que sí, es decir, que si somos embestidos por ultrasonidos de intensidad inferior a los 120 decibeles no los notamos, mientras que por encima de ese límite experimentamos una sensación de malestar que aumenta hasta que, por encima de los 160 decibeles, se corre el riesgo de que resulten fatales. Ellos actúan sobre las células que componen nuestros tejidos, la sangre y la materia cerebral. Es impresionante el espectáculo de destrucción que se obtiene embistiendo con un haz de ondas ultra-sonoras a animalitos de estanque, como renacuajos, chinches de agua, etcétera. En el espacio de pocos segundos quedan literalmente disgregados. Algo semejante ocurre con las células de los tumores cerebrales que el profesor Walter Fry, de la Universidad de Illinois, destruye mediante la aplicación de haces concéntricos de ultrasonidos. Experimentos realizados en Suiza han demostrado también que los ultrasonidos descomponen nuestra sangre aislando su parte acuosa, lo que significa la muerte.

EL SUEÑO DE HITLER
También este potencial "rayo de la muerte" ha sido escogido por los laboratorios militares antes del último conflicto mundial y también en época relativamente reciente. Uno de los sueños de Hitler, que siguió siendo tal, fué precisamente el del "cañón ultrasónico". Las ondas ultrasonoras tienen, en efecto, una difícil propagación en el aire, por lo que una emisión de una intensidad de 500 decibeles a siete metros de distancia ya no tiene efectos mortales y a los 50 metros no es ni siquiera advertida. Otra cosa resultaría en el agua, donde su propagación es, en cambio, inmejorable, de modo tal que con fuentes bastante más modestas se consigue matar peces a decenas de metros de distancia.
Desde hace algún tiempo se ha pasado a estudiar la acción de las ondas electromagnéticas. ¿Las partículas cargadas de electricidad liberadas por las antenas radiotransmisoras que, moviéndose a la velocidad de la luz propagan la voz, pueden influir en el organismo humano? Parece que sí. Es sabido que en los grandes aviones de línea se sirven las comidas calientes gracias al uso de hornos especiales basados en la acción calorífica de un generador de ondas electromagnéticas de alta frecuencia. Por lo demás, fué un radioaficionado norteamericano quien, comprobada la rápida cocción de un huevo colocado en la envoltura de salida de su transmisor de onda corta, patentó una cocina basada en ese principio, capaz de asar un pollo en menos de cinco minutos.
¿El mismo efecto calorífico puede ser obtenido a la distancia, si se utilizan haces de ondas electromagnéticas de potencia adecuada? Las opiniones difieren. Es sabido que si se toca la antena de un radio transmisor se recibirán quemaduras de gravedad proporcionada a la energía que la misma irradia. A pocos centímetros de distancia, en cambio, aparentemente no sentimos más nada. Sin embargo, el aire está atravesado por un flujo electromagnético lo suficientemente potente para iluminar una lamparilla al neón.
Esta consideración vale tanto para un pequeño aparato de radioaficionado de una potencia de pocos watt como para los gigantescos radares de decenas de millones de wattios. En lo que respecta a los radares, las potencias en juego se hallan en continuo aumento. Ya existen modelos de pantallas con una amplitud de centenares de metros cuadrados, cuya emisión es tan potente que alcanza a localizar a un avión a 500 kilómetros de distancia; pero, frente a los que se utilizarán en el futuro, estos colosos casi carecen de importancia.
No hace muchos días el Departamento de Defensa norteamericano ordenó la construcción de un radar que se instalará en Puerto Rico, y cuya pantalla está constituida por un disco de aluminio tres veces más vasto que una cancha de fútbol.

LA ENFERMEDAD DEL "RADAR"
Biólogos, fisiólogos y genetistas se preguntan qué ocurre en el organismo humano cuando es atravesado por un flujo de ondas electromagnéticas de elevada potencia. Algunos trastornos que parecen atacar frecuentemente a los operadores de radar de las bases norteamericanas habían llamado la atención general, pero una investigación médica efectuada en más de doscientos operadores no dio ningún resultado positivo. La "enfermedad del radar", de la que se había empezado a hablar, pareció pura invención. Los individuos examinados, sin embargo, habían permanecido siempre detrás de la pantalla, o, a lo sumo, a un costado y a respetable distancia. Parece que el hombre padece un instintivo temor a colocarse frente a la pantalla, como si tuviera un inconsciente miedo de la energía electromagnética que ella emite.
A uno de los operadores examinados le ocurrió un día encontrarse expuesto ante un radar de reducida potencia, en funcionamiento. Tal como lo refiere el "Daily News" de Chicago, el operador no se dio cuenta de nada, pero después de medio minuto cayó al suelo atacado por un tremendo dolor abdominal. Socorrido y trasladado al hospital, expresó a los médicos y a los cronistas que había experimentado una sensación de calor primero en todo el cuerpo y luego concentrada en el abdomen, haciéndose tan fuerte, en poco tiempo, que le hizo perder el conocimiento. Todos los cuidados a que se le sometió no dieron ningún resultado: murió al cabo de dos semanas. La autopsia reveló la causa de la muerte: una perforación del intestino grueso a consecuencia de una grave quemadura interna de misterioso origen. Desde entonces se están efectuando experiencias en animales para establecer hasta qué distancia puede ser nociva la emisión de radar y para precisar si puede utilizarse con fines defensivos.
Parece que se ha descubierto también otro efecto no menos importante de las ondas electromagnéticas sobre el organismo humano: la creación de profundos desequilibrios psíquicos. Es sabido que el buen funcionamiento del cerebro humano responde a un delicadísimo juego de tensiones eléctricas. Un haz de ondas electromagnéticas de alta frecuencia puede causar imponentes desequilibrios a una distancia de decenas si no de centenares de kilómetros. Y no se trata de fenómenos de escaso relieve: un individuo de mente sana podría caer, por ejemplo, en una repentina crisis de epilepsia, de depresión psíquica o de miedo. Una vez sustraído al flujo volvería a la normalidad. Es fácil, por consiguiente, imaginarse a qué consecuencias pueden impulsar semejantes crisis a un piloto de avión. Fenómenos de esta clase fueron observados frecuentemente en bandadas de pájaros: basta enderezar hacia ellas la pantalla de un radar de mediana potencia, para que los volátiles se desbanden y se dispersen como enloquecidos. Radares especiales de alta potencia y flujo fino podrían proteger con sus "rayos" invisibles y silenciosos vastas zonas prohibidas, atacando, además, a centenares de kilómetros de distancia, a los pilotos de los aviones enemigos.
Actualmente el mayor peligro está constituido por los proyectiles intercontinentales, y precisamente a la defensa contra esos mecanismos tienden todos los esfuerzos. Para destruirlos a la distancia se han preparado cohetes especiales, pero por lo general su radio de acción es limitado y su eficacia dudosa, puesto que los proyectiles intercontinentales se desplazan a velocidades difícilmente superables con medios menores.
¿Es posible atacarlos de otro modo? Es sabido que ellos cumplen su trayecto por encima de la atmósfera y que cuando vuelven a ella para atacar al objetivo su extremidad se recalienta a causa de la fricción con el aire, alcanzando temperaturas elevadísimas. Los materiales que lo integran resisten a duras penas: bastaría que se elevara la temperatura en algún centenar de grados más para provocar su desintegración. Si pudiera conseguirse recalentarlos en cierta medida, antes de que comiencen su retorno a la atmósfera, de manera que cuando comience la fricción con el aire aparezcan ya candentes, se obtendría un efecto mucho mayor y por consiguiente más rápido. Podría conseguirse esto atacándolos con potentes haces de ondas electromagnéticas, pero las potencias en juego son tan altas que pueden considerarse fuera de las actuales posibilidades del hombre.
El único medio parece ser el empleo de la energía liberada por una bomba H que se haga explotar en la ionosfera, tal como ya se ha procedido en las experiencias norteamericanas llamada "Proyecto Argus". Explotando fuera de la atmósfera, la bomba de hidrógeno no puede cumplir ninguna acción destructiva porque toda su energía se transforma en calor y luz. Crea un pequeño sol artificial capaz de elevar notablemente la temperatura de cualquier objeto situado en un radio de varios centenares de kilómetros. Si luego se consiguiera modificar oportunamente la forma del globo ígneo, su efecto calorífico sobre un proyectil en vuelo podría ser multiplicado. Las últimas referencias al "rayo de la muerte" tienen su origen en esta posibilidad.
Comenzaron a circular en el pasado mes de marzo, cuando la prensa norteamericana, a fin de contrarrestar el efecto propagandístico de los éxitos espaciales soviéticos, anunció que pronto los Estados Unidos se defenderían de eventuales lanzamientos de proyectiles mediante haces dirigidos de mortíferas radiaciones. Y entonces la prensa se desahogó en descripciones fantasiosas y ajenas a la realidad. Pero ésta tenía un nombre griego: Nicolás Christofilos, un científico del que ya se ha hablado en tono novelesco. Su historia es singularísima. Hace años, Cuando en California se estaba preparando el primer gigantesco ciclotrón, Christofilos escribió a los científicos que dirigían el proyecto afirmando que una vez puesta en funcionamiento su máquina se encontrarían frente a determinadas dificultades e invitándolos a dirigirse a él para eliminarlas.
Los físicos norteamericanos no lo conocían, no lo tomaron en serio y archivaron la carta. Transcurrió un par de años y el ciclotrón fué puesto en funcionamiento. No funcionaba, sin embargo, conforme a lo previsto; presentaba misteriosos defectos a los que nadie conseguía poner remedio. Llegó entonces desde Grecia una segunda carta, en la que Christofilos escribía: "Ahora que el ciclotrón se halla en funcionamiento y que indiscutiblemente se hallan ustedes frente a dificultades a las que me referí en mi carta anterior, no olviden mi ofrecimiento para resolverlas". Pocos días después el estudioso griego se hallaba en los Estados Unidos, colocaba cada cosa en su lugar y se convertía en uno de los más brillantes científicos del mundo, abrazando la ciudadanía norteamericana.
Tiene una especialidad: la concentración lineal de los flujos, y tuvo éxito porque había estudiado a fondo cómo disciplinar en una determinada trayectoria las partículas nucleares en movimiento en los ciclotrones y en las máquinas aceleradoras en general. Luego pasó a los estudios para la fiscalización de la Energía H y parece que ha hallado el medio para modelar el globo incandescente que forman las explosiones atómicas. Teniendo en cuenta que su duración puede ser notablemente prolongada, puede imaginarse lo que significaría poder accionar sobre él haciendo brotar lenguas llameantes de una temperatura de millones de grados contra un proyectil en vuelo, hacia tierra u otros objetivos.
Para valuar la importancia de este verdadero "rayo de la muerte" se realizaron en el Pentágono algunas sesiones secretas en los meses de febrero y marzo del año pasado, durante las cuales fué descripto por el doctor Roy Johnson, director de las investigaciones realizadas por el Departamento de Defensa. La prensa hizo revelaciones, invitando al Pentágono a confirmarlas o desmentirlas. La psicosis de los proyectiles rusos se hallaba al punto máximo y la Comisión de Defensa confirmó las noticias con un esquelético comunicado: "Una importante realización científica en los métodos de defensa contra los proyectiles aéreos será sin duda realizada antes de 1966". Desde entonces se habló de tres explosiones de bombas H realizadas el verano anterior en la estratosfera, a distintas alturas. De tales experiencias sólo se dio a conocer el aspecto científico.