Heterodoxia
Dios también necesita herejes

Diez años atrás, un domingo de Pascua, el padre Pierre Teilhard de Chardin sucumbía en su exilio de Nueva York de un ataque al corazón. Era un antropólogo famoso, y sus pares lo habían elegido académico de Ciencias el 1º de mayo de 1950, justo el día en que Teilhard cumplía 69 años. Pero la Compañía de Jesús, a la que pertenecía, prefirió aislarlo; desde 1923, el provincial de la Orden le prohibió enseñar y lo desterró definitivamente de Francia.
La década que sucede a su muerte casi clandestina fue, sin embargo, la de su glorificación: la influencia de sus obras (por fin publicadas) sólo puede compararse con las victorias póstumas de un Descartes o de un Karl Marx.

 

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pie de fotos
- Teilhard de Chardin, tras la donde nació, un suave olor de santidad

- A los doce años: Jesús era frágil
- El Cristo cósmico: Una noosfera

 

 

Un millón y medio de ejemplares vendidos es una cifra abrumadora para cualquier escritor: pero en el caso de Teilhard resulta fantástica, inverosímil, porque sus textos hablan de los orígenes y los fines últimos del hombre en una lengua difícil, erizada de neologismos.
El país del cura que había soportado un torbellino inusitado de anatemas, comenzó también a vindicarlo: en el Museo de Historia Natural, el gobierno francés creó una fundación Teilhard de Chardin para recopilar y publicar el conjunto de sus manuscritos. En los Estados Unidos, el triunfo es todavía más aluvional: la Universidad Fordham prepara un congreso internacional que discutirá sus ideas, y para organizado la Fundación Ford ha donado ya 25 mil dólares; entre los patrocinadores del congreso asoma casi toda la intelligentzia de Occidente: Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica; Julián Huxley, el biólogo; André Leroi-Gourhan, el especialista en prehistoria; sir Arnold J. Toynbee, el historiador; André Malraux, el ministro-novelista; Léopold Sedar Senghor, presidente del Senegal.
"Teilhard de Chardin es ciertamente lo mejor que Francia dio de sí desde principios de este siglo. Quizá sea también su único aporte verdaderamente serio", acaba de declarar Louis Armand, el renovador de los ferrocarriles franceses y uno de los críticos más agudos que haya conocido el arte francés contemporáneo: es curioso, así, que Armand anteponga el nombre de Teilhard al del novelista Marcel Proust, al del músico Maurice Ravel o al del general Charles de Gaulle.
Pero ese aporte seguiría en la sombra si las consignas eclesiásticas se hubiesen tomado al pie de la letra. Ya en 1932, el padre Janssens —general de los jesuitas — ordenó la destrucción de todos los manuscritos de 'Ámbito divino', una de las más espléndidas obras de Teilhard. En 1945, durante una reunión de los provinciales de la Orden, sus libros fueron condenados en bloque.

Excepto el Papa
Su muerte, sin embargo, no desarmó ni incendió de compasión a los teólogos conservadores. En 1957, una disposición secreta del Santo Oficio prohibió la traducción de sus textos y dispuso que hasta los folletos de Teilhard fuesen retirados de las bibliotecas de los seminarios y de las librerías católicas. El propio cardenal Alfredo Ottaviani, secretario de la Congregación del Santo Oficio, puso todas sus energías en juego para incorporar el nombre de Teilhard al Index de libros prohibidos. Fue precisa toda la influencia de la reina Marie-José de Bélgica para que las diligencias del cardenal fracasaran. Pero salvarse de la hoguera no le impidió a Teilhard ser engrillado póstumamente: el 30 de junio de 1962, un Monitum del Santo Oficio puso a los fieles en guardia contra "las ambigüedades y hasta graves errores del citado clérigo, tanto en el plano filosófico como en el teológico".
El Monitum violaba una regla fundamental: no llevaba la firma del Papa Juan XXIII. Para Juan, Teilhard era su antípoda: de ningún modo podían satisfacerlo su lirismo desmelenado y su pensamiento deliberadamente oscuro, porque esas cualidades contradecían su buen sentido campesino. Pero el Papa, a la vez, no era capaz de quedar insensible ante la ola de conversiones provocada por las obras del jesuita. No aspiraba —Juan menos que nadie— a ser el viento que alentase un nuevo proceso a Galileo.
Porque el padre Teilhard, apóstol y místico, se negaba a perderse en especulaciones vanas. Antes que nada era un sabio, y no quería dar un solo paso sin apoyarse sobre el infalible rigor de la ciencia. "Para que ustedes lo comprendan correctamente es que les pido leer estas páginas como si fuesen, únicamente y exclusivamente, un memorial científico", reclamaba Teilhard en el prólogo de 'El fenómeno humano'.

Hacia las piedras
El mismo contó cómo sintió a Dios dentro de sí, a los cuatro o cinco años, mientras veía quemarse un mechón de su pelo. Había aprendido a rezarle al Niño Jesús, y esta imagen infantil ante la que se arrodillaba se le volvió sospechosa: Jesús no era más que un chiquillo, y su pelo parecía igualmente susceptible de ser quemado. La reflexión anticipaba al jesuita Teilhard y condecía con su prosapia: nacido en la baronía de Sarcenata, dentro de una familia que descendía de Pascal y de Voltaire, fue criado en medio de las más piadosas tradiciones de la nobleza provinciana. Pero la fe no le bastaba: alzado contra la imagen del Niño Jesús, se buscó un dios más sólido. "Para mi experiencia infantil —escribiría después— nada en el mundo fue más pesado, más tenaz y más durable que esta maravillosa sustancia que se mostraba bajo una forma tan plena como posible." Hablaba del hierro, capaz de enmohecerse y de rayarse a si mismo. Pero el hierro era sólo el camino que le daba acceso hacia lo Absoluto.
Esta búsqueda de una verdad tangible, material y científica que Teilhard había alentado desde chico, ¿era acaso compatible con su vocación sacerdotal? Durante su noviciado, lo asaltan las dudas. Se lo tranquiliza. Pero a partir de entonces, Pierre Teilhard de Chardin no es dominado sino por una ambición: concebir una síntesis de la ciencia y de la religión. No para probar la una a través de la otra sino para unirlas "en corazón y en espíritu". Por cierto, su intención no es convencer a nadie; lo que le importa es justificarse ante sus propios ojos. Quizá sea esa necesidad íntima, profunda, lo que da a sus obras una gigantesca fuerza de convicción, una suerte de fuego que se discierne aún en medio de las mas laboriosas especulaciones teóricas.
De sus viajes a los yacimientos fósiles de Francia, Inglaterra y Egipto, de su interrogación a los más antiguos vestigios de la especie humana en China, Mongolia, el desierto de Gobi, la India, Sumatra y Sudáfrica, el padre Teilhard, geólogo y paleontólogo, extrajo la información científica que necesitaba para crecer. Una evidencia empezó a arrebatarle entonces el corazón, aunque para admitirla —en su época y en su ambiente— hacía falta coraje, por más que ahora parezca una conclusión casi banal: el universo está en perpetua evolución.
Sus investigaciones sobre el origen del hombre lo condujeron todavía más lejos: comprobó que la evolución está sometida a leyes, y que cuando la materia adquiere un cierto grado de complejidad, aparecen nuevas propiedades. De la materia inerte se pasa a la vida, de la vida a la conciencia: la evolución culmina en el hombre.

El quid de la cuestión
Pero, ¿por qué detenerse? La materia cesó de progresar cuando apareció la vida; del mismo modo, la vida quedó fijada a partir del momento en que irrumpió la conciencia. A su vez, las conciencias individuales son llamadas a personalizarse sin cesar, a intensificar sus cambios, hasta crear en torno del globo terrestre una noosfera, una esfera del espíritu similar a la biosfera de los naturalistas. En ese momento, otro umbral se franquea; todos los espíritus se reconocerán en un Espíritu Supremo. Teilhard bautizó esta culminación con el nombre de Punto Omega, no sólo porque omega es la última letra del alfabeto griego sino también porque en el Apocalipsis se llama a Cristo el Alfa y la Omega, el principio y el fin de todas las cosas.
Este proceso, al que Teilhard veía dominado por una lógica incontestable, fue narrado por él con un extraño vocabulario, plagado de neologismos y de letras mayúsculas. He aquí un ejemplo: "Al poner la mano sobre lo Atómico, tocamos las fuentes primordiales de la Energía de Evolución. En un régimen de cosmo-noo-genesis, el valor comparativo de los credos religiosos es mensurable por su poder respectivo de activación evolutiva."
Que un lenguaje así deslumbre a los profanos poco acostumbrados a manejar abstracciones, es algo que se imagina sin esfuerzo. Los discípulos de Teilhard, con una suerte de alegría escolástica, han incorporado a las ediciones de sus obras un léxico para uso de neófitos. También suelen dar agudas explicaciones sobre cómo el jesuita creó la síntesis que ambicionaba entre religión y ciencia. Teilhard, el sabio, difícilmente podría agregar fe al mito de la resurrección de la carne; en cambio, Teilhard, el sacerdote, no puede siquiera imaginarse que todo termina con la muerte. En nombre de la lógica y de la evolución, promete a los hombres una vida sobrenatural, una ultra-conciencia,
Obviamente, esta concepción del mundo —donde la historia bíblica de la Creación, de la caída y del pecado original difícilmente tienen cabida— acabó por espantar a los teólogos. En compensación, una muchedumbre de sabios aceptó sin vacilar las teorías del padre Teilhard. "La gente supone que los sabios son una especie única —enunció el inglés Peter Brian Medawar, premio Nobel de Medicina en 1960—. Pero debieron tener en cuenta que las diversas ramas de la ciencia exigen también aptitudes diversas, Teilhard ignora el rigor intelectual. No sabe qué es un argumento lógico y qué es una prueba. No respeta tampoco las convenciones elementales del vocabulario científico."
La ciencia se fía del buen sentido, pero trabaja sobre nociones definidas, con un rigor matemático. La filosofía, que acepta las ideas comunes, ejerce sobre ellas, por lo contrario, una implacable crítica lógica. Teilhard de Chardin, sirviéndose del buen sentido que reposa en toda noción corriente, cayó bajo los golpes de la una y de la otra. Es herético, pero en un sentido mucho más extenso que el atribuido por los jueces del Santo Oficio: no respetó las reglas del juego intelectual.

El murciélago
"Yo soy pájaro, vean mis alas. Soy ratón, ¡vivan las ratas!", proclama el murciélago en una fábula, y ese equívoco no parece tan desconcertante. Teilhard no es filósofo ni teólogo, ni siquiera un auténtico científico en los fragmentos más vividos de su obra. ¿Pero qué es, entonces, lo que esta época siente de avasallador y luminoso en sus libros? Primero, una filosofía que se extenúa en una crítica desesperante; después, una ciencia que se vuelve hasta tal punto inaccesible que parece el código de una sociedad secreta. Y, entre esos dos reinos, un mundo que rebosa de riquezas materiales pero que, literalmente, no sabe a qué santo encomendarse, a qué convicción entregarse.
El padre Teilhard de Chardin discernió de un modo increíblemente lúcido esta forma nueva de la angustia; "Si hay algo que da al mundo en que vivimos un carácter moderno es, ante todo, el descubrimiento de que la Evolución está en torno de él. Y lo que inquieta al mundo moderno desde su misma raíz —podría agregarse— es no estar seguro (ni descubrir tampoco cómo nunca se podría estar seguro) de que hay una salida para esta Evolución."
Los libros del padre Teilhard fueron concebidos para responder a estas interrogaciones; su éxito está en relación directa con la simplicidad de sus teorías, con su indiferencia a los diques levantados por las tradiciones culturales de Occidente. El sacerdote jesuita tenía conciencia de esas virtudes. No se cansaba de repetir: "Es necesario que la Iglesia pase ahora a manos de los bárbaros."

El amor por la riqueza
La verdadera herejía del padre Teilhard, entonces, es el optimismo. A los hombres de la nueva sociedad de la abundancia les entrega este mensaje: "Tienen razón al amar la riqueza. Ella es un bien que nos conduce a una más alta realización humana." Sus censores le reprocharon que ignorase el mal. En el codo de un siglo marcado desde su nacimiento por guerras y revoluciones, olvidar el Mal fue sin duda una de sus más poderosas armas. He allí que su optimismo no asumiese una forma puramente verbal: Teilhard quería predicar con el ejemplo. En un nivel más profundo, su marcha implicaba una invitación a todos los seres humanos a pensar por sí mismos, sin dejarse intimidar por los mitos y los augurios.
Ese ejemplo puede percibirse a través de una mera cronología de sus actos en la década que precedió a su muerte y que es, justamente, la primera de posguerra: en 1946 consiguió, por fin, que lo repatriaran a Francia, y empezó a escribirse con el biólogo Julian Huxley; el tono de sus cartas era el de un discípulo humilde, tímido, que sentía la proximidad de la muerte. Las enfermedades se abatieron sobre él desde entonces: primero, en 1947, un infarto cardíaco; después, en 1949, una pleuresía. Tres años antes de sucumbir, llega al Oeste norteamericano y abre sus ojos curiosos ante los grandes ciclotrones de la Universidad de Berkeley, California: no se cansa de aprender, no cesa de aprender. Hasta que en 1964 vuelve a Francia, para mirar su país por última vez: nadie se percata de que él está allí; nadie, tampoco, adivina que un par de años más tarde su nombre estará impregnado de celebridad.
"Es preciso reconciliar el Dios de Lo Pasado con el Dios de Lo Alto", había escrito. Y a menos que se peque de sectarismo, es difícil no darle la razón.
De L'Express. Copyright by PRIMERA PLANA
20/04/1965