Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Rendición de Alemania
La historia quizás pudo ser escrita de otro modo

Revista Confirmado
7 de mayo de 1965

La capitulación del Reich hitleriano, uno de los acontecimientos capitales de este siglo, se produjo el 7 de mayo de 1945, a las 2.41 de la madrugada. Un reducido grupo de militares y periodistas asistió al histórico acto —toda la humanidad luego lo vio en el cine o en la televisión— que tuvo por escenario el edificio de una pequeña escuela de Reims, en el cual Eisenhower tenía establecido su Cuartel General. Inútil fue el intento de mantener en secreto por 24 horas la capitulación alemana, pues la noticia se difundió por todo el mundo sin aguardar la medianoche del 8 al 9 de mayo, que era el plazo estipulado para la rendición de los ejércitos vencidos.
El almirante Frieburg y el general Jodl firmaron en nombre del Reich la capitulación sin condiciones en todos los frentes de las fuerzas armadas alemanas. Después de estampar sus firmas los representantes de Estados Unidos, Gran Bretaña, Unión Soviética y Francia, Jodl se levantó y dijo en inglés: "Desearía decir una palabra...", luego continuó en alemán: "Por esta firma, el pueblo alemán y las fuerzas armadas de Alemania acaban de ponerse por lo mejor o lo peor en las manos del vencedor. En esta hora, sólo puedo expresar la esperanza de que el vencedor los tratará con generosidad". De parte aliada no hubo respuesta.
Los acontecimientos que llevaron la contienda en Europa a su final se habían precipitado vertiginosamente. Las dos grandes figuras del bando adversario habían desaparecido en el término de 48 horas: Mussolini era ejecutado en la noche del, 28 de abril por miembros de la resistencia cuando huía del lago de Como en compañía de Clara Petacci, para buscar refugio en Suiza; el 30, a las 15.30, se suicidaba Hitler, a los 56 años de edad, y 12 años y 3 meses del día en que fue nombrado canciller.
Sólo una semana sobreviviría el Reich nacional-socialista a su fundador. Bormann y Goebbels intentaron negociar con los rusos una paz por separado y encargaron esa misión al general Krebs. Pero el general Zukov, jefe de los ejércitos rusos que atacaban a Berlín, exigió la rendición sin condiciones.
El 1º de mayo, el almirante Doenitz recibió el anuncio de la muerte de Hitler. De acuerdo con el testamento del desaparecido, heredaba él las funciones de presidente del Reich. Inmediatamente intentó lograr de los aliados un armisticio que no fuera la capitulación sin condiciones que exigían Churchill, Roosevelt y Stalin. Pero la resistencia alemana llegaba a su fin y no había bases para negociaciones. El 29 de abril, un día antes del suicidio de Hitler, capitularon sin condiciones los ejércitos alemanes en Italia. El 4 de mayo se entregaban a Montgomery todas las fuerzas alemanas que se encontraban en la zona noroeste de Alemania, Dinamarca y Holanda. También capitulaban los ejércitos que en el sur de Alemania tenía Kesselring a sus órdenes.
El 5 de mayo comparecía el almirante Frieburg, nuevo jefe de la marina de guerra de Alemania, en el cuartel de Eisenhower, en Reims, para negociar la capitulación. Doenitz quería ganar un par de días para permitir que los soldados y fugitivos alemanes dispusieran de tiempo para entregarse a los aliados y no caer en manos de los rusos. Jodl llegó a Reims el 6 de mayo para apoyar a Frieburg en su táctica de postergar la capitulación. Pero Eisenhower se dio cuenta de la jugada y ordenó al general Bedell Smith, que llevaba las negociaciones, comunicar a Jodl que los refugiados y soldados alemanes serían rechazados por la fuerza cuando llegaran a las líneas aliadas.
Ninguna posibilidad de maniobra quedaba para que los vencidos pudieran salvarse de la sentencia que estaba dictada. El 7 de mayo, a la 1.30, Doenitz, desde su cuartel general en Flensburg, autorizaba, telegráficamente, a Jodl para que firmara la capitulación sin condiciones. Una hora y once minutos más tarde los delegados alemanes aceptaban oficialmente en nombre del pueblo alemán ponerse sin condiciones en manos de los aliados vencedores.
La fórmula de la "rendición sin condiciones", patrocinada por Roosevelt, respondía a la manera de pensar y a la voluntad de los norteamericanos, decididos a proseguir la guerra hasta alcanzar la victoria total, sin querer tener en cuenta las consecuencias políticas que se derivarían de la derrota de la Alemania hitleriana. El presidente de Estados Unidos defendía unos objetivos nobles y políticamente desinteresados: buscaba asegurarse la amistad de Rusia, condición indispensable para crear una organización de las Naciones Unidas capaz de salvaguardar la paz y de imponer al mundo entero los principios contenidos en la Carta del Atlántico. Roosevelt se negó a entrar en el terreno de las maniobras políticas y, fiel a sus ideales, convencido además de que lograría "manejar" a Stalin, no supo prever que alguna circunstancia excepcional podría modificar la situación a la salida de la guerra e impedir la realización de su gran sueño.
La muerte de Roosevelt, acaecida el 13 de abril, significó, entre otras cosas, la desaparición de su actuación personal en torno de las mesas de conferencias y, con ello, la falta de aquel espíritu de colaboración que entre los Tres Grandes él creyó haber creado en Teherán y consolidado en Yalta. Eliminado también Churchill de la jefatura del gobierno británico por el resultado de las elecciones que se efectuaron en su país después de la victoria aliada en Europa, se dio el caso que de los Tres Grandes, únicamente continuó Stalin presente en las conferencias. Truman, y Attlee no pudieron llenar el vacio que dejaron Roosevelt y Churchill.
Hasta la capitulación incondicional de Alemania siguieron Truman, Marshall y Eisenhower la ruta que había trazado el presidente desaparecido. Su tesis era: Estados Unidos, que se vio obligado a batirse para defenderse y sostener la justicia internacional, no buscaba ninguna ventaja nacional ni clase alguna de expansión, ya que perseguir un objetivo político hubiera significado para él hacer imperialismo. Se había empeñado en luchar hasta vencer al adversario y quería su rendición incondicional.
¿Qué hubiera ocurrido de haber intervenido Roosevelt en la escena mundial en los meses que siguieron a la capitulación alemana? Mucho se ha polemizado sobre el tema, pero nadie ha sido capaz de puntualizar lo que hubiera hecho el presidente desaparecido, de haber vivido unos meses más. No obstante, conviene observar que el general MacArthur dejó en parte a un lado, en la guerra contra el Japón, los principios que Truman, Marshall y Eisenhower impusieron en Europa.
Churchill, a partir de comienzos de 1944, se sintió cada vez más preocupado por la actitud que creía observar en Stalin. Fue entonces cuando intentó convencer a los norteamericanos sobre la conveniencia de utilizar la potencia militar de los aliados occidentales para obtener un doble objetivo: vencer a Alemania e impedir que la Unión Soviética se volviera demasiado poderosa.
El 17 de abril intentó Churchill un último esfuerzo. Desaparecido Roosevelt, no era precisamente el momento indicado para pedir a Truman —que acababa de sucederle en la Casa Blanca— que se apartara de la política de su predecesor. Churchill se limitó a proponer a Truman el avance de los ejércitos de Eisenhower, si no hasta el mismo Berlín, por lo menos lo que se pudiera en la zona que según lo convenido sería ocupada por los rusos, y de no retirarlos hasta que Stalin aceptara poner en común todos los recursos alimentarios del Reich. El líder británico indicaba que en caso contrario se encontrarían Gran Bretaña y Estados Unidos con la pesada carga de tener que salvar del hambre a los alemanes occidentales.
La respuesta de Truman fue cursada el 21 de abril y era terminante: los aliados occidentales debían cumplir sus obligaciones, aun en el caso de que los soviéticos no respetasen las suyas. Luego, haciendo suyo el principio de Roosevelt, Truman insistió en que la estrategia debía decidirse sin tener en cuenta las consideraciones políticas de la posguerra.
El desacuerdo existente entre Londres y Washington sobre los objetivos de paz dejó las puertas abiertas a la ambición de Stalin. Polonia, en defensa de la cual declararon Francia y Gran Bretaña la guerra a Hitler el 3 de setiembre de 1939, quedó, en mayo de 1945, en manos de otro dictador, mientras los soldados rusos habían liberado y ocupado Berlín, Praga, Viena, Budapest, Bucarest y, virtualmente, toda la Europa oriental. El Reich hitleriano estaba convertido en un montón de escombros, pero en el horizonte europeo surgía amenazador el bloque comunista eme había formado Stalin y que no tardaría mucho en transformarse en la segunda potencia mundial y gran contrincante de Estados Unidos.
En la noche del 8 al 9 de mayo callaron en Europa los cañones, y los aviones dejaron de arrojar bombas. Sobre el continente se extendió una sensación desacostumbrada, pero bienvenida, de sosiego como hacía años que no se conocía. Nadie pensaba en lo que pasaría mañana y menos en lo que el destino reservaba. Lo importante era que los seres humanos habían dejado de matarse entre ellos. Todos celebraban el advenimiento de la paz, pero la alegría se veía turbada por el recuerdo de los familiares y amigos desaparecidos en la contienda.
La que acababa de finalizar no fue una guerra más, sino la más cruel y sangrienta de todas las que registra la historia. En los cinco años, ocho meses y siete días transcurridos desde que Hitler atacó a Polonia, se estima que 20 millones de soldados murieron en los campos de batalla, mientras que otros 20 millones de hombres, mujeres y niños perecieron entre los escombros de las ciudades bombardeadas, en las cámaras de gas de los campos de concentración o ejecutados por los destacamentos especiales de la S.S. en Rusia y Polonia. A esto hay que añadir 16 millones más de seres que debieron abandonar sus hogares y sus patrias para transformarse en refugiados.
¿Cuánto costó la guerra? No se ha establecido un balance concreto de las enormes sumas que consumió la contienda; menos existen estimaciones de lo que costó la reconstrucción de lo que se destruyó. En 1950, el Banco de Amortizaciones Internacionales, de Basilea, Suiza, publicó una serie de estadísticas sobre los costos de la guerra. Calculó que en 1945, al finalizar las hostilidades, los gastos sumaban la cifra difícil de imaginar de 1.690.000 millones de dólares, o sea cuatro veces más de lo que significó la guerra de 1914 a 1918.
Todavía hoy estremecen las cifras espantosas de muertos y gastos causados por la Segunda Guerra Mundial.
Los vencedores imaginaron que había desaparecido por completo el peligro de una nueva guerra. Sin embargo, desde mayo de 1945 sus ejércitos no dejaron de combatir en guerras parciales en África y Asia. Quizás lo único que se evitó es el fantasma de una guerra mundial. Pero esto fue más obra de los científicos que de los políticos: crearon las bombas nucleares. Un fantasma que lleva inevitablemente a la paz.

 

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