Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


REVOLUCIONARIOS MADE IN USA

Revista Periscopio
19.05.1970

En 1964, un pequeño grupo de radicales norteamericanos, de visita en Cuba, entrevistaron a Ernesto Guevara. Le dijeron cuánto lo envidiaban: su revolución había triunfado, sus campesinos apoyaban la causa. En los Estados Unidos, en cambio, los revolucionarios eran menos afortunados: maldecidos por la misma gente a quienes trataban de liberar, las autoridades estaban más sólidas que nunca. El Che los interrumpió: "Soy yo quien los envidia —declaró, ante el asombro de sus interlocutores—. Ustedes tienen mucha suerte. Están librando la batalla más importante porque viven en el corazón de la bestia".
Hoy, en el corazón de la bestia, la revolución todavía suena a rebuscada, y los revolucionarios son sólo un puñado. En los seis años transcurridos desde la conversación con Guevara, sus problemas aumentaron en mayor medida que su número de efectivos. Algunos de los grandes líderes murieron; otros yacen en la cárcel o permanecen ocultos. Se llaman a sí mismos El Movimiento —un legado de las campañas por los Derechos Civiles, a comienzos de la década anterior—, pero el término designa un estado mental, no una realidad: sus filas han sido hendidas por brechas faccionales y raleadas por el intenso desagrado que ellos sienten respecto de toda estructura.
La vasta mayoría de sus conciudadanos, particularmente la clase trabajadora cuya alianza esperan obtener, se sienten repelidos por sus tácticas y optan por burlarse de su retórica, o ignorarla. Hasta los norteamericanos liberales de más de 30 años tienden a considerarlos como nihilistas petulantes, susceptibles de atraer sobre sus cabezas y las del resto de la Nación, el odio represivo de la Derecha; aunque el Subsecretario de Justicia, Richard H. Kleindienst, sostiene: "No constituyen una amenaza a las instituciones".
En apariencia, un fiasco. Sin embargo, los revolucionarios señalan un hito.
Oscurecida por la violencia en las calles y la cháchara agresiva, surge de ellos una crítica a la sociedad norteamericana que ningún sector blande en estas horas de crisis. Más allá de sus discursos, de sus libelos, se distingue una visión -—borrosa, quizá— de cómo podía ser una sociedad menos rígida e insufrible. El Movimiento no da señales de marchitarse; por el contrario, se endurece cada vez más: ya produjo una racha de bombas, el incendio a un Banco de California, y un incesante ataque a las empresas vinculadas con la guerra (como Honeywell Inc., donde la semana pasada hubo una manifestación durante una asamblea de accionistas).
Los métodos de los revolucionarios van desde la violencia a la templanza: explosivos y rotura de vidrios, dispensarios gratuitos y comunas rurales. Ambas líneas tienen su significado dentro de la cultura juvenil de hoy, con su énfasis en la acción más que en la observación, y en la cooperación antes que en la competencia. Es desde luego inexacto sugerir, como Abbie Hoffman, que "el 98 por ciento de los jóvenes se halla de nuestro lado". Pero algo más que unas pocas familias norteamericanas se preguntan ya si, de ocurrir lo peor, sus hijos no los mirarán desde atrás de las barricadas.
Para comprendernos, deben darse cuenta de que hemos llegado a donde estamos después de aprender mucho, de probar un montón de cosas, y de reiterados fracasos (Mike Ansara, agitador radical de Cambridge, Massachusetts).
Los sediciosos exhiben un variado surtido, que marcha bajo uniformes y frentes distintos. Incluyen a los Weathermen, internacionalistas y con inclinaciones pirotécnicas: los revolucionarios culturales, como los constructores de comunas y los periodistas del Underground (Clandestinidad) ; los jóvenes marxistas, los grupos como el New York's December 14th Movement y el Boston's November Action Coalition: los "yippies", del Partido Internacional de la Juventud (YIP), quienes aguardan que el Régimen se ahogue en un ataque de risa ante sus propios absurdos; los Black Panthers —que luchan principalmente con y para sus hermanos de raza— y sus imitadores: los Brown Berets (méxico-norteamericanos), los Young Lords (puertorriqueños) y los Young Patriota (clase trabajadora blanca).
Todos ellos, en mayor o menor grado, deben su paternidad ideológica a la corriente marxista. Nada irrita más a los viejos socialistas que la noción, a veces expresada por los revolucionarios, de que la Nueva Izquierda opera sobre bases modernas. "A principios de la década del 60, cuando iniciamos el movimiento —recuerda Bob Ross, uno de los fundadores de Estudiantes para una Sociedad Democrática (SDS)—, tratamos de rechazar todas las enseñanzas y la teoría de la Vieja Izquierda y empezar de nuevo. Pero nos dimos cuenta de que cuando tirábamos el agua sucia del baño, tirábamos también parte del niño". La historia del proceso es, en muchos aspectos, el testimonio de un redescubrimiento, una vuelta a la tradición del pensamiento socialista que había sido suprimida en los años 50 por el Senador Joe McCarthy.
El hiato suscitó muchos tropiezos ideológicos, pero también abrió el camino hacia posiciones vanguardistas. La principal consistió en descentralizar la toma de decisiones, más un renovado sentido personal de compromiso en el trabajo y el Gobierno. Cuando los fundadores de SDS se reunieron en Port Huron, Michigan, en 1962, y coincidieron en una declaración de propósitos, la retórica elegida era más humanista que socialista: se solazaba con palabras como "amor", "creatividad", "participación". "Como sistema social —anunciaban—, buscamos el establecimiento de una democracia de participación individual, orientada por dos propósitos esenciales: que el individuo participe en esas decisiones determinantes de la calidad y dirección de su vida; que la sociedad sea organizada para estimular la independencia de los hombres y proporcionar los medios para su participación en común".
En ese momento no podía considerarse a los SDS como revolucionarios. La campaña por los Derechos Civiles se encontraba en su apogeo, y "la democracia de participación" era la moda; de alguna manera, parecía triunfar entonces ese estilo: largos, conversados mítines se cerraban con decisiones surgidas del grupo, no impuestas desde arriba. Pero una serie de episodios iba a alterar el rumbo del Movimiento.
El episodio más crucial sucedió en Vietnam. De la ofensiva por los Derechos Civiles, en la cual el Gobierno Federal y los radicales formaban en el mismo bando, la escena se trasladó a una guerra acerca de la cual los dos sectores se hallaban en implacable desacuerdo. Vietnam hizo que los SDS se preguntaran por qué Washington se había lanzado a lo que los radicales juzgaban como una guerra de agresión imperialista. Aquí, la clásica ideología marxista, que los primeros SDS rechazaban, brindó algunas respuestas, y la Nueva Izquierda comenzó a retroceder hacia el antiguo punto de vista.
El marxismo también proporcionaba un vínculo, delgado tal vez pero simbólicamente vital, entre los SDS (que siempre tuvieron una mayoría blanca) y un segmento del movimiento negro, los Black Panthers. Ellos, que predicaban el socialismo y la lucha de clases, sugirieron una alianza con los radicales blancos, pacto que fue refirmado hace quince días en una concentración de 12.000 personas en New Haven.
A medida que los SDS se volvían más ideológicos, comenzaron a resquebrajarse por las mismas fisuras que han dividido a los socialistas de todas las épocas y todos los países. El Partido Progresista Laboral atacó desde el flanco izquierdo. El Movimiento, decían sus caudillos, perdía contacto con la clase obrera blanca; no dejaba de ser una organización estudiantil, preocupada con los asuntos universitarios que apenas alcanzaban a las masas, luego de atravesar los muros académicos.
Instigados, en parte, por el PPL, el resto de los SDS se inquietaron por el "elitismo" del estudiantado, culpable —acaso— de la discriminación de clases que la Universidad había establecido en la sociedad norteamericana: los graduados eran una "meritocracia" preparada para perpetuar el Sistema. De tal manera, los radicales intentaron llegar más allá de las filas estudiantiles y de sus propios orígenes de clase media, uniendo sus esfuerzos con los de la clase trabajadora. De ese modo, la toma de los edificios universitarios en Columbia (1968) y Harvard (1969) fue atribuida, en cierto modo, a las demandas de la comunidad circundante. Los hechos de París, en mayo de 1968, sirvieron a los radicales norteamericanos para ver en funciones la alianza laboral-estudiantil que ellos buscaban, sin éxito.
Tan poco éxito, realmente, que otra facción concluyó que era inútil encaminar las masas laborales hacia una ideología revolucionaria. Es un error —expresaron— desencadenar una revolución exclusivamente norteamericana cuando, de hecho, la revolución había cundido en otros sitios. En Vietnam. en Cuba, en otras naciones del Tercer Mundo, los pueblos negros, morenos y amarillos se levantaban contra el "imperialismo": ese alzamiento era el que derribaría al establishment de los Estados Unidos, pensaron. Cabía a los izquierdistas norteamericanos, entonces, apoyar la revolución internacional mediante la apertura de un frente diversificado interno, paralizando así la "maquinaria de guerra" norteamericana y creando la conciencia pública de un "estado de guerra revolucionaria".
Los sacerdotes de esta nueva tendencia, los Weathermen, al poco tiempo comenzaron a practicar la guerrilla que aconsejaban: rotura de vidrios en Chicago el pasado octubre, raids multitudinarios contra la Embajada survietnamita y el Departamento de Justicia durante la movilización de noviembre, y el armado clandestino de bombas tal como el que mató accidentalmente a tres de ellos en la explosión de una casa de Greenwich Village, en marzo.
Conjuntamente, el Partido Progresista Laboral, una facción vociferante en pro de la liberación de la mujer, el grupo que se convertiría en Weathermen, y el resto de SDS, se congregaron en un lúgubre auditorio de Chicago, en junio pasado. La profusión de ideologías y de tácticas era demasiada para una sola organización. Hubo recriminaciones por todas partes, muchas ofensas, y al final SDS se disolvió. Murió, sin embargo, de parto: de sus despojos nacía una red de facciones ansiosas de ejecutar su propia táctica.
Algunos piensan que la revolución debería relacionar a los blancos de clase media con la clase trabajadora. Otros creen que deberíamos atacar físicamente las instituciones del establishment. Otros, que deberíamos crear una cultura separada. Nosotros debatimos sobre cuál es la clase revolucionaria y sobre cómo debería organizar y a quién. Pero todos estamos de acuerdo sobre una cosa: el pueblo decide la Historia. Y cuando el pueblo comience a moverse, veremos quién tiene razón y sin resentimientos (Stew Albert, de la Universidad de Berkeley).
Pero "el pueblo" no está todavía visiblemente movilizado, de modo que en el interior del Movimiento los debates continúan, las brechas persisten y no escasean los resentimientos. En el presente, el panorama revolucionario está sembrado por un número de cuerpos separados, más un amplio grupo de radicales libres que están dispuestos a unirse a tal o cual demostración, quizá hasta lanzar un ladrillo en una manifestación, pero que no pertenecen a ninguna entidad en particular.
En cierto sentido, Weathermen ya no existe: los miembros de sus grandes comunas urbanas se han escindido en núcleos más pequeños o han vuelto a otras organizaciones radicales o pasado al Underground. Por lo menos, veinte de ellos están bajo sumario, catorce son fugitivos y tres murieron en la explosión de Greenwich Village. Tal temeridad es condenada como "Custerismo" por algunos revolucionarios que se sienten agraviados por la gente que desaparece de las filas radicales, muriéndose o yendo a esconderse sin razones valederas. Pero el desvío de Weathermen hacia la clandestinidad era deliberado; un radical bien informado de Chicago cree que fue "un experimento para ver si la resistencia subterránea puede existir en este país". Y los Weathermen, aunque se hayan desbandado como grupo, son indudablemente responsables del inflexible giro que la Nueva Izquierda acaba de realizar: la adopción de la mutilación y la destrucción violenta por parte de algunos radicales antes de que nada parecido a una verdadera revolución haya comenzado.
Los pirotécnicos de Weathermen superan, al menos por el momento, a los progresistas-liberales, más austeros, que estaban en el "candelero" radical hace un año, después de jugar un rol principal en la ocupación de los edificios de Harvard. En Cambridge, por ejemplo, PL y su compañera, la Workers Students Alliance, consiguieron tomar el control de lo que había quedado de SDS, pero no hizo mucho ruido desde entonces. Un obstáculo firme es su severa línea ideológica, que lleva a los progresistas a ver desviaciones en grupos que la mayoría de los radicales admiran: negros nacionalistas (PL los acusa de dividir la solidaridad de la clase trabajadora) y, a veces, hasta cubanos y vietcongs (PL condena a cualquiera que se aparte del redil maoísta).
Con el colapso de SDS, algunas de las bandas más activas se convirtieron en creaciones al azar, organizaciones que surgieron a causa de algún problema particular y que tratan de fusionar a los radicales no afiliados que viven en el campo y las ciudades. Su influencia se mide no por la lista de sus miembros sino por los resultados de sus demostraciones. El Black Panther Defense Committee, por ejemplo, reunió a 12.000 jóvenes en New Haven para el 1º de mayo; el New York's December Fourth Movement (4 de diciembre de 1969, día en que Fred Hampton, líder de Chicago Panther, fue muerto por la Policía en un raid antes del amanecer) congregó a más de 2.000 para el mitin de Columbia en el mes de marzo pasado.
Además de apoyar a los Panthers, también pretenden radicalizar a blancos de la clase trabajadora, pero esto ha resultado un asunto bastante engañoso. La mayoría de los trabajadores blancos no son de ninguna utilidad para los radicales (en especial, los jóvenes), y los radicales han empeorado las cosas muchas veces mostrando su lado más ideológico de entrada. La November Action Coalition, por ejemplo, trató de crear la "conciencia" revolucionaria entre los huelguistas de General Electric, en Massachusetts, pero encontró que éstos ostentaban un enfático desinterés en escuchar que eran "hermanos de los Black Panthers y de los vietcong". NAC ya abandonó casi todos sus esfuerzos con trabajadores adultos; ahora ejerce su actividad proselitista entre la clase obrera de las escuelas secundarias y superiores, donde, imagina, los jóvenes no han sido aún "comprados" por el sueldo industrial. Pero aun así camina despacio.
La Young Socialist Alliance —o los trotskistas, como los llaman los más radicales— toma precisamente el camino opuesto. En vez de conseguir una conciencia ideológica aun a expensas del apoyo de la masa, intenta forjar un frente unido a despecho de la pureza ideológica. "El problema principal —dice Joanna Misnik, 26, líder de YSA en Nueva York— es elegir entre crear un movimiento antibélico que una a todo el mundo o escaparse por su propia tangente", YSA ve la guerra de Vietnam como el asunto más urgente y popular de la izquierda, por lo que procura atraer a todos los que puede —desde liberales hasta comunistas— bajo el paraguas antibélico. La mayoría de sus miembros se opone a la violencia; YSA —alegan— sólo consigue poner a la gente en contra de la revolución, aunque se inclinen a pensar que la revolución, cuando venga, será Inevitablemente violenta. Son activos organizadores, estrechamente ligados a la gente del Student Mobilization y preparan grandes concentraciones pacifistas.
Desde todo punto de vista, los organizadores más afortunados en los barrios trabajadores han sido los radicales que pertenecen a los Black Panthers. Esto no quiere decir que ellos y sus imitadores hayan conducido los ghettos y villas miserias al borde de la rebelión, pero se las arreglan para establecer una cierta confianza que los radicales de la clase media raramente consiguen. "Los pobres nunca dejan de sospechar que los estudiantes están en una gira egoísta —dice Hy Thurman, 20, portavoz de los Young Patriots en Chicago—, y que pueden volver a su cómodo ambiente de clase media cuando quieran, es decir cuando la cosa se ponga espesa."
Los YP son una rama de los Panthers, una banda de jóvenes apalachenses, blancos en su mayoría, que desean llevar a las villas miserias de los blancos el mismo sentido de comunidad y activismo que los Panthers ofrecen a los ghettos. Los Brown Berets y los Young Lords cumplen una labor análoga en favor de los "chicanos" y puertorriqueños. De todos los grupos revolucionarios son los menos ideológicos; concentrándose como lo hacen en programas de barrio y en algunos habitantes de villas miserias, se preguntan si estas cosas realmente ayudan a cambiar las condiciones de vida. "Ya hemos perdido demasiado tiempo preocupándonos por la basura, las ratas y los programas de desayuno —censura Esteban Veliz, del Harlem español (Nueva York—. Ahora, debemos estar listos para luchar en las calles."
Los Yippies —que son en realidad sólo Jerry Rubin, Abbie Hoffman y cualquier que aspire a plagiarlos— transportan un místico mensaje de locura. "Concuerdo con vuestras tácticas, no sé de vuestros fines'", grita Rubin, y los revolucionarios más serios tiemblan. "La gente siempre está preguntándonos «¿Cuál es vuestro programa?» —escribió Rubin en Do it!, su libro reciente—. Yo los mando a revisar la guía telefónica."
El fin de la revolución —sostienen— es abolir los programas y convertir los espectadores en actores. Es una revolución de "hágalo usted mismo y dilucidaremos el futuro durante la marcha'. Este anarquismo de la acción por la acción misma, es apenas un ingrediente del Movimiento, pero un ingrediente importante. Es el terreno donde los revolucionarios y los hippies y la cultura joven se encuentran en un utopismo exuberante e indulgente. Leannie Plamondon, comunera de los White Panthers, lo resume así: "La revolución no para hasta que todo esté en un completo éxtasis comunal".

'Este país nos ha chupado todo deseo de ser algo, de desear algo. Ser revolucionario es como Nacer de nuevo' (Dick Hyland, de la Universidad de Harvard).

Hasta cierto punto, ser un revolucionario hoy es más un estilo de vida que un credo político. Tal, acaso, una de las razones por las que a los revolucionarios les resulta difícil aclarar a los demás qué nueva estructura social conciben: la mayoría de ellos sencillamente no piensa en términos estructurales. Les dirán, si los presionan, que desean sustituir la competencia con la cooperación, considerando a la primera como un rasgo antinatural fomentado por el capitalismo. Anhelan romper con las "carreras-cápsula" dentro de las cuales está encasillada la mayoría de la población: después de la revolución, algunos prevén, las labores domésticas y manuales y el trabajo administrativo y la actividad intelectual serán compartidos por todos. Pero conservan la idea original del SDS, de devolver a los individuos el sentido de la participación personal en las decisiones que afecten sus vidas. La política productiva de una fábrica sería determinada por sus empleados, o quizá por la comunidad circundante, y las medidas del Gobierno serían tan descentralizadas como fuera posible.
¿Cuáles son los modelos de estas visiones utópicas? Cuba, en primer lugar. Algunos revolucionarios han estado allí, trabajando en los ingenios azucareros, y regresaron fascinados con lo que ellos consideran como un exultante sentido de compromiso en una causa común. Otros hallan los rudimentos de una sociedad posrevolucionaria, en lugares como Berkeley, California, donde se desarrolla un conjunto de nuevas instituciones que permiten a la gente vivir gran parte de sus vidas fuera del Sistema:
•La Food Conspiracy (Conspiración de Alimentos), que compra comida al por mayor y la revende "sin todos esos peligrosos agregados químicos y precios elevados".
•La Free Clinic y la Rap Clinic, que ofrecen atención médica y psicológica sin cargo.
• La prensa clandestina (el Berkeley Barb y el Berkeley Tribe), que proporciona noticias de los acontecimientos locales y alerta a sus lectores sobre los diversos lugares donde se da comida, ropa o refugio gratis.
Algunos radicales, por cierto, creen que la revolución ocurrirá si construyen nuevos Berkeleys; Rennie Davis, uno de los "siete de Chicago" (periscopio, Nº 23, pág. 57), predice que los sediciosos se retirarán a "barrios experimentales" donde puedan establecer anti-instituciones y demostrar que funcionan. Pero las visiones apocalípticas de la revolución son las que más prevalecen. Los Weathermen y los de su especie prevén una tercera guerra mundial que derrocará al imperialismo de USA. Otros, en parte inspirados en la reciente ola de huelgas, aguardan un derrumbe social masivo dentro de los Estados Unidos, incluyendo paros laborales, motines en el Ejército, rebeliones en las ciudades, y una parálisis general de la autoridad tradicional.
Pero la violencia es el signo característico, fatal. Desgraciadamente, pocos de los revolucionarios tienen alguna esperanza de cambiar la sociedad sin derramamiento de sangre, y un número creciente —aunque, casi seguro, todavía minoritario— cree que ya sonó la hora de una destrucción selectiva de la propiedad. Se ha elaborado una complicada serie de razones para la paliza —bombardeos y vandalismo—:
• Castigar es efectivo: muchos radicales creen que "los siete de Chicago" no hubieran sido liberados bajo fianza si no se hubiera incendiado el Bank of America en Santa Bárbara, y otras acciones colectivas que siguieron al fallo.
• La tunda polariza a la "clase dirigente": algunos radicales no están atemorizados en absoluto por las profecías relativas a una represión de la Derecha, porque saben que muchos liberales se opondrían enérgicamente a los represores, y así, en cierto grado, se radicalizarían.
• La paliza crea una conciencia: la demolición de las oficinas de una firma gigante o de un laboratorio de investigación militar impulsa al pueblo a pensar en la relación existente entre esa compañía o laboratorio y la guerra.
• Ayuda, en fin, a que la clase media se solidarice con los jóvenes de la clase trabajadora.
Pero detrás de esta racionalización late una rabia incipiente que uno no puede menos que sospechar sea el acicate de la violencia; una furia concentrada de saber que la guerra, el racismo y el aprovechamiento persisten, que el Movimiento se ha esforzado tanto y la sociedad ha respondido tan poco.
De este modo, aunque la violencia, como algunos radicales señalan, no perturbe demasiado a las grandes empresas, sí enfurece a la mayoría de los ciudadanos y produce trastornos en la Policía, que hacen peligrar al Movimiento entero. Aun así, opinan, el lanzar un ladrillo contra un ventanal proporciona un dejo de triunfo en medio de tantas derrotas.
Porque el Movimiento ha experimentado todos los fracasos menos el último: desaparecer. Tiene muy poca fuerza, pero hasta ella es digna de atención en un país de 200 millones.
KENNETH AUCHINCLOSS
Copyright Newsweek, 1970.


TRES ROSTROS DE LA NUEVA IZQUIERDA
Hace tres años, José (Cha-Cha) Jiménez era tan sólo un pandillero más que rondaba el barrio puertorriqueño de Chicago, un chico con sabiduría callejera, adicto a los drogas. Hoy su vida es mucho más complicada, más seria y potencialmente más violenta. Porque Jiménez, 21, es un revolucionario norteamericano con estilo propio, totalmente dedicado a la destrucción del orden existente.
La transición comenzó en 1967, cuando Cha-Cha fue encarcelado por posesión de heroína. "Empecé a leer en la cárcel —recuerda—. y sospecho que fueron los libros de Martin Luther King los que iniciaron mi educación política." Inspirado por King, se liberó del hábito y comenzó a inclinarse a lo que él llama "la cosa popular". Pero las protestas pacíficas que organizó no tuvieron éxito, y se volvió gradualmente hacia otros mentores: Mao, Lenin y el Che Guevara.
En febrero del 69 fundó la Young Lords Organization, punta de lanza de lo que esperaba fuera un "ejército del pueblo" dedicado a un grandioso plan de renovación política y social. Su radicalización se completó, finalmente, en mayo último, cuando uno de los Lords, Manuel Ramos, fue atacado y muerto por un vigilante de Chicago que estaba fuera de servicio y al que posteriormente se liberó del cargo de homicidio. "Todos consiguieron armas y querían salir a matar canas —recuerda—. Fue en este momento cuando me convertí en un verdadero revolucionario; en vez de salir y matar analicé los métodos para quedar a mano."
Actualmente, el principal problema que Jiménez tiene que enfrentar es mantenerse fuera de la cárcel, y conservarse vivo. Desde que Fred Hampton, líder de los Black Panthers, fue muerto en diciembre pasado durante un raid policial en Chicago, Jiménez ha tomado precauciones. Envió a su esposa y sus dos hijos de vuelta a Puerto Rico y mantiene en secreto su propio paradero.
Apenas puede, Jiménez regresa a las calles por las que vagaba cuando era pandillero y exhorta a la gente puertorriqueña para que haga algo por cambiar sus vidas vacías. "La revolución ya viene —les promete—. Pero es un proceso largo y lento."
• Hace ocho años, 59 radicales se citaron en Port Huron y organizaron la Students for a Democratic Society.
Entre el público se encontraba Bob Ross, alumno de la Universidad de Michigan. Hoy, Ross, 27, es un ejemplo de la vieja guardia de la Nueva Izquierda: un ideólogo que ha permanecido en la Universidad para organizar y enseñar la revolución.
Casado, trabaja como socio investigador del Instituto de Investigación Social de la Universidad de Michigan y se ha separado hace ya tiempo del redil de los SDS, convencido de que la organización está "más o menos terminada". "El problema básico —dice— es que el crecimiento de las formas organizativas no ha seguido el ritmo de desarrollo del movimiento. A causa de nuestra falta de experiencia y tradición, ha sido difícil mantenernos organizativamente a la par con el espíritu de la época. Estamos creando más y más juventud radical, pero no podemos organizar su energía." Ponerle el arnés a esta energía es, para Ross, el leit motiv del juego.
Ross es básicamente optimista acerca del futuro de la revolución en América. "Hemos recorrido un largo camino en diez años —dice—, pero no son suficientes. A los colonos americanos les llevó veinte. A Ho Chi Minh 30 y a Mao 40. Estamos en una carrera contra el tiempo. ¿Quién sabe la clase de ambiente, opresión o Gobierno que existirán en otros veinte años? Pero hay posibilidades de que los Estados Unidos cambien."
• Si alguien estuviera tipificando, Jean Raisler podría ser catalogada como una maestra de grado. De voz suave y mirada dulce, es un exponente de las tres R (reading, riting, rithmetics = lectura, escritura, aritmética). Pero las apariencias engañan. A los 23 años, Jean ha tomado la decisión de dedicar su vida a otra "R" mucho más peligrosa: Revolución.
Nada había en los antecedentes de Jean que la marcara como futura revolucionaria, Nacida y educada en Nueva York, hija de un empresario constructor, rico y firmemente conservador, trabajó en su adolescencia cuidando niños puertorriqueños en el East Harlem. "Yo era partidaria de la no violencia y quería hacerme cuáquera", recuerda. Nunca tomó parte en una demostración durante sus cuatro años de estudios en la Universidad de Chicago. Al graduarse, se trasladó a San Francisco para trabajar en defensa de los hombres que se resistían a ser reclutados por el Ejército.
Después vino el gran radicalizador, la convención del Partido Demócrata de Chicago en 1968, Jean asistió y resultó ser un punto crucial en su vida. "Antes de Chicago —dice—, todas las cosas malas que estaban pasando eran como un televisor en mi mente. Yo podía ver esas cosas horribles y apagarlo. Después de Chicago, no pude hacer más eso. Me sumergió en tales niveles de horror que regresé a California y decidí emplear mis fuerzas para combatir estos males."
Actualmente, Jean es miembro de la junta de editores del Berkeley Tribe, un periódico clandestino de California que tiene una circulación de 30.000 ejemplares. Vive en una comuna de Berkeley, compartiendo una casa de dos pisos con otros seis adultos, dos niños y dos perros. Para Jean y sus camaradas la revolución se ha convertido en una forma de vida. "La vivimos 24 horas al día", dice.
Detrás de este estilo agitado y de este concepto de revolución existe un permanente optimismo, un presentimiento de que el hombre —aun en un mundo devastado— puede ser el dueño de su destino. "No somos sólo revolucionarios —explica Jean—; somos la primera generación americana que ha crecido con la conciencia existencial de que podemos cambiar las cosas, convertirlas en lo que nosotros queremos que sean. Esos edificios de Nueva York son realmente grandes. Pero nosotros podemos hacerlos volar en pedazos. Podemos derrumbarlo todo." Finalmente, agrega: "El mundo puede ser reconstruido".

 

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Frente al Capitolio
una cita de Mao frente al Capitolio, son pocos pero no desaparecen


 

 

 

 
Jimenez
Jiménez, héroe sin heroína

 

 

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