Revista Periscopio
19.05.1970 |
En 1964, un pequeño grupo de radicales
norteamericanos, de visita en Cuba, entrevistaron a Ernesto Guevara.
Le dijeron cuánto lo envidiaban: su revolución había triunfado, sus
campesinos apoyaban la causa. En los Estados Unidos, en cambio, los
revolucionarios eran menos afortunados: maldecidos por la misma
gente a quienes trataban de liberar, las autoridades estaban más
sólidas que nunca. El Che los interrumpió: "Soy yo quien los envidia
—declaró, ante el asombro de sus interlocutores—. Ustedes tienen
mucha suerte. Están librando la batalla más importante porque viven
en el corazón de la bestia".
Hoy, en el corazón de la bestia, la revolución todavía suena a
rebuscada, y los revolucionarios son sólo un puñado. En los seis
años transcurridos desde la conversación con Guevara, sus problemas
aumentaron en mayor medida que su número de efectivos. Algunos de
los grandes líderes murieron; otros yacen en la cárcel o permanecen
ocultos. Se llaman a sí mismos El Movimiento —un legado de las
campañas por los Derechos Civiles, a comienzos de la década
anterior—, pero el término designa un estado mental, no una
realidad: sus filas han sido hendidas por brechas faccionales y
raleadas por el intenso desagrado que ellos sienten respecto de toda
estructura.
La vasta mayoría de sus conciudadanos, particularmente la clase
trabajadora cuya alianza esperan obtener, se sienten repelidos por
sus tácticas y optan por burlarse de su retórica, o ignorarla. Hasta
los norteamericanos liberales de más de 30 años tienden a
considerarlos como nihilistas petulantes, susceptibles de atraer
sobre sus cabezas y las del resto de la Nación, el odio represivo de
la Derecha; aunque el Subsecretario de Justicia, Richard H.
Kleindienst, sostiene: "No constituyen una amenaza a las
instituciones".
En apariencia, un fiasco. Sin embargo, los revolucionarios señalan
un hito.
Oscurecida por la violencia en las calles y la cháchara agresiva,
surge de ellos una crítica a la sociedad norteamericana que ningún
sector blande en estas horas de crisis. Más allá de sus discursos,
de sus libelos, se distingue una visión -—borrosa, quizá— de cómo
podía ser una sociedad menos rígida e insufrible. El Movimiento no
da señales de marchitarse; por el contrario, se endurece cada vez
más: ya produjo una racha de bombas, el incendio a un Banco de
California, y un incesante ataque a las empresas vinculadas con la
guerra (como Honeywell Inc., donde la semana pasada hubo una
manifestación durante una asamblea de accionistas).
Los métodos de los revolucionarios van desde la violencia a la
templanza: explosivos y rotura de vidrios, dispensarios gratuitos y
comunas rurales. Ambas líneas tienen su significado dentro de la
cultura juvenil de hoy, con su énfasis en la acción más que en la
observación, y en la cooperación antes que en la competencia. Es
desde luego inexacto sugerir, como Abbie Hoffman, que "el 98 por
ciento de los jóvenes se halla de nuestro lado". Pero algo más que
unas pocas familias norteamericanas se preguntan ya si, de ocurrir
lo peor, sus hijos no los mirarán desde atrás de las barricadas.
Para comprendernos, deben darse cuenta de que hemos llegado a donde
estamos después de aprender mucho, de probar un montón de cosas, y
de reiterados fracasos (Mike Ansara, agitador radical de Cambridge,
Massachusetts).
Los sediciosos exhiben un variado surtido, que marcha bajo uniformes
y frentes distintos. Incluyen a los Weathermen, internacionalistas y
con inclinaciones pirotécnicas: los revolucionarios culturales, como
los constructores de comunas y los periodistas del Underground
(Clandestinidad) ; los jóvenes marxistas, los grupos como el New
York's December 14th Movement y el Boston's November Action
Coalition: los "yippies", del Partido Internacional de la Juventud
(YIP), quienes aguardan que el Régimen se ahogue en un ataque de
risa ante sus propios absurdos; los Black Panthers —que luchan
principalmente con y para sus hermanos de raza— y sus imitadores:
los Brown Berets (méxico-norteamericanos), los Young Lords
(puertorriqueños) y los Young Patriota (clase trabajadora blanca).
Todos ellos, en mayor o menor grado, deben su paternidad ideológica
a la corriente marxista. Nada irrita más a los viejos socialistas
que la noción, a veces expresada por los revolucionarios, de que la
Nueva Izquierda opera sobre bases modernas. "A principios de la
década del 60, cuando iniciamos el movimiento —recuerda Bob Ross,
uno de los fundadores de Estudiantes para una Sociedad Democrática
(SDS)—, tratamos de rechazar todas las enseñanzas y la teoría de la
Vieja Izquierda y empezar de nuevo. Pero nos dimos cuenta de que
cuando tirábamos el agua sucia del baño, tirábamos también parte del
niño". La historia del proceso es, en muchos aspectos, el testimonio
de un redescubrimiento, una vuelta a la tradición del pensamiento
socialista que había sido suprimida en los años 50 por el Senador
Joe McCarthy.
El hiato suscitó muchos tropiezos ideológicos, pero también abrió el
camino hacia posiciones vanguardistas. La principal consistió en
descentralizar la toma de decisiones, más un renovado sentido
personal de compromiso en el trabajo y el Gobierno. Cuando los
fundadores de SDS se reunieron en Port Huron, Michigan, en 1962, y
coincidieron en una declaración de propósitos, la retórica elegida
era más humanista que socialista: se solazaba con palabras como
"amor", "creatividad", "participación". "Como sistema social
—anunciaban—, buscamos el establecimiento de una democracia de
participación individual, orientada por dos propósitos esenciales:
que el individuo participe en esas decisiones determinantes de la
calidad y dirección de su vida; que la sociedad sea organizada para
estimular la independencia de los hombres y proporcionar los medios
para su participación en común".
En ese momento no podía considerarse a los SDS como revolucionarios.
La campaña por los Derechos Civiles se encontraba en su apogeo, y
"la democracia de participación" era la moda; de alguna manera,
parecía triunfar entonces ese estilo: largos, conversados mítines se
cerraban con decisiones surgidas del grupo, no impuestas desde
arriba. Pero una serie de episodios iba a alterar el rumbo del
Movimiento.
El episodio más crucial sucedió en Vietnam. De la ofensiva por los
Derechos Civiles, en la cual el Gobierno Federal y los radicales
formaban en el mismo bando, la escena se trasladó a una guerra
acerca de la cual los dos sectores se hallaban en implacable
desacuerdo. Vietnam hizo que los SDS se preguntaran por qué
Washington se había lanzado a lo que los radicales juzgaban como una
guerra de agresión imperialista. Aquí, la clásica ideología
marxista, que los primeros SDS rechazaban, brindó algunas
respuestas, y la Nueva Izquierda comenzó a retroceder hacia el
antiguo punto de vista.
El marxismo también proporcionaba un vínculo, delgado tal vez pero
simbólicamente vital, entre los SDS (que siempre tuvieron una
mayoría blanca) y un segmento del movimiento negro, los Black
Panthers. Ellos, que predicaban el socialismo y la lucha de clases,
sugirieron una alianza con los radicales blancos, pacto que fue
refirmado hace quince días en una concentración de 12.000 personas
en New Haven.
A medida que los SDS se volvían más ideológicos, comenzaron a
resquebrajarse por las mismas fisuras que han dividido a los
socialistas de todas las épocas y todos los países. El Partido
Progresista Laboral atacó desde el flanco izquierdo. El Movimiento,
decían sus caudillos, perdía contacto con la clase obrera blanca; no
dejaba de ser una organización estudiantil, preocupada con los
asuntos universitarios que apenas alcanzaban a las masas, luego de
atravesar los muros académicos.
Instigados, en parte, por el PPL, el resto de los SDS se inquietaron
por el "elitismo" del estudiantado, culpable —acaso— de la
discriminación de clases que la Universidad había establecido en la
sociedad norteamericana: los graduados eran una "meritocracia"
preparada para perpetuar el Sistema. De tal manera, los radicales
intentaron llegar más allá de las filas estudiantiles y de sus
propios orígenes de clase media, uniendo sus esfuerzos con los de la
clase trabajadora. De ese modo, la toma de los edificios
universitarios en Columbia (1968) y Harvard (1969) fue atribuida, en
cierto modo, a las demandas de la comunidad circundante. Los hechos
de París, en mayo de 1968, sirvieron a los radicales norteamericanos
para ver en funciones la alianza laboral-estudiantil que ellos
buscaban, sin éxito.
Tan poco éxito, realmente, que otra facción concluyó que era inútil
encaminar las masas laborales hacia una ideología revolucionaria. Es
un error —expresaron— desencadenar una revolución exclusivamente
norteamericana cuando, de hecho, la revolución había cundido en
otros sitios. En Vietnam. en Cuba, en otras naciones del Tercer
Mundo, los pueblos negros, morenos y amarillos se levantaban contra
el "imperialismo": ese alzamiento era el que derribaría al
establishment de los Estados Unidos, pensaron. Cabía a los
izquierdistas norteamericanos, entonces, apoyar la revolución
internacional mediante la apertura de un frente diversificado
interno, paralizando así la "maquinaria de guerra" norteamericana y
creando la conciencia pública de un "estado de guerra
revolucionaria".
Los sacerdotes de esta nueva tendencia, los Weathermen, al poco
tiempo comenzaron a practicar la guerrilla que aconsejaban: rotura
de vidrios en Chicago el pasado octubre, raids multitudinarios
contra la Embajada survietnamita y el Departamento de Justicia
durante la movilización de noviembre, y el armado clandestino de
bombas tal como el que mató accidentalmente a tres de ellos en la
explosión de una casa de Greenwich Village, en marzo.
Conjuntamente, el Partido Progresista Laboral, una facción
vociferante en pro de la liberación de la mujer, el grupo que se
convertiría en Weathermen, y el resto de SDS, se congregaron en un
lúgubre auditorio de Chicago, en junio pasado. La profusión de
ideologías y de tácticas era demasiada para una sola organización.
Hubo recriminaciones por todas partes, muchas ofensas, y al final
SDS se disolvió. Murió, sin embargo, de parto: de sus despojos nacía
una red de facciones ansiosas de ejecutar su propia táctica.
Algunos piensan que la revolución debería relacionar a los blancos
de clase media con la clase trabajadora. Otros creen que deberíamos
atacar físicamente las instituciones del establishment. Otros, que
deberíamos crear una cultura separada. Nosotros debatimos sobre cuál
es la clase revolucionaria y sobre cómo debería organizar y a quién.
Pero todos estamos de acuerdo sobre una cosa: el pueblo decide la
Historia. Y cuando el pueblo comience a moverse, veremos quién tiene
razón y sin resentimientos (Stew Albert, de la Universidad de
Berkeley).
Pero "el pueblo" no está todavía visiblemente movilizado, de modo
que en el interior del Movimiento los debates continúan, las brechas
persisten y no escasean los resentimientos. En el presente, el
panorama revolucionario está sembrado por un número de cuerpos
separados, más un amplio grupo de radicales libres que están
dispuestos a unirse a tal o cual demostración, quizá hasta lanzar un
ladrillo en una manifestación, pero que no pertenecen a ninguna
entidad en particular.
En cierto sentido, Weathermen ya no existe: los miembros de sus
grandes comunas urbanas se han escindido en núcleos más pequeños o
han vuelto a otras organizaciones radicales o pasado al Underground.
Por lo menos, veinte de ellos están bajo sumario, catorce son
fugitivos y tres murieron en la explosión de Greenwich Village. Tal
temeridad es condenada como "Custerismo" por algunos revolucionarios
que se sienten agraviados por la gente que desaparece de las filas
radicales, muriéndose o yendo a esconderse sin razones valederas.
Pero el desvío de Weathermen hacia la clandestinidad era deliberado;
un radical bien informado de Chicago cree que fue "un experimento
para ver si la resistencia subterránea puede existir en este país".
Y los Weathermen, aunque se hayan desbandado como grupo, son
indudablemente responsables del inflexible giro que la Nueva
Izquierda acaba de realizar: la adopción de la mutilación y la
destrucción violenta por parte de algunos radicales antes de que
nada parecido a una verdadera revolución haya comenzado.
Los pirotécnicos de Weathermen superan, al menos por el momento, a
los progresistas-liberales, más austeros, que estaban en el
"candelero" radical hace un año, después de jugar un rol principal
en la ocupación de los edificios de Harvard. En Cambridge, por
ejemplo, PL y su compañera, la Workers Students Alliance,
consiguieron tomar el control de lo que había quedado de SDS, pero
no hizo mucho ruido desde entonces. Un obstáculo firme es su severa
línea ideológica, que lleva a los progresistas a ver desviaciones en
grupos que la mayoría de los radicales admiran: negros nacionalistas
(PL los acusa de dividir la solidaridad de la clase trabajadora) y,
a veces, hasta cubanos y vietcongs (PL condena a cualquiera que se
aparte del redil maoísta).
Con el colapso de SDS, algunas de las bandas más activas se
convirtieron en creaciones al azar, organizaciones que surgieron a
causa de algún problema particular y que tratan de fusionar a los
radicales no afiliados que viven en el campo y las ciudades. Su
influencia se mide no por la lista de sus miembros sino por los
resultados de sus demostraciones. El Black Panther Defense
Committee, por ejemplo, reunió a 12.000 jóvenes en New Haven para el
1º de mayo; el New York's December Fourth Movement (4 de diciembre
de 1969, día en que Fred Hampton, líder de Chicago Panther, fue
muerto por la Policía en un raid antes del amanecer) congregó a más
de 2.000 para el mitin de Columbia en el mes de marzo pasado.
Además de apoyar a los Panthers, también pretenden radicalizar a
blancos de la clase trabajadora, pero esto ha resultado un asunto
bastante engañoso. La mayoría de los trabajadores blancos no son de
ninguna utilidad para los radicales (en especial, los jóvenes), y
los radicales han empeorado las cosas muchas veces mostrando su lado
más ideológico de entrada. La November Action Coalition, por
ejemplo, trató de crear la "conciencia" revolucionaria entre los
huelguistas de General Electric, en Massachusetts, pero encontró que
éstos ostentaban un enfático desinterés en escuchar que eran
"hermanos de los Black Panthers y de los vietcong". NAC ya abandonó
casi todos sus esfuerzos con trabajadores adultos; ahora ejerce su
actividad proselitista entre la clase obrera de las escuelas
secundarias y superiores, donde, imagina, los jóvenes no han sido
aún "comprados" por el sueldo industrial. Pero aun así camina
despacio.
La Young Socialist Alliance —o los trotskistas, como los llaman los
más radicales— toma precisamente el camino opuesto. En vez de
conseguir una conciencia ideológica aun a expensas del apoyo de la
masa, intenta forjar un frente unido a despecho de la pureza
ideológica. "El problema principal —dice Joanna Misnik, 26, líder de
YSA en Nueva York— es elegir entre crear un movimiento antibélico
que una a todo el mundo o escaparse por su propia tangente", YSA ve
la guerra de Vietnam como el asunto más urgente y popular de la
izquierda, por lo que procura atraer a todos los que puede —desde
liberales hasta comunistas— bajo el paraguas antibélico. La mayoría
de sus miembros se opone a la violencia; YSA —alegan— sólo consigue
poner a la gente en contra de la revolución, aunque se inclinen a
pensar que la revolución, cuando venga, será Inevitablemente
violenta. Son activos organizadores, estrechamente ligados a la
gente del Student Mobilization y preparan grandes concentraciones
pacifistas.
Desde todo punto de vista, los organizadores más afortunados en los
barrios trabajadores han sido los radicales que pertenecen a los
Black Panthers. Esto no quiere decir que ellos y sus imitadores
hayan conducido los ghettos y villas miserias al borde de la
rebelión, pero se las arreglan para establecer una cierta confianza
que los radicales de la clase media raramente consiguen. "Los pobres
nunca dejan de sospechar que los estudiantes están en una gira
egoísta —dice Hy Thurman, 20, portavoz de los Young Patriots en
Chicago—, y que pueden volver a su cómodo ambiente de clase media
cuando quieran, es decir cuando la cosa se ponga espesa."
Los YP son una rama de los Panthers, una banda de jóvenes
apalachenses, blancos en su mayoría, que desean llevar a las villas
miserias de los blancos el mismo sentido de comunidad y activismo
que los Panthers ofrecen a los ghettos. Los Brown Berets y los Young
Lords cumplen una labor análoga en favor de los "chicanos" y
puertorriqueños. De todos los grupos revolucionarios son los menos
ideológicos; concentrándose como lo hacen en programas de barrio y
en algunos habitantes de villas miserias, se preguntan si estas
cosas realmente ayudan a cambiar las condiciones de vida. "Ya hemos
perdido demasiado tiempo preocupándonos por la basura, las ratas y
los programas de desayuno —censura Esteban Veliz, del Harlem español
(Nueva York—. Ahora, debemos estar listos para luchar en las
calles."
Los Yippies —que son en realidad sólo Jerry Rubin, Abbie Hoffman y
cualquier que aspire a plagiarlos— transportan un místico mensaje de
locura. "Concuerdo con vuestras tácticas, no sé de vuestros fines'",
grita Rubin, y los revolucionarios más serios tiemblan. "La gente
siempre está preguntándonos «¿Cuál es vuestro programa?» —escribió
Rubin en Do it!, su libro reciente—. Yo los mando a revisar la guía
telefónica."
El fin de la revolución —sostienen— es abolir los programas y
convertir los espectadores en actores. Es una revolución de "hágalo
usted mismo y dilucidaremos el futuro durante la marcha'. Este
anarquismo de la acción por la acción misma, es apenas un
ingrediente del Movimiento, pero un ingrediente importante. Es el
terreno donde los revolucionarios y los hippies y la cultura joven
se encuentran en un utopismo exuberante e indulgente. Leannie
Plamondon, comunera de los White Panthers, lo resume así: "La
revolución no para hasta que todo esté en un completo éxtasis
comunal".
'Este país nos ha chupado todo deseo de ser algo, de desear algo.
Ser revolucionario es como Nacer de nuevo' (Dick Hyland, de la
Universidad de Harvard).
Hasta cierto punto, ser un revolucionario hoy es más un estilo de
vida que un credo político. Tal, acaso, una de las razones por las
que a los revolucionarios les resulta difícil aclarar a los demás
qué nueva estructura social conciben: la mayoría de ellos
sencillamente no piensa en términos estructurales. Les dirán, si los
presionan, que desean sustituir la competencia con la cooperación,
considerando a la primera como un rasgo antinatural fomentado por el
capitalismo. Anhelan romper con las "carreras-cápsula" dentro de las
cuales está encasillada la mayoría de la población: después de la
revolución, algunos prevén, las labores domésticas y manuales y el
trabajo administrativo y la actividad intelectual serán compartidos
por todos. Pero conservan la idea original del SDS, de devolver a
los individuos el sentido de la participación personal en las
decisiones que afecten sus vidas. La política productiva de una
fábrica sería determinada por sus empleados, o quizá por la
comunidad circundante, y las medidas del Gobierno serían tan
descentralizadas como fuera posible.
¿Cuáles son los modelos de estas visiones utópicas? Cuba, en primer
lugar. Algunos revolucionarios han estado allí, trabajando en los
ingenios azucareros, y regresaron fascinados con lo que ellos
consideran como un exultante sentido de compromiso en una causa
común. Otros hallan los rudimentos de una sociedad
posrevolucionaria, en lugares como Berkeley, California, donde se
desarrolla un conjunto de nuevas instituciones que permiten a la
gente vivir gran parte de sus vidas fuera del Sistema:
•La Food Conspiracy (Conspiración de Alimentos), que compra comida
al por mayor y la revende "sin todos esos peligrosos agregados
químicos y precios elevados".
•La Free Clinic y la Rap Clinic, que ofrecen atención médica y
psicológica sin cargo.
• La prensa clandestina (el Berkeley Barb y el Berkeley Tribe), que
proporciona noticias de los acontecimientos locales y alerta a sus
lectores sobre los diversos lugares donde se da comida, ropa o
refugio gratis.
Algunos radicales, por cierto, creen que la revolución ocurrirá si
construyen nuevos Berkeleys; Rennie Davis, uno de los "siete de
Chicago" (periscopio, Nº 23, pág. 57), predice que los sediciosos se
retirarán a "barrios experimentales" donde puedan establecer
anti-instituciones y demostrar que funcionan. Pero las visiones
apocalípticas de la revolución son las que más prevalecen. Los
Weathermen y los de su especie prevén una tercera guerra mundial que
derrocará al imperialismo de USA. Otros, en parte inspirados en la
reciente ola de huelgas, aguardan un derrumbe social masivo dentro
de los Estados Unidos, incluyendo paros laborales, motines en el
Ejército, rebeliones en las ciudades, y una parálisis general de la
autoridad tradicional.
Pero la violencia es el signo característico, fatal.
Desgraciadamente, pocos de los revolucionarios tienen alguna
esperanza de cambiar la sociedad sin derramamiento de sangre, y un
número creciente —aunque, casi seguro, todavía minoritario— cree que
ya sonó la hora de una destrucción selectiva de la propiedad. Se ha
elaborado una complicada serie de razones para la paliza —bombardeos
y vandalismo—:
• Castigar es efectivo: muchos radicales creen que "los siete de
Chicago" no hubieran sido liberados bajo fianza si no se hubiera
incendiado el Bank of America en Santa Bárbara, y otras acciones
colectivas que siguieron al fallo.
• La tunda polariza a la "clase dirigente": algunos radicales no
están atemorizados en absoluto por las profecías relativas a una
represión de la Derecha, porque saben que muchos liberales se
opondrían enérgicamente a los represores, y así, en cierto grado, se
radicalizarían.
• La paliza crea una conciencia: la demolición de las oficinas de
una firma gigante o de un laboratorio de investigación militar
impulsa al pueblo a pensar en la relación existente entre esa
compañía o laboratorio y la guerra.
• Ayuda, en fin, a que la clase media se solidarice con los jóvenes
de la clase trabajadora.
Pero detrás de esta racionalización late una rabia incipiente que
uno no puede menos que sospechar sea el acicate de la violencia; una
furia concentrada de saber que la guerra, el racismo y el
aprovechamiento persisten, que el Movimiento se ha esforzado tanto y
la sociedad ha respondido tan poco.
De este modo, aunque la violencia, como algunos radicales señalan,
no perturbe demasiado a las grandes empresas, sí enfurece a la
mayoría de los ciudadanos y produce trastornos en la Policía, que
hacen peligrar al Movimiento entero. Aun así, opinan, el lanzar un
ladrillo contra un ventanal proporciona un dejo de triunfo en medio
de tantas derrotas.
Porque el Movimiento ha experimentado todos los fracasos menos el
último: desaparecer. Tiene muy poca fuerza, pero hasta ella es digna
de atención en un país de 200 millones.
KENNETH AUCHINCLOSS
Copyright Newsweek, 1970.
TRES ROSTROS DE LA NUEVA IZQUIERDA
Hace tres años, José (Cha-Cha) Jiménez era tan sólo un pandillero
más que rondaba el barrio puertorriqueño de Chicago, un chico con
sabiduría callejera, adicto a los drogas. Hoy su vida es mucho más
complicada, más seria y potencialmente más violenta. Porque Jiménez,
21, es un revolucionario norteamericano con estilo propio,
totalmente dedicado a la destrucción del orden existente.
La transición comenzó en 1967, cuando Cha-Cha fue encarcelado por
posesión de heroína. "Empecé a leer en la cárcel —recuerda—. y
sospecho que fueron los libros de Martin Luther King los que
iniciaron mi educación política." Inspirado por King, se liberó del
hábito y comenzó a inclinarse a lo que él llama "la cosa popular".
Pero las protestas pacíficas que organizó no tuvieron éxito, y se
volvió gradualmente hacia otros mentores: Mao, Lenin y el Che
Guevara.
En febrero del 69 fundó la Young Lords Organization, punta de lanza
de lo que esperaba fuera un "ejército del pueblo" dedicado a un
grandioso plan de renovación política y social. Su radicalización se
completó, finalmente, en mayo último, cuando uno de los Lords,
Manuel Ramos, fue atacado y muerto por un vigilante de Chicago que
estaba fuera de servicio y al que posteriormente se liberó del cargo
de homicidio. "Todos consiguieron armas y querían salir a matar
canas —recuerda—. Fue en este momento cuando me convertí en un
verdadero revolucionario; en vez de salir y matar analicé los
métodos para quedar a mano."
Actualmente, el principal problema que Jiménez tiene que enfrentar
es mantenerse fuera de la cárcel, y conservarse vivo. Desde que Fred
Hampton, líder de los Black Panthers, fue muerto en diciembre pasado
durante un raid policial en Chicago, Jiménez ha tomado precauciones.
Envió a su esposa y sus dos hijos de vuelta a Puerto Rico y mantiene
en secreto su propio paradero.
Apenas puede, Jiménez regresa a las calles por las que vagaba cuando
era pandillero y exhorta a la gente puertorriqueña para que haga
algo por cambiar sus vidas vacías. "La revolución ya viene —les
promete—. Pero es un proceso largo y lento."
• Hace ocho años, 59 radicales se citaron en Port Huron y
organizaron la Students for a Democratic Society.
Entre el público se encontraba Bob Ross, alumno de la Universidad de
Michigan. Hoy, Ross, 27, es un ejemplo de la vieja guardia de la
Nueva Izquierda: un ideólogo que ha permanecido en la Universidad
para organizar y enseñar la revolución.
Casado, trabaja como socio investigador del Instituto de
Investigación Social de la Universidad de Michigan y se ha separado
hace ya tiempo del redil de los SDS, convencido de que la
organización está "más o menos terminada". "El problema básico
—dice— es que el crecimiento de las formas organizativas no ha
seguido el ritmo de desarrollo del movimiento. A causa de nuestra
falta de experiencia y tradición, ha sido difícil mantenernos
organizativamente a la par con el espíritu de la época. Estamos
creando más y más juventud radical, pero no podemos organizar su
energía." Ponerle el arnés a esta energía es, para Ross, el leit
motiv del juego.
Ross es básicamente optimista acerca del futuro de la revolución en
América. "Hemos recorrido un largo camino en diez años —dice—, pero
no son suficientes. A los colonos americanos les llevó veinte. A Ho
Chi Minh 30 y a Mao 40. Estamos en una carrera contra el tiempo.
¿Quién sabe la clase de ambiente, opresión o Gobierno que existirán
en otros veinte años? Pero hay posibilidades de que los Estados
Unidos cambien."
• Si alguien estuviera tipificando, Jean Raisler podría ser
catalogada como una maestra de grado. De voz suave y mirada dulce,
es un exponente de las tres R (reading, riting, rithmetics =
lectura, escritura, aritmética). Pero las apariencias engañan. A los
23 años, Jean ha tomado la decisión de dedicar su vida a otra "R"
mucho más peligrosa: Revolución.
Nada había en los antecedentes de Jean que la marcara como futura
revolucionaria, Nacida y educada en Nueva York, hija de un
empresario constructor, rico y firmemente conservador, trabajó en su
adolescencia cuidando niños puertorriqueños en el East Harlem. "Yo
era partidaria de la no violencia y quería hacerme cuáquera",
recuerda. Nunca tomó parte en una demostración durante sus cuatro
años de estudios en la Universidad de Chicago. Al graduarse, se
trasladó a San Francisco para trabajar en defensa de los hombres que
se resistían a ser reclutados por el Ejército.
Después vino el gran radicalizador, la convención del Partido
Demócrata de Chicago en 1968, Jean asistió y resultó ser un punto
crucial en su vida. "Antes de Chicago —dice—, todas las cosas malas
que estaban pasando eran como un televisor en mi mente. Yo podía ver
esas cosas horribles y apagarlo. Después de Chicago, no pude hacer
más eso. Me sumergió en tales niveles de horror que regresé a
California y decidí emplear mis fuerzas para combatir estos males."
Actualmente, Jean es miembro de la junta de editores del Berkeley
Tribe, un periódico clandestino de California que tiene una
circulación de 30.000 ejemplares. Vive en una comuna de Berkeley,
compartiendo una casa de dos pisos con otros seis adultos, dos niños
y dos perros. Para Jean y sus camaradas la revolución se ha
convertido en una forma de vida. "La vivimos 24 horas al día", dice.
Detrás de este estilo agitado y de este concepto de revolución
existe un permanente optimismo, un presentimiento de que el hombre
—aun en un mundo devastado— puede ser el dueño de su destino. "No
somos sólo revolucionarios —explica Jean—; somos la primera
generación americana que ha crecido con la conciencia existencial de
que podemos cambiar las cosas, convertirlas en lo que nosotros
queremos que sean. Esos edificios de Nueva York son realmente
grandes. Pero nosotros podemos hacerlos volar en pedazos. Podemos
derrumbarlo todo." Finalmente, agrega: "El mundo puede ser
reconstruido".
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una cita de Mao frente al Capitolio, son pocos pero no
desaparecen |
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Jiménez, héroe sin heroína |
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