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INTERNACIONAL

 

La última noche del escritor piloto
RECIENTES TESTIMONIOS HAN PERMITIDO RECONSTRUIR EL FIN DEL CELEBRE AUTOR DE "VUELO NOCTURNO", LIBRO QUE TODAVÍA FIGURA ENTRE LOS ÉXITOS DE LIBRERÍA DEL MUNDO ENTERO.

revista Vea y Lea
1959

 





 

 

EL 31 DE JULIO DE 1944 no volvía a su base, en Córcega, de una misión de guerra sobre las costas de Francia, el piloto de aviación Antoine de Saint-Exupéry, un escritor que con sus libros "Vuelo nocturno", "Tierra de hombres" y "El principito" (más de 3 millones de ejemplares vendidos en Francia sola) encabeza todavía a los "best-sellers" de todo el mundo. Hoy, a 15 años de distancia, ciertos testimonios parecen resolver el misterio de su fin.
El primero en descorrer el telón ha sido un pastor alemán, Hermann Korth, que entonces revistaba en las filas del servicio de información aérea de la Luftwaffe en Italia. Luego intervino una joven nizarda.
Hermann Korth contó que había recibido, el 31 de julio de 1944, de la base alemana de Istres, en la Riviera francesa, el siguiente mensaje: "Un avión de reconocimiento derribado en llamas sobre el mar. Procedencia Ajaccio". Es muy probable que se tratara del avión de Saint-Exupéry, probabilidad que se convierte en certidumbre a la luz de las afirmaciones de la muchacha de Niza: "Mi casa se levanta sobre la colina de Saint Antoine, frente a Córcega. Aquella mañana, entre las nueve y las diez, me hallaba en el balcón cuando, de pronto, vi a dos aviones trabados en combate. Eran visibles a simple vista y no volaban muy alto. No tenía ningún pariente mío en la aviación, pero lo mismo mi emoción fué enorme. ¿Quién puede permanecer indiferente ante semejante espectáculo? Recé por esos pobres aviadores, pero había en mi algo así como una fúnebre resonancia de un toque de ánimas que anunciaba la pérdida de un ser inmenso".
El escritor francés había levantado vuelo ese día a las 9 de la mañana desde la base aliada de Borgo, cerca de Bastia, Córcega. Con la cabeza protegida por el casco y el rostro oculto detrás del inhalador de oxígeno, antes de lanzarse hacia el cielo, saludó amistosamente con un ademán a los que se quedaban en tierra. Fué el último gesto que describió su mano, mientras el aparato de las fuerzas francesas, un "Lightning P38" (700 kilómetros por hora), carreteaba hacia la pista y desde el pasto circundante se elevaba la voz estridente de innumerables cigarras.
Su misión consistía en un reconocimiento con toma de fotografías sobre la región savoyana de Annecy. La hora de regreso había sido Calculada para el mediodía. A las 14 y 30 no quedaba esperanza alguna de que aún estuviera en vuelo. Entonces, con el corazón destrozado, el comandante de la escuadrilla redactó los documentos habituales y agregó algunas líneas en el "Journal de l'unité", con el estilo sencillo de los combatientes: "Un acontecimiento muy triste acaba de empañar la alegría que experimentábamos todos al acercarse la victoria. El comandante de Saint-Exupéry no ha vuelto a la base. Con él no sólo perdemos a nuestro compañero más querido, sino al que para nosotros era un gran ejemplo de fe. Quiso compartir nuestros riesgos a pesar de su edad, pero no para agregar una vana gloria a una carrera ya magníficamente colmada, sino porque sentía que eso era una necesidad. Saint-Exupéry era uno de esos hombres que son grandes en la vida porque saben respetarse a sí mismos".
El breve elogio fúnebre del comandante no reveló ni un detalle. Para Saint Exupéry era la última misión de guerra. Luego, a causa de su edad (tenía 44 años) debía quedar "interdit de vol". El límite de edad para pilotear un "Lightning" era 35 años, pero el escritor había logrado, después de innumerables insistencias y muchas recomendaciones, obtener el permiso para efectuar cinco misiones de guerra. En realidad, efectuó nueve, haciendo en tres meses lo que sus compañeros más jóvenes habían hecho en un año.
Para obligarlo a detenerse, el comandante resolvió recurrir a un subterfugio. Estaba próximo el desembarco aliado en las costas de Provenza y los norteamericanos habían establecido que no debía levantar vuelo bajo ningún concepto a ningún piloto al que hubiera sido comunicada la fecha de la operación. (Se temía que en caso de ser derribado, y bajo los interrogatorios y las torturas, el piloto revelara al enemigo el secreto del día D.).
Por tanto, al comandante y a los pilotos de Borgo-Bastia no se les había ocurrido nada mejor para obligar a quedarse en tierra a Saint-Exupéry, que revelarle la fecha fijada para la operación en Provenza. Se la iban a comunicar a su regreso de aquella misión del 31 de julio, pero el piloto escritor no volvió de ella. Ya nadie podía impedirle que volara.

CONTEMPLÓ EL ALBA POR ÚLTIMA VEZ
A quince años de aquel día, el corresponsal de guerra John Phillips hizo público el último escrito del que sus compañeros llamaban "Saint-Ex". Se trata de un noble mensaje a los norteamericanos, en el cual advierte proféticamente que si en el futuro, después de la victoria, ha de surgir alguna desavenencia o litigio entre ellos y los franceses ("porque todas las naciones son egoístas y todas las naciones consideran como sagrado su egoísmo"), nadie podrá olvidar la nobleza de los fines de guerra de los norteamericanos. Y "siempre rendiré homenaje a la calidad de vuestra substancia", porque sin duda alguna no es para "perseguir intereses materiales que las madres de los Estados Unidos han dado a sus hijos y que esos muchachos han aceptado el riesgo de la muerte. Yo sé, y siempre lo diré, para qué cruzada espiritual cada uno de ustedes se ha lanzado a la guerra".
El mismo John Phillips asistió personalmente a la redacción del último mensaje de "Saint-Ex". He aquí como habla de un hombre que fué a la vez un gran piloto y un gran escritor, y que supo no traicionar ni la acción ni la contemplación:
"¡Qué extraña noche he pasado mirando escribir a Saint-Ex!" Había notado que el hecho de prepararse para esa tarea le era tan difícil como ponerse su mameluco de vuelo, prueba a la que se sometía emitiendo largos suspiros. Acomodando su corpulenta persona en un pequeño sillón de mimbre rechinante, juntó los pies como un niño estudioso, se acurrucó sobre el "block" posado en sus rodillas y trazó líneas nítidas de pequeños caracteres negros, que ascendían llenos de esperanza hacia lo alto de la página blanca. Cada tanto lanzaba ojeadas a su reloj para verificar su velocidad, como si se encontrara a bordo de un avión. Sain-Ex se hallaba en un rincón de su habitación desnuda, de paredes blanqueadas, muy parecida a una celda monacal. Sólo su elegante valija de cuero de chancho evocaba el mundo exterior.
El sillón de mimbre rechinó al levantarse Saint-Ex. "He terminado", dijo. Después de haber vuelto a leer el manuscrito, salimos a tomar el fresco en la amplia terraza de la residencia que dominaba el Mediterráneo y en la que se alojaban los hombres de la escuadrilla. Saint-Ex levantó los ojos y contempló el alba de ese día caluroso de verano que se teñía de verde amarillento. Pero a esa hora hacía frío y tuvo un leve estremecimiento. Se puso las manos en los bolsillos y luego miró la línea del horizonte, más allá de la cual se encontraba Francia, hacia dónde, al día siguiente, iba a salir en vuelo de reconocimiento.