Revista Siete Días Ilustrados
25.08.1975 |
La masacre de Oradour-Sur-Glane, en Francia, recordada en el número
424 de Siete Días, acercó a la revista a uno de los condenados que,
fortuitamente, logró salvar su vida. Se llama Mario Escamilla, se
desempeña en la sección Reservas de la empresa Air France y evocó
las peripecias que le tocaron vivir cuando no contaba más que 12
años
Hace cuatro días una llamada telefónica a la redacción puso en el
tapete una cuestión que varias veces rumiamos entre colegas: ninguna
nota periodística concluye con su publicación. Y no aludo a las
críticas o elogios que pueda reclutar el trabajo realizado, ni a la
secuela de polémicas que luego registra la sección Correo, ni
tampoco a los ecos que provocan en la opinión pública el tratamiento
de ciertos temas. Apunto a un blanco menos pomposo, casi diría
anónimo. Concretamente, a los muchos lectores que se acercan a
nuestro lugar de trabajo tocados de diferentes maneras por un
artículo o un comentario. Conversación mediante, ellos ofrendan al
redactor de turno un bagaje de matices de información o simplemente
de emociones que jamás quedan impresos más que en la memoria y en
los afectos del periodista.
La llamada telefónica que cité tiene que ver con este asunto:
—Me llamo Mario Escamilla —dijo la voz a través del auricular— y,
luego de pensarlo algunos días, decidí telefonearle.
—¿Cuál es el motivo?
—¿Que cuál es el motivo? Pues ni más ni menos que me ha dado usted
una emoción terrible.
—¿Cómo es eso?
—Pues claro, cuando hojeaba el número 424 me encuentro con la nota
de Oradour-Sur-Glane y allí no más me eché a llorar.
—¿Antes de leerla? —le pregunté, inquieto.
—¡Qué le parece! Yo soy uno de los sobrevivientes de la masacre.
Al día siguiente, don Mario Escamilla recalaba en la redacción
acompañado por su esposa (ver recuadro, página 26). En un primer
momento pensé que charlaríamos un rato sobre la nota de marras (que
reseña la matanza ejecutada por los nazis en esa aldea francesa, en
1944), que el visitante se interesaría por conocer algunos detalles
extras de mi investigación y yo lo interrogaría sobre el modo en que
escapó a la muerte aquel fatídico 10 de junio. Pero no fue así. O
mejor dicho eso fue sólo el comienzo. Porque apenas comenzó a hablar
comprendí que —volviendo a lo que dije antes— la nota continuaba.
LA VIDA EN EL FILO DE UN ARADO
Mario Escamilla suma 43 años. Es menudo, delgado, y tiene dos
maneras de expresarse en castellano: con acento francés y con acento
español. El mezcla involuntariamente las dos, aunque predomina esta
última. Si bien pasó 13 años en Francia es oriundo de Barcelona,
ciudad que abandonó en 1937 junto a sus padres para cruzar la
frontera, escapando de la Guerra Civil. Toulouse fue el primer
destino de la familia. Allí permanecieron un año hasta que las
autoridades francesas los derivaron hacia el Norte: La Valade, una
minúscula aldea limousina, cobijó a los Escamilla. En ese caserío.
distante sólo 3 kilómetros da Oradour-Sur-Glane, el pequeño Mario
vivió los seis años previos al drama que azotó a la región. Y de esa
villa arrancó su relato cuando, sentados frente a frente, le
pregunté cuál había sido su experiencia.
—"Vea esto —respondió, extendiendo una fotografía—. Ese chiquitín
con delantal blanco soy yo a los diez años. La foto fue sacada en la
escuela de Oradour, en 1942, dos años antes de la tragedia. Todos
los chicos que me acompañan allí fueron masacrados aquel 10 de
junio."
La pregunta se impone sola: ¿cómo logró salvarse? Escamilla se
acaricia la frente y susurra: "Por un accidente. Una tarde de fines
de abril del 44, jugando en la campiña de La Valade. tropecé con uno
de esos aparatos que usaban para cosechar papas, caí y me corté la
frente con uno de sus filos. Fue una herida bastante grande —vuelve
a tocarse la frente: la cicatriz allí visible es más que elocuente—
y mi madre me llevó hasta la casa del médico de Oradour, monsieur
Desourteaux, quien decidió cerrar la herida con una suerte de
pequeños ganchos. La gente de la campaña no era demasiado cuidadosa
con eso de la higiene, ¿comprende?, y de allí que monsíeur
Desourteaux no vacilara en colocarme sin desinfectar ganchillos que,
a veces, accidentalmente, caían al piso Hoy le estoy agradecido por
ello: a los pocos días mi frente parecía un melón. La Infección era
terrible y mamá decidió internarme en un hospital de Limoges: el
Saint Antoine. Allí permanecí hasta el 16 ó el 17 de junio, no
recuerdo. Y en ese lapso los nazis arrasaron Oradour."
Escamilla se Interrumpe: aprovecho para sacar un cigarrillo y
ofrecerle. No me responde, y aunque se haya quedado como pensativo,
mirando el piso, advierto que está llorando. Es un llanto silencioso
y breve. Inmediatamente se repone y vuelve al relato.
"Cuando abandonábamos el hospital, su director le dijo a mi madre:
No vuelvan a Oradour .. Oradour ya no existe Así que iniciamos la
marcha hacia el Norte, hacia Bretaña. Creíamos que los aliados ya
habían liberado esa zona. Marchábamos a pie por la carretera . .
Éramos tres: mi madre, mi pequeña hermana y yo. Papá había sido
llevado a un campo de concentración dos años antes y jamás volví a
verlo. Caminábamos por el borde de la ruta y de tanto en tanto se
nos sumaban otros fugitivos, casi todos franceses y algunos
refugiados como nosotros. Dormíamos bajo los árboles o en las
granjas que nos abrían sus puertas. Los campesinos también nos daban
de comer lo único que se conseguía: pan negro, papas con sal... Era
una larga caravana de mujeres, niños y viejos: los jóvenes estaban
peleando junto a los maquis o en las filas de Petain. A veces
permanecíamos algunos días en las chacras que nos permitían hacerlo
para reponer energías. Luego retomábamos la marcha. Dos meses duró
la caminata hasta que llegamos a Brest."
Ese importante puerto de Bretaña, meta de la familia, no era
precisamente un oasis de paz, sino todo lo contrario. Es que, a
comienzos de agosto de 1944, las fuerzas aliadas habían iniciado la
invasión de esa zona, a fin de desalojar a los alemanes de los
numerosos puertos bretones, vitales para el abastecimiento de las
tropas.
"No creo que hayamos permanecido más de treinta días en Brest
—prosigue ME—. Mamá había llegado a un acuerdo con las dueñas de una
casa: les pagaba el alquiler con los bonos de comida que
suministraba la Cruz Roja. Pero los bombardeos aliados se sucedían y
prácticamente debíamos vivir en los refugios subterráneos. Una
mañana, alertados por la sirena, penetrábamos en uno de los
refugios, cuando mi madre me pidió que fuera en busca de una botella
de agua: no se sabía cuánto podría durar el ataque y, aunque no
dispusiéramos de ningún alimento, convenía tener algo para beber. Al
salir recordé que había dejado a mi perrita atada cerca de casa y
decidí traer las dos cosas Pero los aviones no me dieron tiempo y
las primeras bombas comenzaron a estallar antes de que yo ganara el
refugio. Una esquirla me alcanzó, pero afortunadamente sólo me
lastimó el brazo. Era un niño, pero no lloré: tenía a Canela, la
perra, conmigo y a salvo. Así eran las cosas en Brest. Hasta que
sucedió algo que nos impulsó a irnos de allí. Nosotros observábamos
que entre los soldados alemanes existían dos tendencias: los que
querían continuar luchando y los que no. Estos últimos iban ganando
adeptos día tras día. Una tarde, poco antes de que se desencadenara
un bombardeo, un grupo de nazis (oficiales y tropa) nos obligó a
salir del refugio diciendo que en ese lugar debían protegerse ellos.
Apenas estuvimos fuera llegaron otros soldados. Luego de discutir
con los que estaban dentro, los recién llegados hicieron algo que
jamás podré olvidar: arrojaron dinamita dentro del refugio y lo
hicieron volar junto a todos sus compañeros."
SIEMPRE SE VUELVE AL PRIMER DOLOR
Cuando los Escamilla decidieron huir de. ese puerto hacia el Este,
la 6° división acorazada del ejército norteamericano había tomado ya
el estratégico enclave de Morlaix (unos 50 kilómetros al Este) y
presionaban sobre las vecindades de Brest. Precisamente, en
Landerneau, el pequeño Mario vivió uno de los momentos más
dramáticos de la fuga.
"Sufría una fuerte otitis y no podía seguir marchando —recuerda—.
Cuando alcanzamos las instalaciones de un campamento militar
norteamericano, mi madre decidió dejarme y continuar junto a mi
hermana su marcha hacia París. Ella no podía desperdiciar la
posibilidad de trabajar y la Cruz Roja acababa de ofrecerle empleo
en la capital. Fue un momento tremendo, pero tuvo su compensación.
Por primera vez, luego de mucho tiempo. pude comer carne, pan
blanco, chocolate, comidas enlatadas que me parecían manjares ...
Podía dormir en una cama, con sábanas. Además, un sargento de origen
costarricense, José Paz, más conocido como Sargento Joe, me tomó
gran cariño y me hizo confeccionar un traje nuevo (yo estaba
cubierto de harapos) con la tela de los uniformes. Seis meses
permanecí con los soldados norteamericanos. Era muy divertido lo que
hacía. Ellos me habían convertido en una especie de cupido o de
Celestino. Yo era el encargado de concertarles las citas con las
muchachas de las inmediaciones y de llevarles y traerles mensajes
amorosos. Claro que todo a un precio: varias tabletas de chocolate
por misión. Pero la guerra es espantosa y ni siquiera ese período de
relativa bonanza eludió su faz trágica: una tarde, Joe y tres
soldados salieron con un jeep en misión de rutina. A los pocos
kilómetros del campamento pisaron una mina y murieron todos. Sus
compañeros, más tarde, cosieron sus insignias a mi chaqueta y
comenzaron a llamarme Sargento Joe. Así pude soportarlo mejor."
Finalmente, el pequeño Mario llegó a París. La Cruz Roja lo
trasladó, y allí se reencontró con su madre. Pocos días después, con
un contingente de chicos que, como él, habían padecido muy de cerca
los rigores de la guerra fue llevado a una colonia cercana a la
frontera franco-suiza para facilitar su restablecimiento. "Pese a
que era una zona neutral la lucha estaba presente —prosigue—.
Durante las noches escuchaba gritos, gemidos de otros chicos. No
entendía qué sucedía hasta que me llegó el turno. Creo que los
guardianes de la colonia eran nazis, supongo que se trataba de
fugitivos del frente. Y ellos volcaban su resentimiento con los
niños franceses. Inventaban cualquier falta, cosas inexistentes,
para castigarnos. En dos ocasiones me pegaron. A otros compañeros
llegaron a marcarlos con sus golpes. Pero nadie se quejaba porque
ellos amenazaban con hacerle cosas peores a quienes los denunciaran.
Fueron tres meses... Luego volvimos a París. Tenía 13 años. Intenté
retomar la escuela pero la guerra me había hecho retrasar mucho con
respecto a los muchachos de mi edad y decidí dejar. Trabajé de
herrero y luego me empleé en la Citroen, donde terminé
especializándome en frenos hidráulicos. Anduve en eso hasta 1950,
cuando junto con mi madre y mi hermana decidimos rumbear hacia otros
lados. La posibilidad era México o la Argentina. México no me decía
nada, pero la Argentina era trigo . . . Era trabajo."
Así, a los 18 años, Mario Escamilla llegó al país. Exceptuando la
mecánica, hizo de todo: fue camillero en el hospital de Clínicas,
pintor, diariero. En 1960, un año después de casarse, su esposa le
sugirió aprovechar sus conocimientos del francés. Una solicitud de
empleados publicada por la empresa Air France hizo el resto. Hoy
Mario Escamilla se desempeña en la sección Reservas de esa compañía
aérea. En tres ocasiones retornó a Oradour-Sur-Glane: la primera en
1960; la última el año pasado al conmemorarse el 309 aniversario de
la masacre.
Mientras Escamilla conversaba conmigo en la redacción de Siete Días
mostrándome fotografías (algunas de las cuales se publican en esta
nota) y recordando otros aspectos de su vida en la Argentina, eché
una ojeada a mi reloj: habían trascurrido cuatro horas, mejor dicho,
habían volado. Y volviendo al comienzo sentí que guardarme su
testimonio era lo mismo que fracturar una realidad. Las notas no
concluyen nunca, aunque los periodistas digamos lo contrario. Y, si
no, ahí están las palabras del protagonista.
Antes de marcharse, Escamilla me susurró: "Si decide viajar alguna
otra vez a Oradour, avíseme. Iremos juntos."
Alberto Agostinelli
VIDAS PARALELAS
En silencio, escuchando el relato de su esposo, Teresa Bajma nos
acompañó todo el tiempo. Al final, y sólo a instancias de Mario,
aceptó, un poco a regañadientes, revelar que acaba de concluir una
novela —titulada Perlas en mi camino— donde, precisamente, la vida
de Escamilla juega un rol fundamental. "Se trata de una narración
para niños y adolescentes, donde trazo un paralelo entre la vida
feliz y apacible de una niña argentina (yo) y la infancia trágica de
un chico que sufre el flagelo de la guerra", sintetizó Bajma, quien
se desempeña como vicepresidenta de una filial bonaerense de la
Sociedad Argentina de Escritores y registra un vasto curriculum
literario. Entre sus obras figura una original colección para niños
—Erase ... —, donde a lo largo de diez tomos desglosa la historia de
la Humanidad, trasformando en relatos versificados los episodios más
trascendentales. En un pasaje de la novela, que gira en torno a su
propia vida y la de su esposo, puede leerse: "... De todo el
Limousin y pueblos adyacentes se formaron inmensas caravanas que
querían poner distancia entre la guerra y ellos, creyendo encontrar
ya el Norte de Francia libre. El horizonte huía, y con él se
alejaban las esperanzas de sobrevivir. Las rutas, plagadas de
andrajosos y hambrientos franceses, eran mudos e impotentes testigos
de su tragedia. Escuálidos niños iban calzados con zapatos muy
grandes o muy pequeños, tanto que deformaban sus pies. Mario fue uno
de los que sufrieron estas consecuencias . . . ". Dentro de muy
poco, los argentinos podrán acceder a esa dura experiencia.
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a los 10 años en la escuela de Oradur
Escaramilla
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la localidad en Google Street View |
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en 1960, durante su viaje a la aldea
Teresa Bajma
Bobby a los 13 años, cuando se clasificó por primera vez
campeón de los Estados Unidos. |
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