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INTERNACIONAL

 


"No abandono" dice Dominguín, pero lo persigue la mala suerte
Jorge Salvioni hizo este reportaje cuando Dominguín convalecía de la cornada en el vientre que sufrió en Valencia. Quince días más tarde, el célebre matador volvía a la arena en Málaga y hacía delirar otra vez a la afición taurina. Pero el 21 de agosto sufría en Bilbao otra grave herida en un muslo.

 


Dominguín y su esposa



en Valencia, la trágica corrida


 

 

TENDIDO EN UNA CAMA del sanatorio Ruber, la rodilla derecha doblada bajo las sábanas, la espalda apenas sostenida por las almohadas, y el pecho desnudo por el calor que pesa en la habitación a pesar del acondicionador de aire, Luis Miguel Dominguín, más que un torero herido, parece un gran actor dramático al cabo de una representación excesivamente fatigosa. Su mirada es grave, la voz baja, la sonrisa retraída,
los movimientos cautos y dolorosos. Es amable con su esposa y con los amigos que día y noche permanecen junto a él, le telefonean o le telegrafían de todas partes del mundo, pero en muchas de sus palabras es fácil descubrir todavía la atmósfera de una tragedia qué, por undécima vez en su vida, lo envolvió y de modo más grave que ninguna otra, sin alcanzar si embargo a arrollarlo definitivamente. El resultado de esto anida en su ánimo y, por muchos esfuerzos que haga, Luis Miguel Dominguín no conseguirá olvidarlo: pero ni siquiera éste será suficiente motivo para resolverlo a abandonar definitivamente la arena. El miedo, el terror, el pánico de un segundo que aprieta la garganta del torero cuando el cuerno del bruto penetra en su carne, es cosa ya remota para él. Y a la esposa que le pregunta si después de este accidente más grave no le convendría reconsiderar su futura actividad, sin titubeos, pero sin jactancia, Dominguín le contesta francamente:
—Tan pronto como ponga los pies fuera da la cama, ya me estoy encaminando a la arena.
Hay algo fascinante en este hombre herido pero no subyugado, alguna cosa grande que pocas veces se advierte en otros momentos de su vida. Cuando está lejos de las corridas y de la arena, cuando no viste el traje de luces y no da la vuelta al ruedo, Luis Miguel Dominguín parece fuera de situación, como un general vestido de civil. La figura, el rostro afilado, los movimientos gráciles, le confieren más aspecto de bailarín que de torero. Por eso Dominguín, a quien entrevisté en el cuarto 111 de la mencionada clínica madrileña, se me antojó la imagen viva de un gran campeón en el momento más intenso de su demostración de habilidad y de coraje. Quiero decir que tal vez sea necesario un sacrificio de sangre para comprender cuan grande es un "matador" y qué profundo es su drama. Quiero decir que, permaneciendo a su lado oyéndole hablar o, sencillamente, observando sus ademanes, la movilidad de sus ojos y su manera de reaccionar ante el dolor, es fácil comprender y justificar su pasión, encontrar casi plausible la cotidiana lucha contra la muerte, y hasta aceptar el entusiasmo de las multitudes delirantes. Y resulta comprensible también la rendición incondicional de su esposa, Lucía Bosé, que, luego de haber intentado vanamente disuadirlo, terminó por aceptar orgullosa y serenamente el difícil papel de una esposa que vive en permanente sobresalto.
Entre la ex actriz y el torero este es un tema definitivamente superado: se lo comprende por la forma en que ella recibe a los amigos de él, por la manera con que habla de sus corridas y por el fuego que se enciende en sus ojos cuando le cuentan que Miguel se mostró extremadamente diestro o intrépido; se lo comprende por el modo con que él busca la mano de ella, con que le clava (casi como si fueran dos banderillas) sus ojos punzantes y oscuros, y por la resignación con que saben enfrentar juntos los momentos difíciles. Ahora Lucía sabe que cuando se inicia la temporada de las corridas, su marido se vuelve casi intratable, está nervioso, con el pensamiento puesto en la arena, en la evocación de recuerdos taurinos; pero acepta todo esto como otra mujer aceptaría el estado de gracia de un artista que crea. Entonces se refugia en su finca, a unos cien kilómetros de Madrid, conformándose con ver al marido una o dos veces por semana, pero sabiendo ya que lo encontrará siempre alejado hasta que la temporada termine. Hasta que él, Miguel Dominguín, vuelva a ser totalmente otro hombre, sereno, afectuoso, divertido, completamente suyo.
Miguel la mira en silencio mientras ella describe este desdoblamiento de su personalidad, y resulta para él como si hablara de una tercera persona. No hay reproche en las palabras de ella ni lo hay en la mirada de él. Sólo hay una comprobación de hechos, la exposición de una realidad que no puede ocultarse. Sin remordimientos y sin lágrimas. Pero sólo de este modo han logrado vivir felices y satisfechos a pesar de todas las previsiones en contrario.
Dominguín sonríe apenas; parece una sonrisa cansada, pero es solo una sonrisa interior, satisfecha. Tiene en el vientre una desgarradura de casi veinte centímetros, a todo lo largo de la ingle. Al cabo de cuarenta y ocho horas de pronóstico reservado, los médicos acababan de declararlo fuera de peligro cuando ya él pensaba en cuántas corridas de la próxima temporada participará, seguro de que después de una quincena volvería a estar en la arena y a "manejar" a su público como un gran histrión.
—Durante toda mi vida, desde que maté el primer toro, tuve once cogidas y todas en España, porque es aquí donde el público es más exigente y es aquí donde el torero, para conformarlo, para conquistarlo, para llevarlo al delirio, se arriesga más.
Más que las palabras de un experto, parecen las de un organizador que hablase de sus espectáculos. Así como parece un médico cuando habla de su último accidente de Valencia y de las heridas recibidas:
—Un golpe de viento me levantó un pedazo del "trapo" justamente cuando el toro cargaba contra mí: me lanzó al aire y cuando caí se me echó encima. No sabría establecer si fui corneado antes o después; es más probable que lo haya sido después, mientras me hallaba tendido en la arena porque, aunque grave, la herida no fué mortal. El desgarramiento me provocó la salida de parte de los intestinos. Por suerte no perdí el sentido, de manera que conseguí apretar con las manos los bordes de la herida, impidiendo lo peor. En seguida llegó "mi hermano y me transportaron a la enfermería, siempre con las manos desesperadamente apretadas contra la ingle. También fué suerte la de tener a mi lado al profesor Manolo Tamames, que pudo operarme en seguida, antes de trasladarme al sanatorio de Madrid.
Dominguín ha terminado de comer en silencio, lentamente, una compota de frutas, como un convaleciente que vuelve a la vida; es la primera comida en cuarenta y ocho horas y se lo ve algo debilitado. Pide un cigarrillo a uno de los amigos que lo acompañan, aferra con la mano el respaldo de la cama y se yergue lentamente, para hallar una posición más cómoda. Después lleva en seguida la mano a la herida, para sentir menos la repercusión de un acceso de tos. En seguida vuelve lentamente el rostro hacia mí, como para indicarme que podemos continuar:
—Las cogidas en la arena, de que oímos hablar a menudo, terminan por convertirse en una especie de hábito, algo que puede ocurrir pero que no nos asusta mucho. No sabría decir si una herida me asusta más que otra, así como no podría establecer si una corrida es más atrayente que otra, o si existen toros malos, es decir bravos, y toros buenos, es decir mansos: cada corrida es una experiencia completamente distinta de las otras y no es posible establecer comparaciones objetivas o generalizar. Mi primera cogida la tuve en 1942 y la última, antes de ésta de Valencia, fué en 1952. En esos diez años la más grave fué esta última: el toro me hirió en el muslo, traspasándome cuatro veces de lado a lado. Las heridas en las piernas no son casi nunca mortales, pero se encuentran entre las más peligrosas y fastidiosas para el torero, porque exigen una prolongada convalecencia y algunas veces pueden afectar tendones y músculos. Después del accidente de 1952 tuve que soportar en seguida una operación y debí permanecer inactivo durante dos años enteros. En esos dos años el público dijo y pensó muchas cosas antipáticas a mi respecto, porque creyó que tenía miedo, que no tendría el coraje de volver a bajar al ruedo, que renunciaría a la mayor pasión de mi vida. Jamás me expliqué ni me defendí, nunca declaré cuál era la verdadera razón de mi alejamiento. Conozco demasiado bien al público de las corridas y sé que lo único que no debe esperarse jamás de él es la compasión.
La corrida en que Dominguín resultó herido en Valencia era de un carácter particular, que en España es definido como "mano a mano". En lugar de tres toreros con dos toros cada uno, descienden a la arena dos grandes campeones, para matar tres toros por cabeza. Es una corrida en cierto modo más personal, una caballeresca competencia entre dos ases reconocidos. En una corrida de esta clase, hace más de diez años, fué muerto Manolete, mientras un joven torero confirmaba en la misma arena sus dotes excepcionales; ese muchacho, que por entonces sólo tenía veintitrés años, era precisamente Dominguín. Hace poco, en Valencia, la competencia era entre Miguel y su cuñado, Antonio Ordóñez, pero el golpe de viento que azotó el trapo de Dominguín debía hacer terminar trágicamente la tercera intervención de éste. Dos días después, mientras Dominguín era declarado fuera de peligro, el mismo Ordóñez era corneado en una pierna durante una corrida en Palma de Mallorca.
Dominguín, que ha matado dos mil toros en poco más de veinte años de profesión, que ha lidiado en Francia y en América del Sur, que logró ganar con una sola corrida hasta un millón de pesetas y que tiene un arancel que no baja nunca del medio millón de pesetas por participación, no titubea en admitir que el miedo existe, pero casi no se lo nota.
—Nunca se da cuenta uno —dice— de que un movimiento es realmente peligroso y, cuando lo nota, casi siempre es demasiado tarde. Cuando me hallo en la arena estoy seguro que el toro no conseguirá cogerme; sufro, en cambio, si asisto a la corrida de algún otro. Por eso no voy casi nunca: es lo mismo que hacer sentar a un corredor automovilístico junto a otro en una prueba de velocidad: de los dos, el que lo pasa peor, sin duda, es el que no maneja.
Otra gran prerrogativa de Dominguín es la resistencia: una vez "lanzado" no se detiene más, y está satisfecho de esta modalidad.
—Cuanto más lidio, mejor me siento; por eso me gustan las corridas "mano a mano": porque uno no tiene tiempo de enfriarse; mata al primer toro y, fresca todavía esta emoción, mata al segundo y al tercero. La tensión nerviosa permanece constante.
—Es orgulloso —declara su esposa— y nunca le gustaron las cosas fáciles. Conoce su profesión y quiere ejercerla del mejor modo posible, por más que se trate de un oficio tremendamente peligroso.
Dominguín escucha y calla, pero sonríe en seguida, por primera vez casi divertido, cuando le inquiero si piensa abandonar la arena. Y no deja sin respuesta a mi pregunta:
—La edad límite de un torero —declara— anda alrededor de los treinta y cinco años, cuando los reflejos comienzan a hacerse más lentos. Yo tengo treinta y tres. Puede ser que deje el año próximo o bien el siguiente. ¿Quién puede decirlo?
Rico, feliz, aclamado, con una esposa que lo ama, dos maravillosos hijitos, un gran criadero de toros de lidia, muchas tierras, una legión de amigos fieles y un porvenir seguro frente a sí, Luis Miguel Dominguín ha llegado a la encrucijada más importante de su vida. Su esposa, que se casó con Dominguín el 1 de marzo de 1955 en Las Vegas, con una ceremonia civil seguida de la religiosa en la capilla de Villa Paz, aguarda esta decisión sin pretender forzarla. Ya un par de veces cometió el error de pretender de su marido una promesa que él no supo mantener. Ahora se ocupa de los niños: el pequeño Manolo, de tres años y medio, que revela ya un carácter típicamente italiano (¿influencia maternal?), y la pequeña Lucía Rocío que es, en cambio, tan española como para andar por la casa agitando paños colorados y gritando con su vocecita insegura: ¡Ole!
El accidente sufrido por Dominguín en Valencia es el primero desde que se casó, y Lucía Bosé confía en que el drama no se repita mucho: el llamado telefónico a su casa de campo, la partida en automóvil, la carrera en la noche hacia el hospital, el transporte en avión hasta Madrid, la incertidumbre de los dos primeros días, son emociones que hasta una mujer fuerte, acostumbrada, preparada, siempre teme volver a vivir. Pero nadie puede ayudarla en esto, y ella lo sabe perfectamente: ni los hermanos, Pepe y Domingo, ni los hijos, ni el público de las corridas, ni el profesor Tamames, ni Hemingway o Picasso, que siguen siendo los amigos más afectuosos y desinteresados de Dominguín. Sólo Miguel puede ayudarla y ayudarse a sí mismo: deteniéndose en el preciso momento, antes de tropezar con la muerte en la tarde.
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09/1959