Revista Periscopio
13.01.1970 |
Cruce. No cruce. Pase con luz verde y no con luz
amarilla. Pare. Siga. Mire y escuche. El pobre peatón de las
ciudades norteamericanas no es un ser humano: es una especie de
robot que responde a señales luminosas y carteles, su marcha ha sido
rígidamente prescripta por los antojos del jefe de Policía y del
departamento de tránsito. Las calles de USA no son para seres
humanos: son para autos, puchos de cigarrillos y cuadrillas de
reparaciones de la compañía telefónica.
Este panorama de la atmósfera urbana es tan deprimente como
cotidiano: la contaminación del aire, el delito, la basura, la
congestión y la impersonalidad de los rascacielos es algo que los
norteamericanos se han habituado a soportar. Pero es el punto
principal para Bernard Rudofsky, en cuyo libro 'Calles para la
gente' despliega una encantadora recorrida de calles y pasajes del
Viejo Mundo. "A pesar de su tan mentado nivel de vida —dice
Rudofsky, un arquitecto de origen austríaco que se describe a sí
mismo como «viajero profesional»—, los norteamericanos son
esencialmente despreocupados en lo que se refiere a las cosas que no
pueden comprar. Como en su mayoría no están familiarizados con otras
calles que las que transitan a diario, nunca se les ocurre pensar en
cómo hacer un mejor uso de ellas."
Para llenar ese vacío de conocimiento, Rudofsky lleva al lector,
entre citas y fotografías, de los humildes pueblos andaluces, donde
mujeres vestidas de negro lavan las calles todos los días, a la
riqueza de la Gallería Vittorio Emanuele, de Milán, con sus tiendas
y cafés. Registra las voces de vendedores ambulantes, se maravilla
ante el arte pop natural de un bazar marroquí, y se interna por los
ciento sesenta y tantos callejones sin salida de un laberíntico
pueblo italiano que "parece diseñado por un rayo".
Las calles de la vieja Europa reflejan un sentido de propiedad por
parte de la gente, y son más de ellos que de los Gobiernos y los
automóviles. "La calle italiana —escribe el autor— es una caja de
resonancia de las pasiones humanas. Para los italianos, la calle es
salón y centro de intercambio. Perpetuando una tradición de mil
años, se reúnen, discuten y comercian de la puerta para afuera. El
aire libre y los espacios amplios contribuyen a mantener vivas la
libertad de expresión y la rapidez mental." La vida de café, como se
la entiende en las calles de España. Francia e Italia, es la
antítesis de la hora de las aglomeraciones a la entrada y a la
salida del trabajo en USA, con su rápido martini de pie en oscuros
barcitos o el atropellado retorno al hogar junto a la esposa, los
hijos y la televisión. "Los norteamericanos —señala Rudofsky— son
por temperamento y por educación indiferentes, si no hostiles, hacia
todo lo que el café significa; menosprecian el estado de ánimo que
crea esa mezcla de contemplatividad e introspección."
Rudofsky, quien se decidió a editar este libro luego de una
exposición fotográfica que hizo en el Museo de Arte Moderno de Nueva
York, tiene una perspectiva bien precisa del tema que desarrolla.
Después de todo, ¿qué posibilidades tiene la ancha y estéril jungla
de asfalto del Queens Boulevard neoyorquino de competir con los
treinta y pico de kilómetros de calles con pórticos que trepan la
ladera de una sierra en Boloña? ¿Cómo pueden compararse los
engendros del departamento de obras públicas de Boston con las
calles de Florencia, cuyos constructores fueron una vez supervisados
por el propio Dante? Es claro que, en su esfuerzo por deslumbrar al
lector norteamericano con una utopía cultural de mil años de
antigüedad, Rudofsky omite convenientemente mencionar los recientes
adelantos en algunas ciudades de USA, como el de prohibir la
circulación de vehículos en unos pocos parques neoyorquinos durante
los domingos. Tampoco dice que algunos de los paseos más famosos de
Europa ya no son lo que eran antes ni conservan su romántico
esplendor, como la avenida parisiense Champs-Elysées, que tiene hoy
un carácter tan impersonal como Madison Avenue.
Pero el alegato básico de Rudofsky, en favor de un retorno a los
valores humanos en la planificación urbana, no merece perderse entre
sus prejuicios, pues los Estados Unidos aún tienen la oportunidad de
hacer que la vida en sus ciudades sea menos sofocante de lo que es
ahora.
Hace tres años, la construcción del inmenso Centro Mundial de
Comercio destruyó uno de los pocos 'shopping centers' al aire libre
que quedaban en la isla de Manhattan. Para este año está prevista la
mudanza del famoso Fulton Fish Market —un vestigio del viejo barrio
portuario de Nueva York— a la esterilidad del acero inoxidable del
condado de Bronx.
La falla, según Rudofsky, sería tanto de sus colegas arquitectos
como de la ética norteamericana en general. En vez de tomar el
partido de la población, los arquitectos se han convertidlo en
"sirvientes de los especuladores". "Son unos cínicos —estalla—, que
siempre han sabido que la muerte de las ciudades norteamericanas es
inevitable, y se contentan con practicar la eutanasia urbana." Pero
ellos solos no podrán hacer nada contra un sistema que va quedando
cada vez más fuera de control. Es como si los norteamericanos fuesen
pobres muchachitos ricos, cuya misma prosperidad les impide alcanzar
las simples comodidades que cualquiera tiene en otras partes del
mundo. "Si no hacen algo en este sentido —pontifica Rudofsky—, no
podrán echarle la culpa a nadie más que a sí mismos." © Copyright
Newsweek, 1970.
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Nueva York (Queens Boulevard) |
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Andalucía, calles con vida
Milán, calles techadas |
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