Johnson: La gran Maniobra

 

 

 

 

 

 

Levantó el brazo derecho, miró fijamente a su esposa y dijo con la voz quebrada el párrafo decisivo, ausente en la hoja que bailaba ante sus lentes, de pronto húmedos: "Por consiguiente, no buscaré ni aceptaré la nominación de mi partido como vuestro Presidente". Lady Bird, rodeada como una matrona por sus hijas Luci y Lynda, le sonrió con pena, pero sin asombro.
En cambio, ese discurso de 20 minutos, quizás el único de los suyos que será recordado por la historia —un discurso que escribió él mismo, casi sin ayuda—, abrasó el mundo entero de estupor y, sobre todo, de alegría.
En sus treinta años de vida política, "pocas veces —escribiría el periodista Tom Wicker— consiguió Lyndon Baines Johnson que la gente lo escuchara con íntimo interés". Su retórica lugareña, su tosco acento del Sur, lo condenaban a la trivialidad. La fuente de su inspiración no era sino el credo, confortablemente comercial, de la ética protestante: hacer el bien y ganar dinero son la misma cosa.
Y ahora, en un instante, este hombre cansado, envejecido, se proponía para la grandeza. Era el Presidente que no quiere descender a la política, lo sacrifica todo al servicio del público y a los intereses de la paz, acepta su derrota para sacar indemne a su país. Moría un Johnson universalmente escarnecido, nacía otro virginalmente puro, ante el cual ni siquiera John F. Kennedy, desde su fría morada bajo los abetos de Arlington, podrá abstenerse de bajar los ojos.
Esta mágica transformación, esta forzosa maniobra que ha de afianzar su poder, o llevarlo a la gloria —como premio de su insólito renunciamiento—, rondaba su espíritu desde tiempo atrás, se ha revelado posteriormente. Parece que Robert Kennedy lo había previsto, y que la temía; Eugene McCarthy, en cambio, la festejó con candorosa satisfacción, creyendo que le abriría el camino a la Casa Blanca. En cuanto a Richard Nixon, se tomó tiempo para contestar a los periodistas; una vez más, su adversario es un hombre superior.
El uso excelso del factor sorpresa es la clave de su estrategia política desde que la Presidencia limó sus cualidades; para sus éxitos de congresista, le bastaba con un orgullo barnizado de campechanía y su obstinada necesidad de acción.
Mientras meditaba el cambio de imagen, la sustitución de su instinto combativo por un altruismo conmovedor, se atuvo con firmeza al papel de villano. Desde la nítida bofetada que sufrió en las primarias de New Hampshire (12 de marzo), todas sus declaraciones rezumaban desprecio a la opinión consciente y a los mejores sentimientos.

El momento justo
El 16 de marzo fue más brutal que nunca: "La guerra se ganará —dijo, golpeando con el puño, a la Alianza Nacional de Comerciantes— en la mesa de negociaciones o en el campo de batalla, si es necesario". Si tal era su pensamiento, tenía razón Ho Chi Minh en negarse a negociar.
El 20, en una reunión de agricultores en Minnesota, prevenía a sus rivales —y a sí mismo, por si alguna vez sintiera desmayar su fe— contra toda posibilidad de avenencia en Vietnam. La nación estaba "ante la mayor ofensiva del enemigo, un asalto destinado, a doblegar la voluntad norteamericana". "Triunfaremos", repetía; "la herencia de 5.000 años de civilización humana depende de nuestro triunfo", pontificaba tortuosamente.
El 25 se tornaba evidente la burda extorsión patriotera: "Tenemos que convencer al mundo, y sobre todo a Hanoi, de que no ganarán en las urnas (de USA) lo que no lograron en el campo de batalla". Votar por Kennedy era votar por Ho Chi Minh.
Aun el 30 de marzo, en improvisada conferencia de prensa, al anunciar un discurso trascendental para la noche siguiente, insistía en "enviar más helicópteros, municiones y fusiles", y no quitaba una coma a la maquiavélica fórmula de San Antonio.
Hacía dos semanas que el discurso estaba compuesto, salvo el párrafo sobre su destino personal; lo había discutido largamente con el general Earl Wheeler, implacable Presidente del Estado Mayor combinado, y llamó para consultas al general Creighton W. Abrams, que, probablemente, sucederá a Westmoreland en junio. Esa misma mañana, el sábado, trabajando con sus asesores George Christian y Harry McPherson en los jardines de la Casa Blanca, Johnson había aprobado el último borrador.
Pero sólo algunos predilectos conocían la refinada idea de asociar el cambio de frente en Vietnam con la deserción electoral de Johnson. Todos guardaron el secreto con rara avaricia. Lo sabían, además de su esposa, el Vicepresidente Humphrey —que ni siquiera se lo confió a la suya—, Dean Rusk y Walt Rostow, los sucesivos Secretarios de Defensa McNamara y Clifford. Pero su confidente más asiduo, también esta vez, fue John Connally, Gobernador de Texas, el hombre que cayó herido junto con Kennedy el rabioso día de Dallas.
Los fines de semana en el rancho de Johnson, durante el invierno, dos viejos políticos encallecidos en el arte de dominar sus emociones — y suscitar la de los otros— conversaban sobre cómo salir de la abominable ciénaga vietnamita. Ambos pasaron la vida en despachos oficiales, oyendo crujir monótonamente el papel de oficio, y ambos, en su niñez texana, respiraron el salvaje olor del cuero, que les comunicó, acaso, esa rudeza inconfundible, esa inagotable pugnacidad que disimulan con el andar perezoso y los brazos pesadamente colgados.
"Hay que elegir el momento justo", convinieron.
Pero Johnson debió de elegirlo en la más absoluta soledad. Tal vez fue una noche, cuando la Casa Blanca se quedó en silencio, una vez suprimida la membrana lechosa del televisor, con sus escenas angustiosas en los malditos arrozales. Tal vez, el Presidente, proyectada su figura de 2 metros y 3 centímetros en la chimenea del hogar, recibió el tímido mensaje —una nota fresca y cristalina— del piano lastimado por la mano de su hija Luci; el marido de ella y el de su hermana se ven obligados a dar el ejemplo en Vietnam. Fue entonces, tal vez, cuando Johnson, con el atizador en la mano, decidió que el momento había llegado.

Los 7 pecados capitales
En vísperas de la decisión, Gallup le otorgaba apenas un 30 por ciento de popularidad; 36 norteamericanos de cada 100 lo admitían aún como Presidente, pero sólo 26 aprobaban su conducción de la guerra. El país le reprochaba siete pecados capitales:

1- Vietnam. En su anterior campaña electoral, Johnson rechazó toda "solución militar" del conflicto. Pero el 7 de agosto de 1964, alegando un ataque con torpedos contra los destructores Maddox y C. Turney Roy —hecho que ya su Gobierno no insiste en dar por comprobado— se hizo otorgar por el Senado un "cheque en blanco" para una ilimitada acción de represalia contra Vietnam del Norte. Apenas iniciado el nuevo mandato presidencial, el 7 de febrero de 1965, lanzó la escalada: un país de 18 millones de habitantes soporta desde entonces la más porfiada y feroz ofensiva aérea de la historia. Sin percatarse a tiempo, el pueblo de los Estados Unidos está comprometido en otra guerra terrestre en el continente asiático; tiene allí 525.000 hombres; el Comando le exige otros 206 mil. La ofensiva del Tet (Año Nuevo lunar) demostró que, en estos tres años, el Vietcong incrementó su fuerza. Sus contrincantes ofrecían ambiguamente la paz, sin aclarar —salvo Mc-Carthy— si se proponen lograrla mediante la victoria o la avenencia. Contraofensiva de Johnson: a mediados de marzo, bruscamente, abandonó la ficción negociadora: "Ganaremos", era su nuevo slogan.

2- Oro. Como consecuencia de la guerra vietnamita, los Estados Unidos, y todo el mundo occidental, afrontan la crisis financiera más aguda desde 1929. Las reservas de oro bajaron a 10.400.000 dólares, la cifra más baja desde el fin de la Segunda Guerra; el Congreso ha tenido que abolir el encaje mínimo del dólar, para que ese oro pueda ser afectado a pagos internacionales. "Paliativos", comenta el Wall Street Journal.

3- El poder negro. La minoría de color (aproximadamente el 10 por ciento de la población) abandonó notoriamente a sus líderes moderados, partidarios de la integración racial; surgió él Poder Negro, una gavilla extremista que se dice resuelta a formar una "nación" separada. Cada año, en verano, estallan los disturbios raciales; en 1967, en unas veinte ciudades, los ghettos han sido parcialmente destruidos. Esta vez la campaña electoral transcurrirá en un verano que promete ser más "ardiente" que todos los anteriores. La policía acumuló nutridos arsenales y el Ejército ha preparado reservas que se movilizarán instantáneamente por vía aérea.

4- Delincuencia. El número de crímenes, sólo en Nueva York, aumentó en más del 13 por ciento en los primeros diez meses de 1967; la policía informó que, de enero a octubre, fueron asesinadas 617 personas (535 el mismo período del año anterior). El número de los asaltos (20.713 contra 17.236) y el de robos (25.653 contra 15.208) aumentó en proporción aún mayor. En el resto del país la delincuencia alcanzó niveles nunca vistos.

5- Ciudades abandonadas. Malogrado el programa de la Gran Sociedad, propuesto por Johnson en la campaña precedente, las ciudades optaron por organizar varios movimientos nacionales para hacerse cargo de los servicios atascados (limpieza, hospitales, escuelas, transportes).

6- Impuestos. El Presidente reclama nuevos impuestos (10 por ciento de aumento) para financiar el gasto público y combatir la inflación. El Congreso se resiste a votar el programa de austeridad.

7- Falacia. Existe el difundido sentimiento de que el Presidente, a menudo, falta a la verdad, tanto en lo que atañe al Vietnam como a cuestiones de política interna: es lo que se llamó el credibility gap (brecha de confianza). El pueblo norteamericano siempre tuvo fe en su Gobierno; la pérdida de esa fe es un desastre moral.
Esto no es todo: el cargo más grave contra Johnson se refiere a la creciente subordinación del poder civil a las autoridades militares. Pero nadie le dirigirá ese reproche; ni siquiera McCarthy. Es demasiado peligroso.

La duda ominosa
El lunes 19, mientras esperaba con robusta convicción una nueva andanada de vituperios en lengua vietnamita, Johnson pudo leer en los diarios, sonriente, las reacciones del aturdido Congreso norteamericano, su mundo.
Kennedy, en un telegrama, lo felicitaba por su "magnánima decisión" y le pedía audiencia "para discutir la forma en que podríamos trabajar juntos en interés de la unidad nacional"; "díganle que acepto", ordeñó. McCarthy se condolía: "Es un momento triste y difícil para un hombre que dedicó tantos años al servicio de su país"; para él, aún era factible la reconciliación de los demócratas. Según Fulbright fue "el acto de un gran patriota", y Frank Church, otro persistente crítico de su acción en Vietnam, desarmaba: "Ha sido su más admirable momento".
Tres hombres fueron más precavidos. El general retirado James Gavin, insinuaba: "Espero que sea cierto, pero me temo que no lo sea, y que por fin acepte un llamamiento del Partido". Duda aún más ominosa cuanto que Mike Mansfield, su líder en el Senado, sólo asignó a su actitud un "valor nominal". "Es el hombre mejor calificado del mundo para ser Presidente de los Estados Unidos —exultó—; nuestro país lo necesitará para instarlo a reconsiderar su decisión y buscar activamente la candidatura." Nixon, seguro aspirante republicano, presumió que "Humphrey u otra persona que comulgue con la filosofía de Johnson" recibiría ayuda presidencial para detener a Kennedy y McCarthy.
Justamente, después de encerrarse con Bob, convocó a HHH. Empezaba a circular la fórmula Humphrey-Connally. .
Hasta el 30 de marzo, Johnson estaba perdido para quienes no recordaban su gusto por el juego fuerte y la enorme capacidad de maniobra que otorga la Casa Blanca. Pero él se mantenía sereno; contaba, ante todo, con la maquinaria del partido. Nunca actuó en elecciones primarias: es hombre de cabildeos, no de diálogos con los ciudadanos; menos lo haría desde la Presidencia. No inscripto en New Hampshire, en Wisconsin ni en Estado alguno, se había sustraído en lo posible al castigo de los electores. Podía dejar a Kennedy y a McCarthy avanzar cómodamente hacia la nominación y, a última hora, despedazarlos. Tenía una sola preocupación: si se aseguraba la candidatura por medios tan rústicos, quizá le ganase un republicano capaz de atraer el voto independiente. Pero Rockefeller desistió (el 21 de marzo): él tampoco había logrado imponerse a los profesionales de la política, que prefieren caer con Nixon a permitir la renovación del partido.

Nadie sino él
Apenas el país recibió esas pocas palabras, añadidas al discurso del domingo antepasado, la situación varió radicalmente. De un solo golpe, Johnson descolocaba a sus rivales. A Kennedy y McCarthy no les conviene ya insistir demasiado con la paz vietnamita, pues esa tarea absorbe al Presidente. No sólo eso; en realidad, los hizo aparecer como oportunistas y demagogos que quieren adueñarse del poder, mientras él, que lo desdeña, que ofrece abandonarles la Casa Blanca, no se ocupa sino del interés y del honor nacionales. Desde ahora, sus desafiantes deberán acaso concentrarse en las cuestiones domésticas, como los disturbios raciales que sacuden al país y que culminarán cuando esté por reunirse la Convención demócrata, en agosto.
Hay un axioma político: al pueblo norteamericano no le gusta "cambiar de caballo en medio del río"; ningún Presidente fue derrotado nunca en tiempos de guerra. Otro axioma: el pueblo norteamericano no es belicista ni pacifista; aspira a la victoria, pero también se contenta con un armisticio indefinido, de tipo coreano; lo que quiere, en cada caso, es una guerra corta y fácil. Jonhson dispone de nueve meses para brindarle, según la resistencia que opongan los comunistas, una negociación prepotente o generosa. Un poder de prensa casi omnímodo (el 70 por ciento de los medios de comunicación en el mundo) se encargará de prestigiar una u otra solución.
Es la gran maniobra de Johnson. La guerra del Vietnam, su temible handicap, pasa a ser su carta de triunfo. Nadie puede jugarla sino él. Tiene tres meses para entablar unos vagos contactos con Vietnam: en el momento de la Convención demócrata, dejarle ir será lo mismo que sabotear una eventual Conferencia de Ginebra. Habrá otros tres meses largos, hasta noviembre, para doblegar la intransigencia de Ho Chi Minh, o mostrar a Nixon como un energúmeno (el papel que tan eficazmente cumplió Goldwater en 1964).
Por fin, si a pesar de todo fuera vencido en las urnas, el Presidente aparecería como un noble abuelo, sin pasiones, sin enemigos, listo para el Premio Nobel de la Paz. Si triunfa, en cambio, tendrá cuatro años más para decidir la guerra asiática. Es probable que, antes de lanzar su invitación al viejo Ho, haya pedido al general Westmoreland —en adelante, Jefe del Estado Mayor del Ejército— que prepare los planes para invadir a Vietnam del Norte. "La paz se reveló imposible; sólo nos queda la victoria", se disculparía.
El primer ataque de Kennedy ha sido contenido. Es verdad que Johnson, para frustrarlo, debió alinearse sobre su posición; pero ahora se tornará evidente que Bob no tiene mejor salida que él. Ambos están, a la vez, contra una guerra aún más prolongada y contra la paz a cualquier precio. Pero el desafiante no explica cómo hará para pactar con honra; se limita a pedir un cheque en blanco, como Nixon. Especula con la hipótesis de que un hombre nuevo tendrá las manos libres; el Presidente, acaso más realista, piensa que el norteamericano medio prefiere la mayor experiencia. En cuanto a McCarthy, que promete vagamente retirar el cuerpo expedicionario, no busca —está claro— sino el aplauso de los estudiantes.
Sólo hay otro hombre en el mundo que puede, en los próximos meses, disponer de la guerra o la paz según sus conveniencias: es Ho Chi Minh. De ahora en adelante, se empeñará en trabajar con él; de hecho, es su aliado; basta con que no desate una nueva ofensiva, para que Johnson pueda continuar la desescalada.

Un paternal consejo
Johnson suele citar unciosamente un versículo de Isaías: "Ven y razonemos juntos". Cuando recibe a alguien, su satisfacción es ruidosa. I need to press palms and feel the flesh (Necesito apretar la mano y sentir la carne) es una de sus frases favoritas. Con este leve bagaje intelectual hizo una formidable carrera en el Congreso.
No es que nadie lo encuentre demasiado persuasivo; no fascina como Roosevelt, ni divierte como Truman; no cautiva como Eisenhower, ni deslumbra como John F. Kennedy. Paciente, cazurro, con una lógica sencilla y hostil a toda abstracción, rinde a su interlocutor por cansancio, o por una traición de sus nervios.
La semana pasada, el 36º Presidente de los Estados Unidos inició, con esta finta, la campaña por la reelección. Humphrey queda encargado, como testaferro, de mantener la cohesión partidaria contra las zalemas de Bob; el jueves pasado se hacía aclamar por la central obrera; si la Convención plebiscita a Johnson, tal vez el Vicepresidente se sentirá contento de haber salvado su actual investidura. Bob, por su parte, debió escuchar un paternal consejo, del Presidente: todavía está a tiempo de retirarse, por el bien del partido; ya obtuvo lo qué quería, una rectificación de la política en Vietnam; más vale que se reserve para 1972.
Pero cada día exige difíciles respuestas al pesado talento del texano: Vietnam del Norte admite un contacto directo para discutir las condiciones de una Conferencia de Paz; y un nuevo asesinato, fraguado con la técnica de Dallas, revela la fragilidad del programa de derechos civiles, un sueño de Kennedy adoptado por Johnson y King.
PRIMERA PLANA
9 de abril de 1968
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