U.S.A.
Roosevelt

El heraldo ciego de una sociedad mejor


En Warm Springs, 1935, un hombre y un país recuperado

 

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pie de fotos
- Subsecretario de Marina en la 1ª Guerra Mundial
-Con su esposa y consejera Eleanor, en 1938
-La Carta del Atlántico, un doble ultimátum

 

 

Hace veinte años, el 12 de abril a medianoche, el largo automóvil rojo de Joseph Goebbels (el 29 hombre del Reich en ese momento) volaba locamente por la carretera de Berlín a través de las posiciones del IX Ejército, que se replegaba en desorden ante el atronador avance ruso.
"No hay más esperanzas", se repetía el pequeño doctor cojo, que gustaba de sentarse personalmente al volante. Pocos días antes había reanimado a su Fuehrer con el hallazgo de un viejo horóscopo que predecía el comienzo de la guerra en 1939, los primeros triunfos, las derrotas posteriores y, por fin, una aplastante victoria en 1945, justamente en la segunda quincena de abril. Ambos eran adeptos a las ciencias ocultas y, por un instante, se sintieron felices.
Goebbels hizo más: en la enrarecida atmósfera del "bunker" —un mundo fantasmagórico a dieciséis metros bajo tierra, donde Hitler percutía sus ataques de histeria sobre una pequeña corte que murmuraba, se emborrachaba y planeaba la fuga— le leyó unas páginas de la historia de Federico el Grande: era evidente, añadió, que la historia cambiaría a favor del Reich, como sucediera durante la guerra de los siete años, al morir la Zarina de Rusia. Pero no supo decir quién debía morir esta vez, y el macilento Fuehrer lo miró largamente con los ojos arrasados en lágrimas.
Era poco más de la una cuando llegó al ministerio de Propaganda; en frente, la Cancillería estaba ardiendo por efecto de un bombardeo aéreo. El secretario de Goebbels salió a la puerta del ministerio y le informó que el presidente de los Estados Unidos, Roosevelt, acababa de morir en una solitaria residencia campestre de Warm Springs, Georgia. Iluminado por las llamas, una expresión de brutal alegría inundó el rostro de Goebbels. Era el muerto que faltaba; el horóscopo —fechado en 1933— acertaba.
—¡Tráigame champaña, del mejor! —ordenó con su aguda voz—. Y póngame inmediatamente en comunicación con el Fuehrerbunker. En cuanto se pudo establecer la comunicación, gritó: —¡Le felicito, mi Fuehrer! ¡Roosevelt ha muerto!. Escrito está en los astros que, a partir de la segunda quincena de abril, nuestra estrella brillará de nuevo. Estamos a viernes 13, mi Fuehrer.
Ningún muerto más apropiado, si la historia debía repetirse.
Los nazis lo odiaban hasta la catalepsia. Porfiadamente anglófilos (ver Mi Lucha, de Hitler), siempre confiaron en un acuerdo que los dispensara de cruzar el Canal de la Mancha. Bastaría con que Churchill -literato demasiado inteligente para ser un verdadero político- se retirara a un señorío rural que la Corona no dejaría de ofrecerle. En cuanto a Stalin, el colérico e inconstante Hitler nunca dejó de admirar su tranquila y ordenada administración del terror, y Goebbels, bolchevique en su juventud, trataba en esos días de entrar en contacto con los rusos para una dramática reconciliación de las dos revoluciones del siglo XX, a costa de las podridas democracias. Pero Roosevelt, un tullido, un degenerado físico —así lo calificaba el rengo, enano y aullante ministro de Propaganda— encarnaba la inteligencia perversa y traicionera de judíos y masones, que pretendía aprovecharse de los atroces sacrificios de los pueblos heroicos para implantar el imperio universal del Becerro de Oro.
El poderío militar del Reich había sucumbido en Stalingrado y El Alamein, frente a los rusos y a los ingleses. Pero era Roosevelt quien tenía la culpa, de todo. Las tres grandes potencias europeas estaban igualmente exhaustas y, si el Reich conseguía poner a punto sus nuevas armas de destrucción en masa, ya aparecerían, tanto, en Londres como en Moscú, sendos "partidos de la paz", decididos a evitar el exterminio mutuo. En ese momento, sin embargo, había surgido un nuevo poder en el mundo, fabulosamente rico, intacto y vital.
Según los nazis, Roosevelt esperó que la guerra estuviese definida para intervenir efectivamente en ella, después de especular con las derrotas de Gran Bretaña para endeudarla y quitarle su Imperio, después de dejar correr caudalosamente la sangre rusa.
Hitler olvidaba que fue él quien, declarando la guerra a los Estados Unidos, en diciembre de 1941, solidario con el Japón, favoreció la política de Roosevelt, que necesitaba una agresión para llevar su pueblo a la guerra. No supo proceder como Stalin, que —no obstante su alianza con los anglosajones— mantuvo cuatro años su neutralidad frente al Japón, para atacarlo en el momento oportuno.

El brindis de Stalin
Sí, Roosevelt era el gran culpable de la catástrofe nazi.
Lo había reconocido Stalin, con insólita generosidad, en su último brindis de la conferencia de Yalta, un mes atrás. Dijo que Churchill y él mismo siempre habían tomado decisiones de relativa simplicidad porque combatieron por la existencia misma de Gran Bretaña y la URSS, pero un tercer hombre —cuya nación no fue seriamente amenazada por invasión alguna— había tenido acaso una visión más amplia de los intereses nacionales. Roosevelt había forjado los instrumentos que condujeron a la movilización del mundo contra Hitler, añadió.
Un historiador de nuestros días se vería obligado a aclarar este juicio, sustancialmente correcto. La contribución más decisiva de Roosevelt a la victoria contra el nazismo no fue el programa de préstamos y arriendos, que distribuyera créditos y equipos militares por todos los frentes de guerra, sino su concepto mismo de la alianza tripartita, que la hizo posible y le permitió durar. Sin él, Churchill y Stalin —y no ya por diferencias de carácter o de ideología, sino porque defendían con crudeza, estrechamente, dos tradiciones imperiales separadas por una rivalidad de siglos— no se hubieran mantenido juntos, tal vez, hasta la victoria final.
Otra aclaración requiere el brindis de Stalin. Si Roosevelt tuvo una visión más amplia de los intereses nacionales es porque —en contraste con sus dos socios— la tenía también del futuro mundial. La perduración del Imperio inglés o la expansión mundial del comunismo sólo podían satisfacer las aspiraciones de los súbditos de Su Majestad o de los adeptos de una doctrina revolucionaria. Pero Roosevelt presentó al mundo una imagen de los Estados Unidos que debía atraer no sólo a las clases y pueblos más favorecidos sino también a los grupos sociales en ascenso y a las nacionalidades que reclamaban su independencia. Esa imagen permitió a su propio país alcanzar la primacía mundial, pero al mismo tiempo abrió camino para un proceso —el de estos últimos veinte años— en el cual la liberación nacional y social de todos los hombres progresó más velozmente que en cualquier período de la historia.
El "idealismo" de Roosevelt era hábil, tal vez sin dejar de ser sincero. En realidad, el hecho de que durante la guerra los Estados Unidos conjugasen con mayor evidencia, a los ojos de otros pueblos, sus propios objetivos con los del resto del mundo, debe atribuirse menos a la clarividencia de un jefe que a la naturaleza de un régimen interno en el cual el arte político consiste justamente en saber, hallar el punto de fusión del interés público con los intereses privados.
Roosevelt, contra lo que se creyó a menudo, no tenía mágicos dones intuitivos ni una especial competencia en asuntos internacionales. Era un improvisador y un empírico. Halló su camino ensayando y corrigiendo sus errores. Alcanzo la dirección de los asuntos mundiales con los recursos intelectuales acumulados en treinta años de azarosos manejos electorales, que sólo pueden estimular la astucia, el oportunismo, una idea pesimista de los hombres.

Un hombre pequeño...
El mito de Roosevelt explota la consabida simpatía del pueblo por el vástago de una familia ilustre que se identifica sentimentalmente con el hombre común. Esto no es exacto. Si tuvo a sus espaldas siete generaciones de tacaños granjeros del valle del Hudson, los mercaderes y contrabandistas de su línea materna desmedran esa pretendida aristocracia. Era más bien una familia norteamericana típica, cuyo apellido obtuvo resonancia nacional a partir de 1900 con la casual exaltación del vicepresidente Theodor Roosevelt, primo lejano de Franklin, a la primera magistratura. Ese primer Roosevelt político —imaginativo, brutal, populachero— era, socialmente, un advenedizo.
Franklin creció en un ambiente de ricos propietarios rurales, aislado de otros jóvenes, sin más contacto que con algunos peones y criados de color. En cuanto a su inclinación, también supuesta, hacia las gentes de condición humilde, la desmiente su fiel secretaria Francés Perkins: "No amaba mucho a sus semejantes. Tenía un juvenil orgullo, excesiva rigidez; era insensible a los temores y aspiraciones del hombre de la calle."
El mismo testigo privilegiado destruye la creencia en la distinción intelectual de Franklin Delano Roosevelt. Nunca lo vio leer un libro entero. En momentos históricos, necesitado de recogimiento espiritual, se dormía con una novela policial en las manos, consigna su hijo Elliot. Dedicaba sus ocios al juego de naipes, al cuidado de sus colecciones (filatelia, miniaturas de barcos, rarezas bibliográficas de historia naval norteamericana); fue un interlocutor pedestre, frívolo, sin otra agudeza que alguna frase cínica. Es sabido, por lo demás, que este excepcional orador, tan simpático en sus famosas "charlas junto al hogar", no redactaba en persona sus discursos, como Churchill o Mussolini, ni los improvisaba como Hitler: fue el inventor de los speechriters (escritores de discursos), hoy en uso admitido en todos los países.
Aunque en ello sobresalía entre los políticos norteamericanos de principios de siglo, su experiencia internacional era mediocre y dudoso su gusto por la política exterior. Viajó alguna vez a Europa con sus padres, y otra con Eleanor, poco después de su boda; pero no hablaba otros idiomas ni conocía a ningún estadista importante (sólo en una ocasión tropezó con Churchill, por razones de servicio, y sin fijarse mayormente en él). Cuando el presidente Wilson, en 1916, lo nombró subsecretario de Marina, cedía simplemente a la tentación de incluir un apellido republicano en su gabinete demócrata. Ese cargo habilita para acceder a los círculos mundiales, pero Roosevelt se limitó a dos viajes de inspección de la flota, no acompañó al presidente en las negociaciones de paz ni demostró interés por los cónclaves de Versalles y Ginebra, apasionantes ensayos de un sistema jurídico internacional.
Abogado, no llegó a tener chapa propia; en sus negocios no tuvo éxito ni fue excesivamente escrupuloso; senador entre 1910 y 1914 —los demócratas buscaban un candidato que pudiera hacer contribuciones cuantiosas a la caja partidaria—, cayó derrotado más tarde en una elección interna y acompañó a James Cox, como candidato a vicepresidente, en el desastre demócrata de 1920. Después de haber encabezado una rebelión juvenil contra el hampa que dominaba las elecciones en Nueva York, se acomodó, según su propia confesión: "Yo también he debido subir las escaleras de Tammany Hall,"
Aun su llegada a la Casa Blanca, en 1932, podía explicarse por un conjunto de circunstancias afortunadas. Los republicanos, que habían gobernado setenta años, eran el partido de la prosperidad y el liberalismo; los demócratas cultivaban el resentimiento en el Norte (sus votos eran judíos, irlandeses, italianos) y una terca segregación en el Sur. El gobernador Al Smith, que intentó el asalto a la Casa Blanca con esta enorme y equívoca fuerza, fracasó en 1928, pero su popularidad en Nueva York era tal que Roosevelt, su candidato, pudo instalarse por cuatro anos en el palacio de Albany. Fue entonces cuando el pavoroso colapso de Wall Street aniquiló las esperanzas de reelección del presidente Hoover, que había ofrecido al pueblo "pollo en todas las ollas".
Roosevelt era la única alternativa, pero no tenía la menor idea de cómo conjurar la crisis. En su campaña había prometido inhibir al Estado Federal, reducir los impuestos y el gasto público, exactamente lo contrario de lo que hizo después.

.. .y su grandeza
Sin embargo, un hecho de su biografía privada ya había revelado un carácter recio y emprendedor, trasunto de cierto optimismo visceralmente yanquee.
Atacado por la poliomielitis en 1921, siete años de ejercicios —natación en aguas termales— le permitieron recuperar el uso de sus piernas, si bien precisó siempre la silla de ruedas con que en tiempos de guerra fue paseado por el ancho mundo. Reducido a su asilo de Warm Springs, invirtió su tiempo y su dinero en la explotación comercial de ese establecimiento, y cuando los demócratas le ofrecieron la candidatura, aceptó valientemente, sin dejarse abatir por la evidencia de su miseria física.
Fue quizás esa fibra secreta —coraje, decisión, confianza— la que debía convertirlo en el único presidente elegido cuatro veces, con más de cien millones de votos en total, durante los trece años en que su país, surgiendo de una depresión sin paralelo —y hasta entonces una potencia de segunda categoría—, se elevara al pináculo del poder en el mundo.
Tal disposición se vislumbra mejor diciendo que fue una misteriosa conformidad con el espíritu de su tiempo, la conciencia oscura y ciertamente ingenua de que todo es posible en el siglo XX y de que la ley del número, arrasadora de la calidad, puede ser fecunda en última instancia. En ese sentido, se comprende que Churchill y Stalin —jefes de sendas minorías— padecieran de cierta estrechez conservadora, comparados con él.
Hay por lo menos dos decisiones de Roosevelt, en campos donde era totalmente ignaro, que cambiaron el rumbo de la historia, y que ningún político responsable habría adoptado con tan fulminante convicción.
El 31 de diciembre de 1933, John Maynard Keynes dirigió una carta abierta al presidente Roosevelt, quien asumiera el 4 de marzo, día en que el sistema bancario de los Estados Unidos se había paralizado por completo. Para "remediar los males de nuestra condición por medio de razonables experimentos dentro de la estructura del sistema social existente", el economista inglés proponía hacer tabla rasa, a la vez, con la ortodoxia liberal y la marxista, las cuales coincidían en que el capitalismo es incapaz de conjurar las crisis cíclicas. Roosevelt jugó esa carta sin vacilar.
En el extranjero se piensa comúnmente que el "New Deal" fue un éxito, pero los economistas norteamericanos no se han sometido a la propaganda. Es verdad que, al precio de un formidable endeudamiento, el Estado consiguió lentamente reanimar los negocios, distribuyendo un artificial poder de compra entre las clases medias con métodos que se distinguen poco de los que imaginara el audaz y pintoresco Henry Ford. Pero en 1938 la estadística registraba 11 millones de desocupados —el nivel no había bajado—, y cabía prever científicamente un desastre de magnitud aún mayor. Dos factores se interpusieron: la desembozada agresividad de Hitler, que desencadenó el rearme general, y la tecnología, incalculablemente acelerada por la guerra.
Así se salvó no solo el "New Deal" como política sino también la teoría de Keynes (irónicamente, la guerra era la única inversión improductiva que él no recomendó). El oro que rebasaba los cofres de Fort Knox y el activo industrial y técnico, alimentados por la producción bélica, permitieron a los Estados Unidos, además de prevenir sus propias crisis, exportarlas, administrarlas en escala mundial.
El imperfecto sistema que hoy se propaga a todos los países, así los que se aferraban al capitalismo como los que intentaron el comunismo, el Estado-Providencia que almacena cosechas y subsidia a los agricultores para que no siembren, a los obreros para que huelguen, que produce y vende energía, cliente omnímodo de la empresa privada, protector del ciudadano desde la cuna hasta la tumba. La "Great Society" de Wallas o la "affluent society" de Galbraith no es una creación consciente, y sólo sobrevivió gracias a la desorbitada capitalización de los años de guerra. Roosevelt le aseguró una existencia perdurable, tal vez sin percatarse, con su abandono del patrón oro y, sobre todo, al multiplicar arbitrariamente las cifras que elaboraron sus asesores para la producción bélica del "arsenal de las democracias". Robert E. Sherwood cuenta la increíble escena en su libro sobre Hopkins.
Otra carta no menos pródiga en consecuencias —pero cerrada— recibió Roosevelt en 1939; la firmaba Albert Einstein, un judeo-alemán pacifista, que proponía un arma catastrófica para destruir al nazismo. El presidente asintió en el acto y asignó al proyecto buena parte de sus fondos secretos. No más de tres personas, en Washington, fueron informadas de ese paso: ni el vicepresidente Wallace ni, en el cuarto mandato, Truman abrigaron la menor sospecha sobre los trabajos de Los Álamos, que debían iniciar una nueva era científica de la humanidad. Hitler, Stalin, Churchill, no se interesaron por la bomba atómica; Roosevelt creyó, y ordenó fabricarla.
El satánico regocijo de Goebbels era justificado, pero nadie podía vaticinar que, a la muerte de Roosevelt, la mayoría de la opinión norteamericana, trabajada por medios denigrantes —de los que él mismo había abusado—, se volvería contra el presidente de los años en que los Estados Unidos llegaron a ser la nación más rica, más fuerte y respetada del mundo.
La agresión contra su memoria partiría del "big business". Roosevelt se había permitido algunos alardes demagógicos, veniales en comparación de los que prodigó su primo y menos ofensivos que la profunda creencia de Wilson en la inmoralidad del dinero. Pero no disolvió más trusts que Hoover y, mientras multiplicaba la pequeña y la mediana empresa, favoreció a unos pocos consorcios que alcanzarían dimensiones planetarias. La corrupción floreció con cada contrato de guerra hasta formar el prepotente complejo industrial-militar que el general Eisenhower, quince años más tarde, denunciaría con alarma en su despedida presidencial, como si hubiera previsto el trágico fin de Kennedy. Con todo, ésos fueron los grupos que impugnaron su política exterior, supuestamente rendida a la URSS, y lanzaron la pueril campaña "maccarthysta" sobre infiltración subversiva en el gobierno.
Fantasiosos críticos militares tacharon de errónea su estrategia, sabiendo que fue elaborada por los mandos regulares de las fuerzas armadas, por sus jefes más prestigiosos, con arreglo a los intereses fundamentales e históricos de la nación. Roosevelt no es culpable sino de haber cedido a las instancias de Churchill en favor de otra estrategia, concebida para beneficio del Imperio inglés; y si el Ejército Rojo llegó al corazón de Europa fue porque el segundo frente se demoró dos años.
Las ideas de Roosevelt sobre el futuro de la comunidad internacional provenían obviamente de lucubraciones masónicas, de los lugares comunes que circulaban por las diversas logias que frecuentó. Pero él, político nato, supo servirse de esa retórica —como de su vocación religiosa— para una implacable 'realpolitik' que, con sacrificio humano infinitamente menor que el de ningún otro país, consiguió poner la mayor parte del mundo a merced del poder económico y militar de los Estados Unidos.
La muerte interrumpió esa calculadora política cuando se disponía a cambiar de frente. El insistente acuerdo con la URSS le había permitido desplazar a la City de la dirección de los asuntos mundiales; ahora se trataba de limitar la expansión soviética con ayuda subalterna de Gran Bretaña. El desplazamiento de Wallace por Truman, en previsión de la vacancia presidencial, y la promoción del intransigente Byrnes a la dirección efectiva da la política exterior, manipulada durante la guerra por el desprevenido Hopkins, indican que la revisión estaba prevista.

El legado
La salud de Roosevelt desmejoraba desde antes de ser reelegido nuevamente, en noviembre de 1944. Ya no gobernaba: apenas esperaba la victoria, que no llegaría a ver por una diferencia de tres semanas. La mitad de ese año la pasó fuera de Washington con variados pretextos. Inició su cuarto período en enero. En febrero voló a Yalta, con una cara gris y una esclavina oscura sobre los hombros trémulos. Cuando se presentó al Congreso para dar cuenta de lo tratado con Stalin y Churchill —en medio de una ovación unánime—, debió leer sentado por primera vez y con entonación opaca, pero sin tartajear, como se ha dicho. Estaba lúcido. La incapacidad que le atribuyen los críticos de Yalta ;no fue advertida por el suspicaz Byrnes; Churchill y Edén comprobaron a sus expensas la continuidad de una política.
El 30 de marzo se encerró el presidente en su soleado 'cottage' de Warm Springs, con dos amigos, más una mediocre pintora rusa emigrada que aún porfiaba por halagar su vanidad, y un sirviente negro: ni su médico ni su familia temían por él. El criado lo encontró tumbado en un sofá, a las 16.35; el espasmo cerebrovascular se habría producido a las 13.15. Menos de una hora más tarde, Harry Truman llegó a la Casa Blanca, llamado por teléfono, con aire de misterio: la señora Roosevelt, muy tranquila, le posó una mano sobre el hombro.
—Harry —le dijo—. El presidente ha muerto.
"Durante un instante fui incapaz de articular una palabra", recuerda Truman. Luego preguntó si podía hacer algo por la familia del muerto. La dama respondió: "¿Podemos nosotros hacer algo por usted? Porque ahora es usted quien se enfrentará con las responsabilidades."
El nuevo presidente y su secretario de Estado, Byrnes, que debían emprender la necesaria revisión, habían sido escogidos por Roosevelt; tuvieron éxito, y la expansión rusa fue contenida. El error de estos hombres —y sus sucesores— fue haber sido débiles con quienes perseguían, más que la revisión, una crítica vengativa. Poco a poco, la imagen de los Estados Unidos fue identificándose con la de todos los regímenes que no tienen futuro. Kennedy, que pretendió invertir esa tendencia, sucumbió en su tarea.
Roosevelt legó a su país una sólida posición jurídica y moral que probaría su valor práctico en la posguerra, cuando se tratara de doblegar a las otras potencias bajo el peso aplastante de la opinión mundial. Si bien se mira, la Carta del Atlántico, que Churchill se olvidó de firmar y a la que Stalin adhirió tal vez con desdeñosa sonrisa —en realidad, no obligaba a nada—, fue un doble ultimátum a la opresión colonial y a la dictadura ideológica, instrumentos esenciales del poderío inglés y ruso. Que estos instrumentos eran frágiles, después de todo, y que la invocación de las cuatro libertades no fue un simple papel mojado, se comprende hoy, cuando el Imperio británico se ha desvanecido, cuando el comunismo repudia su pasado, y se esfuerza dócilmente por ser respetable.
Primera Plana
13 de abril de 1965