La noche del viernes, un enviado especial, Roberto García, trasmitió desde Washington un minucioso y vivido informe sobre la personalidad del Senador Edward M. Kennedy. Es temprano para predecir cuáles serán sus molimientos inmediatos, pero no hay duda de que el nuevo jefe del clan ya deja sentir su presencia en la política de USA.

Ted Kennedy
Heredarás el fuego
Usted se lo puede imaginar con holgado traje de calle o vestido como si fuera un jugador de fútbol americano: ésta sería la imagen más aproximada Sin embargo, los diarios que lo ubicaban la semana pasada como número 2 de la fórmula presidencial del Partido Demócrata lo escogieron con un severo ambo azul. Desde su discurso en la Catedral —o, más bien, desde que tres certeros balazos derribaron al único hermano que le quedaba—, su figura emerge como si debiera iluminar el futuro de los Estados Unidos.
Es menos rubio que los otros dos y el más robusto de los tres; menos ambicioso que el mayor, más apasionado que el siguiente; más paciente que Jack, más accesible que Bobby. Nunca se destacó demasiado: un halo de irresponsabilidad rodea sus actos. Pero todo esto no es sino la equivocada impresión del hombre de la calle, que califica sin remilgos la brillante personalidad de Edward More Kennedy. Su hermano el Presidente lo anticipó: "Ted es el mejor político de la familia".
Al estrechar la mano de Primera Plana, el día del entierro de Bob, Ted presentaba un rostro adusto, pero sereno. El gesto era serio, los pequeños ojos sonreían forzadamente y se perdían en la timidez de la enorme cabeza. La mandíbula es el rasgo que más lo asemeja a John. Pero la voz es un verdadero tónico para la memoria: se reconoce el exótico acento New England que embriagaba a las multitudes. Se negó a la entrevista: "Tengo que guardar luto, pero después de esto venga cuando quiera".
Al día siguiente todo el clan aterrizaba en Massachussets. La viuda, Ethel, más hermosa que en las fotos, iba del brazo de dos hijos, Joseph y Robert, sendas réplicas del padre. En Washington se inauguraba un servicio de ómnibus entre la Casa Blanca y el cementerio de Arlington, con un letrero: "John y Robert Kennedy, luces eternas". Pasan cada 15 minutos y siempre van colmados. En el Capitolio, un ordenanza tachaba desaliñadamente todas las inscripciones relativas al Senador Robert Kennedy. The New York Times anunciaba que 400 delegados de Bobby se habían pasado al bando del Vicepresidente: la proclamación de Hubert Horatio Humphrey era un hecho. Comenzaba una nueva etapa.

Mito y realidad
El noveno y último hijo del matrimonio de Rose Fiztgerald y Joseph P. Kennedy nació en Brookline, un suburbio de Boston, el 22 de febrero de 1932. Los datos biográficos pueden recogerse en su oficina del Senado, donde un grupo de dóciles secretarias se afanan por allanar las dificultades. Pero si se persigue un rastro más intimo, las gentiles muchachas oponen un voto de silencio.
John F. Kennedy reveló un día que su ingreso en la política era resultado de la muerte del primogénito, Joe. "Si algo me llega a suceder —expuso ingenuamente—, Bobby tendrá que reemplazarme, y si Bobby también llega a faltar, nuestro joven hermano Ted tomará su puesto." El escalofrío que hoy producen estas palabras obliga a mirar con alarma el espacioso cuerpo de Ted.
Lori Daddaro es una de las jovencitas empecinadas en no hablar: "No hay nada que decir sobre Ted; es un hombre común, aunque muy guapo". Ella y sus compañeras están confabuladas para disminuir al Senador: "Es totalmente distinto a Bob". En realidad, las diferencias no pueden sino acentuarse a partir de ahora.
Ted ha recogido la antorcha, pero parece escasamente dispuesto a avivar su fuego. No quiere renegar del legado, pero lo sopesa bien. "Mi hermano —ha dicho— no necesita ser idealizado; se le debe recordar como un hombre bueno y decente que vio lo erróneo y trató de ordenarlo, que vio la guerra y trató de detenerla." El mito de John se trasladó con facilidad a Bob, que siempre pensó en si mismo como el líder de la nueva generación; pero Ted intenta presentarse como un ser terrestre, no un Mesías; dejando al margen la leyenda creada por el clan, aspira a ser él mismo.
En 1963, el Administrador de Correos Jim Farley anunció: "Tarde o temprano, el menor de los Kennedy será Presidente; tiene más encanto y más personalidad que John". Este pensamiento no era compartido por el profesor Mark de Wolfe Howe, profesor de Derecho del colegio de Harvard; al enterarse que Ted se postulaba como Senador, prorrumpió: "Su carrera académica es mediocre, su talento profesional no existe, su candidatura es presuntuosa e insultante".
Sin duda, no fue un estímulo para las aspiraciones de Ted, que debía enfrentar en su propio partido al sobrino favorito del Procurador de Massachussets, Edward J McCormack. También McCormack junior sometió a burlona crítica las aspiraciones de su contrincante: "Sin su apellido, esa candidatura sería una broma". Además, los sabuesos de su séquito descubrieron una perla en la historia de Ted y no tardaron en publicarla: en la primavera de 195, mientras estudiaba en Harvard, pidió a un compañero que rindiera examen de castellano por él. Los dos fueron expulsados. Después de 22 meses en el Ejército, Ted pudo volver a Harvard, donde se graduó en 1956.
En aquella campaña, sus posibilidades zozobraban. Su bandera no era muy atractiva: "Soy quien puede hacer más por nuestro Estado". La intervención del Presidente alteraría las posiciones; no sólo maniobró con la máquina del Partido; "Quien no vota por Ted vota contra mí", proclamó. Esta presión fue abucheada por varios articulistas, quienes combatían a Ted porque "hay demasiados Kennedy en Washington". Con todo, ganó la nominación con 69 por ciento.
En noviembre del mismo año vengaba una derrota de su familia venciendo por el 55 por ciento al republicano George Cabot-Lodge: en unas elecciones de 1916, el abuelo del vencido había aplastado al abuelo materno de Ted. Desde el triunfo, Ted es el capitán indiscutido del Estado, y en 1964, cuando fue reelegido, dirigió la campaña desde la cama del hospital, donde estaba internado por un terrible accidente de aviación. La belleza de su esposa Joan le facilitó un margen de 1.100.000 votos, la mayor diferencia registrada en Massachussets.
A partir de su ingreso en el Senado, Ted ha deparado sorpresa tras sorpresa. Comenzó por seguir todos los pasos establecidos por el amorfo Código de Honor senatorial: respetuoso de los viejos, se aconsejó con ellos antes de presentarse a legislar. Al contrario de Bob —a quien el apremio del tiempo le impidió pulirse—, no utilizó el asiento legislativo para la demagogia; más aún pactaba desganadamente con la máquina partidaria. Bob tardó tres semanas en lanzar su discurso electoral, Ted 16 meses. Los cronistas dijeron que el otro era un caballo de lujo y él un caballo de trabajo.

Toma el poder Bob
Bob llevó al Senado la supuesta revolución frustrada por la muerte de John, pero ninguno de ellos consiguió penetrar en el santuario del Senado, un núcleo que detenta el verdadero poder de la corporación. El año pasado, por primera vez, Ted atacó abiertamente los intereses del Sur, y su proyecto perdió por cuatro votos; pero los sureños, que odiaban a John y a Bob, se levantaron para felicitarlo por la forma esmerada con que presentó su moción. En rigor, saludaban a uno de los suyos, que sólo había propuesto lo que a su juicio era lo mejor. A principios de este año, ese proyecto de Ted, contra el impuesto al voto en los estados meridionales, fue aprobado.
Bob se quejó siempre de que Lyndon B. Johnson nunca lo llamaba; al joven Ted, en cambio, lo reclamó a menudo; hasta podría decirse que le hacía la corte. Por su parte, ha votado
casi siempre por la Administración, y su apoyo a la candidatura de Johnson sólo cejó al lanzarse Bob a la palestra. Pero es sabido que éste lo hizo contra las indicaciones de su hermano. "Con la afabilidad de un polizonte irlandés", como dice su padre, Ted se sienta a la mesa de Richard Russell y Everet Dirksen, los auténticos jefes del Senado, quienes le profesan una simpatía evidente. Según Russell, "es un placer comer con este chico; tiene sentido del humor". Esa veta, algunas veces, rebalsa los límites de su hermano, que se lo permitía todo. Este año le envió un telegrama: "Johnson está en Manila, Humphrey se ha ido a juntar votos, el Congreso sigue de vacaciones. Toma el poder, Bob".
Ted, que fue bautizado por Pío XII, solía decir que, en la mayor cantidad de puntos, coincidía con su hermano; pero a veces no le hacía caso. El año pasado preparó un discurso sobre China (es uno de los que pregonan la conveniencia de admitirla en la UN); Bob, que trabajaba en lo mismo, lo invitó a su casa para discutir posibles diferencias; Ted fue, pero no antes de pronunciar su discurso.
Le colgaron el marbete de "hermanito"; pero ahora es un team player, el hombre que hace su trabajo y respeta a los más viejos. Su record legislativo es considerado uno de los más sólidos. Tiene paciencia, es obediente, escucha los aburridos informes de las Comisiones, atiende a todos los discursos. Sus adversarios conservadores, como John Stennis, de Mississippi, o Lister Hill, de Alabama, se alegran de recibirlo, aunque él se preocupa por los derechos civiles, la lucha contra la pobreza, la ampliación de los seguros sociales, el control de las armas, y que además ejerce la representación de los intereses textiles. Ahora preside tres comités: de Ciencias, de los Pobres y los Viejos, de los Refugiados.

Misión en Washington
Saúl Friedman, del Times Miami Herald Service, cuenta que una mañana del último verano Teddy y Bobby paseaban por los jardines del Capitolio con otros tres Senadores, cuando los descubrió un grupo de chicas; por supuesto, ignoraron a los tres Senadores y se abocaron a los Kennedy; pero sólo Bobby puso los autógrafos y los besos; Teddy se disculpó y prosiguió la caminata con sus ancianos colegas.
Todas las mañanas sale con un portafolio; en la puerta lo espera un coche de alquiler sin conductor. La rubia Joan, con quien se casó el 29 de noviembre de 1959, lo saluda por la ventana y vuelve a atender a sus tres hijos: Kara, de 8 años; Edward junior, de 6, y Patrick Joseph, de uno. A las 9.30 ya cruzó los saludos necesarios y, con la compañía de algunos de sus ayudantes, concurre a las reuniones del Senado. Al revés de sus hermanos, su asistencia es casi perfecta (83 por ciento en 1963, 49 en 1964, 86 en 1965, 83 en 1966 y 86 en 1967).
A las 12.30 vuelve a su oficina y se dispone a almorzar con algún invitado. Luego charla con su staff, bromea con sus secretarias y hurga en el millar de cartas que le llegan cada día. A las 4 de la tarde, después de haber fumado un cigarro Alhambra Mahara, abre su agenda de citas y reuniones. A las 6 termina su trabajo y camina hasta la pileta del Senado, donde nada hasta las 19.30. Vida de hogar, escasa lectura (apenas unos libros de Ciencia Política o Historia); luego ordena la faena del próximo día, y a la cama. Según Richard C. Drayne, su fastidioso secretario de prensa, éste es el relato de un día en la vida de Edward Kennedy.
Mientras apoya los zapatos sobre la mesa ("Estoy muerto"), tampoco él se decide a dar una imagen especial de su jefe; "Es igual a todos", esquiva; "Tiene una personalidad distinta a la de Bobby", repite con decano. Tiene 30 años, es casado, estudió en la Universidad de Pennsylvanía, trabajó como cronista en el Washington Post y en un canal de televisión de Boston. Drayne es uno de los cuatro pilares que sostienen a Ted: los otros son David Burke. 32. años, graduado en la Universidad de Chicago y que fue asistente del Secretario de Comercio Luther Hodges; un especialista de la Harvard Law School, James Flug, de 31, ex colaborador de Nicholas Katzenback, miembro del gabinete, y K. Dun Gifford, otro profesional en leyes de 31 años, egresado de Harvard y con experiencia en los planes de desarrollo del Gobierno.
Varios periodistas de Washington auguran suerte a este equipo (que luce un escudo en la corbata con el mapa de Massachussets); más suerte que al brillante staff de John y Robert Kennedy, cuyos hombres, la semana pasada, erraban desconcertados, presos de un imborrable impacto emocional. Apenas Ted Sorensen disimulaba la tristeza. Los otros estaban decepcionados, salvo Richard Goodwin, que "se ha vendido a McCarthy"; en realidad, ya había trabajado con él, mejorando sus mediocres discursos.
Drayne, cuya educación deja que desear, está más animoso durante una rápida visita a la oficina de Ted. Se sorprende: "Han sacado los cuadros. ¿Por qué?". Baja la cabeza en señal de impotencia. Es una amplia habitación de 12 metros por 6, con un escritorio principal sin fotografías; las que se ven en las repisas son del tiempo en que el Senador competía en carreras de yate; otras son de Bobby, de los sobrinos, de los padres. A la izquierda del escritorio, frente al sillón que contiene un almohadón de cuero —toda la familia reposa así sus doloridas espaldas—, el rostro del abuelo materno, Honey Fitz, exhibe un notable parecido con John y. Ted. Bajo el retrato, una nota escrita y firmada por John: "Está guardando nueces para el invierno de sus nietos". En el otro costado, la bandera presidencial, un obsequio de Jacqueline cuando mataron al Presidente.
Drayne quiere marcharse, pero antes señala en un rincón una miniatura hecha por uno de los hijos de Ted. De vuelta, repone los zapatos sobre el escritorio, se quita el saco, se afloja la corbata. Vuelve a sonar el teléfono: "Están todos en Boston; Ted aparecerá después; estoy cansado, fue una semana tremenda. La oferta de la Vice-presidencia es basura; ya te explicaré, ahora estoy ocupado".
Tampoco él quiere fabricar un mito. Pero es una empresa utópica: no se puede segregar a un Kennedy de la leyenda familiar. Acaso habría que recordar unas palabras de John: "Estamos envueltos en las mismas tareas, tenemos los mismos sueños".

For Teddy yes
John Lindsay, un periodista de Newsweek que acompañó a Ted en su campaña de 1962, es quizá, junto a Samuel Shaffer, quien mejor conozca a los Kennedy y especialmente a Ted.
En su mesa de redacción, mientras agota los últimos siete cigarrillos de un paquete, suspende su trabajo para reafirmar "la notable fuerza interior de Ted —que, por supuesto, trasmite—, su brillante humor y una sensibilidad no común entre los políticos norteamericanos". Cuando ganó la nominación, "lloraba como un niño". Se estira, deja evadir el humor y agrega: "Es un buen muchacho. ¡Cómo ha crecido!"
Ahora se sienta frente a la ventana y mira el rectángulo del cielo. "Es obvio que Ted se hará cargo de la tradición familiar. Pero Bobby descendía del flanco paterno; él es el protegido de la madre. Todos sus pasos, aunque repite las claves de los Kennedy, tienen un sello particular. Es un miembro activo del Senado y endosa los compromisos necesarios." Lleva sus dedos a la boca y los besa, un gesto que repite al concluir un comentario sobre la esposa de Ted.
Es arriesgado, buen nadador, pinta a menudo, amigo de los negros (aunque no tiene el carisma de Bob, para muchos black men, "ha muerto el tipo"), abierto a las bromas. "Supongo que medio país odia a los Kennedy; pero esta semana usted no encontrará a nadie capaz de hablar mal de ellos; y de Ted ni siquiera el mes que viene", pontifica Lindsay.
Vuelve a retomar el hilo: "Tiene la camaradería fácil; le encanta recordar baladas irlandesas y anécdotas de su abuelo Honey Fitz. Pienso que quiere alcanzar el poder con el asentimiento del Partido, no con su tolerancia, como lo obtuvo John. Es muy práctico".
Los enemigos de Bobby no son enemigos de Ted; sólo basta recordar la expresión de los 'bosses' cuando los Kennedy pedían que no se comprometieran con Johnson: For Teddy yes, for Bobby no. Por esta razón, no desafina tanto, en el Partido, el ofrecimiento de HHH. La entrada de Ted en la fórmula (aunque "la semana pasada, Humphrey y McCarthy tuvieron una reunión amable"), sería la unión de los demócratas, y la victoria casi segura. Pero "Ted no se abalanza: sería como cobrar una indemnización por la muerte del hermano. Aunque Ted no tomará el religioso camino de Bob, no se convertirá en hereje, al menos por ahora, cuando la tierra de Arlington todavía está fresca. El curriculum de Ted esboza a un estadista, no a un trepador circunstancial".
Lindsay baja a una cafetería cercana sin soltar un informe sobre la suerte de los hombres que acompañaban a Bobby ni la nómina de los 400 delegados que cambiaron de navío. Ahora el Vicepresidente tiene alrededor de 1.600 votos en la Convención del 26 de agosto; sólo precisaba 1.312. Antes de volver, el periodista decide romperle el esquema al mozo y pide "una Coca-Cola sin hielo"; el barman lo mira atónito; se hace repetir el pedido y, sorpresivamente, lo cumple.
La semana pasada, Ted aún no se desprendía de la nebulosa familiar. Era una imagen distinta, pero había que compararla con las otras dos; tiene la misma manera de tocarse el cabello que Bob; como John, parafrasea a Wilson, a Aristóteles y al ensayista inglés Joseph Addison. Todavía, cuando alude a John, lo plagia: "Como el Presidente Kennedy acostumbraba decir ..." Pero durante los funerales no suspendió la construcción de su nueva casa, en los alrededores de Washington. Es una forma de desterrar la versión que lo señala como futuro Gobernador de Massachussets. Ted quiere renovar su banca senatorial en 1970, sin dejar de mirar a otra residencia mejor: la Casa Blanca. En definitiva, no cabe duda que es un Kennedy.
Revista Primera Plana
18 de junio de 1968

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Ted Kennedy
Ted Kennedy

 

 


 

 

 

 

 

 

Bob y Ted en 1938
Ted con su padre  y con Joan y su descendencia

 

 

 

 

 

 

 

 

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