Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

Venezuela
La Caldera del Diablo

 

Revista Primera Plana
10 de diciembre de 1968

El sábado pasado, al cabo de un angustioso escrutinio; Rafael Caldera se convertía. en el nuevo Presidente de Venezuela, con el 40 por ciento de los votos emitidos el domingo 1º Osiris Troiani, Secretario de Redacción de Primera Plana, envió, desde Caracas, el siguiente informe.
"Yo no soy más que un trabajador", dijo Melchor Piedrahita, 46, tres hijos, peón municipal. "A mí no me va ni me viene. Estoy seguro de que ninguno de ellos podrá mejorar a mi familia." Y descargó otro tacho de basura en las oscuras fauces del camión quemador.
Era lunes y, como todos los días hábiles, la cuadrilla del Aseo Urbano salió a las 5 de la madrugada. Tenía por delante una jornada agobiadora: los desperdicios que le tocaba recoger eran toneladas de ilusiones electorales.
En los últimos tres meses, Caracas había adquirido un aspecto carnavalesco. En cada fachada, cada columna de alumbrado, cada árbol, alambres y sogas tendidas de vereda a vereda, el asfalto de la calzada, los automóviles: en todas partes acechaban los seis candidatos presidenciales, miles de aspirantes a legisladores o ediles, los colores de unos 35 partidos. Nunca, en América latina, se vio tal apoteosis democrática: se calcula que los partidos invirtieron 250 millones de dólares, sin contar los gastos que soportó el Estado.
Ahora, en la plaza O'Leary, Melchor Piedrahita y sus compañeros emprendían la limpieza. Es una plaza céntrica, en el sector llamado El Silencio, un nombre que sólo a esa hora le conviene: una hora gris, inmóvil, como asombrada. La ciudad tenía el rostro de una curtida prostituta que despierta de una borrachera.
Ya partían hacia los cuatro puntos cardinales las ediciones matutinas que felicitaban al pueblo por sus cualidades cívicas: Venezuela —insistían— es una democracia ejemplar. Sólo Melchor Piedrahita, quizá, no estaba de acuerdo con los sesudos periodistas. ¿Pero qué puede importar su opinión? Ni siquiera él —a pesar de su escepticismo ulterior— debió ser inmune a la psicosis colectiva; también él debió de echar sus dos tarjetas por la ranura, como se juega a la lotería, sin esperar nada de la inasible suerte. La participación de votantes fue abrumadora: el 85 por ciento, según las estimaciones.
No, su opinión ya no interesa. Y tampoco la de cuatro millones de venezolanos. Toda esa gente con el meñique entintado abdicó por cinco años de sus derechos cívicos. Unas 4.000 personas —el 0,1 por ciento del cuerpo electoral— decidirán inapelablemente por ellos hasta diciembre de 1973. Y entonces, otra vez, serán confundidos hasta el frenesí, chantajeados, motivados, con métodos que no difieren de la más burda publicidad comercial. Costará apenas 500 millones de dólares. Goebbels escribió que sólo el 10 por ciento de la sociedad puede soportar una campaña de propaganda masiva; el otro 90 por ciento carece de defensas ante la violación de su conciencia. Era, como se ve, un demócrata perfecto.
Y si se alega que en su sistema no se escuchaba sino una voz, ¿dónde está la diferencia? La clase política venezolana, desde los perezjimenistas hasta los comunistas, coincidió en servirse de un mismo sistema de "representación"; esos 4.000 individuos, todos del mismo grupo socioeconómico, violaron conjuntamente la conciencia de sus compatriotas, los destituyeron en su beneficio de todo poder de decisión. La frivolidad de una consulta de estas características es un suplemento de astucia que Goebbels ignoraba.
Las computadoras indigestadas
—¿Es cierto que Caldera va bajando?
—¿Sabes que Gonzalo va subiendo?
En la Casa Nacional de Acción Democrática y en la de COPEI, centenares de militantes —sobre todo los más jóvenes— estaban a un milímetro del infarto. Por dos días y dos noches, mientras los partidos y los diarios manipulaban las cifras a su antojo, el Consejo Supremo Electoral había anunciado los resultados parciales con una lentitud desesperante.
El candidato opositor, desde el momento inicial aventajó al del Gobierno; al caer la noche del martes, un boletín señalaba que la ventaja decrecía, por primera vez. Los 60.000 se habían reducido a 41.000 en un total de dos millones de votos escrutados. "¡Cambia la tendencia!", gritaban los 'adecos'. "¡Comienza el fraude!", rugieron en seguida los 'copeyanos'.
El Gobierno había importado el más moderno equipo de computadoras, pero las computadoras dependen todavía de los seres humanos que las alimentan. A cada ciudadano se le entregaron 16 tarjetas grandes y 33 pequeñas: debía seleccionar dos (la grande para Presidente y la pequeña para cargos deliberantes), introducirlas en un mismo sobre, cerrado sigilosamente detrás de un biombo. Uno de cada tres electores es analfabeto; tampoco los miembros de las mesas receptoras parecían muy duchos: cuando el CSE recibió las actas, eran pocas las que no se prestaban a una impugnación.
Caracas tomó a la chacota esa indigestión de las computadoras. Lo único lamentable parecía ser la veda alcohólica, qué se mantiene, por ley hasta que el Consejo comunica su veredicto. Pero en el cuartel general de los dos grandes partidos, la impaciencia borbotaba como la nafta en un surtidor.
Los líderes responsables no ponían en duda la imparcialidad del organismo escrutador, presidido por un magistrado independiente e integrado por fiscales de todos los partidos. Pero COPEI aseguraba que el Gobierno detenía los telegramas de distritos desfavorables a AD. El ardid era estúpido: ¿para qué demorar la información si al final las actas tendrían que aparecer? Es posible, sin embargo, que algunos funcionarios intentasen ganar tiempo hasta que AD, después de gobernar una década, resolviese si cedía o no el sitio a los socialcristianos. ¿Entregarnos, no entregarnos?, se oía murmurar en los pasillos del palacio Miraflores.
El miércoles al mediodía la distancia era aún más corta; 27.000 votos. Rafael Caldera alertaba a sus partidarios; para Gonzalo Barrios había que esperar la decisión del CSE. El Presidente Leoni emitió un comunicado: entregaría el mando al vencedor, cualquiera fuese. Pero si la decisión se alcanzaba por unos pocos miles de votos, los derrotados iban a pedir recuento; entonces, se necesitarían, semanas o meses, y nadie saldría conforme. El país quedaba a merced del azar. O, mejor dicho, de las torpezas cometidas por un puñado de analfabetos.

Pérez Jiménez, o lo horrible

Se había creado una situación tan intrincada como desconcertante. Gente que votó contra el Gobierno se declaraba arrepentida. "Tendríamos que pedirle disculpas a Gonzalo", dijo uno. Hasta algunos socialcristianos se mostraban preocupados por su victoria, ya que la conquistaban gracias a dos incómodos aliados: Marcos Pérez Jiménez y "la Caprilera".
Que la elección se hubiera reducido a un duelo singular —aunque no puede hablarse de una verdadera polarización del sufragio—, no sorprendió a nadie: las candidaturas de Miguel Ángel Burelli Rivas y Luis Beltrán Prieto Figueroa habían zozobrado manifiestamente en el transcurso de la estruendosa campaña.
La primera de ellas, que obtuvo cierta aquiescencia de los grupos económicos, fue un artificio imaginado por tres caciques electorales que ya han cumplido su ciclo; Jóvito Villalba, Arturo Uslar Pietri y Wolfgang Larrazábal. Querían lograr unos escaños para vendérselos caros al futuro Presidente.
A la otra, que recogió las escorias izquierdistas de tres escisiones de AD, se le asignaba cierta resonancia popular. Pero le faltó dinero, y ni siquiera a los más pobres venezolanos les gusta sentirse pobres. La psicología popular está profundamente trastrocada por los robustos chorros de petróleo que hicieron de este país el segundo productor mundial, con un ingreso de 750 dólares por cabeza, el más alto de Iberoamérica en la actualidad.
Sólo AD y COPEI que gobernaron coligados en el período de Rómulo Betancourt (1958-63), detentan una parte considerable de poder político y poder económico, aleación sin la cual no es concebible un triunfo en una democracia. Son dos partidos dominados por la alta burguesía, que disponen de organismos y recursos —en un caso emanan del Estado paternalista; en otro del sector privado, que trabaja con siderales márgenes de utilidad— para confiscar al desnutrido populacho lo único que posee: el voto. Barrios, partiendo de la "izquierda", supo guiñar intencionadamente el ojo a los empresarios; Caldera, de origen conservador, dejó que algunos jóvenes aventureros vendiesen sus abalorios "progresistas" a los desengañados de AD.
Este hombre de principios, que cuando joven fundó en Venezuela un partido ideológico y moderno, y que tuvo paciencia para acercarse al poder a través de cinco elecciones —200.000 votos más en cada una, hasta llegar al millón—, aparece comprometido con fuerzas cuyo desinterés es dudoso.
Entre sus proveedores de fondos —aparte de las presuntas contribuciones demócratas -cristianas de Bonn y de Roma—, se menciona al legendario magnate Eugenio Mendoza; a Fedecámaras, la poderosa central empresaria; y a los Rockefeller, que tienen en Venezuela una vasta hacienda y negocios de carácter monopólico.
Pero la ayuda menos honrosa, a juicio de buena parte del país, es la de una imponente cadena periodística, propiedad de la familia Capriles, que medró a voluntad en distintos sectores de la economía, tanto bajo Pérez Jiménez como en las dos Administraciones de AD. Hace unos meses, "la Caprilera" se definió por los socialcristianos, en cuyas listas obtuvo una candidatura senatorial, siete de Diputados y otras de Concejales. Los 'adecos' explotaron a fondo el descrédito moral que acompaña a esa familia: "Con COPEI viene Capriles. ¡Cuidado!", aún se lee en muchas paredes. La frase deja la impresión de que la riqueza pública está amenazada de saqueo.
Aún más inquietante es el hecho de que Caldera abrevó su sed de votos en las fangosas fuentes del perezjimenismo. El Dictador, cumplida su infamante condena en la cárcel, se ha instalado en Madrid; desde allí, a buena distancia de todo riesgo echó la bendición a uno de los grupúsculos que cultivan su amistad y su cuenta bancaria.
A falta de candidato presidencial —Pérez Jiménez, que podía serlo, no quiso, aunque salió Senador—, la Cruzada Cívica Nacionalista postuló cargos legislativos; el aspirante más presentable es un tal Abdel Khader Márquez; los grandes bonetes del antiguo régimen permanecieron en sus casas: AD los dejó enriquecerse aún más y ahora estaban felices de haberse liberado de los afanes de la vida pública.
Parece que para llenar las listas, los improvisados dirigentes de la CCN debieron inscribir a sus choferes y a otros miembros del servicio doméstico. Algunos renglones los dejaron en blanco, y ahora, en el Congreso, los puestos obtenidos por esa sigla exceden el número de candidatos reclutados.
Fue una sorpresa horrible: ni siquiera Pérez Jiménez había previsto tantos sufragios. No sólo gana en Caracas, que durante su Gobierno conoció la suntuosidad gracias a los altos precios del petróleo, sino también en Maracaibo, transformada después de su caída, y aun en distritos que se han industrializado con empuje tropical bajo las Administraciones Betancourt y Leoni. CCN es hoy el tercer partido de Venezuela y, si hubiera competido por la Presidencia, tal vez el primero.
El cuerpo electoral de este país parece ser el más joven del mundo: la natalidad es impresionante, el 55 por ciento de la población no tiene 25 años, se vota desde los 18. Muchos de los que escogieron la tarjeta pequeña de color rojo, con un indio en el medio, eran criaturas en tiempos de Pérez Jiménez. Este homenaje póstumo a la Dictadura no es otra cosa, probablemente, que la revelación al aire libre de ciertas capas sociales que ni siquiera interesan a los partidos, por su ínfimo nivel económico y cultural. Los partidos pagaron tributo al espejismo democrático que les muestra unos pueblos racionales y progresistas, como los que describen los manuales de instrucción cívica. Creyeron que el perezjimenismo había muerto con la Dictadura, lo ignoraron voluntariamente, y ese barro que no quisieron ver les salpica la cara.
Empero, también sería terrible creer en la cohesión de esa turbamulta, que más bien ha servido de cauce para la expresión de una protesta rudimentaria contra el sistema de partidos, el nauseabundo compadrazgo de la clase política; como nadie atacó a la falsa democracia con el propósito de superarla, esa gente no ha tenido otra salida que rebelarse contra la democracia, envileciéndola aún más.
Medio millón de tarjetas pequeñas para la CCN llegaron acompañadas de tarjetas grandes con el nombre de algún candidato presidencial, y está claro que sus dueños han preferido al de COPEI, cuya campaña eludió con tacto las alusiones a la Dictadura. No hay razones para sospechar que esos votos fueron negociados con emisarios de Pérez Jiménez; pero no es menos cierto que, debiéndoles el triunfo, Rafael Caldera, una vez instalado en Miraflores, se empeñará en retenerlos.
A propósito de estas cosas —una victoria tan ajustada, un Congreso opositor, las "malas compañías", la necesidad de retribuir favores electorales—, los humoristas políticos hablan de La Caldera del Diablo. Detrás de un estadista serio, culto, digno de confianza, aparece una realidad confusa, tenebrosa, tal vez incontrolable. Su hazaña de la semana pasada revestía contornos inesperados y dramáticos.

Un futuro incierto
Caldera recibió a Primera Plana, por tercera vez en el año, el jueves último, a las nueve y media de la mañana. El país seguía en calma, pero la tensión aumentaba en los círculos políticos, Barrios dijo el día anterior: "Creo que yo gané". Caldera había visitado el CSE, donde insistió en criticar el procedimiento de computación. Ahora, su ventaja era de 41.000 votos. Quedaban por escrutar más de 800.000 en el centro y occidente (regiones copeyanas), y menos de 330.000 en el resto de Venezuela, donde Barrios punteaba. "Sentémonos los dos, con nuestros técnicos —invitaba el socialcristiano—, a verificar las actas de los comicios."
Caldera, abogado de 52 años, tiene seis hijos a los que cría en su quinta El Tinajero, llena de pájaros y flores, situada entre las rocas andinas, a media hora de Caracas en automóvil. Vestía traje azul y estaba más delgado, quizá por efecto de la fatigosa campaña electoral. Subió a la amplia terraza, donde las santa ritas propiciaban una grata sombra, y un camarero de chaqueta blanca y corbata negra servía refrescos a los visitantes.
Después saludó a un fraile de raída sotana, bajo la cual asomaban sus zapatones gastados: esa escena podría ilustrar los primeros tiempos de COPEI, cuando el flamante partido no tenía más adeptos que ciertos universitarios de la mejor sociedad y algunos curas rurales. Y, por fin, el candidato y el periodista bajaron a una salita con una gran jaula en un rincón: decenas de jilgueros cantaban y brincaban.
Sereno, con sonrisa tocada de leve ironía, advirtió: "Se ha formado un nudo, ¿sabe?" ¿Dónde está el nudo? "En alguna parte. Hay alguien que retiene los resultados. Las actas que llegan al CSE se procesan inmediatamente, pero el telégrafo no las transmite todas con la misma rapidez. Tal como van las cosas, faltando por escrutar el doble de votos en el centro y occidente, deberían llegar dos actas de esa región por una de las otras. Y no es así. Hablé con el. Ministro de Comunicaciones: me dijo que el flujo de información era demasiado copioso para los seis canales telegráficos; se habrían atascado. Pero yo, al retirarme, observé que uno de los canales estaba inactivo."
—Si es una maniobra, ¿qué se pretende?
—Crear la falsa impresión de un triunfo de la candidatura oficialista, para después impugnar el resultado final, si la diferencia resulta escasa.
—Sin duda. Alcanzará de 100 a 150.000.
—La ley electoral venezolana permite que un candidato gane por un solo sufragio, aunque sus contrincantes, todos juntos, tengan el 70 o el 75 por ciento. ¿No es peligroso ser Presidente con tan frágil mayoría?
—Se ha discutido si convenía exigir mayoría calificada, sea a través de un desempate por el Congreso —lo que da lugar a toda clase de componendas—, o bien a través del sistema francés de ballotage. No hubo acuerdo, tal vez porque nunca se vieron
con tanta claridad como ahora los inconvenientes del sistema en vigor. Se necesitaría una enmienda constitucional en éste y otros puntos.
—¿Propondría usted, como Presidente, la reforma de la Constitución?
—En el programa de mi partido no está previsto. Tal vez sea prematuro reformar una Carta sancionada en 1961. Sin llegar a eso se puede acordar por ley que la elección de Presidente no coincida con la del Congreso. Esta se haría antes y permitiría a los partidos orientarse mejor en la siguiente.
—¿Admite la Constitución un plebiscito o la disolución del Congreso, para que el pueblo conceda al Presidente, si lo desea, una mayoría que le permita gobernar?
—Desgraciadamente, no.
—Eduardo Frei dijo hace poco que se arrepentía de no haber apelado al pueblo contra un Parlamento que lo ató de pies y manos. ¿Usted también se arrepentirá de sufrir un desgaste irremediable?
—Habría que conocer la situación concreta.
—¿Parece que su ventaja sobre Barrios es menor que el aporte de votos perezjimenistas a su candidatura?
—Nadie puede asegurarlo.
—Los legisladores socialcristianos ocuparán apenas el 25 por ciento de los escaños. ¿Tendrá usted que formar un Gobierno de coalición?
—Es muy posible.
—¿Le gusta el toreo?
—Mucho. No me pierdo corrida.
—Pues, esta vez el torero tendrá que ser usted, doctor Caldera.
—O el toro —se rió.
—La eventual participación de Cruzada Cívica Nacionalista en el Gabinete no le asegura a usted la mayoría suficiente. ¿Ha pensado, de todos modos, en recurrir a ese grupo?
—No he pensado en solicitar la cooperación de nadie. Estoy en una situación muy extraña. Ya no soy candidato y todavía no soy Presidente electo. Cuando el dilema se haya aclarado, reflexionaré sobre las alianzas.
—¿Qué quiso decir el pueblo venezolano el 1º de diciembre?
—Esa es la cuestión.
Por la noche, el margen de Caldera volvía a estrecharse hasta unos 28.000 votos; el viernes, mientras sonaban disparos en Caracas, la incertidumbre llegó a su límite: durante casi todo el día no hubo cómputos y crecieron los rumores sobre un inminente golpe militar.
La renuncia del Ministro de Defensa, general Ramón Florencio Gómez, y su abrupto viaje a los Estados Unidos —para operarse, según el parte oficial— tornaron irrespirable la ya viciada atmósfera política. Por fin, luego de 16 horas de silencio, él CSE entregaba su informe: Caldera seguía adelante, con 25.000 sufragios más que Barrios.
El sábado decreció la tensión y juró el nuevo Ministro, general Carlos Soto Tamayo, Aunque faltaba contar el 9 por ciento, Caldera aparecía ya como el vencedor definitivo. En ese instante comenzaron sus problemas: tendrá un Congreso adverso y quizá ni siquiera la coalición de los dos grandes partidos te proporcione la mayoría.

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Rafael Caldera
El vencedor

Gonzalo Barrios
Gonzalo Barrios


 

 

 

 

 

 

Venezuela 1968
La apoteosis democrática

Prieto
Prieto, sin AD, sin dinero

Pérez Jiménez
Pérez Jiménez

Burelli Rivas
Burelli Rivas

 

 

 

 

 

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