Revista Periscopio
02 de diciembre de 1969 |
"Ayudé a reunir unas cuarenta a cincuenta personas. Había
hombres, mujeres, niños recién nacidos. Los hice agacharse. El
teniente vino y me dijo:
—¿Sabes lo que hay que hacer con ellos, verdad?
Yo respondí: Sí, señor. Creí que se trataba simplemente de
vigilarlos. El teniente volvió diez o quince minutos después y me
preguntó:
—¿Cómo, no los mataste todavía?
Le dije que creí que sólo tenía que cuidarlos, que no sabía que él
quería que los matase. Me gritó:
—¡No! ¡Los quiero muertos!
El teniente, entonces, retrocedió unos cuantos metros y empezó a
disparar. Me pidió que hiciera lo mismo. Entonces, yo también empecé
a disparar. Disparé unos cuatro cargadores. Debo haber matado a diez
o quince."
Fue el 16 de marzo de 1968, en la aldea My Lai (provincia de Quang
Ngai), 502 kilómetros al Noreste de Saigón, en Vietnam del Sur. El
ex soldado Paul Meadlo, 22, padre de dos hijos, relataba estos
acontecimientos ante las cámaras de televisión de la ABC, sin que la
voz le temblara. Su testimonio directo —el primero que conocían los
Estados Unidos sobre un crimen de guerra que ha soliviantado a la
opinión internacional— se añadió, el martes pasado, a una semana de
revelaciones, ajetreos y condenas.
Es cierto que toda guerra es un crimen, y que la de Vietnam lo es
aún más: la potencia del siglo, sin causa justificada —las causas,
al menos, que se esgrimieron para segar millones de vidas entre 1939
y 1945—, invade un país extranjero de décima categoría, le impone su
dominio, arrasa sus campos y ciudades. Pero el asesinato de civiles
indefensos no sólo carece de perdón: es un gesto de cobardía, una
ignominia.
Hasta los norteamericanos belicistas recibieron la noticia con
estupor. El Gobierno lleva un lustro explicándoles que los militares
de la República, esos GI a quienes el Cardenal Spellman llamaba
"soldados de Cristo", luchan en Vietnam por defender la libertad y
la justicia, los dos elementos que enaltecen al ser humano. De
pronto descubren que sus valientes boys de casco y uniforme verde
grisáceo son iguales a los odiados vietnamitas a quienes el mismo
Gobierno juzga indignos de permanecer sobre la Tierra.
Sin embargo, el caso de My Lai no hubiera surgido a la consideración
pública si no fuese por un norteamericano, Ronald Lee Ridenhour, 23,
estudiante de Letras en la Facultad de Claremont (California). El
parte oficial expresa que la XI Brigada de Infantería Ligera,
"apoyada por artillería y helicópteros, atacó temprano la población
de My Lai. Los contactos efectuados durante la mañana y las primeras
horas de la tarde dejaron un saldo de 128 enemigos muertos, 13
sospechosos detenidos y 3 fusiles capturados". No indica si los
"enemigos" eran civiles o combatientes v a nadie le extrañó que tan
crecida lista de bajas tuviese tan poca relación con el número de
armas secuestradas en My Lai (un villorrio fortificado, dependiente
de la localidad de Song My, al cual los mapas del Ejército de USA
denominaban Pinkville, Ciudad Rosada, por sus casas de ladrillo).
Ridenhour, que en marzo de 1968 servía como ametralladorista de
helicóptero, no presenció la masacre; supo de ella a través de sus
camaradas y desde ese instante quedó sin sosiego. Desmovilizado en
diciembre último, luego de cumplir un año de conscripción, inicia en
su hogar de Phoenix, Arizona, una pesquisa epistolar. Doce soldados,
que le piden seguir en el anonimato, ensanchan los detalles que
posee; el sargento Michael Bernhardt, testigo de los homicidios,
aunque no participó de ellos, se ofrece a Ridenhour para declarar
ante quien sea.
Con los antecedentes reunidos escribe una carta de 2.000 palabras,
que envía en marzo de 1969 al Presidente Nixon, a los Secretarios de
Estado (Rogers) y Defensa (Laird), al jefe del Estado Mayor Conjunto
(general Wheeler), a media docena de legisladores y a 20
funcionarios. "Si ustedes y yo creemos de verdad en los principios
de justicia en que está fundado este país —señalaba Ridenhour—,
debemos urgir una amplia investigación pública de este oscuro y
sangriento asunto."
No le prestan demasiada atención. Tal vez porque la XI Brigada ya
había levantado un sumario, sin "hallar prueba suficiente que
justifique la continuación de las averiguaciones". Sin embargo, el
ronroneo de algunos parlamentarios y hombres de Gobierno llevan al
Secretario de Estado, Stanley Resor, a exigir nuevos datos. A
mediados de noviembre, agentes de la División de Investigaciones
Criminales del Ejército visitan las cuatro aldeas que componen Song
My y encuentran fosas comunes en tres lugares separados, además de
un zanjón lleno de cadáveres. Su estimación es de 450 a 500 muertos.
El proceso cobra notoriedad hace dos semanas, cuando el fotógrafo de
la unidad que operó en My Lai, Ronald L. Haeberle, 28, publica
varias imágenes de la masacre en The Plain Dealer, un diario de
Cleveland (la serie completa es adquirida por la revista Life). El
lunes 24, en fin, el Ejército ordena la formación de una corte
marcial para el teniente primero William L. Calley (hijo), 26, como
responsable del asesinato de 109 civiles, y el sargento David
Mitchell, 29.
Calley, que en junio último fue trasladado de Vietnam a la enorme
base de Fort Benning, en Georgia, debía ser licenciado en octubre,
dos días antes de pasar a retiro; el Alto Mando lo acusó del
genocidio y lo retuvo en las filas. Ahora se encuentra en libertad
bajo palabra, a la espera de que sus cinco jueces lo interroguen
(será en enero, al parecer ) y dicten sentencia.
SENDEROS DE GLORIA
Quang Ngai es, en Vietnam del Sur, la región más asolada por la
violencia. Míseros, hambrientos, sucios, los habitantes son
conocidos por su valentía; los comunistas dominan la provincia desde
la Segunda Guerra Mundial (cuatro generales norvietnamitas y el
Canciller de Hanoi nacieron allí), y sus planicies costeras albergan
las evoluciones del Vietcong, que siempre mantuvo el control de la
zona.
La principal fuerza enemiga de los irregulares, en Quang Ngai, ha
sido la División Americal (creada en 1942, en el Pacífico), la mayor
del Ejército norteamericano, con 23.000 efectivos. En marzo de 1968
acababa de llegar a Vietnam, a cargo del general Samuel Koster, hoy
Superintendente de la Academia de West Point.
La Compañía C (del Primer Batallón, 209 Regimiento, XI Brigada de
Infantería dependiente de la División) es enviada, al mando del
capitán Ernest Medina, 43, padre de tres hijos, a una posición
cercana a My Lai, donde con otras dos Compañías integra el
"Contingente Barker", afectado a las tareas de search-and-destroy
(búsqueda y destrucción) inventadas por el general Westmoreland y
que apenas lograron aumentar las bajas norteamericanas y sembrar el
terror —o el napalm— entre los campesinos survietnamitas.
En la segunda semana de marzo, 1968, la Compañía C ha perdido un
tercio de sus 120 soldados. "Los muchachos hervían de indignación",
recuerda el sargento Michael B. Terry, 22; tanto, que un día
golpearon a una mujer y uno de ellos puso fin al castigo disparando
sobre la víctima, hasta eliminarla. La mañana siguiente, el 16,
según órdenes cuyo origen es todavía incierto, la unidad emprende la
marcha hacia Pinkville; antes de partir, Medina informa a sus tropas
—de acuerdo con revelaciones del sargento Bernhardt— que deben
destruir el villorrio, sus pobladores y el ganado.
A las 6 comienza el ablandamiento con morteros y artillería; a las
siete, los helicópteros desembarcan a los efectivos. Uno de los tres
pelotones de la Compañía C, el que dirige Calley, asalta la aldea,
mientras los dos restantes tienden un cerco exterior. Do Hoai, 40,
un ex labrador de My Lai que vive ahora en el centro de refugiados
de Truong An, cuenta:
—Cuando aparecieron los norteamericanos, nos obligaron a agruparnos
en tres sitios. Entonces, tiraron contra nosotros. Yo caí entre unos
cadáveres, sin haber recibido ni una bala, y así pude salvarme. En
los otros caseríos hicieron lo mismo.
Otro sobreviviente, Do Chuc, 48, quien asegura que le asesinaron una
hija y un hijo, añade:
—Mi familia estaba tomando el desayuno cuando llegaron los
norteamericanos. No dijeron nada, no explicaron nada: simplemente,
nos fusilaron: Muchos pedían clemencia, inclusive un monje, pero de
nada les valió.
El sargento Bernhardt, que se negó a empuñar las armas contra los
habitantes, calcula en 100 la cifra de muertes (el Senador demócrata
Stephen Young opina que fueron 700; los delegados comunistas a la
conferencia de París, 1.200). Coincide con el fotógrafo Haeberle,
quien agrega esta descripción del holocausto: "Un soldado disparó
contra dos chicos, de 4 ó 5 años. Le dio al menor, y el otro se echó
encima para protegerlo. El soldado volvió a disparar seis tiros y
remató a los dos. Vi también a otros camaradas tirando al mismo
tiempo contra la cabeza de una mujer; los pedazos de huesos saltaban
por el aire". Lo más increíble: Bernhardt y Haeberle sostienen que
no había en My Lai ningún guerrillero.
La semana pasada, miembros del Senado y la Cámara baja repudiaron el
genocidio. El miércoles, el Secretario Resor habló en secreto ante
las Comisiones de Fuerzas Armadas de las dos salas del Congreso, y
exhibió una serie de diapositivas. El Diputado Leslie Arends
abandonó la audiencia, nauseado; el Senador Daniel Inouye, después
de ver las imágenes, se declaró "enfermo". Olvida que todo el
Parlamento norteamericano ya estaba enfermo: en 1964 dio carta
blanca a Lyndon Johnson para tomar represalias en Vietnam, una
decisión tras la que se escudó el Presidente a fin de lanzar la
escalada sin declarar la guerra, esto es, sin solicitar permiso al
Congreso, que tampoco se resistió nunca a votar los enormes gastos
de la contienda.
Resor admitió la culpabilidad del Ejército en el genocidio; también
el Presidente Nixon, en un comunicado del 26, en que deplora la
matanza y promete justicia. Se ignora, no obstante, qué oficial
superior impartió la orden de acabar con My Lai. El jueves, el ex
soldado Richard Pendleton, 22, echaba más leña al fuego, al confesar
a un diario de Richmond (California) que el 16 de marzo de 1968 vio
a Medina abatir un niño con su pistola.
Cierta prensa norteamericana trata de diluir el efecto de estas
revelaciones advirtiendo que el Vietcong se halaga con peores
orgías: en lo que va de 1969, sus guerrilleros habrían ejecutado a
5.754 civiles. Esta noticia proviene, desde luego, del Ejército de
USA: ¿quién puede creerle? Con todo, ¿no se ha cansado Washington de
afirmar que el Vietcong es una organización de salvajes? El episodio
de My Lai es el más grave en la historia de esta lucha, pero no el
único; quizá convenga tener presente que en 1945, los pobladores de
Hiroshima y Nagasaki también eran civiles. H. DE C.
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foto de Ronald Haeberle |
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Calley
Meadlo - Ridenhour |
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