Yalta
veinte años después

 


los tres grandes en la conferencia de Crimea
(al fondo, Kruschev)

Roosevelt y Stalin: Sin testigos

En el palacio de Livadia: Una de las ocho sesiones plenarias

El mundo atlántico cambia de eje

 

En el verano de 1964, 70 millones de europeos y norteamericanos se tostaban en el Mediterráneo, de la Costa del Sol, en España, a la de Falero, en Grecia. Era el más imponente rito hedonístico de todos los tiempos. Desde 1960, la cifra global de turistas aumenta anualmente por tercios. Las vacaciones pagadas y los cochecitos compactos aparecieron hace tiempo en el horizonte mental de obreros y empleados, pero no parecía fácil obtener de la áspera clase patronal francesa, por ejemplo, que cerrase fábricas, comercios y oficinas por todo un mes, en homenaje a la obsesión estival de la mano de obra y la clientela.
Aun más improbable se suponía el abandono eufórico de las recias tradiciones —ahorro, previsión, austeridad— que distinguieron a los pueblos de Europa. A nadie le espanta ya volver de las playas con los bolsillos vacíos. Algunas estaciones de servicio se transforman, por unos días, en sucursales del Monte de Piedad: los automovilistas que retoman sin dinero para la gasolina dejan en depósito relojes, ruedas de repuesto, anillos, documentos de identidad, material de camping y hasta cochecitos de niño. Hace poco, ellos mismos habrían calificado de "bárbaros" a quienes se comportaran de ese modo: ahora, su primera preocupación, al regreso, fue alistarse para la próxima ola de huelgas que debían restaurar la maltrecha economía familiar.

Un nuevo estilo de vida
Un excelente puesto de observación para escrutar este fenómeno era, a mediados de 1964, la isla de Ischia, frente a Nápoles. No fue menos impresionante, a la vista del grand ensemble de Sarcelles, cerca de París, admitir que la imagen de Francia —símbolo, por mucho tiempo, de senectud, escepticismo y esterilidad— había cambiado radicalmente, como si otro pueblo habitase su antiguo territorio. Otro tanto sucede en los demás países de Europa, sin omitir a Yugoslavia, Polonia y Rumania.
En verdad, no son los mismos pueblos de la Segunda Guerra Mundial. Hecho decisivo, en estos veinte años emigró del campo a las ciudades una parte apreciable de la población —del 20 al 40 por ciento, según los casos— sin someterse a restricciones demasiado angustiosas en punto a servicios públicos. Los campesinos fueron a parar, desde luego, a barracas de material precario (bidonvilles en Francia y en Italia), pero la antigua clase media de provincias se trasladó a los luminosos suburbios de las grandes ciudades, construidos a la vera de algún complejo industrial, con su escuela y su supermarket.
Europa se está "americanizando", no hay duda. En ese aséptico cuadro habitacional no podrían vivir, por ejemplo, los franceses de otro tiempo, cuya morosa vida interior sublimaba una desesperada molicie: según parece, para eliminar 'la nausee' de Antoine Roquentin, bastaba con transformar la arquitectura de Rouen; tal vez el sistema de desagües, nada más.
Justamente, en esas ciudades sin memoria habitan matrimonios jóvenes que practican la regulación de nacimientos, una vasta clase media de profesionales y hombres de negocios formados en excelentes escuelas técnicas. No es raro encontrarse con un director de banco de 28 años o con ingenieros casi adolescentes que el lunes toman el avión para dirigirse a su trabajo en alguna nación de África, y retornan el viernes a pasar el fin de semana con los suyos. Estos muchachos ya no escriben versos ni hacen el amor en las plazas, como los franceses de una generación anterior. Le han tomado el gusto al trabajo con el mismo entusiasmo con que buscan el descanso en el
mes de agosto: el trabajo por sí mismo, dicen, y por el bienestar que procura; es una nueva forma de vivir, confiesan. Raymond Cartier admitió que son más inteligentes y más cultos que sus padres y sus abuelos. 
No es sólo la nueva burguesía: muchos habitantes de esos mismos inmuebles son obreros de fábrica, y no hay manera de distinguirlos. Ellos también manejan su auto. Ya no dedican el domingo a jugar a las bochas y fastidiar al señor cura: se lanzan por los caminos, llevan a sus hijos al mar o a la montaña. Los obreros de menos de 30 años no se sienten miembros de la clase llamada a "realizar la filosofía'': tienen conciencia de pertenecer a la clase media. Aceptan trabajar más tiempo —y más duro si es necesario—, porque esperan una paga que ya no los confina en la simple subsistencia. Antes, los sindicatos bregaban por la semana de 40 horas; ahora, los trabajadores consideran la semana da 50 horas como algo normal, y en la construcción no es inusitada la de 60. El desempleo es inexistente, salvo en sus reductos tradicionales de España, Italia v Grecia, donde ha disminuido mucho. El resultado es, en toda Europa, a pesar del verano y las huelgas, un aumento anual del 3 al 7 por ciento del producto bruto.
La tercera novedad consiste en la inmigración a Europa. No ya la de obreros españoles e italianos hacia Alemania o Bélgica, que era transitoria, sino la radicación de africanos, asiáticos y antillanos en las antiguas metrópolis. Sus países de origen, ahora independientes, inician un largo y penoso camino; superar la anarquía, convertirse en naciones de verdad, iniciar el despegue, ha de costarles varias generaciones; los más audaces se embarcan —aprovechando la doble ciudadanía— hacia Francia o Inglaterra. A costa del desarraigo, abrevian el tránsito hacia la vida moderna: la quieren para sus hijos, para sí mismos.
Esta sorprendente invasión de Europa por gente de los países tropicales se podía apreciar, por ejemplo, en la fea y hosca ciudad inglesa de Smethwick, cerca de Birmingham. Allí, más del 10 por ciento de la población es de color: indios y pakistanos, naturales de Kenya o Uganda, jamaiqueños y trinitarios. Son familias enteras que conservan su atuendo, las costumbres, y envían ahorros a la aldea. Les están reservadas las tareas más humildes, las más pesadas; así y todo viven mucho mejor que antes; decididamente, ahora tienen un futuro, ambiciones, una quisquillosa sensación de dignidad. Discriminación existe, desde luego, cuando no la agresión racista de atolondradas pandillas juveniles. No importa; vinieron para quedarse y, con el tiempo, su negrura palidecerá. Una mirada de desprecio, de asco, de horror, los sigue a todas partes; pero ellos pisan fuerte y meten miedo a las exangües viudas de los coroneles del Imperio.
Hay más. Véase la deslumbrante Autostrada dal Sole, que este año entró en servicio: por ella, los industriosos italianos del Norte bajan raudamente hacia las costas risueñas. También se inauguró el túnel del Monte Blanco, por donde ascenderán hacia los centros financieros del mundo. En poco tiempo, otro túnel cruzará el Canal de la Mancha. Una red gigantesca de oleoductos lleva petróleo ruso hasta el corazón del continente.
La vida se prolonga: en las áreas desarrolladas, la expectativa normal comienza a ser de 70 años. Los próximos 35 años duplicarán la población del planeta. Cunde el hambre en ciertas regiones, pero no consigue frenar la proliferación; se cierne sobre ellas la amenaza malthusiana, pero no sobre la humanidad en conjunto. Providencialmente, en el mismo instante en que la población parecía adelantarse a la producción, el hombre descubre una energía que siempre se regenera y, por otra parte, sale al espacio cósmico.
La brusca expansión demográfica y la extensión de la vida; la urbanización, el urbanismo; las grandes obras que alteran la geografía; la implantación de la física nuclear y la astronáutica, en los usos corrientes, completan la visión recogida por el viajero de 1964. Estos factores se suman a la "americanización", con su hedonismo de masas: a la descolonización, con su trasiego de poblaciones; al vértigo de la tecnología; a la automatización y a las nuevas técnicas de dirección de empresas. Todo cambia, y cada cambio estaba previsto; todo gira, se mueve hacia un orden cuyo misterio ha sido develado. Es un nuevo estilo de vida, el estilo del siglo XX; bueno o malo, no importa; inevitable.
Quizá no lo sepan el profesor alemán que veraneaba en Ischia, el joven banquero de Sarcelles y el camionero africano que se estableció en Smethwick: su mundo tiene apenas veinte años. Tampoco lo adivinaron Roosevelt, Stalin y Churchill, pero ese mundo nació en Yalta, donde ellos, después de firmar un simple comunicado, se despidieron con tres presurosos apretones de manos, el domingo 11 de febrero de 1945.

El reparto del mundo
Los instrumentos diplomáticos, por lo común, dirimen cuestiones del pasado; todo lo más, estabilizan el equilibrio de fuerzas del presente. Pero los acuerdos de Yalta anticipaban, de alguna manera, las formas del futuro.
El mundo salía de una guerra total; entre las ruinas materiales yacían viejas estructuras sociales que perduraban desde siglos atrás. En toda Europa la clase dirigente, convicta de su capacidad histórica —cuando no deshonrada por la traición—, corría a refugiarse en una espesa inconsciencia hecha de literatura, cine, psicoanálisis y erotismo; nacía el play boy. Políticamente, el mundo era un caos informe, tal como asoma en el Génesis. Esos acuerdos fueron los primeros materiales desprendidos del caos. La trinidad reunida en Yalta no tenía nada de sagrada, pero también pronunció una especie de 'fiat lux'. Viejos estadistas endurecidos por años de ejercicio del poder absoluto estaban fatigados, y tal vez no ansiaban sino descansar, dormir, paralizar el tiempo. Pero estaban haciendo la historia como siempre la hacen los hombres: sin conocerla.
Las técnicas de la previsión científica se han desarrollado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hasta salir de ella, todo vaticinio era un salto en el vacío. Pero justamente fue en el fatídico decenio del 40 cuando todo se transformó, y no ya en las dimensiones, sino en la esencia. La política sufrió cambios cualitativos, concomitantes con el nacimiento de la atomística y la astronáutica. Quedaron proscriptas de la vida real la revolución comunista y la restauración del orden capitalista, dos utopías simétricas, dos conmovedores anacronismos.
No se pretende que una conferencia haya fraguado la sociedad de nuestros días. No ha sido su causa eficiente, sino un factor más; en todo caso, su traducción más precisa al lenguaje político. Los tres ancianos, reunidos en un balneario de Crimea, no entendían sancionar un estatuto para la comunidad internacional, ni legislar para todo el siglo XX. Ellos mismos, que perseguían objetivos egoístas, y cuyas previsiones hoy soportan difícilmente el ridículo, habían sido arrebatados por un torbellino, sacudidos, cegados por su demoníaco furor. Estos pasmosos cambios latían en las vetas más oscuras de la historia, y necesitaron dos guerras mundiales para manifestarse: sobre todo necesitaron el siniestro detonante de Hiroshima, su nacarado relámpago.
No fue, como se cree generalmente, una conferencia preliminar de paz. Los acuerdos de Yalta no hicieron sino resumir todas las convenciones diplomáticas de tiempos de guerra y, antes de aquella reunión postrera, ya habían sido determinados por la situación estratégica. En febrero de 1945, se trataba esencialmente de definir un "modus vivendi" para la ocupación del vacío militar que estaba por producirse. ¿Qué atribuciones tendrían los jefes sobre el terreno? ¿Qué directivas impartirles? Churchill había introducido el concepto de las "áreas de acción", contra el criterio -aún predominante, pero sin duda quimérico- de la responsabilidad conjunta; aceptado ese concepto, sin asomo de resistencia por Roosevelt y Churchill, ellas se convirtieron naturalmente en "áreas de influencia", y de ello vino a resultar la partición del mundo.
Yalta lo repartió, y es ingenuo oponer objeciones morales a la necesidad. Los vencedores cometieron, sin duda, más de un abuso de confianza con otros pueblos, cuya suerte fijaron imperiosamente. Pero la idea de que un estadista se debe a la humanidad no es sino una precaución retórica, cuanto más sincera más útil a quienes sirven en realidad los objetivos de su propia nación. Los hombres de Yalta no pueden ser juzgados sino desde el punto de vista de los intereses históricos que estaban a su cuidado, y sólo el tiempo dirá si, subsidiariamente, esos intereses son propicios o no al florecimiento de la civilización. Churchill dijo una vez que la fuerza, la libertad y la riqueza de su país traen los mismos beneficios al resto del mundo. Es una honrada convicción que cada hombre comparte.
Los Estados Unidos se convirtieron en la primera potencia del mundo; es deshonesto pretender que ello ha sido casual, no una conquista de la inteligencia política. Rusia satisfizo casi todos sus objetivos nacionales y salió de la guerra con la fuerza necesaria para evitar que sus nuevos aliados la privaran de las conquistas que se había procurado cuando el pacto germano-soviético dejó a su merced el sistema de Versalles, impuesto a los rusos tanto como a los alemanes. Gran Bretaña sufrió las consecuencias inevitables de su alianza con dos potencias extra-europeas y anticoloniales. No podía ser una sorpresa para Churchill: él siempre tuvo presente que, sólo podría triunfar gracias a la sangre rusa y a la industria norteamericana.
Media Europa para él, la otra mitad para Stalin. En el Asia próxima se mantenía la línea divisoria entre los dos imperios. Roosevelt era el árbitro, y por ese servicio recibía el Lejano Oriente, aunque tolerando alguna penetración soviética. En todo caso, Gran Bretaña fue desalojada sin miramientos del área del Pacifico, antaño reservada a su flota y a sus cónsules. No se fijaba el status de China ni el de África: obviamente, los ingleses debían estrecharse para dejar sitio a sus primos de ultramar, que ya los habían desplazado también de América latina (salvo en la cuenca del Plata, donde se concedía un plazo para la liquidación). En todas partes fue Inglaterra la que debió pagar los daños.
Pero el futuro era aún más sombrío, y ello se vio en 1948, cuando los Estados Unidos, abandonada toda ficción de arbitraje, apartaron de Europa a su principal aliado (doctrina Truman para Grecia y Turquía); y aun con mayor diafanidad en 1956, cuando rusos y norteamericanos vetaron la expedición a Suez. En el primer caso fue el gabinete de Londres el que propuso la sustitución: la misión de cerrar el acceso de la URSS a los mares cálidos excedía claramente sus medios. En el segundo se le notificó con crueldad que la era de la colonización había expirado.
La ironía de la suerte se sirvió de un hombre que tan orgullosamente encarnaba el pasado, para que comandase a un valeroso pueblo —y a la más sórdida clase dirigente— en una guerra que sería fatal a Gran Bretaña y que, a la postre, sólo tendría para ella una justificación moral. "No he venido a ser primer ministro de Su Majestad —repetía Churchill— para presidir la liquidación del Imperio británico." Esa fue precisamente la tarea que le estaba reservada, y la cumplió a satisfacción de todo el mundo.

Yalta y la guerra fría
Era conforme con todos los preceptos del saber político que cada potencia interpretase con el máximo rigor las concesiones recibidas y tratase de restituir a la vaguedad primitiva sus propias concesiones. Tampoco cabe extrañarse si fue Churchill quien comenzó inmediatamente la crítica de los acuerdos para imputar a ellos, no al desarrollo de la guerra, el desvalimiento en que había quedado Gran Bretaña. La crítica a Yalta coincidió con la guerra fría, fue una necesidad de ella.
Surge así la leyenda de un Churchill lúcido, previsor, que en vano trató de prevenir al idealista Roosevelt contra el astuto Stalin. El presidente estaba gravemente enfermo, incapacitado, judíos y masones se disputaban la dirección de su espíritu, y entre sus asesores pululaban los agentes del Kremlin. Imbuido del "progresismo" de los años treinta —que efectivamente nutrió a su mujer y a sus hijos—, era proclive a los designios planetarios del comunismo. Así se habría consumado la "traición a Occidente".
En la perspectiva de la guerra fría, era insensato impugnar esta imagen de Yalta. Si la cruzada contra el nazismo no fue sino el preludio de una cruzada anticomunista, todos aquellos que en la primera etapa se entendieron con los rusos eran, objetivamente, agentes del enemigo. Esta execrable lógica, inherente a la rígida y voluntariosa conciencia bolchevique, se trasladó, con pasmosa facilidad, al ámbito intelectual y político de los Estados Unidos, rico y diverso. Era la hora del maccarthysmo. En 1950 se envolvió en un caso de espionaje al diplomático Alger Hiss, miembro de la delegación norteamericana en Yalta; condenado a cinco años de prisión —pena irrisoria si un funcionario de semejante nivel es realmente espía—, más tarde fue rehabilitado silenciosamente. A través de él se trató de golpear, en realidad, al difunto Hopkins, al general Marshall y al almirante Leahy, los verdaderos consejeros de Roosevelt.
La coexistencia fue adoptada por los Estados Unidos como política de base a partir de la firma del tratado de proscripción parcial de los ensayos nucleares (Moscú, 1963). El maccarthysmo está vencido, en el nivel oficial, desde 1952 gracias a los esfuerzos del presidente Einsenhower, y repudiado expresamente por el electorado en la persona de Goldwater. El nuevo camino de perspectiva hace figurar a Marshall, Byrnes, Acheson, Dulles, los jefes de la política exterior que contuvo la expansión comunista, poco menos que como criminales de guerra. Esto es igualmente arbitrario y emocional. Quizá sea ambicioso pretender que las necesidades de la política exterior no ofusquen el juicio crítico, no cohíban la libre discusión ni conduzcan a la ignominia de los procesos falseados. En la URSS, sin duda, esa esperanza es prematura. Pero la patria de Winston Churchill —del hombre que, frustrada en Yalta su victoria, emprendiera al día siguiente la campaña revisionista— fue un vigoroso ejemplo, aun en los años de más encendida pasión y riesgo.
Cuando nuestro futuro sea pasado, cuando la coexistencia haya apurado su sentido último —que no puede ser sino la transformación recíproca y selectiva de ambos regímenes—, un historiador sereno probará, tal vez, que Yalta y la guerra fría no eran sino dos momentos igualmente necesarios de una misma política.
Es verdad que durante la guerra, Roosevelt y Stalin se entendieron mucho mejor entre sí que cualquiera de ellos con Churchill. Nada más natural, puesto que tenían no pocos intereses comunes. No eran ideólogos. Alienados en el poder que investían —el poder es de naturaleza maravillosamente satánica y subyuga a sus favoritos—, proseguían las empresas históricas que habían emprendido Pedro I y los Padres Fundadores.
Democracia, comunismo, son mitos que inflaman la imaginación de los pueblos, pero los estadistas inspirados no permiten que otros hombres —los que no viven en la historia— les dicten sus actos. Un siglo más, y ambas palabras habrán sido olvidadas como tantas otras que, después de perder su alma —su contenido ideal—, se han transformado en cosas: monarquía, república, socialismo. Los conservadores de todo el mundo, amedrentados por la rebelión de las clases insatisfechas, pretenden que el gobierno de los Estados Unidos los ampare indefinidamente; a su vez, los oprimidos, impotentes, buscan la protección de Moscú, mañana la de Pekín. Todo gobierno serio se servirá, para sus propios fines, de estos aliados insolventes y los negociará cada vez que les convenga. ¿Por qué habrían de servir a fines ajenos? Esto no es inmoral: es apenas justo.
Era claro que la tarea de Roosevelt debía cumplirse en dos tiempos: primero, ayudar a los rusos a desplazar al Imperio británico de la dirección de los asuntos mundiales; segundo, aprovechar los restos del poderío inglés en su propia confrontación con Moscú. Si él preveía el cambio de frente o no, es una cuestión bizantina. Probablemente no hubiera atomizado al Japón, como su sucesor; habría encontrado, quizá, algún medio menos inconveniente a la imagen moral de su país para demostrar a los rusos —no otro fue el objeto de esa operación— que el equilibrio militar se había roto en favor de los Estados Unidos. En todo caso resulta candorosa la obsesión antibritánica de Elliot Roosevelt, el autor de 'Así lo veía mi padre'. No comprendió que si en tiempos de guerra, cuando había que desmontar a Gran Bretaña de sus viejos privilegios, su padre amaba al "tío Joe", más tarde se aceptaría con gratitud la ayuda del "viejo Winnie" para defender esos privilegios —es decir, la civilización occidental—, que entre tanto habrían cambiado de titular. Era la única línea de conducta para los Estados Unidos. ¿Roosevelt no lo comprendía?. Entonces su pueblo buscaría otro jefe.
Si el dictador estaba en su derecho —era su obligación para con Rusia—al cobrar, sin piedad, su precio por el papel eminente que cumplió su pueblo en la destrucción del nazismo, la guerra fría fue indispensable para disuadir a Stalin de nuevas conquistas. Sin la "política al borde de la guerra", cuyo teórico fue John Foster Dulles, la coexistencia no hubiera sobrevenido. Ambas partes jugaron con milimétrica maestría.
Vistos así, los acuerdos de Yalta delimitaron sabiamente el campo para la "estrategia de la paz" —fórmula de John Kennedy— que aplicarían en el futuro. Hasta las formas más exasperadas de esa lucha —el maccarthysmo, el zhdanovismo— se ciñeron a esos límites, subrayados en 1949 por la paridad nuclear. La victoria final del realismo político consistió en que ambas potencias, después de soportar durante veinte años las incitaciones de sus irresponsables secuaces en el exterior, de sus iracundos jefes militares y de sus demagogos, tendieron un hilo rojo desde un despacho del Kremlin a otro de la Casa Blanca.
En estas dos décadas, la vigencia de los acuerdos de 1945 fue constante, aunque no aparente. Kruschev lapidó a Stalin, Churchill se desquitó con Roosevelt, y ciertamente los vencedores de Yalta estarán condenados por una o dos generaciones en la conciencia de la humanidad. Pero el teléfono rojo no lo instalaron ellos, y allí está.
continúa

El condominio mundial
Si Churchill hubo de soportar un ostracismo de muchos años después de sus desaciertos navales de la Primera Guerra Mundial, sus dos amigos, en el mismo lapso, se mantuvieron ferozmente aferrados al poder. Uno triunfó sobre el más selecto núcleo de criminales intelectuales; el otro, sobre su invalidez corporal.
Estos hombres aparecieron en circunstancias dramáticas. En ambos países, dos gangrenas —la revolución, la especulación financiera— habían calado hasta el tuétano. Roosevelt y Stalin inmunizaron cada sistema contra su propio exceso. En un caso, unas gotas de socialismo reanimaron el capitalismo; en el otro, el ahorro forzado sustituyó la insuficiente iniciativa privada. Realistas, indiferentes a toda ideología, salvo su poder de propaganda, uno logró sobornar —empresa inverosímil— a todos los desposeídos, y el otro descubrió, por primera vez en la historia, cómo "conservar" una revolución. El Welfare State y el aburguesamiento de la sociedad soviética prosiguen, incontenibles, más allá de los límites que ellos les fijaron.
Cumplida su obra, ello los tornó figuras del pasado. No les quedaba nada por hacer. Sus sucesores, con criterio antihistórico, estimaron hábil repudiarla. Intentaban hacerse cargo del activo y desentenderse del pasivo. Roosevelt pasará por ingenuo: es una mentira piadosa; y Stalin, por un terrorista vesánico: no es toda la verdad.
La fuerza de estos dos hombres no residía, como la de Churchill, en la elocuencia. Encarnaban a los dos pueblos cuya primacía en el siglo XX había vaticinado Tocqueville un siglo atrás (ver recuadro). Aún no habían hallado los dos mitos de que iban a servirse para conquistarla. Pueblos mesiánicos, que se conciben cargados de una misión histórica, esa cualidad justifica a sus propios ojos su nacionalismo —ardiente y desesperado el uno, el otro con toda la insolencia de lo obvio—, que adquiere así una fuerza titánica. Jóvenes optimistas, con un activismo que se multiplica en la tecnología, están enlazados por una misteriosa correspondencia que se revelo gracias a un azar histórico: el suicidio político de Europa, entre 1914 y 1939. Fueron los primeros en sobreponerse a la crisis del individualismo y nos conducen a la de la masificación, acaso más aterradora, si los viejos pueblos escépticos no atinan con una nueva síntesis tal que humanice el progreso. Rusos y norteamericanos penetran juntos —y mañana lo harán solidariamente— en fantásticos planos de la realidad: en lo infinitamente pequeño —el átomo— y en el espacio sideral.
En Yalta, estos pueblos hicieron un acto de fe y ello les abrió el camino hacia el condominio mundial. Se puede demostrar que sus jefes fueron audaces o frívolos, que estaban mal informados, que se reservaban un ancho margen de error. Querían ganar tiempo, acabar rápidamente. A uno lo acechaba la muerte, el otro entraba en la fase delirante de su megalomanía. Los consejeros de ambos tenían razón en sus reservas: desde luego, ellos encarnaban el sentido común. La desaprensión de dos hombres fue la forma en que el futuro se dejó adivinar por la humanidad.
La coexistencia sería impuesta más tarde por el arma atómica, pero los vencedores de 1945 ya habían comprendido la necesidad de la hegemonía compartida. La hegemonía exclusiva es una quimera. No se puede recordar sino con sarcasmo, o tal vez con ternura, el sueño romántico de Hitler, que la pretendía para un pueblo que no contaba con el 10 por ciento de la energía y la siderurgia mundiales. Con su suicidio, tres meses después de Yalta, se eliminó de un mundo demasiado complejo para él; un mundo en el cual quien no aprenda a compartir el poder será destruido.
Casi simultáneamente, ese mundo se iluminaba en Álamo Gordo. El día en que el hombre lo pudo todo, un saludable pánico lo embargó. La omnipotencia engendró la autolimitación. Era tal vez la primera operación racional de veras que el hombre se permitía desde el Renacimiento; paradójicamente, en la desaforada carrera hacia el conocimiento científico, todo había sido instintivo.
Esa omnipotencia y esa autolimitación están presentes en la letra de los acuerdos de Yalta; más claramente, en su espíritu. Un poder capaz de limitarse ya escapa de la maldición clásica que lo forzaba a crecer hasta estallar, a concentrarse hasta destruir la vida a su alrededor. Ya es inteligente: sabe transformarse para no perecer. Por encima de su oposición estratégica, las dos naciones están condenadas a entenderse por la necesidad de mantener el equilibrio entre sí y, frente a los demás, el duopolio nuclear. Pierden, por fricción, sus perfiles más pronunciados, y cada día se parecerán más, probablemente.
Es ingenuo, sin embargo, suponer que la historia se orienta hacia un orden perfecto e inmutable, como podrían creer los 70 millones de turistas que se solazaban en las arenas doradas del Mediterráneo a mediados de 1964.
El reposo es una ilusión retrospectiva: los hombres no lo conocieron nunca. Ahora que alcanzaron el poder de autodestrucción total, deben aprender a administrarlo. Ese aprendizaje no puede ser sino empírico. Sólo el peligro constante, con su pavor irracional, podía lograr que el hombre superase su interés racionalmente entendido; sólo la combinación de ambos elementos podrá habilitarlo, quizás, para una suerte de suprarracionalidad histórica.
El progreso nunca ha sido homogéneo, y los antagonismos interiores a cada bloque —el de la URSS con China, con Rumania; el de los Estados Unidos con Europa, sobre todo con Iberoamérica— son cada vez más rudos a medida que se esfuma el conflicto más aparente. Cede el antagonismo ideológico entre las superpotencias, pero se exaspera la agitación del mundo subdesarrollado. Y si bien parece controlada, casi con certeza, la posibilidad de un holocausto universal, de todos modos las tensiones sociales y nacionales buscan salida; si no en el mundo exterior, la hallarán dentro del hombre, transformándolo, minando su naturaleza inhuma.
Esta formidable aventura comenzó en 1945 y estaba implícita en los acuerdos de Yalta. 
9 de febrero de 1965
PRIMERA PLANA

recuadros de la nota
La profecía del conde de Tocqueville
Hay actualmente sobre la Tierra dos grandes pueblos que, partiendo de razas diferentes, parecen adelantarse hacia la misma meta: son los rusos y los anglo-americanos.
Los dos crecieron en la oscuridad, y en tanto que las miradas de los hombres estaban ocupadas en otra parte, ellos se colocaron en el primer rango de las naciones y el mundo conoció casi al mismo tiempo su nacimiento y su grandeza.
Todos los demás pueblos parecen haber alcanzado, poco más o menos, los límites trazados por la naturaleza y no tener sino que conservarlos, pero ellos están en crecimiento; todos los demás están detenidos, o no adelantan sino con mil esfuerzos; sólo ellos marchan con paso fácil y rápido en una carrera cuyo límite no puede todavía alcanzar la mirada.
(...) Para alcanzar su objeto, el primero (USA) descansa en el interés personal y deja obrar, sin dirigirlas, la fuerza y la razón de los individuos. El segundo (Rusia) concentra en cierto modo en un hombre todo el poder de la sociedad. El uno tiene por principal medio de acción la libertad; el otro, la servidumbre.
Sus puntos de vista son diferentes, sus caminos son diversos; sin embargo, cada uno de ellos parece llamado por un designio secreto de la Providencia a sostener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo.
ALEXIS DE TOCQUEVILLE: La democracia en América, 1853. Fondo de Cultura Económica, México, 1957, pág.. 421-2.


Ocho días que rehicieron al mundo
Lo conferencia de Crimea —ésta fue su designación oficial— comenzó el domingo 4 de febrero de 1945; concluyó el domingo siguiente. Sólo una vez se habían reunido los "tres grandes": en Teherán, noviembre de 1943. Entonces se trató específicamente sobre asuntos de estrategia; ahora correspondía afrontar los problemas políticos que implicaba el fin de la guerra, ya inminente. Los rusos ocupaban Prusia oriental, atravesaban el Oder; los ejércitos de Eisenhower habían llegado a la orilla del Rhin. Hitler pasaba su jornada en un sucucho de cinco metros cuadrados, en el subsuelo de su Cancillería. No saldría de allí sino el 30 de abril, suicida, en hombros de un ayudante que empapó de nafta cu cadáver.
Fue preciso elegir Yalta porque Stalin, comandante en jefe de sus tropas, no podía alejarse de Rusia. Ello irritó a Churchill: ninguna conferencia interaliada —fueron más de diez— se había celebrado en Londres. También disgustó a los norteamericanos por el esfuerzo que el largo viaje impuso al presidente Roosevelt, cuyo mal estado de salud era evidente. Moriría en "Warm Springs" dos meses después, el 12 de abril.
Las delegaciones se hospedaron en tres palacios zaristas: el de Livadia para los norteamericanos, que eran no menos de 400; los ingleses, más de 200, en el de Vorontsov, y los rusos en el de Koreis, a mitad de camino entre sus huéspedes. Las sesiones plenarias, que fueron ocho, se efectuaban en el vasto salón de baile de Livadia; los ministros de Relaciones Exteriores y los jefes de estado mayor deliberaban por la mañana, o durante el almuerzo, en los otros palacios.
Fue una reunión extraña. No se levantó reseña alguna de los debates; no hay actas aprobadas por las tres partes. "La conferencia más importante de la historia —escribe Arthur Conte— no habrá dejado otros textos oficiales que algunas frases de su comunicado final y algunas páginas de su protocolo secreto" (referente a la entrada de Rusia en guerra con el Japón). Sólo los militares tomaron algunas notas, sometidas a aprobación en la sesión siguiente. En cambio, se cuenta con el relato de Churchill y los de seis miembros de la delegación norteamericana: Stettinius, Byrnes, Harriman, Hopkins, el almirante Leahy y el general Deane. Estos testigos coinciden, en su mayor, parte, principalmente en sus famosas descripciones de los tres banquetes, con sus brindis homéricos y las frecuentes pendencias entre Stalin y Churchill, jocosamente arbitradas por Roosevelt. Hubo, además, varias entrevistas privadas entre dos de los tres estadistas, y alguna de ellas, como la final entre el norteamericano y el ruso, tuvo, al parecer, un interés verdaderamente histórico. Charles Bohlen, intérprete de Roosevelt, estaba presente; hoy es el principal experto del Departamento de Estado en asuntos soviéticos, pero aún no reveló el tenor de aquella conversación.
Muerto el presidente, estallaron en los Estados Unidos críticas apasionadas a su actitud en Yalta: virtualmente fue acusado de traidor por haber concedido 3 votos a la URSS en las Naciones Unidas, territorio chino y nipón para obtener la participación rusa en la contienda del Lejano Oriente, y —se dijo— media Europa al comunismo. En este último punto, la verdad es que el destino de Europa oriental y central quedó sellado mucho antes, cuando se dejó a Stalin solo frente a Hitler por espacio de tres años. La polémica fue ruidosa, apasionada, en tiempos de la guerra fría. La realidad de la coexistencia obliga a situar la conferencia de Yalta en otra perspectiva.