Revista Gente y la
Actualidad
26.11.1970 |
64 AÑOS, DERMATOLOGO DE FAMA MUNDIAL Y JEFE DE UNA DINASTIA
DE MEDICOS, COMIENZA SU TRABAJO A LAS 8 Y TERMINA A LAS DOS
DE LA MADRUGADA; SU HIJO Y SU NUERA SON TAMBIEN
ESPECIALISTAS EN PIEL, Y HASTA SU NIETA, DE 9 AÑOS, YA HA
HECHO ACERTADOS DIAGNOSTICOS SOBRE EL TEMA. UN GENIO QUE HA
SOLUCIONADO INNUMERABLES Y DIFICILES CASOS DE PIEL Y PELO.
Su voz apenas se escuchaba a través de la puerta
entreabierta del servicio de dermatología. El murmullo de la
gente que se encontraba en los pasillos era cada vez mayor.
Y no era para menos: cuatrocientos treinta y siete enfermos,
desde las seis y media de la mañana, formaban largas filas
en el primer piso del Hospital Israelita. Cada una de ellas
tenia un numerito en su mano y nosotros éramos la excepción.
Hasta que una vocecita femenina hizo un singular anuncio por
un pequeño altavoz:
—Los señores de la revista GENTE pasen por la puerta número
1, el doctor Kaminsky los espera.
Era la primera vez que nos invitaban a hacer un reportaje de
esa forma, y al pasar la puertita que nos habían indicado,
al mismo tiempo que sentíamos clavadas en nuestras espaldas
furiosas miradas, el propio Kaminsky se encargó de darnos
una explicación:
—Si no lo hacían así, iban a tener que esperar hasta las
seis de la tarde por lo menos. Usted me hace las preguntas y
yo, mientras tanto, sigo atendiendo a los pacientes. ¿Está
de acuerdo?
Por supuesto, no le podíamos contestar negativamente. La
nota había que hacerla, y el único sitio en que el
especialista número uno en piel del país nos había dado como
posible era allí. O sea, en su ambiente, entre sus enfermos,
entre sus colaboradores. Casi, por así decirlo, en su
segundo hogar, al que llega todos los días desde hace
cuarenta años en su poderoso Ford Fairlane que deja
estacionado sobre la calle Terrada. Entonces ya se introduce
en su consultorio y nunca sabe a qué hora va a terminar.
—Mi trabajo diario se puede dividir en tres etapas. Acá,
luego en el Alvear y después en mi consultorio particular.
Empiezo a trabajar a las siete de la mañana y hay días en
que nos quedamos con mi esposa trabajando en casa hasta las
dos de la madrugada. Ella es la responsable de cualquier
éxito que me haya tocado en la vida. Sin su compañía, sin su
colaboración, sin su apoyo, no hubiese llegado a obtener
nada útil. Es una mujer excepcional, es mi mejor
"secretaria" y me acompaña a todas las reuniones y congresos
científicos. A veces me pongo a pensar detenidamente en todo
lo que hace y pienso que ha sido más importante en mi vida
que mi misma profesión.
Desde el principio de la charla todo fue bastante sencillo.
Kaminsky sin querer apartarse de su profesión quiso
hablarnos también de su otra vida, de la que le toca vivir a
diario con ella. Su voz no sube de tono en ningún momento de
la conversación, sus gestos son amables y la sonrisa nunca
se le borra de la cara. Solamente cuando enciende uno de los
veinte cigarrillos mentolados que fuma por día y entonces si
su cara adquiere una expresión distinta. A veces se olvida
de atender al paciente que tiene enfrente de él porque se
entusiasma con la conversación.
—Doctor, ¿recuerda el primer paciente que atendió?
—Sí, era una enferma de eccema que cuando le di de alta me
regaló un paquete de cigarrillos Reina Victoria y una caja
de fósforos, que los tengo guardados.
Se queda mirando al suelo, tal vez recordando aquellos años
de su juventud. No dice nada por unos momentos y vuelve a
encender otro cigarrillo. El ambiente se impregna de tabaco
mentolado.
—En realidad fumo poco, no más de un atado por día. Pero
también tengo temporadas que dejo el cigarrillo porque soy
uno de los tantos que creen en el daño que produce el
cigarrillo.
Mira su reloj de oro, hace veinte minutos que está hablando
con nosotros, se fija en el montoncito de consultas que
tiene para todo el día y nos mira con un gasto como diciendo
"qué hacemos". Le pedimos entonces, por las dudas, que nos
cuente un poco su vida. Nos dice que nació en Trelew, de
padre ucraniano, que a los veinte años se recibió de médico
en la Facultad de Medicina y que en equipo ha presentado más
de setecientos trabajos médicos ante distintas sociedades
científicas.
—Mucha gente me adjudica méritos a mí, pero todo se debe al
trabajo en equipo que venimos realizando desde muchos años.
En nuestro país, por suerte, tenemos muy buenos
dermatólogos, que nos han dado un lugar de gran importancia
entre los restantes especialistas del mundo.
Una de sus colaboradoras se le acerca, le formula una
consulta. Le dice que lo haga pasar al enfermo, que lo va a
atender él. El señor se sienta en una sillita, le explica
que tiene un problema en la piel desde hace muchos años. Y
ahí entonces resalta el trato del doctor Kaminsky con sus
pacientes: la palabra de aliento, el "quédese tranquilo que
todo se va a solucionar y usted va a salir curado". Y cuando
lo despide le da la mano.
—Al enfermo la gusta que uno le dé la mano, lo hace sentir
ante su médico personal...
Estudió y se perfeccionó en Europa, es miembro de
instituciones dermatológicas europeas y latinoamericanas, y
varias veces presidente de asociaciones de su especialidad.
Fundó hace unos años una revista dermatológica.
Le dicen que un paciente lo quiere ver. Hacemos una pausa y
al ratito regresa.
—¿Sabe a dónde fui? Un enfermo me vino a ver después de
haberlo curado de una infección a la piel. Y quiso que viera
a toda su familia.. . Y no le podía decir que no...
—Doctor Kaminsky, ¿cuál ha sido la mayor satisfacción de su
vida?
—La satisfacción más grande de mi vida fue que mi hijo
Carlos Alberto trabajara conmigo y siguiera la carrera
docente de dermatología, igual que su mujer.
La conversación vuelve a su familia, a esposa, a su hijo, a
sus nietas. A Andrea, Claudia y Marisa; la primera, que
tiene sólo 9 años, hace ya doce diagnósticos dermatológicos.
. .
—Bueno, ¡era lo menos que se podía esperar con este "pedigree"
dermatológico. . .!
Por segunda vez volvió a consultar su reloj. Nos dimos
cuenta que nos habíamos pasado de hora. . . Él no nos dijo
nada, pero nosotros le propusimos continuar la nota al día
siguiente en su casa, en la calle Córdoba y Libertad.
A las cuatro y media del otro día nos atendía en el cuarto
piso de su confortable departamento. Su esposa se encargó de
abrirnos la puerta y de hacernos pasar al cuarto de todos
los días, "el de batalla..." Mientras esperábamos al doctor
Kaminsky nos hizo ver su inmensa colección, totalmente
archivada, con fotos, datos, diagnósticos y resultados de
todos los pacientes que ha venido atendiendo.
—Son miles y miles; tal vez cientos de casos que se han
atendido... —justifica ella.
Cuando le preguntamos si nos podría definir a su esposo, nos
contesta "si somos, acaso, detectives..." Pero en seguida lo
hace.
—Estoy orgullosa de él como hombre, como marido, como
médico. Todo lo encuentro bien en él. Sus mayores virtudes
son la bondad y la comprensión que da a sus enfermos.
Cinco minutos más tarde aparece el doctor Kaminsky,
enfundado en un guardapolvo corto, color celeste. Y lo hace
con la misma sonrisa y la misma expresión que tiene de
hombre bueno.
—De nuevo por acá. . . ¿Qué preguntas me va a hacer hoy?
Sonreímos, no le decimos nada. Observamos un poster de
España con una corrida de El Cordobés.
—¿Es cierto, doctor, que usted pasa la mitad del año entre
nosotros y el resto, prácticamente, en los Estados Unidos y
en Europa?
—Trato de ir al exterior la mayor cantidad de veces posible
que mi profesión me lo permite, pero siempre lo hago para ir
a reuniones y a países donde las investigaciones en clínica
dermatológica están muy adelantados. Es la única forma de
estar al día con los últimos acontecimientos de mi
especialidad.
—¿Ha seguido alguna técnica en su especialidad?
—No, simplemente la que recogí de mis estudios. O sea,
aplico la mía.
—Doctor, ¿ha atendido a gente muy importante?
—Piense que cualquier ser humano puede tener problemas con
la piel y que lógicamente se quieran curar. No acostumbro a
dar el nombre de mis pacientes y no me interesa la
publicidad de esto y menos aún que con mis enfermos se haga
publicidad. Eso es todo.
—¿Les gusta salir?
—No existen prácticamente las salidas para nosotros, no las
consideramos necesarias. Como nos pasamos todo el día
trabajando, cuando llega la noche no nos quedan muchas ganas
que digamos de salir. La mayoría de las noches las pasamos
hasta las dos de la madrugada estudiando los distintos casos
que se nos presentan. Por eso es que esperamos con muchas
ganas el veraneo para tomarnos un buen descanso. Pero este
año no iremos a Punta del Este, como lo hacíamos todos los
años, por temor a que les pase algo a los chicos.
Kaminsky hace un gesto con la mano, que también lo alcanza a
ver su esposa, y comprendemos dónde va a hacer. En su casa,
junto a ella y sus nietos.
—Doctor, ¿qué significa para usted la palabra miedo?
—Miedo-. . . que venga a verme un paciente y diga que se
siente mal...
Otra vez la sonrisa. Otra vez la mano tendida. Un diálogo
que volvía a interrumpirse, pero que tenía una razón de ser:
otro enfermo iba a ser atendido por el doctor Kaminsky, por
el especialista numero uno en piel, que no se asusta cuando
sabe que en un sólo día va a recibir cuatrocientos treinta y
siete enfermos y que nunca va a perder el sentido del humor.
Cuando nos despidió, desde la puerta de su casa, alcanzó a
hacer una advertencia al fotógrafo.
—Usted no se olvide de hacerse el tratamiento para la caída
del pelo. La próxima vez no quiero confundirlo con un
paciente...
Así es Kaminsky, nada espectacular, nada estruendoso.
Simplemente, un "mago argentino" de la medicina.
JORGE MONTI
Fotos: Juan Fernández.
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Kaminsky y su equipo: M. Lebenglik, David Gaidamak, J.
Kaplan, J. Fisbein, M. Kordon, A. Neiman, M. Knallinsky, A.
Aufgang, E. Escobar, R. Reznik, L. Sehtman, J. Gotlieg, J.
Gluzman, I. de Arcas y B. Sevinsky. También sus enfermeras
Dermatólogo Kaminsky
Con su esposa |
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Dermatólogo Kaminsky
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