Lo perfecto deslumbra, pero tiene que fatalmente pagar su precio
quien logra tal perfección. Berard deslumbró con sus
decorados y figurines y a pesar de tener su obra pictórica
misterio, originalidad y una voluntaria limitación de recursos,
que confiere a sus óleos rara elegancia, nunca fué considerado
por el público, que celebró por costumbre y convencionalismo una
expresión unilateral de su talento, anulando así una promesa
creativa tan auténtica como posiblemente fecunda. Brando se
identificó tan perfectamente y supo darle tanto verismo al
Stanley Kowalski del "Tranvía llamado deseo", que luego tuvo que
luchar varios años para poder demostrarle al público que la
ductilidad de su temperamento era tan inagotable como insólita.
Karinska, valor unánimemente respetado en París y Nueva York en
lo que concierne a factura de trajes escénicos, alcanzó tal
maestría en sus realizaciones, que de haber intentado un día
abrir una casa de modas hubiera caído seguramente en el más
ruidoso fracaso, promovido por quienes admiraron sus primeras
virtudes y que por sugestión, rutina, convencionalismo y pereza
se niegan a reconocer valores distintos que perturbarían el
encasillamiento al que tan afecto es el público internacional.
En Buenos Aires el empleo del vocablo perfecto va necesariamente
acompañado de incredulidad y sorpresa, sobre todo en cuanto a
realizaciones cinematográficas se refiere. Gran parte de los
espectadores adquieren sus entradas con un sentido de
resignación que conmueve. Van provistos con la misma pálida
esperanza con que se compran una corbata. Uno no va dispuesto a
elegir la más linda, sino la menos fea. Con este estado de ánimo
pudo verse el invierno pasado "El amor nunca muere", dirigido
por Luis César Amadori. Desfilaron decorados tan innecesarios
como poco convincentes; una actriz que, sin duda alguna, se
consagró internacionalmente tanto por su falta de ductilidad
como por su inoportuna arrogancia; en la segunda parte, Mirtha
Legrand, tan acicalada que parecía más bien una amiga de María
Antonieta, que por divertir a la reina se hubiera disfrazado de
planchadora, y luego la sorpresa, la revelación al girar los
batientes de una puerta. En su marco aparece Alfredo Alcón, y
súbitamente, los decorados, el diálogo, el desplazamiento de los
demás actores, es decir, todo el clima que intentó dar su
director se desvanece y lo reemplaza la atmósfera de irrealidad
y encantamiento que sugiere la entrada de este nuevo personaje.
Hasta ese instante una familia en verdad nada subyugante se
sofoca y se inquieta en medio de un decorado esforzadamente
suntuoso para calmar una sed muy humana: el dinero. Llega Alcón
y con él surge una arquitectura fantasmal y poética. Sí; una
casa lujosamente anodina de Buenos Aires conviértese bajo su
influjo en una quinta de Flores o Adrogué. Si la relación entre
el canto del hornero y las mañanas, entre las enredaderas y su
sombra, entre la brisa que se origina en los largos pasillos y
las diosas exuberantes y rosadas, que detuvieron las nubes que
las tranportaban por el cielo raso del vestíbulo y felices
agradecen al destino que organice corrientes de aire para que
sus gasas se refresquen, se hiciera visible a nuestros ojos, si
todos esos imponderables llegaran a condensarse, construirían
una efigie muy semejante a la de Alcón. Porque él es el
adolescente que deambula sin descanso por las quintas
abandonadas, es el fantasma al que nutrieron profesoras de piano
tristes, solitarias y románticas, llevándole una vainilla en el
interior de sus manchones las mañanas frías, es el príncipe al
que las colegialas tímidas y soñadoras dejaron la mitad de una
manzana con sigilo y prudencia a través del cerco del jardín y
es el ángel al que arrojan los reseros un pan por encima de la
verja, cuando de regreso a la estancia llevan sobre la grupa del
caballo sus teleras. Por eso solo un director con el talento de
Buñuel o con la demiurgia de un Cocteau descomercializado (Le
sang d'un poete) podría proveer a este personaje el marco que
reclama. Pero ¿esta virtud no irá en detrimento de sus
futuras actuaciones? Si la providencia nos regaló una aparición
reconfortante y mágica en el invierno de 1955, época de terrible
asfixia, ¿no la substraerá cuando ya no juzgue necesaria la
acción de un paliativo? Anoche vi "Las manos sucias" en el
Politeama, noble realización de Narciso Ibáñez Menta y verdadero
desagravio a Sartre, después de haber visto tan equivocadamente
interpretada "La putain respetuese". Alcón fué un personaje
apasionado, idealista e inmaduro, tal como Hugo Barin desea
verse encarnado. No reniega del personaje del film, pero lo
olvida y lo hace olvidar. Por esto no hay riesgo alguno en que
el público pueda empeñarse en seguir viendo en él al espectro de
"El amor nunca muere". Pero en los palcos vacíos me pareció oír
deliberar intensamente, y luego en la escena al apagarse la luz
y girar el decorado, vislumbré fantasmas que rondaban inquietos
como próximos a recuperarlo a un mundo intangible y rebosante de
lirismo. Arturo Jacinto Álvarez Revista Mundo Argentino
30.05.1956
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Alfredo Alcón |
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