Alfredo Alcón
El peligro de la perfección
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Lo perfecto deslumbra, pero tiene que fatalmente pagar su precio quien logra tal perfección.
Berard deslumbró con sus decorados y figurines y a pesar de tener su obra pictórica misterio, originalidad y una voluntaria limitación de recursos, que confiere a sus óleos rara elegancia, nunca fué considerado por el público, que celebró por costumbre y convencionalismo una expresión unilateral de su talento, anulando así una promesa creativa tan auténtica como posiblemente fecunda.
Brando se identificó tan perfectamente y supo darle tanto verismo al Stanley Kowalski del "Tranvía llamado deseo", que luego tuvo que luchar varios años para poder demostrarle al público que la ductilidad de su temperamento era tan inagotable como insólita. Karinska, valor unánimemente respetado en París y Nueva York en lo que concierne a factura de trajes escénicos, alcanzó tal maestría en sus realizaciones, que de haber intentado un día abrir una casa de modas hubiera caído seguramente en el más ruidoso fracaso, promovido por quienes admiraron sus primeras virtudes y que por sugestión, rutina, convencionalismo y pereza se niegan a reconocer valores distintos que perturbarían el encasillamiento al que tan afecto es el público internacional. En Buenos Aires el empleo del vocablo perfecto va necesariamente acompañado de incredulidad y sorpresa, sobre todo en cuanto a realizaciones cinematográficas se refiere.
Gran parte de los espectadores adquieren sus entradas con un sentido de resignación que conmueve. Van provistos con la misma pálida esperanza con que se compran una corbata. Uno no va dispuesto a elegir la más linda, sino la menos fea. Con este estado de ánimo pudo verse el invierno pasado "El amor nunca muere", dirigido por Luis César Amadori.
Desfilaron decorados tan innecesarios como poco convincentes; una actriz que, sin duda alguna, se consagró internacionalmente tanto por su falta de ductilidad como por su inoportuna arrogancia; en la segunda parte, Mirtha Legrand, tan acicalada que parecía más bien una amiga de María Antonieta, que por divertir a la reina se hubiera disfrazado de planchadora, y luego la sorpresa, la revelación al girar los batientes de una puerta. En su marco aparece Alfredo Alcón, y súbitamente, los decorados, el diálogo, el desplazamiento de los demás actores, es decir, todo el clima que intentó dar su director se desvanece y lo reemplaza la atmósfera de irrealidad y encantamiento que sugiere la entrada de este nuevo personaje. Hasta ese instante una familia en verdad nada subyugante se sofoca y se inquieta en medio de un decorado esforzadamente suntuoso para calmar una sed muy humana: el dinero. Llega Alcón y con él surge una arquitectura fantasmal y poética. Sí; una casa lujosamente anodina de Buenos Aires conviértese bajo su influjo en una quinta de Flores o Adrogué. Si la relación entre el canto del hornero y las mañanas, entre las enredaderas y su sombra, entre la brisa que se origina en los largos pasillos y las diosas exuberantes y rosadas, que detuvieron las nubes que las tranportaban por el cielo raso del vestíbulo y felices agradecen al destino que organice corrientes de aire para que sus gasas se refresquen, se hiciera visible a nuestros ojos, si todos esos imponderables llegaran a condensarse, construirían una efigie muy semejante a la de Alcón. Porque él es el adolescente que deambula sin descanso por las quintas abandonadas, es el fantasma al que nutrieron profesoras de piano tristes, solitarias y románticas, llevándole una vainilla en el interior de sus manchones las mañanas frías, es el príncipe al que las colegialas tímidas y soñadoras dejaron la mitad de una manzana con sigilo y prudencia a través del cerco del jardín y es el ángel al que arrojan los reseros un pan por encima de la verja, cuando de regreso a la estancia llevan sobre la grupa del caballo sus teleras. Por eso solo un director con el talento de Buñuel o con la demiurgia de un Cocteau descomercializado (Le sang d'un poete) podría proveer a este personaje el marco que reclama.
Pero ¿esta virtud no irá en detrimento de sus futuras actuaciones? Si la providencia nos regaló una aparición reconfortante y mágica en el invierno de 1955, época de terrible asfixia, ¿no la substraerá cuando ya no juzgue necesaria la acción de un paliativo? Anoche vi "Las manos sucias" en el Politeama, noble realización de Narciso Ibáñez Menta y verdadero desagravio a Sartre, después de haber visto tan equivocadamente interpretada "La putain respetuese". Alcón fué un personaje apasionado, idealista e inmaduro, tal como Hugo Barin desea verse encarnado. No reniega del personaje del film, pero lo olvida y lo hace olvidar. Por esto no hay riesgo alguno en que el público pueda empeñarse en seguir viendo en él al espectro de "El amor nunca muere". Pero en los palcos vacíos me pareció oír deliberar intensamente, y luego en la escena al apagarse la luz y girar el decorado, vislumbré fantasmas que rondaban inquietos como próximos a recuperarlo a un mundo intangible y rebosante de lirismo.
Arturo Jacinto Álvarez
Revista Mundo Argentino
30.05.1956

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