Revista Siete Días Ilustrados
19.04.1971 |
Pocas veces una estrella del mundo del espectáculo ofrendó,
a través de un reportaje, una Imagen tan clara, tan sincera:
ese mérito no corresponde sólo al hecho de saber, a
conciencia, cuál es su ubicación artística, cuáles son sus
atributos y sus flaquezas frente al público. Alfredo Alcón
demuestra, además, estar imbuido de una particular aptitud
para analizar -desde el punto de vista de un actor
comprometido con su país, sensible a sus problemas- el
actual momento del teatro argentino, los padecimientos de la
industria cinematográfica, las debilidades de la televisión.
Esta entrevista fue realizada por los Integrantes del
programa "Conteste, señor", de Canal 7 de Buenos Aires, y
propalado el 15 de marzo. SIETE DIAS reproduce ese diálogo
con expresa autorización de las autoridades de dicha
emisora.
—Señor Alfredo Alcón: usted se graduó en la Escuela Nacional
de Arte Dramático que dirigía Antonio Cunill Cabanellas;
usted ha realizado una intensa actividad como actor de
teatro, cine y televisión en su país y en el extranjero. En
teatro se recuerdan sus memorables interpretaciones en
Recordando con ira, Israfel y Romance de lobos. Usted ha
realizado más de diez películas; entre otras, Un guapo del
900, El candidato y Martín Fierro. En televisión usted se
presentó en Judith, Hamlet, Enrique IV y Calígula. Señor
Alcón, ¿usted se siente un actor popular?
—Sí.
—Señor Alcón: si usted tiene éxito en el país, ¿por qué se
va a trabajar al exterior?
—Me parece importante que los argentinos también trabajemos
afuera, que nos conozcan afuera, porque, al ir yo como van
otros, saben que aquí hay un cine, hay un teatro, hay
escritores, hay pintores, hay músicos. En general, nuestro
país tiene escasa repercusión en el exterior. Tenemos que
ser nosotros individualmente los que vayamos para que nos
conozcan un poco.
—Señor Alcón, ¿actuar en teatro en la Argentina no es actuar
para una minoría?
—Desgraciadamente, sí.
—¿El actor debe asumir un compromiso político?
—Por supuesto, creo que todos los hombres asumimos un
compromiso político. A quien no lo asume se lo hacen asumir
sin que se dé cuenta.
—Usted es un actor vigente y de éxito en el país. ¿Por qué
no hace teatro nacional?
—He hecho una sola obra de teatro nacional, Israfel, de
Abelardo Castillo, y estoy seguro de que no he hecho otras
porque no he encontrado la obra que me interesara hacer. Por
ejemplo, me hubiera gustado hacer El campo, de Griselda
Gámbaro, pero llamaron a otro actor. Ese sería un caso.
—Señor Alcón, usted tuvo en su infancia una decisión que
marca dos trayectorias distintas. A los 3 años sucede un
hecho que marca definitivamente su infancia y su vida toda.
¿Puede decirnos cuál es?
—Sí, la muerte de mi padre. Cambió mucho mi carácter. Ya lo
he contado muchas veces y no quisiera hacer de esto una
historia triste. Pero cuando en la escuela se preguntaba a
los chicos el nombre del padre, los chicos lo decían. En
cambio, yo tenía que decir fallecido y me parecía hacer una
declaración de debilidad.
—¿A qué escuela fue? ¿Era una escuela del Estado?
—Sí, era una escuela del Estado. Yo vivía en el límite,
entre la provincia y la Capital, entre Liniers y Ciudadela.
Yo vivía en Ciudadela, pero iba a una escuela de la Capital,
a dos cuadras de mi casa.
—Quiere decir que tuvo contacto con niños de su edad que
vivían en un nivel social determinado. ¿Eso le sirvió de
algo en su carrera futura?
—Supongo que sí. Hay un hecho que para mí fue bastante
importante. Un día se me rompieron los zapatos y tuve que ir
a la escuela con zapatillas y eso me dio mucha vergüenza.
Supongo que debe haber sido la primera vez que me di cuenta
de que había gente que tenía muchos zapatos y yo tenía un
solo par.
—¿Era usted huraño y solitario?
—Huraño no, porque era bastante hipócrita. Si me parecía que
tenía que hacerme querer expresamente por esa sensación de
debilidad que tenía, no expresaba mucho lo que sentía de
verdad. Era muy amable, muy cariñoso, pero donde yo
verdaderamente me sentía feliz y cómodo era en la soledad.
—Usted Ingresó en una escuela secundaria, en una escuela
particular incorporada al industrial. ¿Qué trayectoria hizo
ahí?
—Muy mala. Era muy mal alumno, estudiaba en el industrial
una carrera que no tenía ningún sentido para mí, pero se
suponía que un hijo de hogar humilde tenía que estudiar una
carrera práctica. Yo quería estudiar filosofía y letras,
pero todo el mundo me aconsejaba que eso no era para mí; no
era para la clase social a la que yo pertenecía. Por lo
tanto, me mandaron a estudiar al industrial y, por supuesto,
era muy mal alumno. Nunca pude llegar a ser nada. Los
ejercicios prácticos que tenía que hacer me los hacía mi
abuelito.
—De chico, ¿usted trabajó alguna vez?
—No; trabajaba mi madre por mí. Trabajaba en una fábrica
textil.
—¿Y su madre advirtió cuál era su vocación?
—Sí. Yo jugaba en la azotea de mi casa, casi siempre a
solas, sin público. Hacía teatro, hacía ceremonias
religiosas y no sabía bien qué era. Me ponía la ropa que
estaba arriba para ser lavada, me disfrazaba de sacerdote,
supongo, y hacía ceremonias con bichitos que encontraba
muertos. Yo era bastante loquito.
—¿En qué momento de su evolución usted siente como una
vocación esto que ha terminado siendo el eje de su vida?
—Más o menos a los 14 ó 15 años. A los 8 años tengo un
recuerdo que creo que me marcó bastante. Me llevaron a ver a
Carmen Amaya. Esto sería en el año 1939 ó 40. No me acuerdo
tanto de lo que hacía Carmen Amaya, que supongo que era
sensacional, pero me acuerdo del ámbito del teatro y de la
gente, del público. Estaba como viendo algo que solamente
estaba pasando en ese momento y que nunca más iba a pasar.
Había una sensación de milagro en la sala, no era que la
gente aplaudiera continuamente, pero había un temblor muy
especial que esta mujer podía producir en la platea. Y me
dio muchas ganas de poder hacerlo yo también algún día.
—¿Usted tuvo un maestro a esa edad?
—No, a los 8 años, no.
—¿Y a los 16?
—Entré en el Conservatorio, pero primero tuve a Blanca de la
Vega y después a Pablo Achiardi, quien me enseñó muchísimo.
El director de la escuela con quien estuve dos años
estudiando fue don Antonio Cunill Cabanellas, mi primer gran
maestro de teatro y además un hombre extraordinario que me
hizo mucho bien como persona.
—Antes de ingresar usted a la Escuela Nacional de Arte
Dramático, ¿cuál era su ídolo como actor?
—A mí me gustaba mucho y me sigue agradando —claro que
trabaja poco— una mujer: Bette Davis. Recuerdo que en mi
casa me daban plata para ir a un cine que era el más barato.
En Liniers había dos cines. En el cine más caro daban La
carta, película de Bette Davis, y me faltaban 30 centavos
para poder entrar; los pedí a la gente que pasaba por allí;
me los dieron y entré.
—¿Usted se ha psicoanalizado?
—No, ¿por qué?
—De alguna manera, a raíz de esta pregunta: ¿qué concepto
tiene usted del psicoanálisis?
—A la gente que conozco y que se ha psicoanalizado le ha
hecho muy bien. Pero como no tengo experiencia práctica, no
puedo hablar con seriedad de estas cosas.
—Insisto en la pregunta que se le hizo. ¿Por qué no se ha
analizado?
—No lo hice porque pienso que no me hace falta.
—¿Usted tiene prejuicios respecto de su pasado?
—¿Prejuicios?
—Sí, ¿de algún modo no tiene prejuicios de esa infancia en
que le faltaban 30 centavos para ir al cine más caro?
—Bueno, no sé si son prejuicios. En todo caso, me dieron
ganas de que yo y todos los chicos tuviéramos 50 centavos
para ir al cine que uno quisiera y no 30. Pero no es un
prejuicio sino una necesidad positiva.
—En la Escuela Nacional de Arte Dramático, usted señaló que
el director era Antonio Cunill Cabanellas. Yo quisiera que
se demorara en Antonio Cunill Cabanellas y nos signifique
qué importancia tuvo en su formación actoral y por qué.
—Cunill era un mago del teatro, era un gran maestro. Uno de
los recuerdos más lindos que yo tengo de él como profesor es
el de que un día nos había hecho hacer una escena con mucho
movimiento y de pronto, nos dijo: "Ahora vamos a hacer otra
cosa, vamos a sentarnos en dos sillas y hacer lo mismo, pero
moviéndonos por dentro." Esas palabras —moverse por dentro—
para mí fueron como el abrirse de muchas ventanas adentro
mío y me quedó muy grabado. Me sirvió de mucho y me sigue
sirviendo. Podría hablar horas de todo lo que aprendí de él.
EL CORAJE Y COMO LOGRARLO
—Alcón: observando su carrera, a cualquiera puede llamarle
la atención la poca frecuencia con que usted actúa, sobre
todo en el teatro, pero también en el cine y en la
televisión. Y a través de esa escasa frecuencia de sus
actuaciones, también la selección particular de determinados
personajes, casi todos heroicos, de ¡un gran contenido
dramático, casi todos trágicos, que parecería son de su
predilección. ¿Qué significa esto respecto, en primer lugar,
a no entregarse más frecuentemente a la actividad, y en
segundo término, a las nuevas corrientes teatrales, en las
cuales es el autor y no el actor la gran estrella?
—Empiezo a contestar por el final. Yo cuando doy la obra no
pienso que soy la estrella. Por eso me interesan,
precisamente, los grandes autores. Cuando hice Valle Inclán,
lo que yo pensaba era que estaba haciendo Valle Inclán. El
público iba a ver a Valle Inclán; es decir que si
determinada gente me iba a ver a mí o a determinado sector
de la compañía, era secundario. Lo importante era que iba a
vernos a nosotros haciendo Valle Inclán. En cuanto a que
trabajo poco, supongo que debe ser porque pienso que el
actor tiene que hacer lo que tiene realmente necesidad de
hacer. A un escritor no se le pide que escriba cuatro libros
por año; se lo deja trabajar y trabaja cuando tiene ganas de
hacerlo, cuando tiene realmente necesidad de decir algo,
cuando encuentra un tema que le preocupa y le interesa. Creo
que a nosotros nos tendría que pasar lo mismo.
Desgraciadamente, muchas veces no se puede hacer esto porque
urgencias económicas o miedo a perder nombre o popularidad
por no trabajar determinan que de pronto hagamos más cosas
que las que deberíamos hacer.
—A propósito, ¿usted cree que el actor argentino se prodiga
demasiado, que trabaja demasiado?
—En general, sí, pero no porque tengan ellos ganas de
hacerlo. Yo he hablado con actores que trabajan mucho y de
diez, ocho están deseando trabajar poco y hacer lo que les
interesa. Lo que pasa es que los sueldos no son altos y la
gente tiene que trabajar más de lo que realmente necesita
por dentro.
—Alcón, ¿usted cree que respondió a las expectativas que se
forjaron sobre usted a partir de aquella famosa gran
interpretación suya en Recordando con ira?
—Yo tengo mis dudas. No tanto me preocupan las expectativas
que los demás tenían sobre mí, sino las que tengo sobre mí.
Una de las cosas buenas que creo que tengo es que me
pregunto continuamente dónde estoy, qué estoy haciendo y por
qué lo estoy haciendo. Ese es otro de los motivos por los
cuales trabajo poco. Creo que no he respondido a las
expectativas, pero entiendo que tengo mucho tiempo para
responderlas. Hace dos o tres años que estoy empezando a
responder a esas necesidades, a esas expectativas, a esas
ilusiones que yo tenía cuando hice 'Recordando con ira'. De
todas maneras, en aquella época trabajaba poco, pero no
tenía tanto coraje para decir que no. Ahora, tengo más. Me
quedo sin trabajar un año y me quedo contento.
—Además del coraje para decir que no, ¿no tiene apremios
económicos?
—No, no tengo apremios económicos. Como no tengo grandes
necesidades económicas, tampoco tengo necesidad de ganar
mucha plata. El departamento donde vivo lo estoy pagando, y
no lo digo con tristeza; lo estoy pagando porque me gusta
mucho el departamento. Era el momento en que tenía que
comprar un departamento y lo compré. Estoy muy contento,
pero no lo terminé de pagar. Por ejemplo, si tuviera tres
departamentos y dos casas en Punta del Este tendría que
trabajar más para pagar todo eso.
—¿A usted le interesa hacer teatro experimental en las
nuevas vanguardias del teatro?
—Sí, siempre que sea un teatro popular. Creo que hoy en la
Argentina, y puedo decir en América latina, lo que tenemos
que hacer es un teatro para las mayorías, no un teatro para
las minorías. Creo que debe existir ese teatro de ensayo
para las minorías que ya lo saben todo. Pero creo que
nosotros tenemos que hablarles a los que no saben. Nunca se
dice nada nuevo. Si lo que se dice no lo tiene uno ya
adentro, por más que se lo diga es imposible aprender nada.
No creo que se aprenda nada. Se reafirma uno lo que sintió o
pensó. Cuando uno lo escucha por un gran autor, dice:
"Caramba, yo esto lo había sentido. Y ahora me doy cuenta de
que es verdad, porque si lo dice este señor debe ser
verdad". Creo que hay que hacer un teatro así. 'Romance de
lobos' creo que era una obra popular porque todo el mundo
entendía qué quería decir, iba hacia lo irracional, era un
golpe en las tripas, como quería Valle Inclán que fuera el
teatro; que tuviera la fuerza, la violencia, la sangre de
una tarde de toros, para usar sus palabras. En cambio, el
teatro intelectual, difícil de entender, de búsquedas
exquisitas, me parece que está muy bien, pero no es lo que
yo quiero hacer.
—¿Usted considera que el teatro a través de los clásicos
también es un teatro alambicado que no puede ser entendido?
—No, Shakespeare es un autor popularísimo. Es un autor que
cualquier persona sin la menor cultura, esa cultura que se
aprende en los libros, puede entender, sentir y gozar.
—¿Cómo se compagina esta idea sobre el teatro popular y un
teatro para la mayoría frente a su respuesta sobre por qué
no interpreta obras de autores nacionales? Usted mismo dijo
que la única que hizo hasta ahora es Israfel, de Abelardo
Castillo; curiosamente no tenía nada que ver con un tema que
podamos llamar nacional. ¿Es que nuestro teatro, nuestros
autores, no son nacionales y populares?
—No basta ser argentino para escribir un teatro nacional. En
este momento, hay dos autores que me interesan muchísimo:
Gámbaro y Gentile. Ese es el tipo de teatro que me interesa.
El teatro fotográfico, realista, me parece que está muy bien
que se haga, pero a mí no me interesa. Y no creo que sea
popular, por otra parte.
—¿Cuál cree usted que ha sido su mejor interpretación en
teatro? Es decir, la obra en que se ha sentido más cómodo.
—En los ensayos de Romance de lobos me sentía muy cómodo.
—¿Por qué habla de los ensayos y no de la puesta en escena
de la obra?
—Porque después creo que perdí la intimidad, la verdad que
tenían los ensayos. La próxima vez que haga teatro pienso
hacerlo en una sala chica. Es una experiencia que no he
tenido y que me hace falta tener. Al llegar a la imponente
sala del teatro San Martín me da miedo de que yo no le
llegue a la gente y me siento como achicado y todo eso que
me sale con verdad lo agrando por ese miedo a que no llegue.
Es una cosa sobre la que tengo que trabajar como actor, no
en el escenario sino con ejercicios, para vencer esa cosa
que me corta mucho, me quita espontaneidad muchas veces.
—Ese teatro intimista que usted quiere hacer, de alguna
manera parece responder a aquella psicología que nació en
tiempos de su niñez, cuando usted era un solitario y hacía
esos oficios religiosos en la azotea.
—Cuando la gente va al teatro o al cine tiene ganas de
sentir que le están hablando a él. Me viene a la memoria un
ejemplo, que es Greta Garbo en el cine. Cuando Greta Garbo
quiere a su galán, a uno le parece que lo está queriendo a
uno, que le está hablando a uno. Esa es la intimidad que yo
digo. Esa intimidad también se puede conseguir en un teatro
grande —si no la conseguí fue por defecto mío— como el San
Martín, cuyas condiciones acústicas son bien conocidas.
—Usted habla de un teatro popular, es decir, de alcance a
grandes masas. ¿Cómo concilia eso con hacer teatro intimista
en pequeñas salas?
—Creo que la intimidad no es cosa que no sea popular. Al
contrario; quizá la palabra adecuada no sea intimidad sino
verdad. Es decir, que la gente sienta eso como sentía con
Carmen Amaya, que lo que estaba sintiendo allí en ese
momento era muy único.
—¿Usted siente que tiene un público determinado que lo
sigue?
—Sí, puede ser que haya un público. Yo empecé como galán y
es posible que me vayan a ver porque salgo lindo en las
fotos. Lo importante es qué se hace con ese público. Si a
ese público se le sigue mostrando una cara linda o se le da
el pensamiento de un gran autor.
—Usted afirmó que se considera un actor popular. ¿Cuáles son
los elementos que le hacen pensar que usted es popular?
—Que la gente me pide autógrafos por la calle; que cuando
hago una película o una temporada de teatro hay, en
principio, un público que va a verme. Pero eso me pasa a mí
y también a gente a quien no respeto; por lo cual no es una
cosa de la que me siento muy orgulloso. Me siento orgulloso
de lo que algunas veces puedo hacer con esa atención del
público.
—¿Cuál es la gente que no respeta? No le estoy pidiendo
nombres sino características.
—Usted sabe que uno sale en televisión tres días y la gente
ya le pide autógrafos. Recuerdo que una vez había una gran
cola de gente para entrar a Canal 7, cuando estaba en
Ayacucho y Posadas. Entré yo, que había hecho dos películas,
El amor nunca muere y La picara soñadora, en las que había
estado muy duro y malísimo, y al mismo tiempo entró al canal
Margarita Xirgu, que estaba grabando Bernarda Alba. La gente
salió de la fila para pedirme autógrafos a mí; doña
Margarita pasó sin que nadie la conociera y yo sentí una
vergüenza terrible.
—Señor Alcón, ¿qué juicio tiene formado de la actual crítica
teatral argentina?
—Lo terrible es el apuro de la crítica. El apuro es terrible
en todo. Es muy fácil que un crítico vea la función una vez
y tenga que hacer la crítica para que salga en el periódico
al otro día. Es decir, falta un tiempo que se supone que la
gente que ha hecho la obra se lo ha tomado y que el crítico
no se lo puede tomar; que no pueda volver a ver la obra. No
puede ser que venga alguien y en una sola función sepa cómo
había que haberla hecho, de qué color había que pintar los
decorados, cómo tenía que estar el actor. Eso es imposible
por más genial que sea el crítico.
—Para terminar con mi curiosidad en torno de la crítica y
usted, quisiera saber si le ha sido particularmente útil la
crítica en el sentido noble de la palabra.
—Sí, a mí me ha sido útil. Generalmente, me ha sido más útil
hablar con los críticos después de un estreno; es decir, no
en ese momento en que el actor está hipersensibilizado. Me
ha servido encontrarme después con las críticos y hablar.
METAMORFOSIS DEL MUÑECO
—Decía hace un instante que usted es un actor de absoluta
estirpe teatral, se formó en la Escuela Nacional de Arte
Dramático con un sentido y apuntando hacia el teatro. ¿Cómo
ha padecido usted el tránsito del teatro al cine desde el
punto de vista del actor?
—Al principio, muy mal, hasta que no se establece la
relación con la cámara. Hasta que uno no sabe que la cámara
es aliado de uno, y eso solamente se lo puede dar el
director.
—¿El equivalente de la cámara en el teatro, quién es?
—Sería un espectador incisivo e inteligente, ese espectador
ideal para quien uno trabaja todas las noches. Al principio,
Calki, otro crítico a quien yo respeto muchísimo, comentando
la película en la que debuté, dijo: "Imita a la perfección a
un muñeco de vidriera". Eso, que era tan exacto, me dolió
mucho, pero me gustó porque había dicho la verdad. Después
de hacer varias películas, en las que estuve muy mal, hice
una escena con Olga Zubarry en El candidato. Supongo que
ella debe de haber influido mucho; es una actriz de mucho
calor, de mucha trasmisión, mira mucho a los ojos de la
persona con quien trabaja. Fue la primera vez que me olvidé
de que me estaban fotografiando y que, por el contrario,
estaba viviendo una situación. Después, con Ayala y con
Nilsson, empecé a aprender a perderle miedo a la cámara y a
sentirla como un aliado.
—¿Qué diferencia hay en la manera de trabajar y en la
relación que se establece entre un director de teatro y el
actor de teatro, y un director de cine y el actor de cine?
—En teatro hay mucho más tiempo, se ensaya meses, se habla
mucho más. La relación con el director de cine es mucho más
rápida, es casi una cuestión de piel. Yo supongo que hay
directores con los cuales no podría trabajar nunca porque no
les tengo simpatía.
—¿Eso en cine?
—En teatro también, pero hay más posibilidades de que se den
las cosas, de que el diálogo se produzca. En cambio, en el
cine las cosas hay que hacerlas en el momento y el exceso de
ensayos en el cine le quita cierta cosa que la cámara
necesita, que es una sensación de improvisación en el mejor
sentido de la palabra.
—En cuanto a las modalidades de trabajo cinematográfico, no
es ningún secreto, desde hace varias décadas, que en el cine
no se trabaja con una continuidad cronológica en función de
lo que trascurre en la pantalla, razones de producción hacen
que de pronto se filme, el primer día, la última escena de
la película. Sin ir más lejos, en los comienzos del rodaje
de la película Martín Güemes usted filmó, por ejemplo, el
prefinal de la película. Quisiera saber cómo vive eso el
actor.
—Por eso es importante esa relación con el director en el
cine. Nilsson a mí me sabe crear el clima de facilidad de
trabajo. Por otro lado, yo pongo mi parte. Es decir, estudio
de tal modo el personaje que no me cuesta mucho, a la menor
insinuación, meterme en determinada situación del personaje.
Esto no quiere decir que esté hablando de los resultados;
estoy diciendo lo que siento en el momento del trabajo. Por
ejemplo, cuando íbamos a hacer la escena de la muerte, me
llevó aparte dos minutos; me habló muy poco, pero él, con
dos palabras, sabe lo que me tiene que decir. Por otro lado
vi a la gente que estaba allí, que eran paisanos, campesinos
salteños, que se encontraban contemplando la escena como si
estuviera pasando de verdad; en la película va a salir
porque el cameraman se dio cuenta de que esa gente se
encontraba emocionada. Entonces tomó planos de ellos
mientras veían cómo moría Güemes, lo que le da una verdad
enorme a la escena. Todo eso me fue ayudando.
—Sus últimas actuaciones cinematográficas tuvieron que ver
con ciertos mitos argentinos, como pasa con Martín Fierro,
el general San Martín y Martin Güemes, a los que usted les
presta su cuerpo. De algún modo ellos estarían rindiendo su
testimonio a través suyo, a través de sus vísceras y de su
alma. ¿Qué sentía en esas ocasiones?
—Martín Fierro me hizo muy bien hacerlo; me sirvió de mucho
como experiencia personal. El Santo de la Espada menos, y
Güemes, muchísimo también. Es decir, me encontré con un
personaje muy vital, muy caliente, muy vivo. En cambio, en
El Santo de la Espada, el "bronce" de San Martín creo que me
ahogaba bastante; por lo menos a mí me ahogaba la
posibilidad de ser totalmente espontáneo.
—¿Se sintió otra vez fotografiado como en la primera
película?
—No fotografiado, pero un poco estatuado.
—¿Por qué últimamente ha elegido usted figuras históricas
para representar en el cine?
—¿Usted cree que de verdad los actores argentinos elegimos
todo lo que hacemos?
—Eso es lo que usted pretende, cuando dice que trata de
elegir en teatro o en cine ...
—Lo pretendo, pero no quiere decir que lo pueda hacer. Lo
que me interesaba en El Santo de la Espada era trabajar con
Nilsson, que me sirve de mucho, porque aprendo trabajando
con él. Probablemente es una película que yo no hubiera
elegido para hacer. En cambio, Martín Fierro sí y Güemes
también.
—¿Qué significa Torre Nilsson en su carrera como actor
cinematográfico?
—Es mi maestro.
—¿El cine argentino es satisfactorio para usted?
—Prácticamente no hay cine argentino; es un milagro que de
pronto se hagan películas que no sean las que explotan el
éxito inmediato de un cantante. Generalmente se hace un cine
escapista, de canciones ....
—¿Pero son razones económicas o es una frustración de los
argentinos puestos a crear en el cine?
— Creo que hay una cuestión económica fundamental. Es decir,
no hay una industria. Para que un país se dé el lujo de un
Fellini o de un Antonioni, piense usted cuántas comedias
intrascendentes, tontas y malas hace el cine italiano.
Nosotros no tenemos esa industria fuerte. Por lo tanto, el
talento se ve precisado a veces a hacer avisos comerciales,
porque no puede realizar cine, como le pasa a la mayoría de
los directores nuevos.
—¿Usted tendría interés en hacer cine internacional? O sea,
si Fellini lo llamara a hacer una película ...
—A mí me gustaría hacer una película argentina que fuera
internacional, con un director argentino. Es claro que
también me gustaría trabajar con Fellini. Pero es mucho más
positivo para uno vivir en un país cuyo cine se conozca en
todo el mundo.
—¿Qué es mejor para usted, un cine de autor o un cine de
divo?
—En el cine, el divo es el director. Es decir, a mí me gusta
ver una película por quien la dirige.
—No por el actor que la interpreta.
—Bueno; a veces sí, también. Yo voy a ver las películas de
Greta Garbo, que son de grandes directores, porque voy a
verla a ella. Lo que pasa es que ella producía determinados
climas y entonces un director correcto parecía un buen
director. Son casos muy contados de divos-actores. En este
momento hay muy pocos. Pero me interesa el cine de director.
DOS MUNDOS, UN COMPROMISO
—A través de sus declaraciones hemos visto detalladamente su
quehacer en el teatro y en el cine. ¿Qué nos puede decir de
su quehacer como actor televisivo?
—Yo casi no soy un actor televisivo. Es decir, hago muy poca
televisión; hice bastante al comienzo, cuando empecé mi
carrera, pero después, cuando la hago, son tres meses de
televisión con obras de teatro, muy pocas veces con libretos
especialmente escritos para televisión. Es decir, no padezco
los inconvenientes ni disfruto las cosas positivas... No sé
qué le pasa al actor de televisión. Supongo que no le pasa
nada muy bueno, pero no le puedo hablar con experiencia
propia, porque trabajo muy poco en televisión. Lo que pasa
es que los programas, generalmente, salvo excepciones
—podría hablar de dos o tres en este momento, el ciclo de
Renán en este canal, o Cosa juzgada, y algún otro— son un
tipo de espectáculo para pasar el rato, programas cómicos.
Lo que a mí me interesa realmente de la televisión es el
periodismo, los noticiosos. Cuando uno ve un rato
televisión, los programas que se hacen, parece como que se
está en un país que se encuentra sobre las nubes, que flota,
que no tiene ninguna raíz verdadera; y de pronto sale un
noticioso que no tiene nada que ver con lo otro. Son dos
mundos totalmente distintos; uno es el verdadero y el otro
es una tontería en la que nadie cree, pero que la gente está
de alguna manera obligada a ver porque no tiene otra cosa
que mirar.
—¿Así que fundamentalmente a usted le interesa la televisión
como un elemento de la realidad circundante?
—Claro.
—¿Cuál de sus trabajos televisivos ha sido el que le ha dado
mayores satisfacciones?
—Judith, que fue de las primeras cosas importantes que hice
en televisión, y que sentí que tenía una gran repercusión
popular. Yo iba a comprar el diario y el diariero me decía
que había visto Judith. Eso me dio mucha alegría.
—¿No cree usted que una forma de popularizar el teatro es
hacerlo en televisión?
—Sí, por supuesto. Es decir, gente que a lo mejor nunca va
al teatro y no sabe quién es Shakespeare o Camus, se
encuentra en televisión que se lo están ofreciendo.
—Entonces, ¿por qué no lo hace más?
—¿Yo?
—Si.
—No es porque yo no quiera; es porque no me llaman para
hacerlo.
—Usted hace un momento hablaba de dos países, digamos: uno
de ficción y otro que es una realidad, que usted lo puede
encontrar en la información periodística. ¿En qué país está
ubicado usted?
—Ojalá que esté en el de los noticiosos.
—¿Pero usted no cree que de algún modo pertenece a ese país
de ficción?
—No.
—¿Por qué?
—Primero, porque no quiero; segundo, porque sería espantoso
para mí pertenecer a ese país de ficción; tercero, porque
hago todo lo posible por no pertenecer.
—Fíjese que usted trabaja en una industria que forma parte
de ese país real, pero dentro de esa industria usted tiene
una ubicación casi de ficción, porque elige sus trabajos,
trabaja cuando quiere, no tiene apremios económicos. Es
decir, que es una excepción dentro de lo que es la
industria. ¿De qué modo logra usted seguir conectado con la
realidad?
—Es que yo creo que no tengo tantos problemas económicos,
estoy en el lugar donde estoy y trabajo poco porque estoy
conectado, porque quiero estar conectado con la realidad. No
quiero que la industria haga de mí un elemento de ficción
total, de ensoñación absurda y tonta. Me parece que dentro
de mis límites, me resisto bastante a integrar la parte
ensoñadora del país, en el mal sentido de la palabra.
—Usted afirmó enfáticamente que todo ciudadano, de algún
modo, toma una posición política. Dentro de ese esfuerzo por
mantenerse sujeto a la realidad, ¿cómo trasciende como
artista y como ciudadano a esa toma de posición?
—Bueno, cuando puedo trabajar, trato de hacer programas que
digan algo. Es decir trato de hacer a grandes autores; trato
de hacer un programa adulto.
—¿Usted cree, por ejemplo, que en su última película,
Güemes, ese debate de una manera trascendente? Es decir,
¿usted está cumpliendo un rol, una actitud, una toma de
posición?
—Sí. No mi interpretación, sino la interpretación que del
hecho histórico han dado los autores. Es decir, el director
de la película.
—¿Usted se identifica con esa visión del Güemes que va a
aparecer en la película?
—Sí, totalmente.
—¿Y de qué otro modo puede un actor trasuntar a esa
realidad? Usted, por ejemplo, fue vocal de la Asociación de
Actores.
—Sí, pero muy malo. Estuve una vez. No hay que confundir,
porque hay un apuntador que se llama Alfredo Alcón, que
mucha gente cree que soy yo. Pero mi actividad,
desgraciadamente, como ente de la Sociedad de Actores, es
muy pobre, muy dura, por razones de trabajo, por desidia o
por no preocuparme de las cosas que realmente me tendrían
que preocupar. Yo soy muy malo para eso.
—¿De qué modo usted, además de su compromiso individual con
respecto a lo que hace, piensa que la industria o los medios
de difusión a los que usted tiene acceso, pueden contribuir
a la cultura popular?
—Supongo que está un poco en manos de todos nosotros. Es
decir, actores, directores, libretistas.
—¿Usted se siente un poco responsable de eso que calificaba
de tontería?
—Claro. Yo me siento responsable porque de alguna manera
estoy integrando un país donde eso es lo que se hace; donde
mi única manera de luchar contra eso es no trabajando. Por
ejemplo, prácticamente no hago televisión.
—Hay algunas nuevas corrientes en el teatro, incluso en el
cine, que rechazan a todas las estructuras más o menos
conocidas. Es decir, salgamos de las salas teatrales,
vayamos a la calle, hagamos representaciones a la manera de
los antiguos actores del Renacimiento, por ejemplo de la
Comedia del Arte; no nos mezclemos con la industria
cinematográfica tal cual está planteada en este momento,
tomemos una cámara sobre el hombro y salgamos a filmar la
realidad de todos los días. ¿Usted sería capaz de
incorporarse a esa corriente?
—Sí, por supuesto. Lo que pienso es que si un señor sale con
la cámara —es decir, ha pasado: 'La hora de los hornos' es
una película que está prohibida en el país—... Ese señor
salió con la cámara e hizo una película que va contra las
corrientes que generalmente se ven en el cine.
—¿Usted seria capaz de incorporarse a un proceso de este
tipo, a un proceso popular? ¿No cree usted que nuestro
teatro adolece de un público auténticamente popular, que es
el que no asiste a los teatros argentinos?
—Creo que hay que crear la necesidad de que la gente vaya al
teatro. También puede servir el hecho de que el teatro sea
el que vaya a la gente, pero me parece que la cosa viene más
de fondo. Es decir, si a un chico en una escuela primaria,
como pasó por ejemplo en Francia, lo llevan al teatro a ver
a Moliere, entonces se hace ese tipo de teatro... Es decir,
no solamente con el teatro se puede cambiar la estructura
cultural de un país. El hecho viene de raíces mucho más
hondas.
—¿Qué propuesta formula usted para un teatro de mayorías?
—Un cambio social. Un cambio de estructuras sociales que
permita que la gente tenga ganas de ir al teatro, que tenga
necesidad de frecuentar grandes autores y que no se la
minimice creyendo que es una masa que puede manejarse para
cualquier lado. Es decir, la idea fascista de que el pueblo
es una masa para dirigir hay que sacarla de este país como
de cualquier otro país.
—Por lo que veo, usted está bastante insatisfecho de la
realidad social que le plantea la Argentina en este momento.
—No; estoy bastante satisfecho. Noto —y lo digo porque los
noticiosos lo están mostrando— que la gente está tomando
conciencia de que las cosas no están bien. El otro día vi un
caso muy desgraciado de una familia que perdió a un hijo
porque se lo atendió mal. No por culpa de los médicos sino
porque los establecimientos hospitalarios estaban mal. De
pronto esa mujer, ese matrimonio al que le estaban haciendo
un reportaje, dijo que lo hacía para que su dolor sirviera
para algo. Además, la mujer de pronto expresó: "A mi hijo lo
mató el país". Esto es terrible, pero a la vez es
fructífero. Es decir, estoy contento porque creo que la
gente que está alrededor mío tiene conciencia de que hay que
luchar para que el país no mate a los chicos.
—¿Cuál es el rol del actor, en ese proceso de
"concientización", como se dice ahora?
—Supongo que tratar con respeto al público. Tratar con
respeto al público significa, por ejemplo, no creer que es
una masa barata que se entretiene con cualquier cosa, sino
que necesita del pensamiento vivo que es el teatro. El
teatro es un lugar de ensayo de la libertad humana. El
hombre encuentra ahí sus límites, de lo mejor y de lo peor.
Pasar el tiempo con facilidad es lo peor que le puede pasar
a un ser humano, porque el tiempo es la única arma que el
hombre tiene; no tenemos otras. Si no tenemos tiempo no
tenemos nada. Porque por más que tengamos ideas, que
tengamos armas o que tengamos libros, si no tenemos tiempo
para hacer de esa cosa una realidad, no tenemos nada.
Entonces, hacer perder el tiempo es la manera más
irrespetuosa de tratar a una persona.
—Usted dice que el compromiso del actor es el de respetar al
público. ¿Esa sola responsabilidad no es una manera de
evadirse de las contradicciones de la sociedad que está
fuera del teatro?
—No. Lo que pasa es que no se puede dividir al actor del
hombre. El actor que toma una actitud es un hombre que está
tomando una actitud. Su trabajo es actuar; por lo tanto ésa
es una manera de expresar su lucha, en tanto esa idea sale
de un hombre. Si un actor no es un ser humano muy rico, no
es nada.
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Alfredo Alcón |
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