Anticuarios
Un universo fastuoso y pintoresco donde se pone precio al tiempo
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Aparecieron hace casi medio siglo, y dos de los más importantes se instalaron en la calle Florida: uno, en la esquina de Tucumán, donde está hoy la sucursal de una joyería; otro, entre Viamonte y Tucumán, en el lugar que ahora ocupa una librería y editorial.
Esta aparición, al revés de Europa, no se producía como la resultante de una sucesión de generaciones, dentro de familias especializadas a través de los años. En Buenos Aires, fue la consecuencia de lo espontáneo, el eco de una influencia y una moda exteriores.
Entre esos pioneros, figuran Ghisso, Pardo, madame Santot, Enrique Salas Molina, Cora Gibson de García Uriburu. El éxito no fue inmediato. Recién entre 1935 y 1940, la profesión tomó impulso. Hoy, los anticuarios disponen de un mercado amplio —uno de los más importantes de América—; y ese mercado no cesa de crecer.
A primera vista, el mundo de los anticuarios puede parecerse demasiado a un culto para iniciados, a una religión con sus dioses sólidos y su liturgia inexorable. Es lo que cualquier profano está autorizado a pensar cuando atisba esos locales no siempre enormes —a veces son minúsculos— atestados con elegancia de los objetos más variados: desde la perilla de una cama barroca hasta una pesada tapicería, desde inquietantes platos de porcelana hasta recargadas lámparas de bronce.
Los más profanos —sucede a menudo— son capaces de formular preguntas irrisorias y lógicas. Las más comunes: "¿Estas cosas son usadas? ¿Pero cómo, alguien las compra?" Los anticuarios suelen sonreír con discreción. Afortunadamente, este tipo de oliente es anormal. De lo contrario, la actividad hubiera agonizado.
Sin embargo, y a pesar de la voceada iliquidez, los anticuarios consultados concuerdan en que 1962 fue un año pródigo para sus negocios. Casi todos se han sostenido con márgenes apreciables; en uno de esos comercios, y no de los más fulgurantes, se cerró el año con un superávit de $400.000. También concuerdan sobre un hecho insólito: los pagos de los clientes están retrasados.
Insólito, pues el rubro de las antigüedades no puede manejarse sin un fuerte respaldo financiero. El anticuarismo es una actividad para gente de dinero, la única capaz de soportar con regularidad los altos desembolsos a que obliga. Hay otras maneras de participar en esta puja: recurrir a piezas de bajo precio y, por ende, discutible calidad. Pero esto ya significa un descenso en la escala de valores.

Los coleccionistas
Al igual que en todos los órdenes de la vida, que en todo juego de oferta y demanda, los coleccionistas de antigüedades se reparten en sectores definidos.
• El conocedor: es el divo de la actividad, el que "descubre" los objetos valiosos, aquel a quien no hace falta publicitar la mercadería en venta. Coleccionista por antonomasia, goza de un obvio poder económico; procedí de las clases altas, aunque sus ingresos salgan de la industria, el agro las propiedades. Poseer antigüedades también constituye para él una forma de inversión.
• El nuevo rico: su prosperidad lo ha elevado hasta el punto de tener que demostrar su capacidad económica. Comienza por comprar una casa o un departamento de lujo y a "estilizarlos" mediante el aporte de los anticuarios. Generalmente se asesora: la mayoría procede de la industria.
• El conocedor destronado: por su origen tiene el refinamiento y la sensibilidad necesarios como para saber dónde está la pieza interesante. Pero no cuenta con recursos y trata de conseguir pagos a créditos o mensualidades.
• El desconfiado: no conoce el renglón y tiene dinero. No busca consejos ni asesores. Recorre los anticuarios, indaga, anota precios y se decide por una cuestión de diferencias monetarias.
• El confiado: al revés del anterior, termina por trabar amistad con el anticuario y no dudar de su palabra. Su destino es convertirse en un "conocedor".
Conviene aclarar que estas divisiones corresponden igualmente a hombres y mujeres. En las mujeres existe siempre una brisa de snobismo; es lo que las distingue.

Pintorescos y pulcros
Es fácil deducir que a variedad de mercado corresponde una variedad —más pintoresca, tal vez— de comerciantes. Lo normal es considerar como anticuario a toda persona que abre un local y pone en sus estantes y paredes, artículos de otra época. Las diferencias, sin embargo, son sutiles; es una profesión manejada dentro de estructuras fijas y una orgánica rutina.
El primer personaje de este sector es el anticuario por excelencia, en cuyos depósitos se conservan las piezas más raras y cautivantes, con precios asombrosos. Dispone de clientela
estable y es el equivalente del "conocedor". Sobre unas 100 casas dedicadas en Buenos Aires a la actividad, hay no más de 10 anticuarios auténticos.
El último personaje es el corredor o comisionista, una especie de gitano cuyo radio de acción son las provincias. Allí, en vetustas mansiones, en alejados negocios de ramos general s, en iglesias, hurga hasta encontrar objetos de atracción.
Hay varios diseminados en la ciudad: uno de los más legendarios habitaba en Charcas, entre Rodríguez Peña y Callao, y hacía vida marital con su hermana. En dos cuartos casi destruidos por el polvo y la suciedad, amontonaba los implementos más heterogéneos y curiosos. Una de sus manías era comer ratas.
En la calle Carlos Pellegrini, entre Santa Fe y Charcas, en una casa de inquilinato, se encuentran otros dos ejemplares. "Chingolo" tiene colgadas del techo infinidad de lámparas y sobre mesas y estantes conviven coloridas palanganas, jarras, estatuillas. A pocos metros está un local atestado de relojes, una tupida selva de modelos y formas. Su dueño, "el gallego Méndez", salía una noche del casino de Mar del Plata, después de ganar $300.000, y lo mataron a puñaladas.
Un toque de bohemia distingue a estos extraños comerciantes, en cuyos "bric-a-brac" es posible comprar las piezas más diversas. Su fórmula de operación es similar a la de los botelleros. Podrían venir de un sainete del año 20; Calarotta, que tenía su comercio en Carlos Pellegrini, no se molestaba porque las gallinas invadieran su cama.
Los anticuarios y los comisionistas son los dos polos de la profesión. En los primeros, el pintoresquismo cede paso al exotismo. En sus locales umbrosos, con blandas "moquette", toda operación se desarrolla sobre un nivel de pulcra diplomacia.
Vetmas, Ferrari. Le Passé, Los siglos pasados, Studio, Pardo (especialista en objetos coloniales, numismática, cerámica incaica) y Serra se encuentran en el tope.
Entre ambos polos, viven dos categorías más: los amateurs, con un espíritu más ingenuo que avezado, que especulan con la cursilería; cuentan con su público, al que podría caracterizarse, según palabras de uno de ellos, como de "solteronas de edad". El eclecticismo es su norma; pero nunca ofrecen piezas de trascendencia histórica o artística.
Y finalmente, los snobs, que se hallan en el limite de lo bueno y lo malo: sin llegar a las alturas de los anticuarios ni a las fruslerías de los amateurs, saben concentrar en sus locales piezas de algún mérito, al alcance de todo el mundo.
Todos —y, en muchos casos, les comisionistas— viven en una zona precisa de la ciudad: el barrio Norte. especialmente las calles Libertad, Juncal, Parera, Montevideo, Rodríguez Peña, Callao y Suipacha. Sin embargo, han empezarlo a surgir también, en la periferia Norte: Olivos, Martínez, San Isidro.

Tres fuentes
Los anticuarios, de una u otra categoría, se surten en tres fuentes primordiales: los particulares, los remates y el exterior. A lo largo de les años, numerosas familias se han ido despojando de sus pertenencias y lo hacen todavía; allí van los comerciantes.
En cuanto a los remates, existen empresas dedicadas a alimentar la labor de los anticuarios. Guerrico y Williams, Ramos Oromí, La Alianza. Remates Córdoba y el trajinado Banco Municipal de Préstamos.
A estas subastas siempre llegan componentes de un extraño gremio al que se conoce como la bolsa o la liga. Son "trenzas" que se combinan para que sólo uno postule y obtenga el objeto codiciado. Luego lo sortean entre ellos y se lo lleva quien dé más: la diferencia entre este precio y el pagado en la puja, se reparte entre los que quedan (menos, naturalmente, quien entra en posesión del artículo).
Otros remates visitados son los que se realizan a causa de trámites sucesorios o decisiones judiciales o el simple deseo del propietario. Uno de los que más se recuerdan fue aquel donde se vendieron las colecciones de Adela Nap de Lum: duró 10 días.
Estos dos métodos son los más usuales; en cuanto a la importación del exterior, queda limitada a los viajes de los anticuarios y al peso de las restricciones aduaneras. Marginalmente. se desarrolla un constante contrabando de antigüedades. Y no debe olvidarse la elaboración local.
Aunque los anticuarios responsables nunca permitirían la entrada de piezas fraguadas, existen. Es una pequeña industria, pero siempre tiene trabajo. Claro que no es un juego de niños "apolillar" un mueble (suelen usarse andanadas de perdigones), o envejecer un terciopelo con cepillos de acero", o "colonializar" un candelabro a golpes de martillo.
Resulta más complicado crear antigüedades desde la nada; no se obtienen maderas ni ebanistas para copiar ciertos muebles y esa misma carencia de artesanos y materiales se repite en los demás renglones.

Desde mil pesos
"La gente de la clase media se va cultivando cada vez más —dice uno de los anticuarios consultados—. Es un hecho visible y ocurre aquí con mayor intensidad que en el resto de América".
En sus infinitos vericuetos, la colección de antigüedades despliega una lenta fascinación. No es exclusiva de este ramo, sino de todos los tipos de colecciones La moda también alcanza a los anticuarios. Están en boga, ahora, los muebles "estilo Imperio" (albores del siglo XIX), la platería colonial, las piezas "conventuales" (mesas de refectorios, sillas, arcones, escaños), los huacos y las cerámicas centroamericanos.
El mínimo costo de una antigüedad es de alrededor de mil pesos: una caja de rapé, un florero de opalina, un perfumero. De aquí parte una línea ascendente que llega a cifras más sustanciales: es difícil poner precio al tiempo (las antigüedades son, en el fondo, depósitos de tiempo), si bien los anticuarios no se guían por reglas férreas. Ellos determinan el valor monetario de cada pieza y, a veces, previa recorrida por los colegas, equilibran los niveles. Setecientos mil pesos es un precio que no asombraría a un coleccionista entendido.
Ahora bien: ¿cuál es la edad que determina la antigüedad de un objeto? ¿Qué es antiguo y qué es, meramente, viejo? Los conocedores estiman que esa edad nunca puede ser menor de un siglo. Desde 1860 hacia atrás, comienzan las antigüedades. Por eso, una pieza del siglo XVIII o XVII puede obligar al éxtasis y a la admiración de los más avisados. Entonces, la pieza se transforma de inmediato en artículo de museo. El anticuario tardará en desprenderse de ella: es su triunfo y lo defenderá, con insistencia verdadera o simulada.
PRIMERA PLANA
23 de enero de 1963

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