Cinco nuevos directores del cine nacional intentan en clave
política el reflejo crítico de nuestra realidad. Desde 1955 esta
es la tercera etapa de la línea de renovación que
sistemáticamente ha fracasado. El cine comprometido cae
entrampado por viejas astucias: cambiar algo para que nada
cambie. La nueva ley puede ser la solución. Mientras tanto la
exhibición de "La Patagonia Rebelde" y "Ultimo tango en París"
sigue cuestionada.
CAMBIAR algo para que nada
cambie. A esta sabia astucia de añeja tradición, se la llama
contemporáneamente gatopardismo. Su directa aplicación al orden
político no es incompatible con su uso en otros ámbitos que,
como ocurre con la cinematografía, están íntimamente
condicionados por las decisiones de los centros del poder
político. Es tan ingenuo como nefasto asumir al cine sólo como
una subalterna categoría del entretenimiento, ya sea como
distensión profiláctica cotidiana, con la cual se satisfacen
tabuladas cuotas del ocio o, en su intencionada aplicación
estupefaciente —de espuria estirpe— cuya máxima expresión, de
lógica matriz política, acuñaron los romanos con el lema: "pan y
circo". Hay quienes aún se empeñan —cada vez con menos éxito— en
descalificar al cine en el sentido apuntado, minimizándolo como
mercancía disvaliosa. Con ello se satisfacen dos objetivos
inmediatos: desdibujar la represión implícita en determinadas
prohibiciones, restándole importancia, y facilitar el negocio de
los meros comerciantes de la cinematografía. Que el arte
fílmico, en sus más calificadas expresiones, es algo más, es
mucho más, lo revelan de hecho muchas causas célebres en los 79
años de historia del cine. Reduciendo la rica ejemplificación a
hechos actuales que documentan la jerarquía del cine y su
entrañable relación con el manejo político, baste citar tres
casos. En Portugal, el actual gobierno permite la exhibición de
El acorazado Potemkin (del soviético Serguei Einsestein) 50 años
después de haber sido realizada, así como en Brasil ha sido
prohibida en 1963. En Argentina, dos películas están sometidas a
la cuarentena, y ambas esperan la solución de la angustiosa
disyuntiva: internación definitiva o exhibición libre. En ambos
casos —como en los señalados de Portugal y Brasil— se trata de
soluciones esencialmente políticas. El primero de ellos —por
orden de aparición— es el de la película de Bernardo Bertolucci
Ultimo tango en París, judicialmente secuestrada el 15 de
octubre de 1973, a la espera de la sentencia que decida su
futuro en nuestro país. Recordemos que al promediar el pasado
mes de abril, en Italia, el supremo tribunal romano, revocó la
sentencia condenatoria de un tribunal de Bolonia, habilitando la
exhibición de "Ultimo tango en París". El hecho de que se trate
de una solución puesta en manos de la justicia (tanto en
Argentina como en Italia) no priva a la sustancia política de la
decisión. El segundo caso es el de la película argentina
dirigida por Héctor Olivera, La Patagonia Rebelde (Ver Redacción
Nº 15), temporariamente demorada, por órganos administrativos,
aparentemente trabados por factores de poder, y aún a la espera
de una final resolución.
Volver a vivir Si bien es
cierto que, al finalizar el mes de mayo de 1974, aún no se ha
discutido parlamentariamente y por tanto no se ha sancionado la
anunciada nueva ley que expresará el programa de nuestro futuro
en cine, también es cierto que, por vías de hecho, se ha
facilitado una apertura que, en un año de gobierno frejulista,
ha permitido ver películas prohibidas y ha permitido conocer a
inéditos realizadores argentinos. En los cinco meses
transcurridos de 1974, cinco películas de otros tantos
directores nuevos habilitan para la reflexión y un balance
provisorio. Se trata, por un lado, de obras que estuvieron
congeladas por la censura del régimen militar: Una mujer... un
pueblo (realización de Juan Schroeder y Carlos Serrano) y El
camino hacia la muerte del viejo Reales (de Gerardo Vallejo).
Por otra parte tenemos tres películas crecidas al favor de una
imprecisa descompresión operada en el orden del cine, ellas son:
La civilización está haciendo masa y no deja oír (de Julio
Ludueña), La balada del regreso (de Oscar Barney Finn) y
¡Quebracho! (de Ricardo Wulicher). Tratamos de leer en esa
realidad que, además de los hechos y clima apuntados, se integra
con el impresionante plan que, en materia de cine, anunció el
Secretario de Difusión y Turismo, embajador Emilio Abras, y la
creación de la Asociación de Productores de Películas
Independientes (A.P.P.I.). Esta etapa, en su momento inaugural,
se acunó con eufóricos lemas revolucionarios y libertarios, con
anuncios de una era emancipadora del cine argentino. A un año de
esas tonificantes expectativas, los resultados- son magros
—sobre todo por las cinco películas estrenadas— y, lo que es más
grave, se tiene la recóndita sensación de que, cambiando
factores adjetivos incluso los que proponen los años
transcurridos, no hay nada nuevo bajo el sol y que, en esencia,
se vuelve a vivir lo que de una u otra manera ya se ha vivido.
Generación y circunstancia Si a los efectos prácticos de
este comentario, se arranca del año 1955 —precisamente desde la
caída de Perón— es posible reconocer tres etapas en una misma
línea general evolutiva. Tres etapas signadas por claves
innovadoras, con un mayor o menor grado de redentorismo
vocinglero, que encarnaron —en cada generación— los realizadores
vírgenes, los productores nuevos, en suma los únicos que, en
cada alternativa, tuvieron la dura faena de enfrentar la
realidad política de su momento, la confrontación con las
estructuras preexistentes y la fundación cierta de una
cinematografía renovada. En otros términos cada etapa debió
asumir su desafío generacional. Las dos primeras no alcanzaron
sus objetivos. No pudieron construir un cine mejor que el país
mismo. En este enjuiciamiento histórico, sólo se rescatan
valores individuales que no hacen al fondo de la cuestión. La
primera etapa referida es la que tiene como clave de
interpretación histórica el famoso decreto-ley 62 de enero de
1957, con la creación del Instituto Nacional de Cinematografía
con matriz de corte liberal. En esta primera etapa ingresaron
a la lucha generacional directores como José Martínez Suárez,
Rodolfo Kuhn, Manuel Antín, David José Kohon y Lautaro Murúa,
entre los más importantes. A su manera, la de aquella época
significaba de hecho —como ahora— una modalidad de la
descompresión. Fueron etiqueteados, con rumbosa pretensión, bajo
el slogan de "El Nuevo Cine Argentino". Se trataba de la réplica
local de la Nouvelle Vague de Francia que, para esos años,
iniciaba su camino hacia el dinero y el prestigio. Ese slogan
gálico —auspiciado y propiciado por el sistema de su país— no
era sino un hábil hallazgo publicitario detrás del cual algunos
delirantes entendieron discernir profundas revoluciones
estéticas. Las carreras posteriores de Jean-Luc Godard, de
Francois Truffaut, de Claude Chabrol —superlativos talentos al
margen— lo confirman. La carrera posterior de los
protagonistas de la "Generación del 60" (Nuevo cine argentino)
está jalonada por películas esporádicas, la marginación
definitiva o la asimilación al sistema. Se cambiaron algunas
cosas para que nada cambiara y esa generación cayó en la trampa.
La segunda etapa quedó expresada por la Generación del 70. En
plena dictadura militar, se afinaron algunas sutilezas
legislativas, se endureció la censura, en fin, se hicieron los
"cambios" para que nada cambiara. E ingresaron a jugar su suerte
generacional cineastas que, en su mayoría, provenían del cine
publicitario. Ricardo Becher (que en 1963 había hecho Racconto)
incorporado a la nueva batalla, Raúl de la Torre, Alberto
Fischerman, Juan José Jusid, Néstor Paternostro, Hugo Santiago,
Humberto Ríos, Fernando E. Solanas, Gerardo Vallejo y Edmund
Valladares. El único que ha tenido continuidad es Raúl de la
Torre, los demás han retornado a la publicidad, lograron
esforzadamente hacer un segundo film o siguen proyectando
trabajos que se demoran largamente en el desván de las
ilusiones. Más allá del gatopardismo engañador y la fuerza y
vigencia de las viejas estructuras que siguieron dominando el
terreno, es justicia señalar que ninguna de esas dos
generaciones aportó un gran talento innovador, así como tampoco
lograron contundentes éxitos de público. Tan justo como señalar,
por su calidad profesional, manejo del lenguaje o rigurosa
inquietud, a varios de los directores nombrados.
La
tercera, ¿es la vencida? Si, esquemáticamente, las dos
primeras quedan separadas por 10 años de distancia, la tercera
rompe esa pauta, fundamentalmente por el retorno a la normalidad
institucional en 1973. Los cinco directores y sus películas
estrenadas en 1974: Una mujer... un pueblo, El camino hacia la
muerte del viejo Reales, La civilización está haciendo masa y no
deja oír, La balada del regreso y Quebracho, arrojan un saldo
desfavorable. La mejor de ellas es ¡Quebracho! — al incorporarse
a la línea de "Las aguas bajan turbias" o "Prisioneros de la
tierra"—, película de irregular factura y descompensado
tratamiento histórico. Las demás —al margen de las negativas
consideraciones críticas que nos merecen— reiteran agravados
defectos anteriores: 1) menor solvencia técnica y expresiva; 2)
propuestas reformista sin seria fundamentación; 3) salvada la
película de Wulicher, el público argentino de hoy, politizado,
ha dicho que no. Esta tercera etapa arrancó mal quizás porque
además del déficit de talento, los signos indicadores de la ruta
los orientaron erróneamente, esos signos marcaban cambios tal
vez para que nada cambie. La definición de esta incierta
coyuntura está a la vista y es de desear que se concrete: 1º)
con la sanción de una ley que facilite el cambio; 2º) con la
esperada solución a los casos de Ultimo tango en París y La Patagonia Rebelde... Revista Redacción junio 1974
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