EL CINE ARGENTINO VEINTE AÑOS DESPUES
Por HECTOR GROSSI
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Cinco nuevos directores del cine nacional intentan en clave política el reflejo crítico de nuestra realidad. Desde 1955 esta es la tercera etapa de la línea de renovación que sistemáticamente ha fracasado. El cine comprometido cae entrampado por viejas astucias: cambiar algo para que nada cambie. La nueva ley puede ser la solución. Mientras tanto la exhibición de "La Patagonia Rebelde" y "Ultimo tango en París" sigue cuestionada.

CAMBIAR algo para que nada cambie. A esta sabia astucia de añeja tradición, se la llama contemporáneamente gatopardismo. Su directa aplicación al orden político no es incompatible con su uso en otros ámbitos que, como ocurre con la cinematografía, están íntimamente condicionados por las decisiones de los centros del poder político. Es tan ingenuo como nefasto asumir al cine sólo como una subalterna categoría del entretenimiento, ya sea como distensión profiláctica cotidiana, con la cual se satisfacen tabuladas cuotas del ocio o, en su intencionada aplicación estupefaciente —de espuria estirpe— cuya máxima expresión, de lógica matriz política, acuñaron los romanos con el lema: "pan y circo". Hay quienes aún se empeñan —cada vez con menos éxito— en descalificar al cine en el sentido apuntado, minimizándolo como mercancía disvaliosa. Con ello se satisfacen dos objetivos inmediatos: desdibujar la represión implícita en determinadas prohibiciones, restándole importancia, y facilitar el negocio de los meros comerciantes de la cinematografía. Que el arte fílmico, en sus más calificadas expresiones, es algo más, es mucho más, lo revelan de hecho muchas causas célebres en los 79 años de historia del cine. Reduciendo la rica ejemplificación a hechos actuales que documentan la jerarquía del cine y su entrañable relación con el manejo político, baste citar tres casos. En Portugal, el actual gobierno permite la exhibición de El acorazado Potemkin (del soviético Serguei Einsestein) 50 años después de haber sido realizada, así como en Brasil ha sido prohibida en 1963. En Argentina, dos películas están sometidas a la cuarentena, y ambas esperan la solución de la angustiosa disyuntiva: internación definitiva o exhibición libre. En ambos casos —como en los señalados de Portugal y Brasil— se trata de soluciones esencialmente políticas. El primero de ellos —por orden de aparición— es el de la película de Bernardo Bertolucci Ultimo tango en París, judicialmente secuestrada el 15 de octubre de 1973, a la espera de la sentencia que decida su futuro en nuestro país. Recordemos que al promediar el pasado mes de abril, en Italia, el supremo tribunal romano, revocó la sentencia condenatoria de un tribunal de Bolonia, habilitando la exhibición de "Ultimo tango en París". El hecho de que se trate de una solución puesta en manos de la justicia (tanto en Argentina como en Italia) no priva a la sustancia política de la decisión. El segundo caso es el de la película argentina dirigida por Héctor Olivera, La Patagonia Rebelde (Ver Redacción Nº 15), temporariamente demorada, por órganos administrativos, aparentemente trabados por factores de poder, y aún a la espera de una final resolución.

Volver a vivir
Si bien es cierto que, al finalizar el mes de mayo de 1974, aún no se ha discutido parlamentariamente y por tanto no se ha sancionado la anunciada nueva ley que expresará el programa de nuestro futuro en cine, también es cierto que, por vías de hecho, se ha facilitado una apertura que, en un año de gobierno frejulista, ha permitido ver películas prohibidas y ha permitido conocer a inéditos realizadores argentinos. En los cinco meses transcurridos de 1974, cinco películas de otros tantos directores nuevos habilitan para la reflexión y un balance provisorio. Se trata, por un lado, de obras que estuvieron congeladas por la censura del régimen militar: Una mujer... un pueblo (realización de Juan Schroeder y Carlos Serrano) y El camino hacia la muerte del viejo Reales (de Gerardo Vallejo). Por otra parte tenemos tres películas crecidas al favor de una imprecisa descompresión operada en el orden del cine, ellas son: La civilización está haciendo masa y no deja oír (de Julio Ludueña), La balada del regreso (de Oscar Barney Finn) y ¡Quebracho! (de Ricardo Wulicher).
Tratamos de leer en esa realidad que, además de los hechos y clima apuntados, se integra con el impresionante plan que, en materia de cine, anunció el Secretario de Difusión y Turismo, embajador Emilio Abras, y la creación de la Asociación de Productores de Películas Independientes (A.P.P.I.). Esta etapa, en su momento inaugural, se acunó con eufóricos lemas revolucionarios y libertarios, con anuncios de una era emancipadora del cine argentino. A un año de esas tonificantes expectativas, los resultados- son magros —sobre todo por las cinco películas estrenadas— y, lo que es más grave, se tiene la recóndita sensación de que, cambiando factores adjetivos incluso los que proponen los años transcurridos, no hay nada nuevo bajo el sol y que, en esencia, se vuelve a vivir lo que de una u otra manera ya se ha vivido.

Generación y circunstancia
Si a los efectos prácticos de este comentario, se arranca del año 1955 —precisamente desde la caída de Perón— es posible reconocer tres etapas en una misma línea general evolutiva. Tres etapas signadas por claves innovadoras, con un mayor o menor grado de redentorismo vocinglero, que encarnaron —en cada generación— los realizadores vírgenes, los productores nuevos, en suma los únicos que, en cada alternativa, tuvieron la dura faena de enfrentar la realidad política de su momento, la confrontación con las estructuras preexistentes y la fundación cierta de una cinematografía renovada. En otros términos cada etapa debió asumir su desafío generacional. Las dos primeras no alcanzaron sus objetivos. No pudieron construir un cine mejor que el país mismo. En este enjuiciamiento histórico, sólo se rescatan valores individuales que no hacen al fondo de la cuestión.
La primera etapa referida es la que tiene como clave de interpretación histórica el famoso decreto-ley 62 de enero de 1957, con la creación del Instituto Nacional de Cinematografía con matriz de corte liberal.
En esta primera etapa ingresaron a la lucha generacional directores como José Martínez Suárez, Rodolfo Kuhn, Manuel Antín, David José Kohon y Lautaro Murúa, entre los más importantes. A su manera, la de aquella época significaba de hecho —como ahora— una modalidad de la descompresión. Fueron etiqueteados, con rumbosa pretensión, bajo el slogan de "El Nuevo Cine Argentino". Se trataba de la réplica local de la Nouvelle Vague de Francia que, para esos años, iniciaba su camino hacia el dinero y el prestigio. Ese slogan gálico —auspiciado y propiciado por el sistema de su país— no era sino un hábil hallazgo publicitario detrás del cual algunos delirantes entendieron discernir profundas revoluciones estéticas. Las carreras posteriores de Jean-Luc Godard, de Francois Truffaut, de Claude Chabrol —superlativos talentos al margen— lo confirman.
La carrera posterior de los protagonistas de la "Generación del 60" (Nuevo cine argentino) está jalonada por películas esporádicas, la marginación definitiva o la asimilación al sistema. Se cambiaron algunas cosas para que nada cambiara y esa generación cayó en la trampa.
La segunda etapa quedó expresada por la Generación del 70. En plena dictadura militar, se afinaron algunas sutilezas legislativas, se endureció la censura, en fin, se hicieron los "cambios" para que nada cambiara. E ingresaron a jugar su suerte generacional cineastas que, en su mayoría, provenían del cine publicitario. Ricardo Becher (que en 1963 había hecho Racconto) incorporado a la nueva batalla, Raúl de la Torre, Alberto Fischerman, Juan José Jusid, Néstor Paternostro, Hugo Santiago, Humberto Ríos, Fernando E. Solanas, Gerardo Vallejo y Edmund Valladares. El único que ha tenido continuidad es Raúl de la Torre, los demás han retornado a la publicidad, lograron esforzadamente hacer un segundo film o siguen proyectando trabajos que se demoran largamente en el desván de las ilusiones.
Más allá del gatopardismo engañador y la fuerza y vigencia de las viejas estructuras que siguieron dominando el terreno, es justicia señalar que ninguna de esas dos generaciones aportó un gran talento innovador, así como tampoco lograron contundentes éxitos de público. Tan justo como señalar, por su calidad profesional, manejo del lenguaje o rigurosa inquietud, a varios de los directores nombrados.

La tercera, ¿es la vencida?
Si, esquemáticamente, las dos primeras quedan separadas por 10 años de distancia, la tercera rompe esa pauta, fundamentalmente por el retorno a la normalidad institucional en 1973. Los cinco directores y sus películas estrenadas en 1974: Una mujer... un pueblo, El camino hacia la muerte del viejo Reales, La civilización está haciendo masa y no deja oír, La balada del regreso y Quebracho, arrojan un saldo desfavorable. La mejor de ellas es ¡Quebracho! — al incorporarse a la línea de "Las aguas bajan turbias" o "Prisioneros de la tierra"—, película de irregular factura y descompensado tratamiento histórico. Las demás —al margen de las negativas consideraciones críticas que nos merecen— reiteran agravados defectos anteriores: 1) menor solvencia técnica y expresiva; 2) propuestas reformista sin seria fundamentación; 3) salvada la película de Wulicher, el público argentino de hoy, politizado, ha dicho que no. Esta tercera etapa arrancó mal quizás porque además del déficit de talento, los signos indicadores de la ruta los orientaron erróneamente, esos signos marcaban cambios tal vez para que nada cambie. La definición de esta incierta coyuntura está a la vista y es de desear que se concrete: 1º) con la sanción de una ley que facilite el cambio; 2º) con la esperada solución a los casos de Ultimo tango en París y La Patagonia Rebelde...
Revista Redacción
junio 1974

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