Cumpleaños
Fumadores ocultos y vidrios rotos en el viejo Nacional Buenos Aires
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En 1823, Bernardino Rivadavia reorganizó el Real Colegio de San Carlos y lo rebautizó: Colegio de Ciencias Morales y Políticas. Cuarenta años después, Bartolomé Mitre le fijó estructura de instituto de enseñanza secundaria y volvió a cambiarle de nombre: Colegio Nacional Central. Pasado mañana se cumple un siglo de este acontecimiento. Aunque el instituto tiene otro nombre: Colegio Nacional de Buenos Aires.
Es uno de los pocos establecimientos con su best-seller propio: daría bastante trabajo contar cuántas ediciones se han impreso, hasta ahora, de Juvenilia, la simpática crónica del afrancesado Miguel Cané. Menos trabajo da recordar a uno de los principales personajes del libro: Amadeo Jacques, el maestro que introdujo nuevas doctrinas en el colegio de la calle Bolívar.

Mitre y Palacios
Un grupo de egresados del centenario Buenos Aires recordaban, la semana pasada, algunas anécdotas de sus tiempos de juventud. Uno de ellos es Alfredo Lorenzo Palacios, de 82 años, que a los 11 empezó allí sus estudios. Confiesa haber sido "un rabonero crónico". Cierta vez, era el cumpleaños del general Mitre, encontró un nuevo pretexto para faltar. Se paró a la puerta del colegio y gritó estentóreamente: "¡Huelga! ¡A la casa de Mitre!"
Los muchachos se arremolinaron con obvio alboroto y formaron una columna que se encaminó hasta la casa del prócer: los esperaba en su habitación. "Recuerdo que, al retirarme, puso su mano sobre mi cabeza —cuenta Palacios—. A mí me pareció que acababan de ungirme".
Marco Denevi, de 40 años, autor de Rosaura a la diez, aún hoy se asombra de la rigidez de los estudios imperante en el Buenos Aires. Dos profesores reclamaban su estima: Arturo Giménez Pastor, doctor en literatura, alto, de gran melena y bigote, quien jamás seguía el programa. Y Garcés Castiela, que enseñaba latín, una materia en la que Denevi merecía siempre diez puntos.
Cierta vez, Garcés Castiela lo llamó al frente y Denevi no había estudiado. Entonces experimentó uno de los primeros buenos resultados de la ficción. Se le ocurrió mostrar un pequeño orzuelo que despuntaba en su ojo izquierdo, adjudicándole la falta. El profesor anotó, igualmente, los consabidos diez puntos.
Pero Florencio Escardó, de 50 años, médico, columnista de PRIMERA PLANA, remonta sus recuerdos mucho más atrás en el tiempo: 1916. El reglamento del colegio prohibía fumar y los alumnos lo burlaban en los baños. Un profesor, apellidado Casablanco, se regocijaba descubriendo a los estudiantes en infracción. Otra manera de mellar el reglamento era fumar en el último banco de las aulas, prácticamente de bruces, para lanzar el humo sobre el suelo y conseguir que su presencia fuera menos reveladora. Sin embargo, al profesor Luis Silveyra le llamó la atención la leve columna azulada que se deslizaba. Se aproximó al fondo y sorprendió al culpable con la boca llena de humo, en medio de la consternación de toda la clase. Lo palmeó y bromeó: "Respire no más, hijo. Y si quiere fumar, fume de los buenos". Y le regaló un habano.

Demolición y poetas
Como en los tiempos de Amadeo Jacques que describió Cané, la época de Augusto Raúl Cortázar, de 52 años, abogado, fue pródiga en incidentes graciosos. Recuerda el día en que se cortó la luz del aula y los alumnos aprovecharon para ubicar una zanahoria en la cabeza de Jorge Cabral, profesor de historia del arte, que usaba chalecos chirriantes y zapatos charolados. El rector Nielsen inició un sumario.
En otra oportunidad, se rompió el vidrio de una ventana y proporcionó un excelente motivo de diversión para los estudiantes de la cátedra de inglés. El profesor sufría frecuentes ataques de estornudos y terminaba con largos resfríos. La culpa, según los alumnos, era el vidrio roto; la verdad es que colocaban rapé en el libro del maestro.
En este siglo transcurrido, las más relevantes personalidades argentinas desfilaron por el Buenos Aires. Tiempos de estudiantes, vida jubilosa y vertiginosa. Típico tema para poetas. Uno de ellos, y muy importante, Baldomero Fernández Moreno, se encontró en 1917 con la demolición del antiguo edificio en que había estudiado, el de Cané, que era un poco la demolición de su adolescencia.
Escribió, entonces, una de sus mejores elegías y la empezó y cerró con estos versos de arte mayor:
El tiempo terrible mueve su piqueta.
¿Dónde está mi viejo Nacional Central?
Este gris palacio no me dice nada,
muchos como éste tiene la ciudad.
El viejo Nacional Central, no obstante, está allí, en su imponente edificio junto a la iglesia de San Ignacio. Lleva cien años y, seguramente, llevará otro cien más. No es un colegio; es una obligación, una costumbre, una saudade permanente.
Revista Primera Plana
12.03.1963

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Colegio Nacional de Buenos Aires
En las fotos Alfredo Palacios, Florencio Escardó y Marco Denevi