Las posibilidades de acción de los gobernantes argentinos
han estado determinadas, en gran medida, por la actitud que
ante ellos adoptó la oligarquía, es decir, el aguerrido
sector del anti-desarrollo. En los últimos cincuenta años,
tres presidentes sufrieron el embate de la oligarquía que
los definió como enemigos aun antes de que hubiesen dictado
el primer decreto. Desde la primera hora de sus respectivos
periodos gubernamentales, los tres estuvieron
oligárquicamente condenados y ésta fue la prueba de que —en
lo sustancial— estaban históricamente salvados, más allá de
sus errores o excesos.
Del legalismo a Salimei.
No ocurrió lo mismo con Onganía. Antes del acontecimiento
del 28 de junio, la oligarquía era "legalista", pues sus
astutos dirigentes habían comprendido que el anarquizante
gobierno de los radicales del pueblo (un gobierno del 20 %)
era la mejor garantía para la subsistencia del status quo.
Pero, de todos modos, llegó la Revolución Argentina e
inauguró un proceso incierto, rodeado de peligrosas
implicaciones. ¿Qué era este nuevo gobierno y a dónde iba?
La primera etapa, en que alguien logró Imponer la dañosa
tarea de que debía llamarse tan sólo a debutantes "no
comprometidos", acentuó las incertidumbres y la oligarquía
bastante desconcertada, tuvo que mantenerse a la
expectativa: una expectativa recelosa. A poco andar, no
obstante, en los últimos meses de 1966, los desaciertos y
sobre todo las supuestas inclinaciones nacionalistas del
ministro Salimei, provocaron el cambio. La oligarquía actuó
contra el gobierno. solapadamente, al través de algunos
discretos intentos conspirativos, de la puesta en
circulación de una ola de rumores y de la fabricación de un
artificial clima de inseguridad. Técnicas todas estas que,
como de costumbre, tuvieron exitosa repercusión en los
sectores más blandos de la clase media. De este modo y con
estos recursos, la oligarquía, sin saber claramente qué
juego estaba jugando, hizo su aporte a la crisis del mes de
diciembre.
Krieger. Llegó entonces la oportunidad
del ministro Krieger, quien desde el primer instante fue
presentado por la oligarquía como un antiguo y consecuente
liberal, con leve barniz tecnocrático. Era esta, sin duda,
una Ingenua tentativa de comprometerlo, a la que en seguida
se le sumó la teoría de que el gobierno se halla dividido en
dos sectores: el sector Krieger, democrático, y el sector
Borda, totalitario; teoría que, desde luego, estaba
destinada a escamotear el tema central del debate
"desarrollo vs. anti-desarrollo" y desencadenar una estéril
polémica de puro contenido político.
La gran
decepción. Pero sucedió lo imprevisto. El sector Krieger
empezó a actuar de manera irrespetuosa para los planes de la
oligarquía. Modificó aranceles, congeló salarios, puso en
marcha ciertos mecanismos de la economía concertada, exaltó
la idea de la planificación, empleó resortes impositivos con
fines de expansión, promovió un congreso industrial, etc.
Evidentemente, esto no tenia nada que ver con los idílicos
esquemas libre-empresistas a los que, en teoría, el ministro
tendría que haber adherido. Además y por encima de todo,
allí estaba el hecho decisivo. Se dispuso una devaluación
cuyo efecto inmediato no fue la transferencia de ingresos al
sector de la producción agropecuaria; con el argumento de
que debía asegurarse una política de inversiones favorables
al crecimiento, el gobierno aplicó retenciones del 25 %.
Ciertamente los actores no se estaban ajustando al presunto
libreto. Y, para el colmo, el Presidente, como si hubiera
querido definir su política en cuatro palabras, lanzó una
frase que la mayoría del país entendió y celebró, con la
intuición de que allí estaba la prueba de que Onganía conoce
la meta. Cuando escucharon la referencia al país de "las
vacas y el trigo", los que pensamos que el tema polarizante
es el planeamiento para el desarrollo autosostenido, nos
sentimos expresados. Supimos que lo que el Presidente había
proclamado no era una actitud anti-agropecuaria, sino una
actitud pro-industrializadora y que, de esta forma, había
refirmado su voluntad de ir en busca de la modernidad y la
grandeza por la vía del cambio estructural.
Otra vez
la agresión. El plan Krieger —porque el plan es del
ministro y no de la Revolución— tiene aspectos objetables,
sin duda. Pero no es esto lo que en verdad importa ahora,
sino el hecho de que no se ajusta a las exigencias del
interés oligárquico. Ante tal comprobación, la oligarquía
tuvo que salir de su pasividad complaciente. Una vez más,
debió recurrir a sus eternos métodos de agresión encubierta.
El inequívoco sentido de la frase presidencial fue
desvirtuado. Se agravaron hasta lo indecible las presiones.
Se tuvo por agraviados a los manes de la Argentina
tradicional. Otra vez la calle se llenó de rumores y volvió
a hablarse de escisiones castrenses y de brevísimos plazos
de caducidad, como en diciembre de 1966. Y para que el
cuadro estuviese completo, los antiguos promotores de la
Unión Democrática, redivivos, plantearon su dilema de
siempre: o das elecciones en seguida (elecciones con fraude
proscriptivo, es claro), o sos fascista; o abandonás este
loco sueño del planeamiento para el desarrollo, o sos
fascista.
Ojalá. Esta es, creo, la explicación de
los hechos acaecidos en los últimos días. ¿Significan ellos
que la oligarquía ha resuelto, por fin, definitivamente, que
la Revolución Argentina es su enemigo? Ojalá fuera cierto.
Si lo fuera, ganaríamos tiempo, habríamos quedado
debidamente polarizados y tendríamos la prueba de que
también la Revolución Argentina está históricamente salvada.
Porque el enemigo del bien oligárquico es el bien común.
Revista Extra, agosto 1967
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